Javier Álvarez Dorronsoro
Crisis económica.

Fracasos y responsabilidades

(Página Abierta, 202, mayo-junio 2009)

            La mirada retrospectiva hacia el pasado siglo arroja luz sobre la crisis que estamos viviendo. Desde principios del siglo XX hasta la primera década del XXI ha habido tres grandes crisis que podemos considerar globales: la crisis del 29 o Gran Depresión, la crisis de la década de los años 70 y comienzos de los 80 –ambas desencadenadas por el alza de los precios del petróleo– y la crisis actual. Entre ellas se han producido las típicas recesiones cíclicas de período corto, si bien desde mediados de la década de los años 80  hasta nuestros días, se aprecia un fenómeno nuevo: la emergencia de crisis financieras de gran virulencia de carácter más o menos parcial, agrupadas en un corto lapso de tiempo (más adelante daremos cuenta de su significado) [1].

            ¿Son comparables las tres grandes crisis del último siglo? Existen sobre todo grandes similitudes entre la crisis del 29 y la crisis actual, por su envergadura, por hallarse precedidas de una profunda crisis financiera y por evidenciarse en estos dos episodios el fracaso del paradigma liberal de mercado.

            Frente a nuestra ignorancia sobre el alcance de la presente crisis, la que se produjo a raíz del crash de Wall Street en el año 1929 fue una crisis de larga duración (sólo en 1937 se percibe un crecimiento de la producción y el empleo a nivel mundial). La transformación de la crisis en EE UU en crisis mundial se produjo principalmente por sus efectos económicos: la contracción del mercado estadounidense puso freno a las exportaciones de las grandes potencias europeas y la deflación que siguió a la crisis en EE UU irradió a otros países que a duras penas trataban de mantener la competitividad de su producción. No hay que olvidar que las alteraciones de la producción industrial de EE UU tenían entonces una singular trascendencia al suponer el 45% de la producción industrial mundial, mientras que hoy el PIB estadounidense alcanza apenas el 20% del PIB mundial. Por otra parte, las instituciones financieras también desempeñaron su papel: repatriaron las inversiones que habían realizado en Europa para compensar la escasez de dinero.

            En contraste con la crisis del 29, la actual crisis financiera ha sido desde sus inicios una crisis con carácter global y la crisis económica que la sigue tiene este mismo alcance. La fisonomía del mercado financiero actual, como más adelante veremos, explica en buena medida este carácter universal.

Especulación

            Las crisis financieras se vinculan a procesos especulativos. Tanto en la crisis del 29 como en la actual, la especulación se ha generado en torno a la vivienda. En otras crisis la especulación ha afectado al mercado de acciones de compra de otras empresas, al mercado de divisas o, como sucedió en 2002, al mercado de capital riesgo que financiaba las empresas punto com. En los procesos especulativos hacen su aparición productos financieros innovadores, que se articulan en torno a determinados bienes que se compran y venden. Por otra parte, el endeudamiento –el aparente milagro del apalancamiento, como lo llamaba el economista norteamericano J. K. Galbraith– es uno de los instrumentos utilizados para financiar las inversiones especulativas; de ahí la expansión del crédito que acompaña a estos episodios.

            La especulación en torno al bien que incrementa su precio muy por encima de su valor real a medida que aumenta el número de compradores, termina a menudo con un hecho inesperado: las expectativas dejan de ser prometedoras porque se adivina que se está agotando el cupo de compradores, porque se realizan ventas repentinas o porque determinados acontecimientos interfieren en los tipos de interés de los préstamos y comienzan a dejar de interesar a potenciales compradores u obligan a vender a los que ya adquirieron los bienes o los productos financieros. La desconfianza, cuando no el pánico, se generaliza, caen los valores vertiginosamente y sobreviene la crisis financiera.

            El colapso financiero, a su vez, genera o refuerza la crisis económica. El endeudamiento y la desconfianza de las instituciones financieras producen una contracción del crédito. La demanda solvente con respecto a la producción disminuye. Las empresas que funcionan con líneas de crédito a corto plazo encuentran grandes dificultades para seguir produciendo. Si existe una situación de sobreproducción ya no puede enmascararse con la expansión del crédito (modo en el que se afrontó en EE UU la recesión provocada por la crisis de empresas basadas en las nuevas tecnologías y el fuerte descenso de la Bolsa que se produjo tras el ataque del Al Qaeda del 11 de septiembre). Y, por último, como efecto social más grave, las empresas despiden a los trabajadores y crece el desempleo.

            Tras cada una de las crisis financieras surgen en el mundo político y financiero voces reclamando una mayor regulación de los productos financieros y la necesidad de evitar nuevas burbujas especulativas. Sin embargo, una vez que transcurre un breve lapso de tiempo, se vuelve a las andadas. J. K. Galbraith se preguntaba de dónde provenía esa fiebre especulativa que conducía a consecuencias tan desastrosas para la economía. En Breve historia de la euforia financiera, escrito hace veinte años pero que mantiene una llamativa actualidad, además de referirse al ansia de hacer mucho dinero a corto plazo y con poco esfuerzo, nos remite a tres factores psicológicos que intervienen en los procesos especulativos:

            · La extrema fragilidad de la memoria en asuntos financieros es el primero de ellos. El desastre se olvida rápidamente.

            · El segundo factor que contribuye a la euforia especulativa y al ineluctable colapso es la engañosa asociación entre dinero e inteligencia. Se piensa que las instituciones financieras y sus dirigentes deben saber lo que se hacen cuando han acumulado tanto dinero. Con esta referencia, además, se condena a quienes anuncian el colapso de la especulación. Tal condena no procede sólo de las instituciones y organizaciones involucradas en el proceso, sino también, y por desgracia muy a menudo, de las autoridades políticas. Basta profundizar un poco en la hemeroteca de nuestro país para encontrar ejemplos en este sentido, como las declaraciones de María Antonia Trujillo, ministra de Vivienda en 2004, cuando tachaba de “irresponsables” a quienes se atrevían a hablar del peligro del riesgo de una burbuja financiera en el mercado inmobiliario.

            · Un tercer factor reside en la creencia del carácter teológico del mercado. Se considera que el mercado no está sometido a ningún error. Cuando se hunde, se genera una necesidad imperiosa de encontrar alguna explicación al naufragio, pero alejada de la dinámica del mercado o externa a ella. «La ira –dice Galbraith– se dirigirá a los individuos que con anterioridad fueron más admirados por su imaginación y agudeza en asuntos financieros. Algunos de ellos, habiendo sido convencidos de que estaban por encima de la ortodoxia, tan limitadora, habrán transgredido la ley, como se ha observado, y su caída y posible encarcelamiento se contemplarán ahora con justa satisfacción». A tenor de algunos casos de la presente crisis, como el encarcelamiento del gestor de fondos Madoff, podemos concluir que las observaciones de Galbraith tienen plena vigencia.

El mercado financiero en la actualidad

            Aun reconociendo la validez de estas generalizaciones de Galbraith, debemos, sin embargo, dar un paso más y examinar los fenómenos nuevos que afectan a los mercados financieros y que, como trataremos de mostrar, explican uno de los efectos más destacados de la crisis actual: el fracaso de la cultura del riesgo.

            El mercado financiero ha adquirido una fisonomía muy peculiar desde hace unas decenas de años. Varios elementos han contribuido a una hipertrofia del mismo y a incrementar su inestabilidad: la aplicación de las nuevas tecnologías de la información, la integración global de un número cada vez mayor de centros financieros, la desregulación de los mercados, la expansión del crédito y la constante y acelerada innovación de los productos financieros. En lo que se refiere a este último elemento, la última década ha sido particularmente fértil en la creación de productos a cual más opaco a partir de las hipotecas de vivienda subprime.

            En su obra Una sociología de la globalización, Saskia Sassen señala la trascendencia de la capacidad de trasmisión instantánea y de interconexión que tienen hoy los mercados. Cabe considerar el volumen negociado como una variable secundaria, pero cuando dicho volumen, afirma Sassen, «puede utilizarse para arrasar a los bancos centrales, como sucedió en México en 1994 y en Tailandia en 1997, se transforma en una variable importante. Es más, cuando los mercados electrónicos globales permiten que los inversores retiren sin demora más de 100.000 millones de dólares de unos pocos países –como sucedió en la crisis del Sudeste asiático de 1997-1998– y los mercados de divisas tienen una magnitud capaz de alterar radicalmente las tasas de cambio de algunas monedas, la digitalización pasa a ser una variable significativa más allá de sus características técnicas».

            Entre 1980 y 1995, en el período que Sassen denomina de lanzamiento del nuevo mercado financiero, el total de activos financieros creció tres veces más rápido que el PIB de los 23 países que integran la OCDE (2).

            La comparación entre las transacciones en divisas y el comercio internacional nos da una idea del ritmo de crecimiento de este mercado. En 1983, las transacciones en el mercado de divisas fueron diez veces superiores a la magnitud del comercio internacional, 70 veces mayor en 1999 y 80 veces mayor en 2003, a pesar de que el comercio internacional creció considerablemente en esos años.

            Otro rasgo relevante del nuevo mercado financiero es la desproporción entre el flujo de dinero destinado a la especulación y el dedicado a la inversión. John Gray señala en su libro Falso amanecer, citando el periódico The Wall Street Journal, que alrededor del 95% de las transacciones que se realizan son de naturaleza especulativa y utilizan frecuentemente complejos instrumentos financieros derivados que se basan en mercados de futuros y operaciones de opción (instrumentos financieros que otorgan al comprador el derecho y al vendedor la obligación de realizar la transacción a un precio fijado y en una fecha determinada).
Encontramos una explicación de tal desproporción en las diferencias de rentabilidad entre el mercado especulativo y la inversión productiva, a pesar de que de ello resulta lo que afirma Emmanuel Todd en Después del Imperio: «Una tasa de beneficio elevada en las actividades con escaso potencial tecnológico e industrial conduce a la economía hacia la improductividad». En España, sin ir más lejos, la rentabilidad de determinados valores y fondos financieros en la última década podía doblar o triplicar la rentabilidad empresarial. Por otra parte, la diferencia de los gravámenes fiscales es notable: los beneficios empresariales tienen un tipo fiscal del 35% y los beneficios de la Bolsa un 18%, cuando no 0% si los agraciados tienen la habilidad de ingresar sus beneficios en un paraíso fiscal.

            El crecimiento desmesurado del mercado financiero, junto a los rasgos anteriormente señalados, le ha comunicado una inestabilidad crónica.  La acumulación de crisis financieras en el período comprendido entre la década de los 80 y la actualidad refleja esta situación. No obstante, la patología que afecta al mercado financiero fue subestimada por las autoridades económicas. El propio Fondo Monetario Internacional reconocía, pocos años antes de la última de las crisis, que la globalización había incrementado la frecuencia y la propagación de las crisis financieras, pero aseguraba que no había aumentado necesariamente su gravedad. El hecho de que estas crisis tuvieran un carácter parcial tuvo, muy probablemente, el efecto perverso de acrecentar la confianza en su posible control.

Fracaso de la cultura del riesgo

            Más allá del menosprecio de la amenaza de crisis financiera global, se llegó incluso a hacer una apología del riesgo, alimentando la idea de que éste era controlable, como refleja el sociólogo Manuel Castells en algunos de sus textos. En Galaxia internet, texto escrito en 2001, afirmaba: «La nueva economía tiene un fundamento cultural: está basada en la cultura de la innovación, la cultura del riesgo, la cultura de las expectativas y, en último término, en la cultura de la esperanza en el futuro. Tan sólo si dicha cultura sobrevive a los pesimistas de la vieja economía de la era industrial podrá volver a prosperar la nueva economía. Pero el conocimiento y la experiencia de la fragilidad de este proceso de creación de riqueza podrían conducirnos a una nueva filosofía personal en la manera de vivir la segunda fase de la nueva economía». Castells denomina nueva economía no sólo a las empresas de Internet, sino a las empresas basadas en las nuevas tecnologías de la información, que a su vez influyen poderosamente en su configuración (por ejemplo, empresas-red).

            Según Castells y otros economistas y políticos adversarios de «los pesimistas de la vieja economía de la era industrial», la «valoración de los mercados financieros» constituía uno de los motores indispensables de la economía, subestimando el inquietante hecho de que los flujos monetarios del mercado financiero, aparte de suministrar capital-riesgo a las empresas de software y de aparatos electrónicos, se dirigían principalmente a la especulación y amenazaban con crear nuevas burbujas económicas. Hasta tal punto llegaba su confusión, que en el mismo texto (p. 45) hacía el siguiente elogio de Alan Greenspan, a la sazón presidente de la Reserva Federal y uno de los gestores más nefastos del período previo a la crisis: «Retrospectivamente, parece un milagro que los inversores pudieran alimentar la nueva economía con sus expectativas durante tanto tiempo, dada la avalancha de predicciones catastrofistas vertidas por los expertos. Debemos en gran medida a Alan Greenspan que los mercados siguieran creyendo en la realidad que percibían a través de la neblina de las teorías económicas tradicionales. Greenspan continuó defendiendo la realidad de la nueva economía, basada en la inversión en tecnologías de la información y en el crecimiento de la productividad, en parte porque estaba rodeado en la Reserva Federal por algunos de los mejores cerebros económicos en el análisis de productividad que hay en Estados Unidos (tales como Oliner y Sichel, entre otros)».

            La nueva economía en particular y el crecimiento de riqueza en el mundo han sido dos argumentos utilizados a menudo en la legitimación de la financiarización de la economía producida a partir de la desregulación de los mercados financieros desde mediados de la década de 1970. Paul Krugman, sin embargo, mostraba cómo los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense no probaban que el cambio de política que seguía la senda trazada por Milton Friedman constituyera «una fuerza positiva». A pesar de las “ineficacias” de la economía durante el período 1947-1976 denunciadas por Friedman, argumenta Krugman, la renta media de  EE UU se había duplicado, mientras que durante un período similar, de 1976 a 2005, la renta media sólo había aumentado un 23%. La tasa total de crecimiento económico había sido mucho más lenta con el agravante del incremento espectacular de la desigualdad económica. «Durante la primera generación de la posguerra, añade Krugman, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide». En otras palabras, la desregulación del mercado financiero había hecho sin duda mucho más ricos a los más ricos.

            Siguiendo con la problemática cultura del riesgo, quien confiaba tanto en los mercados financieros y los veía superar las neblinas de las “teorías económicas tradicionales”, reconocía el fracaso de sus expectativas. Alan Greenspan, interrogado por el Congreso norteamericano una vez que dejó de ser presidente de la FED y cuando ya el derrumbe financiero era evidente, confesaba: «El paradigma moderno de manejo de riesgos estuvo en pie durante décadas. Sin embargo todo ese edifico intelectual íntegro se colapsó este verano».
 
            Con esta confesión, además de reconocer el fracaso de la cultura del riesgo, estaba constatando el fracaso de los mecanismos prácticos que se habían establecido para evaluar los riesgos de los instrumentos financieros. Los productos financieros eran tan opacos que las agencias de rating no sabían lo que contenían y dejaban en manos de las propias instituciones financieras su calificación. Éstas podían actuar con trampas y quizá algunas veces con buena fe, pero sus criterios de evaluación de riesgo estaban basados en modelos estadísticos que ignoraban situaciones de expansión del crédito como las que hemos vivido.

            ¿Por qué existía esta confianza desmesurada en que las turbulencias del mercado no traspasarían determinados límites? Encontramos una explicación en la creencia en que los automatismos del mercado lo conducen tarde o temprano al equilibrio, una de las ideas centrales del paradigma liberal del mercado.

El paradigma liberal del mercado

            Las ideas seminales de esta doctrina se hallan en Adam Smith. En su obra Teoría de los sentimientos morales aparece la conocida metáfora en la que identifica al mercado con una mano invisible que produce efectos sorprendentes en la distribución de la riqueza (3). La mano invisible del mercado tiene la virtud de transformar el egoísmo individual en prosperidad pública. Una idea de tal calibre, y viniendo de quien venía, hubo de tener efectos morales bastante notables. Proporcionaba una ética muy peculiar a la economía y en realidad abrió las puertas al utilitarismo.

            A falta de pruebas de que el mercado tuviera esos efectos, Smith aportaba intuiciones. En un pasaje de la Investigación sobre la riqueza de las naciones (1776) afirmaba: «No habremos de esperar nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de la consideración de su propio interés». Probablemente Smith quería decirnos con ello que un panadero que vela por sus intereses, en un mercado transparente, sin monopolios y de competencia perfecta, nos puede ofrecer un pan mejor y más barato que si sólo hubiera un único fabricante. En tal caso podríamos concluir que gracias a su propio interés y al mercado hemos obtenido un pan en mejores condiciones. Pero ¿y si cambiamos de escenario y nos trasladamos, por ejemplo, al de la crisis actual? ¿Quién sería capaz de perseverar en el mismo argumento? ¿No sería, por el contrario, más veraz afirmar que la persecución de los “insaciables deseos” por parte de algunos lleva al desastre colectivo? Pasar de observaciones particulares o de abstracciones que funcionan en algún caso concreto a postulados generales muy poco consistentes es una derivación frecuente en el pensamiento liberal económico.
 
            Otra de las creencias que comportaba desde sus inicios esta doctrina económica es que los automatismos del mercado lo conducían a un equilibrio con pleno empleo. Se reconocían los ciclos de recesión y crecimiento de la producción, pero se negaba la existencia de crisis. Se consideraban desajustes temporales en la economía, pero no las recesiones profundas y de incierta duración. Partiendo de la “ley de Say” (4), según la cual toda oferta crea su propia demanda, las expectativas se concretaban de la siguiente forma: si disminuía la demanda solvente y los fabricantes no vendían sus mercancías decrecería automáticamente su precio y aumentaría la demanda; si crecía el desempleo bajarían los salarios y los empresarios comenzarían a emplear más mano de obra. Keynes, como veremos más adelante, mostró cómo en la recesión de 1929 no funcionaron así las cosas.

            La creencia en que los automatismos del mercado tendían al equilibrio y a la utilización más eficiente de los factores de producción abría el paso a otro postulado: cualquier intervención exterior en el mercado era nociva. El peor de los mercados no intervenido era preferible al mejor de los mercados afectado por intervenciones foráneas. En consecuencia, la liberalización interior (los precios de los factores de producción no debían ser afectados por elementos externos, léase sindicatos, Gobiernos, etc.) y la liberalización exterior (librecambio) se convertían en un corolario de la creencia en el mercado autorregulador.

            Sin embargo, sabemos, y lo saben los seguidores de esta doctrina, que los postulados descritos no se aplican ni tan siquiera por los partidos favorables al liberalismo económico cuando ocupan el poder. Tampoco siguen sus dictados las organizaciones económicas. Basta recordar cómo desde las primeras quiebras de entidades bancarias y los vertiginosos descensos de ventas de algunas empresas, el mundo empresarial y financiero ha reclamado la intervención y ayuda del Gobierno hasta el punto de sugerir parciales nacionalizaciones de la banca. Esta contradicción entre lo que se piensa y se dice y lo que se hace en determinados momentos ya la puso en evidencia Karl Polanyi en La gran transformación (1944) cuando afirmaba que el liberalismo económico no se podía confundir con el laissez- faire, sino que podía ser intervencionista cuando las circunstancias lo demandasen: «Los representantes de la economía liberal pueden, pues, sin incoherencia por su parte, pedir al Estado que utilice la fuerza de la ley e incluso reclamar el uso de la violencia, de la guerra civil, para instaurar las condiciones previas a un mercado autorregulador».

            El liberalismo económico como teoría es falsa, pero como ideología política funciona. Cuando una institución como el Fondo Monetario Internacional establece programas de “ajuste” a países necesitados de préstamos, estos programas implican la desprotección de todos los sectores de la industria nacional, la eliminación de subvenciones a la producción, restricciones de gasto público, privatizaciones, etc. Sin embargo, los burócratas del FMI no los presentan como lo que en realidad son, una imposición de los Gobiernos más pudientes, sino como el programa económico más eficaz, «basados en los criterios de liberalización y no intervención del mercado por parte del Estado».

El paradigma keynesiano

            Este paradigma fundamentalista del mercado ejerció una notable influencia en las políticas económicas hasta la crisis del 29. A partir del hundimiento de la economía se vio que no funcionaban las recetas basadas en la concepción neoclásica del mercado. J. M. Keynes mostró en su obra Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero que la ley de Say no era cierta, que la renta nacional podía estar en equilibrio a pesar de persistir el desempleo. Los particulares y las empresas podían preferir ahorrar antes que gastar o invertir. El retorno al equilibrio pasaba, entonces, no por el descenso de los precios sino por la contracción de la producción, lo cual creaba paro, descenso de gasto, inversiones y ahorro. Los empresarios veían disminuir sus ganancias y tampoco encontraban condiciones para la inversión. Keynes llegó a la conclusión de que era preciso que el Gobierno tomara el relevo de la empresa privada prestando e invirtiendo lo necesario para establecer el pleno empleo. A partir de entonces, las limitadas políticas puramente monetarias fueron complementadas con medidas de política fiscal. Los salarios fueron considerados como factores que afectan tanto a los costes como a la demanda y se dejó de confiar en las bajadas de salarios y en la deflación como medios de conseguir pleno empleo.

            El paradigma keynesiano echaba así por tierra las supuestas virtudes de la no intervención del Estado en la economía. Ello supuso a partir de entonces un reforzamiento de los Estados de bienestar. Este paradigma estuvo en vigor hasta la crisis de los años 70, en la que sobrevino la llamada crisis del alza de los precios del petróleo. En esa década, la crisis de costes de producción se unió a un fenómeno nuevo no previsto en la teoría keynesiana, el estancamiento de la producción con un elevado índice de inflación, al que se llamó estanflación. Las dificultades de atajar estos problemas y el ascenso en Gran Bretaña y EE UU de Gobiernos muy conservadores, los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, fervientes partidarios de la “magia del mercado”, posibilitó el regreso del paradigma liberal económico. A partir de ahí se aceleraron las desregulaciones de los mercados y pocas voces, incluso en la izquierda política, pusieron en entredicho la supuesta eficacia de este nuevo rumbo.

            Los relatos de la especulación y de la desregulación, así como el examen de la actitud que los agentes económicos, políticos y sociales han tenido ante estos procesos, constituyen referencias útiles a la hora de abordar las responsabilidades sobre la crisis económica.

Responsabilidades

            El carácter global de la crisis, junto a las complicadas y oscuras operaciones de especulación, posibilitaron que en un principio se imputara la crisis a la desconfianza en el mercado. El economista norteamericano Michael Mandel señalaba en Business Week cómo el actual presidente de la FED, Bernanke, aseguraba en el Club Económico de Nueva York el 15 de octubre de 2008: «La raíz de los problemas estaba en la pérdida de confianza por parte de los inversores y del público en la fortaleza de las instituciones financieras clave y en los mercados». Tanto Bernanke como Paulson, jefe del Tesoro, proponían que la recapitalización de los bancos por parte del Gobierno era el camino que se debería seguir y que con ello cesaría la “conducta irracional” de la gente.

            Achacar las culpas de la crisis a la conducta irracional, léase “desconfianza”, ha sido una manera falaz de diluir las responsabilidades de la crisis. Cabe recordar a este respecto la patética figura de Jeffrey  Skilling, uno de los responsables de Enron, quien adujo ante la Comisión de Comercio del Senado de Estados Unidos que el hundimiento de la empresa se debía «al pánico bancario». En España, el Gobierno de Zapatero tuvo un comportamiento que se ajustaba en buena medida a este tipo de explicación, cuando llegó a decir que quienes anunciaban la proximidad de la catástrofe económica podían estar causando la crisis. Factores como  desconfianza o pánico son inherentes a los estallidos de las burbujas especulativas y ralentizan sin duda la corrección de las recesiones; pero ignorar los procesos especulativos y atribuir la crisis a los factores psicológicos equivale a sustituir la causa por el efecto.
 
            La desviación de la atención hacia los enormes salarios de los directivos de las instituciones financieras ha sido otra de las estrategias seguidas. Es innegable que en este terreno ha habido comportamientos escandalosos. Por ejemplo, que el presidente de la aseguradora AIG, que ha llevado a la quiebra a la empresa, se haya embolsado más de 100 millones de euros en los últimos diez años entre salarios y primas y que ahora requiera ayuda de su Gobierno, clama al cielo. O que muchos de los directivos de las instituciones financieras cobrasen desorbitados sueldos ligados a la valoración en la  Bolsa de sus empresas, lo que les conducía con frecuencia a convertir la cotización de sus acciones en una obsesión, hasta llegar a falsear las cuentas de resultados y a llevar a cabo otras trampas contables. Hay muchas razones para indignarse con estas conductas y es cierto que estas prácticas en no pocas ocasiones causan turbulencias en el mercado, pero no una crisis de envergadura de la presente.

            En el reparto de responsabilidades, los Gobiernos eran excluidos del grupo de los culpables. Era algo contraintuitivo dirigir hacia ellos la mirada cuando parecía que la liberalización económica y el poder de las transnacionales los había reducido a la impotencia. Sin embargo son los Gobiernos, al fin y al cabo, los que han tomado las graves y trascendentes decisiones sobre la desregulación de los mercados. Por otra parte, fueron tolerantes con la especulación porque eso se reflejaba positivamente en los índices de crecimiento (5).

            Los Gobiernos, en particular, han sido muy benévolos con la especulación de la vivienda. Al parecer, alimentar la idea de que está construyéndose un país de pequeños propietarios proporciona réditos electorales. Margaret Thatcher tuvo éxito en este cometido en la década de los 80. Aznar y Zapatero han contribuido a que España sobrepase al Reino Unido en número de personas que habitan en viviendas de su propiedad, aunque se encuentren endeudados hasta las cejas: Gran Bretaña casi alcanza el 70%, España el 80%. Alemania, en contraste, el 50%. Ni el Gobierno del Reino Unido entonces ni el de España ahora en los últimos años han fomentado una política de alquiler. Se ha confundido el derecho a la vivienda con el derecho a la propiedad de la vivienda. Muchos Gobiernos locales han sido también claramente beneficiarios de esta política: si el precio de los terrenos subía –no hay que perder de vista que probablemente en España la mayoría de los activos tóxicos se mueven en torno a compras e hipotecas sobre terrenos–, sus recalificaciones engrosaban generosamente las arcas –cuando no algunos bolsillos– de los Gobiernos municipales.

            Sobre la enorme responsabilidad de las instituciones financieras no vale la pena extenderse mucho. Ya hemos hablado de ello: se han asentado sobre la cultura del enriquecimiento rápido a muy corto plazo. Su irresponsabilidad en la creación de instrumentos financieros asemeja al aprendiz de brujo que no controla las consecuencias de su magia ni de la “magia” del mercado: jugaban con sus inventos sabiéndose, en última instancia, protegidos y garantizados por sus respectivos Gobiernos. 

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(1) Entre ellas cabe citar por orden cronológico: la crisis de los bancos de ahorro y préstamos en EE UU en 1985, el crash bolsístico de 1987, el estallido de la burbuja especulativa y financiera japonesa y derrumbe de sus valores reales en 1990, la crisis de los mercados financieros emergentes en 1997, el colapso del fondo especulativo Long-Term Capital Management –que puso en peligro los numerosos bancos que le habían prestado dinero– en 1998, el hundimiento en Bolsa de las empresas de alta tecnología vinculadas a Internet en 2000 y, finalmente, la crisis de las hipotecas subprime en los dos últimos años (2007-2008).
(2) A finales de 1990, el PIB total de estos países era de 30 billones de dólares, mientras que la suma total de valores negociados internacionalmente superaba los 65 billones. En 2004, la suma ascendía a 290 billones de dólares, mientras que otros valores de componentes importantes de la economía global quedaban muy por debajo, como el índice de comercio internacional (11 billones de dólares) y la inversión extranjera directa (8 billones de dólares).
 (3) «Aunque el rico persigue con el trabajo de los miles de personas que emplea satisfacer sus insaciables deseos, divide con los pobres el producto de sus progresos. Es conducido por una mano invisible a realizar la misma distribución de las necesidades que hubiese sido hecha por una persona equitativa» (1759).
(4) “La ley de Say”, o llamada también ley de los mercados, hace referencia a la proposición que mantenía el economista francés Jean- Baptiste Say (1767-1832) según la cual la oferta crea su propia demanda al variar los precios para equilibrar la demanda y la oferta agregadas. Say introdujo las ideas de Smith en Francia. Su ley de los mercados tuvo mucha influencia en los economistas clásicos y neoclásicos. Dice Galbraith con cierta gracia que hasta Keynes debía de creer en la ley de los mercados de Say para obtener el doctorado de Economía en Harvard y que después de Keynes, eso era suficiente para suspender.
(5) Como señala Noemi Klein: «El motivo por el que se permitió que proliferaran esos préstamos chatarra no fue sólo porque los reguladores no comprendieron el riesgo, sino porque tenemos un sistema económico que mide nuestra salud colectiva exclusivamente sobre la base del aumento del PIB. Mientras los préstamos chatarra alimentaban el crecimiento económico, nuestros Gobiernos los apoyaron activamente. De modo que lo que hay que cuestionar […] es el compromiso indiscutido con el crecimiento a todo precio. Esta crisis debería llevarnos a un camino radicalmente diferente en la forma en la que nuestras sociedades miden la salud y el progreso».