Javier Álvarez Dorronsoro
Keynes: ¿Está de paso o ha venido para quedarse?
(Página Abierta, 243, marzo-abril de 2016).

 

Los programas económicos de la izquierda, en un sentido amplio, están dominados por las ideas keynesianas. La influencia de Keynes puede considerarse una reacción a la estrategia de salida de la crisis basada en la austeridad y la devaluación salarial impuesta por la derecha conservadora europea, vía instituciones de la UE y los mercados. Tanto los grandes sindicatos como todas las versiones de los programas de izquierda y progresistas comulgan en mayor o menor medida de esas ideas.

No puede sorprender la actualización de Keynes tras la crisis económica. Había razones para ello. Estaba el recuerdo de la crisis del 29 y las soluciones keynesianas para afrontar el marasmo económico mundial. Pero estaba también la certificación del fracaso de las ilusiones del mercado autorregulado y del control del riesgo financiero. Y fue precisamente Keynes quien, hace cerca de cien años, prestó especial atención a la incertidumbre –en algunos ámbitos irreductible– de la economía y, más en concreto, a la inestabilidad financiera.

La economía ortodoxa de su tiempo había aceptado que la condición por defecto de la economía era la estabilidad y que las inestabilidades se debían a la distorsión de los mercados y a las interferencias de los Gobiernos. Keynes invirtió los términos y estableció que la inestabilidad y la incertidumbre no eran la excepción sino la norma.

Tras los primeros años de la gran recesión de 2007, la corriente liberal más dogmática siguió en sus trece y construyó una narrativa de la crisis según la cual ésta se debía fundamentalmente a las políticas monetarias laxas de los Gobiernos –en especial de la Reserva Federal de EE. UU.–, a la creación de deudas públicas insostenibles, a errores en las políticas de tipos de interés y en las medidas de cambio; en definitiva, a desatinos de la intervención gubernamental, en ningún caso causas atribuibles al sistema, a la actividad privada o al mercado.

Pero otra corriente, más realista, aquella que proclamaba en un principio que había que refundar el capitalismo, tomó conciencia de que la previsibilidad y la estabilidad no eran el punto fuerte de la economía de nuestros días. Achacó la crisis a diversos factores generadores de incertidumbre en la economía financiera: desregulación, descontrol de la banca de inversión, mala fe y malas prácticas de las agencias de calificación, exceso de confianza en el control del riesgo, menosprecio de los efectos de la formación de las burbujas, codicia y avaricia de los agentes privados, etc.

Difícilmente cabía encontrar en Keynes remedios para estos males. En sus tiempos no era tan decisiva la financiarización de la economía y no habían adquirido la trascendencia que tienen hoy los derivados financieros y la banca en la sombra. Pero sí era más plausible recurrir a las teorías del economista británico cuando se pensaba en las  medidas que se debían tomar para salir de la profunda recesión que afectó a la economía productiva real. En los ambientes económicos y políticos se revivió por algunos momentos el “ahora todos somos keynesianos” con el que Nixon justificaba en 1971 los presupuestos deficitarios del Gobierno estadounidense.

La intervención gubernamental, uno de los rasgos de la economía keynesiana, fue reclamada por la derecha para rescatar a los bancos en crisis, y por la izquierda –y no solo por la izquierda– para sostener la demanda agregada que, su vez, estimularía la inversión y, por consiguiente, el empleo. Asimismo, cabía recurrir a Keynes en nuestro país para combatir el argumento de numerosos políticos y consultores económicos de que la reforma laboral y las rebajas salariales constituían el recurso fundamental para incentivar la inversión empresarial y crear puestos de trabajo. Según este enfoque, rebajando los costes del trabajo gracias al funcionamiento de un mecanismo automático recuperaríamos la actividad económica y el empleo.

Keynes hubiera dicho que no funcionan así las cosas, que, en momentos de crisis, cuestiones como las expectativas (basadas, en todo caso, en un conocimiento poco racional y muy pobre de lo que puede ocurrir a corto y medio plazo) y el estado de confianza adquieren gran relevancia y pueden llevar a los empresarios a no realizar inversiones a pesar de la promesa de una reducción de los costes o de los derechos del mundo del trabajo (*).

Sin embargo, algunos enfoques keynesianos también podían conducir a posiciones desacertadas. Veamos dos de ellos.

1. Keynes no se preocupaba mucho por el tipo de gasto e inversión pública. Siguiendo esta estela, muchos keynesianos han dedicado poca atención a aquello en lo que gastan los Gobiernos con tal de que se aumente el gasto. Algo de esto pudo ocurrir en nuestro país. La reducción del gasto social que proponía el Gobierno central y exigían algunos medios de creación de opinión pública encontraba acertada oposición en la izquierda; pero ésta, por su parte, debería haber atacado con más virulencia la política de despilfarro que se había llevado a cabo desde instancias gubernamentales en el periodo anterior.

¿Por qué no lo hizo? ¿Existía el temor de que la crítica al gasto superfluo se interpretara como un aval a la política de austeridad? ¿Se pensó en su momento que tal crítica hubiera podido entenderse como contraria a la recomendación keynesiana de estimular la inversión y el gasto público? Lo que parece cierto es que las críticas al derroche de los gastos gubernamentales solo arreciaron cuando el conocimiento y la denuncia de la corrupción fueron notorios. Se puede aprender de Keynes que equilibrar el presupuesto en momentos de crisis no es una prioridad y, más aún, que puede ser muy contraproducente; pero, yendo más allá, es preceptivo otorgar importancia a los ingredientes con los que se había incrementado el déficit. 

2. La economía keynesiana pretendía centrar la atención en la demanda y no interferir en la oferta. Gestionando la primera, la segunda podía ocuparse de sí misma. Probablemente esta idea estaba en el origen de lo que Skidelsky denominó el desmesurado orgullo keynesiano, preludio del  fracaso de sus ideas a la hora de hacer frente a la crisis de los años 70. “La actitud mental de la nueva generación de economistas keynesianos –señala Skidelsky en su libro El regreso de Keynes– era la de que no había ninguna restricción de oferta, que la política macroeconómica podía planearse, y sus efectos predecirse, con una precisión científica… La verdad es que atacar las rigideces e ineficiencias del lado de la oferta no fue nunca una prioridad para la clase dirigente keynesiana, que creía que el desempleo podría reducirse si había una suficiente demanda”.

Esta focalización exclusiva en la expansión de la demanda, unida a la excesiva separación entre la política de choque y el después ya veremos (que podía encontrar un refrendo en la distinción  radical que hacía Keynes entre “recuperación” y “reformas”), animó en nuestro país a los keynesianos a relegar los problemas de la capacidad productiva, productividad y modelo productivo a mejores tiempos.

Si en algunos medios de la izquierda se debatía poco antes del hundimiento en la recesión sobre los modelos productivos, pronto se dejaron estos debates al margen y se dedicó una atención exclusiva a la necesidad de inversión y gasto público para animar la demanda. Sin embargo, en buena lógica, la inversión no podía desligarse de los mimbres que se necesitaban para poner en marcha un nuevo modelo de producción. Y tampoco la capacidad de ir enjugando el déficit generado con la inversión pública puede independizarse de los recursos productivos que posea el país.  

En otros países, la implementación de medidas keynesianas tuvo mejor fortuna. El Gobierno de EE. UU. aplicó una política fiscal expansiva y la Reserva Federal una política monetaria del mismo signo. Los déficits alcanzados durante los primeros años de la recesión fueron muy grandes (alrededor del 10%); sin embargo, los tipos de interés se mantuvieron bajos y la inflación se mantuvo controlada, la confianza se recuperó y, más bien que mal, afrontaron con cierto éxito la recesión. Claro está que hay economías y economías, con recursos productivos muy distintos.

A partir de algunas de estas experiencias, y asumiendo el riesgo que implican esta clase de tipologías, se podrían establecer tres formas de colocarse ante lo que podríamos denominar economía keynesiana.

La primera, en mi opinión la más juiciosa, considerar el keynesianismo como una ruptura frente a la economía neoclásica, como crítica a la premisas en que ésta se fundamentaba y como un reconocimiento del papel de la intervención del Estado (frente al laissez faire) a través de políticas fiscales y monetarias, encaminadas a una mejor redistribución de los ingresos y a la persecución del pleno empleo. Tendría, por fuerza, que condenar la política de austeridad como salida de la crisis, pero habría de asumir que no existe una única salida keynesiana de la recesión y que no existe tampoco un único sistema keynesiano de economía política. La política de sostenimiento de la demanda por parte del Estado debería, necesariamente, ir acompañada de otras muchas medidas de política económica, adecuadas al tiempo y al lugar, que no se encuentran en el repertorio de Keynes.

La segunda supone abrazar el keynesianismo como una doctrina con respuestas para todo y aplicable en cualquier tiempo y lugar. Desde este enfoque es difícil explicar cómo sobrevino la crisis de los años 70 después de varias décadas de políticas keynesianas aceptadas por Gobiernos socialdemócratas y conservadores. Para refrendar su validez universal, sus partidarios tendrían que hacer frente a esta última objeción.

El keynesianismo se vería dentro de esta segunda posición como un sistema capaz de rivalizar con otros en la explicación de la crisis. Si el monetarismo de Friedman la atribuye a los errores en el manejo de la política monetaria de los Gobiernos, el keynesianismo, sumándose a las explicaciones monocausales, las imputaría a la sobreproducción como consecuencia de la insuficiencia de la demanda.

La tercera posición, muy poco aconsejable en mi opinión, es la de considerar el keynesianismo como algo trasnochado, que surgió en una coyuntura muy extraordinaria y que tuvo validez en un periodo en el que la economía financiera estaba bastante regulada. El crecimiento de la inflación, a partir del aumento del déficit público con el estancamiento de la producción, fenómenos que se produjeron en los años 70, certificarían el fin de las teorías de  Keynes.

Como colofón, se esgrime la experiencia del Gobierno de Mitterrand entre 1981 y 1983, momento en el que los incrementos de la demanda inducidos por el Gobierno no incentivaron la producción sino el incremento de las importaciones. Lo que podía haber sido tomado como una advertencia para fijar la atención en la importancia de la naturaleza de la demanda generada por la inversión gubernamental, se convirtió en un argumento irrefutable contra el keynesianismo y contra todo lo que éste significaba. Se tiró el niño con el agua sucia.

No es extraña la convergencia de esta tercera posición –lo fue históricamente en el caso de los partidos denominados socialdemócratas– con el abandono de la preocupación keynesiana por el pleno empleo y con ideas como que el recurso a la intervención estatal es perjudicial, que los déficits presupuestarios juegan siempre un papel negativo,  que el objetivo primordial es la estabilidad presupuestaria, que las políticas fiscales y monetarias expansivas conducen a la inflación. Invalidadas las innovaciones y las inquietudes keynesianas, y aceptadas las premisas anteriores, quedaba poco trecho para abrazar con entusiasmo el liberalismo económico.

Defender desde la izquierda la utilidad de algunas de las ideas de Keynes no significa ni requiere convertir a Keynes en un economista anticapitalista. Keynes no conspiraba contra el capitalismo, trataba de sacarlo a flote en la crisis que atravesaba. Con respecto a la desigualdad mantenía posturas controvertidas. Keynes denunciaba la arbitraria y desigual distribución de la riqueza y de los ingresos. Veía en la política fiscal un instrumento para la disminución de las desigualdades y se esmeró en desacreditar las teorías de quienes argumentaban que el aumento de los impuestos a los ricos iba en detrimento del crecimiento del capital. Sostenía que los impuestos sobre las herencias, aunque penalizaran el ahorro de los ricos, favorecían la redistribución de los ingresos, el aumento de la propensión al consumo de la comunidad y los incentivos a la inversión.

Sin embargo, esta oposición a la desigualdad tenía sus límites para el economista británico. No era aceptable la brecha entre ricos y pobres que existía en su tiempo, pero sí había justificación social para mantener grandes desigualdades de riqueza y de ingresos. En palabras del propio Keynes: “Hay valiosas actividades humanas cuyo desarrollo exige la existencia del estímulo de hacer dinero y la atmósfera de la propiedad privada de la riqueza”.

Y por si esta razón no bastaba, esgrimía el peregrino argumento de los moralistas que varios siglos antes habían justificado el capitalismo: el estímulo de hacer dinero protegía a los ricos de otras pasiones más peligrosas, que podían tener un desahogo en la crueldad o en la tendencia a tiranizar a sus conciudadanos.

Keynes siguió las huellas de los pensadores que se interesaban por la economía, la filosofía y la ética. Su aversión al “amor al dinero” le llevó a imaginar una sociedad donde se mitigaran inclinaciones de ese género. Pero esto sólo podría suceder en una sociedad de la abundancia y, para llegar a ella, todavía había que someterse a los incentivos que dinamizan el capitalismo y la creación de riqueza.

Y en esta perspectiva, Keynes deslizó una teoría según la cual al crecer el volumen de capital disminuiría el poder de sus detentadores, se incrementaría el papel de los directivos de empresa en detrimento de los accionistas, el ansia de beneficios disminuiría, los grupos directivos serían más sensibles a la crítica de la sociedad y las empresas se parecerían cada vez más a las empresas públicas.

Nada de esto ha sucedido ni lleva camino de suceder visto el papel que los cuerpos gerenciales están desempeñando en las grandes empresas. La tentación de atribuir casi en exclusiva a los mecanismos económicos la virtualidad de transformar radicalmente las sociedades no fue algo privativo de Keynes. Antes que él, se preconizaba que con el cambio de propiedad de los medios de producción se alcanzaría el socialismo y el comunismo, y hoy todavía se sostienen teorías como que la hegemonía de la producción inmaterial anuncia el fin del capitalismo o que el desarrollo de la economía de lo común conduce a la apropiación democrática de la sociedad de todos sus recursos.

El determinismo económico ha estado siempre muy presente en las teorías económicas. La obra de John Maynard Keynes, a pesar de su polifacética visión de la sociedad, no estuvo exenta en algunos momentos de esta desviación.
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(*) El argumento de que bajando los costes del trabajo y de los derechos laborales crece el empleo resulta falaz durante la recesión, pero es un recurso al que apela siempre el empresariado para ganar posiciones frente al mundo del trabajo cuando se inicia el crecimiento.