Javier Álvarez Dorronsoro
Un relato muy verosímil
(Página Abierta, 233, julio-agosto de 2014).

Imaginar que la historia del 23-F se puede abordar sin ocultaciones o tergiversaciones es una quimera. Basta ver el temor que suscita que la verdad histórica resquebraje esa legitimidad monárquica y observar la actitud de las élites políticas y mediáticas hacia ciertos pasajes de la Transición política.

Adopta varias formas: una política de silencio acerca de determinados episodios –el 23-F es uno de los más relevantes– y un ejercicio supremo de simplificación de lo ocurrido. Repasemos esta conducta en lo que concierne a dos episodios que elevan a rango de mito la Transición: el pacto constitucional y el heroico papel del Rey en el 23-F. Para que el primero sea invocado hoy como algo sagrado hay que olvidar las condiciones y el contexto en el que se produjo el acuerdo constitucional, y para ensalzar hasta el paroxismo el papel del Rey en la Transición hay que ignorar las vicisitudes que condujeron hasta  el intento de golpe de Estado.

El filósofo e historiador R. G. Collingwood (1) señalaba que las acciones que se registran como mitos –las de los dioses– no son sucesos fechados sino que tratan de un pasado que nadie sabe cómo ocurrió. Es un pasado fuera de toda cuenta de tiempo al que se llama “el principio de todas las cosas”. En nuestro caso, los dos episodios mencionados señalan el principio de todas nuestras cosas, el principio de la democracia en España. ¿Cómo actuaron y en qué contexto lo hicieron nuestros dioses? Para la versión oficial eso es lo de menos.

Por ejemplo, sorprende hoy todavía que Rajoy, Rubalcaba y Felipe González esgriman el pacto constitucional de 1978 como arma arrojadiza contra quienes reclaman un referéndum sobre el modelo de Estado (Izquierda Unida en particular), invocando el compromiso que en su día adquirió Santiago Carrillo, como si hubiera sido un pacto ejemplar, libremente consentido y con vocación de futuro sin limitación en el tiempo. ¿No es más cierto que Carrillo nunca dejó de repetir hasta la saciedad, una y otra vez, que la Transición, y en concreto la discusión sobre la Constitución, se realizó con el trasfondo de “ruido de sables”, y que esto explicaba sus numerosas renuncias con respecto al ideario y programa del PCE? ¿Cómo pueden olvidar las personas que fueron testigos de  aquellos acontecimientos, en sólo 36 años, las circunstancias que condicionaron los pactos de la Transición?

La memoria histórica está sin duda reñida con los relatos míticos y las tentativas mistificadoras de la historia. Y si se quiere que este pasado siga siendo materia de retórica y manipulación no hay mejor cosa que rebelarse contra todo intento de escudriñarlo. Algo de esto ha sucedido a propósito de la edición del libro La gran desmemoria de Pilar Urbano, al que dedicamos las líneas que siguen.

Nada más hacerse pública la obra de Urbano, diferentes personajes salieron en tromba en un intento de desautorizarla (2). Los portavoces de la Zarzuela, desmintiendo “las conversaciones que se citan en el libro”, “pura ficción y difíciles de creer”. Más aún, personas citadas en el libro como Rafael Arias Salgado, el teniente general Andrés Casinello, Aurelio Delgado, Jaime Lamo de Espinosa, el general Fernando López de Castro, Rodolfo Martín Villa, Marcelino Oreja Aguirre, José Pedro Pérez-Llorca, Salvador Sánchez-Terán, firmaron un comunicado en el que aseguran que “es el Rey y solo el Rey quien desbarata y acaba con el intento golpista”. Felipe González, a quien Urbano implica en la Operación Armada, también descalifica abiertamente a la autora: “Tiene credibilidad cero, miente más que habla”.

Finalmente, Juan Luis Cebrián, encabeza El País (3) con un amplio artículo de crítica del libro y exaltación del papel que Juan Carlos jugó en torno al golpe de Estado. En él reconoce, entre otras cosas, que la mayoría de las revelaciones de Urbano habían sido publicadas repetidas veces, confirma el conocimiento por parte del presidente Suárez de la Operación Armada, el deseo del Rey de que dimitiera Suárez y la dimisión voluntaria de este último (Urbano no niega nada de esto en su libro, más bien lo afirma), y sin más reitera con vehemencia el deseo del Rey de instaurar un régimen democrático, cosa que tampoco Urbano pone en duda. Sin embargo, según Cebrián, “el libro de Urbano defiende tesis tan creíbles como las revelaciones de Sión” (4). No hubiera estado de más que concretara cuáles son esas tesis y las desmintiera con otros testimonios. Es lo mínimo que se le puede pedir a quien asume por un momento el papel de historiador. Hay que añadir a todo ello que quienes se sintieron ofendidos porque sus palabras fueran tergiversadas en La gran desmemoria no pusieron querella alguna contra la autora del libro.

Urbano reúne en su libro mucha más información en lo que atañe al rey Juan Carlos que la que sostiene la versión oficial de la Transición. La historia que nos ofrece el texto sobre el 23-F y sus antecedentes procede sobre todo de testimonios orales, pues la verdad es que los documentos –al margen de las memorias de muchos de los interrogados– son escasos. Por otra parte, la oportunidad única que representó el juicio militar a los encausados en el golpe de Estado apenas aportó datos para descubrir la verdad. Urbano echa mano de las confidencias que le han hecho los actores del drama del intento golpista, buscando con frecuencia el contraste entre ellas. Posee buenas fuentes, muchas de ellas cercanas a los círculos del poder. 

Las recreaciones que Urbano realiza de las acciones y propósitos de los actores de esta historia son bastante creíbles. Sin embargo, en este punto reside uno de los aspectos más controvertidos sobre el estilo narrativo adoptado a lo largo del texto. La autora se toma la libertad de reproducir diálogos en determinados encuentros sobre los que poseía información, entre el Rey, el presidente del Gobierno, militares, dirigentes de partidos y otras personalidades. Tenía referencias abundantes del contenido de las conversaciones, pero hay que reconocer que sólo una mente taquigráfica de sus testigos y confidentes podría haber hecho posible una transmisión con tanto detalle verbal.

Sin embargo, esta dimensión “creativa” de la obra de Urbano no significa que las reuniones no se produjeran y tampoco que sus interpretaciones –bastante perspicaces por cierto– o la sucesión de hechos que describe carezcan de fundamento real. No hay nada disparatado en lo que dice. A algunos de los que vivimos desde una cierta proximidad aquellos acontecimientos no nos sorprenden sus revelaciones.

Pocos meses después del intento de golpe de Estado, en septiembre de 1981, la editorial Revolución publicó el libro La alternativa militar (5). Era un texto corto. No se basaba en  la multitud de testimonios que utiliza el libro de Urbano ni poseía la ambición de éste de hacer una narración que tuviera como eje las relaciones entre el Rey y el presidente del Gobierno en los años de la Transición. El texto versaba sobre los preparativos del golpe de Estado, y la información, obtenida de fuentes civiles y militares, se centraba en tres intentos superpuestos de golpe militar. El guion del golpe apenas difería del que registra el libro de Urbano.

La propia autora escribió en 1982 otro texto que llevaba el título Con la venia: yo investigué el 23-F, en el que sostenía una tesis similar sobre el golpe. La diferencia con La gran desmemoria está en que este último, según su autora, se centra en la “trama civil” que engendra el intento de golpe de Estado (6). Ella no reserva este concepto a lo que comúnmente se ha denominado de ese modo: trama civil del 23-F, pues éste era el término con el que se calificaba a la red de extrema derecha que presumiblemente estaba dispuesta a dar su respaldo a un golpe de Tejero triunfante, sino a la Operación Armada. Éste es hilo que vertebra su obra.

¿Pero qué era en realidad la Operación Armada? La Operación Armada consistía en derrocar a Suárez para colocar a un general al frente de un Gobierno de unidad nacional. “Golpe de timón”, “golpe de bisturí”, eran algunas de las metáforas que lo adornaban. La estrategia se inspiraba en la Operación De Gaulle, dosier que estaba en manos del CESID desde1978. Hacía referencia al episodio que en 1958 dio lugar en Francia al nacimiento de la V República y colocó en su presidencia al general De Gaulle. Francia sufría en aquellos momentos una depresión política y moral. Acababa de perder Indochina, Marruecos y Túnez, al tiempo que libraba la guerra contra la independencia de Argelia. Los generales Massu y Salan, que comandaban las tropas francesas en Argelia, exigieron la dimisión del primer ministro, amenazando con una sublevación militar. El presidente Coty propuso a una mayoría parlamentaria que aceptara el regreso de De Gaulle, ofreciéndole la Presidencia de la República. De esta manera el nuevo presidente fue entronizado con los protocolos de la legalidad republicana.

En España, en 1980, se desempolvó el informe que hizo el CESID sobre esta operación. Había quien creía que podía ser aplicada también a nuestro país. Existían amenazas militares muy serias y un gran descontento, en especial de las élites políticas y militares, incluido el Rey, con el Gobierno de Suárez. A partir de ahí, se trataba de reclutar partidarios para esta operación. Varios factores favorecieron el clima favorable a esta estrategia. Me tomo la libertad de hacer una síntesis de ellos, por más que aparezcan sobradamente ilustrados en el libro de Urbano.

Las presiones militares. Aguijoneadas continuamente por los crímenes de ETA, el rencor hacia Suárez provocado por la legalización del PCE, y la política autonómica emprendida por el Gobierno que, para el estamento militar, ponía en riesgo la integridad de la patria. El creciente descontento militar era transmitido a Juan Carlos,  especialmente por el comandante Cortina, ex jefe operativo del CESID, y principal muñidor de la Operación De Gaulle en España, y por algunos de los mandos de mayor prestigio como González del Yerro y Milans del Bosch y, sobre todo, por un hombre de la mayor confianza de Juan Carlos, el general Armada.

El comandante Cortina fue el primero en anunciar al Rey la preparación del denominado Golpe de los Coroneles. Se trataba de un golpe duro, encaminado a acabar con el régimen constitucional, fechado para mayo de 1981. De los testimonios que se aportan en el libro se deduce que probablemente se exageraban las amenazas golpistas y el malestar generalizado de los cuarteles cuando se transmitían estas noticias al Monarca. La información estaba destinada, al fin y al cabo, a convencerle de que la salida a la francesa era el único remedio para cortar de raíz la situación de descontento y evitar golpes como el de los coroneles que podrían terminar con la reforma del régimen.

El distanciamiento entre el Rey y el presidente del Gobierno. Juntos iniciaron la reforma del régimen pero progresivamente se fueron distanciando. Las iniciativas en un primer momento partían de ambos mandatarios pero, con el paso del tiempo, y más en concreto a partir del triunfo de la UCD en 1979, en las primeras elecciones celebradas una vez aprobada la Constitución, Suárez reclamaba cada vez con más fuerza su papel de presidente constitucional. El Rey debía reinar, pero no gobernar. Incluso llegó a recomendar a sus allegados que procuraran que nadie obtuviera del Rey ninguna promesa o compromiso sin el visto bueno del Gobierno (p. 413).  

El Rey pensaba que la reforma iba demasiado deprisa y que Suárez se estaba ganando muchos enemigos. Suárez no aguantaba las declaraciones fuera de tono y la insubordinación de los militares. El Rey, por su parte, se mostraba mucho más condescendiente con esos gestos, prescindía de Suárez en sus encuentros no sólo con los militares, sino también con dirigentes políticos y banqueros, que le trasladaban sus quejas acerca de lo mal que lo estaba haciendo el Gobierno. El Rey reinaba pero quería también gobernar.

Por otra parte, estaba inmerso en una dinámica muy peligrosa. Escuchaba con demasiado respeto las opiniones de militares potencialmente golpistas y las críticas de los políticos que anhelaban que se produjera “un golpe de timón”, y las utilizaba a su vez para sugerir a Suárez que dejara el Gobierno, a pesar de haber ganado dos elecciones en el período de dos años. Cuenta Urbano (p. 569) que llegó a hacerle una encerrona en la Zarzuela con cuatro de los mandos militares más exaltados –los tenientes generales Elícegui, Merry Gordon, Milans y Campano– para que comprobara por sí mismo sus argumentos en contra de su quehacer político. “¡Por el bien de España, debe usted dimitir cuanto antes!”, le espetó Milans. A la exigencia de Suárez de que le diera alguna razón para hacerlo, Merry Gordon sacó del bolsillo una pistola Star 9 mm y le respondió: “¿Le parece a usted bien esta razón?”.

Este episodio da una idea del cariz que habían tomado las relaciones entre el Rey, los militares protogolpistas y el presidente del Gobierno. El reproche de los militares se venía produciendo desde la legalización del PCE, pero también porque juzgaban que Suárez actuaba con una mano demasiado blanda contra el terrorismo. El presidente afirmaba una y otra vez que debía actuar bajo el imperio de la ley.

Ajenos a este principio, el teniente coronel del CESID Andrés Cassinello, el general de la guardia civil Sáenz de Santamaría, el director de la Seguridad del Estado Laína y el comisario Ballesteros propusieron a Suárez emprender la “guerra sucia” contra el terrorismo. De hecho, desde hacía algunos años se estaban registrando acciones de bandas parapoliciales contra ETA. El Batallón Vasco Español era uno de estos grupos, pero aún no había obtenido apoyo institucional. Suárez se negó en redondo. Y, sin embargo, años más tarde, el  Gobierno de Felipe González no tuvo escrúpulos para adoptar la estrategia del terrorismo de Estado.

El asunto del general Armada fue objeto de permanente controversia entre Juan Carlos y el presidente del Gobierno. Armada había sido preceptor, consejero y amigo del príncipe Juan Carlos. Asumió la secretaría de la Casa Real hasta 1977 en que fue sustituido por Sabino Fernández Campos. Armada no dejó de censurar la política de Suárez desde comienzos de la reforma y éste sabía la gran influencia que el general tenía sobre el Rey. Suárez pidió a Juan Carlos que alejara a Armada de la Zarzuela y ni tan siquiera transigió ante la sugerencia del Rey de nombrarlo jefe del Cuarto Militar de la Casa Real. Armada, apartado de la Zarzuela, redobló sus esfuerzos conspiradores al seguir contando con la confianza del Rey. No es extraño, pues, que quienes consideraron la hipótesis de aplicar la Operación De Gaulle, pensaran en él como futuro presidente de Gobierno. Su autoridad derivaba al fin y al cabo de su proximidad  al monarca.

Nombrado gobernador militar de Lleida a primeros de 1980, continuó manteniendo contactos frecuentes con el Rey, y en verano ese mismo año tuvo una entrevista clave, que detallaremos más adelante, con dirigentes del PSOE que contribuyó a reforzar sus aspiraciones a ser elegido presidente del Gobierno. Para ello veía necesario su traslado de nuevo a Madrid y, en concreto, formar parte de la Junta de Jefes del Estado Mayor (JJEM). Suárez se opuso siempre a esta pretensión. El Rey, en cambio, no. Y éste, aprovechando la dimisión de Suárez y presionando al ministro de Defensa Rodríguez Sahagún, hizo realidad la pretensión de Armada: a mediados de febrero de 1981 fue nombrado segundo jeme, bajo las órdenes del general Gabeiras.

Por último, aparte de la relación con los militares, había otras razones que también  distanciaban a Suárez de Juan Carlos, como la entrada en la OTAN, la renovación del Tratado bilateral con los Estados Unidos, o el reconocimiento de Israel. Temas éstos que a su vez le granjeaban a Suárez aún más adversarios, entre ellos la Administración estadounidense (7).

Las ambiciones desmedidas de los dirigentes del PSOE y de los dirigentes de la UCD. Habiendo perdido dos elecciones (en 1977 y 1979) frente a la UCD, el PSOE pasó a formar parte, a partir de 1980, de los que pensaron que el cambio de Gobierno pasaba sobre todo por acabar con Suárez. Suárez era el problema del PSOE y Suárez debía convertirse en el problema de España. En mayo de 1980, transcurrido apenas un año desde las últimas elecciones, el PSOE presentó una moción de censura contra el Gobierno. Sabían que estaba perdida de antemano, pero podía ayudar a desacreditar a Suárez, como así fue. Felipe González, al tiempo que descalificaba al presidente del Gobierno, reclamaba más protagonismo al Rey.

Por otra parte, la cúpula del PSOE, informada de que en círculos del poder y militares se manejaba la hipótesis de la Operación De Gaulle,  tomó la iniciativa de encargar al catedrático de Teoría Constitucional Carlos Ollero un informe que acreditara la legalidad de la citada acción. El informe abría dos vías para llevarla a cabo. La primera contemplaba la utilización de una nueva moción de censura en la que un grupo de parlamentarios incluiría la propuesta para la investidura de un candidato independiente y apartidista. De lograr el apoyo de una mayoría nada impediría que fuera presentado como jefe de Gobierno y congregara en torno a él un Gobierno de unidad nacional. La segunda, la solución no constitucional, necesitaba que el Rey, amparándose en circunstancias nacionales muy graves, tomara la iniciativa y propusiera a la Cámara a un presidente no parlamentario para que fuese investido por los diputados. Esta segunda fórmula estaba mucho más cerca de la utilizada en Francia para entronizar al general De Gaulle.

Por  supuesto, la primera era más del agrado del Rey y de los políticos, no los colocaba al margen de la letra constitucional; la segunda, en cambio, sí. El PSOE entendió que el general Armada podría ser el hombre elegido para presidir ese Gobierno de salvación nacional. Y a Lleida se fueron Múgica, presidente de la Comisión de Defensa del Congreso, y Raventós, dirigente del PSC, a visitar y sondear a Armada, quien ya para entonces era conocedor del informe Ollero que, a su vez, lo había hecho llegar al Rey. De este encuentro y de su finalidad existen numerosos testimonios.

A partir de ahí, Felipe González descartó el Gobierno de coalición con UCD del que habló en ciertos momentos. No había que aliarse con Suárez, se trataba de derribarle sin esperar a nuevas elecciones. Para ello, contaba con el malestar existente dentro de la UCD. Sus dirigentes consideraban que el Gobierno de Suárez era muy personalista y que cada vez tenía más enemigos. Algunos de ellos, junto a Fraga, aceptaron con agrado la sustitución de Suárez a través de la moción de censura. El PSOE trabajaba por asegurar una mayoría parlamentaria favorable a la revocación de  Suárez. Carrillo se unió a la corriente. Si antes confesaba estar dispuesto a apoyar desde fuera un Gobierno de coalición UCD-PSOE, ahora no hacía ascos al Gobierno de concentración del cual también formaría parte.

Conocedor de este panorama, ¿qué hace Suárez? Días antes de la celebración del Congreso de la UCD decide dimitir. Con ello cubre dos objetivos. Desactiva la moción de censura –y con ella la Operación Armada– y se quita de en medio como objetivo que concita y unifica las iras de políticos y militares. Estamos a finales de enero de 1981.

A partir de ese momento se precipitan los acontecimientos. Armada multiplica sus contactos con el Rey, le insiste en su traslado a la JUJEM, cosa que consigue el 17 de febrero. Sin embargo, el Rey le comunica que, dimitido Suárez, desestima la operación planeada a través de la moción de censura. Armada carga las tintas sobre la continuidad de nuevas amenazas golpistas con el fin de justificar la vigencia de la necesidad del Gobierno de salvación nacional. Trata de persuadir al monarca de que la candidatura de Calvo Sotelo propuesta por Suárez para sustituirle no era nada sólida, que, por el contrario, un candidato independiente apoyado por el PSOE y un buen puñado de diputados de la UCD y el PCE tenía más posibilidades.

El comandante Cortina visita nada menos que once veces la Zarzuela en el mes de febrero para convencer al Monarca de que la situación militar seguía siendo crítica y que había que actuar. Determinados sectores de la prensa continúan insistiendo en la conveniencia de escoger un presidente militar. Las fuerzas desatadas por quienes pergeñaron la Operación Armada eran difíciles de contener.

Armada conspira con Milans y Cortina para provocar un vacío de poder, una situación anticonstitucional máxima que justifique la intervención del Rey conforme al modelo Operación De Gaulle. Tejero se suma a la operación de la mano de Milans, en la creencia de que también el Rey apoyaba el asunto, pero ignorante de que si Armada alcanzaba la Presidencia tenía planeado un Gobierno con representantes de los partidos políticos. De los testimonios que aduce Urbano se deriva que tampoco Milans era un incondicional del Gobierno de concentración, prefería establecer un Gobierno militar.  

El 23 de febrero de 1981 Tejero toma el Congreso. Algunos episodios de este suceso son bien conocidos. Otros que desvela el libro de Urbano, sobre todo a partir de las confidencias de un testigo privilegiado como fue Sabino Fernández Campo, no.

Armada, Cortina y Milans no habían movilizado a los capitanes generales de las once regiones. La Operación De Gaulle no precisaba ponerlos en pie de guerra, bastaba con tenerlos en sus cuarteles. Sin embargo, una vez que el Rey se entera de la toma del Congreso, se pondrá en contacto con ellos, dando lugar a uno de los momentos más decisivos del golpe. Lo primero que hace es telefonear al Cuartel del Estado Mayor, no para hablar con Gabeiras sino con Armada y preguntarle qué estaba ocurriendo en el Congreso y por qué se estaba utilizando su nombre. Armada le responde que era preferible que se trasladara a la Zarzuela para explicárselo. Sabino le disuade al Rey ya que la presencia de Armada en la Zarzuela podría confundir a los capitanes generales, al hacerles pensar que juntos estaban dirigiendo el golpe.

Milans saca los tanques a la calle y el Rey emprende una ronda de conversaciones con las regiones militares. El Rey por un teléfono y Milans por otro hablan con los capitanes generales. Algunos de ellos están confusos, titubean. El Rey les exige lealtad a la jefatura del Estado. Hay que pensar que el aprecio al orden constitucional de la mayoría de ellos era mínimo, primaba más su adhesión a la jefatura del Ejército. Algunos, como Pascual Galmes, capitán general de Catalunya, no apoyan la solución que Milans está proponiendo con los tanques en la calle, pero se muestran partidarios de la constitución de un Gobierno de concentración con Armada al frente.

La incertidumbre de lo que puede ocurrir en el Congreso es aprovechada por Armada para sugerir al Rey que podría acudir personalmente al Congreso y pactar con Tejero un acuerdo con el fin de liberar a los diputados. Lo que ocurre a continuación constituye una de las revelaciones más comprometidas de Urbano obtenida a partir de sus conversaciones con Sabino Fernández Campos.

El Rey accede al acuerdo de ofrecer a Tejero una retirada de él y sus hombres a cambio de la constitución de un Gobierno de unidad nacional, presidido por Armada, pero hace prometer a Armada que en  ningún momento hablaría en el nombre del Rey. Tejero, al conocer los componentes del Gobierno que propone Armada (Felipe González en la vicepresidencia, dos diputados comunistas, varios diputados de la UCD y personajes independientes), monta en cólera y rechaza la propuesta de Armada. Él no había tomado el Congreso para eso, se siente decepcionado con Armada y le dice que sólo admite las órdenes de Milans. Mientras tanto, el Rey se va ganado el apoyo de los capitanes generales y obliga a Milans a retirar los tanques. La Operación Armada quedaba cancelada. El intento más ambicioso de Milans de proponer un Gobierno militar también. 

De ser precisa esta versión, Urbano argumenta, y no sin razón, que fue en realidad Tejero, al no permitir que Armada hablara con los parlamentarios, quien se cargó el golpe, el verdadero golpe, el golpe de “guante blanco”, “el que se hubiese sacado de la chistera un presidente y un Gobierno, burlando las urnas, que se habría validado en la Zarzuela, en el Parlamento, en los partidos (…) al carísimo precio de envenenar una vida democrática donde, en adelante, todos serían turbios cómplices trabados con el pacto del silencio” (p.689).

De todas maneras, algunos datos del desenlace final parecen no suficientemente aclarados. ¿Hasta qué punto Milans estaba de acuerdo con Armada y su Gobierno de concentración? Hay momentos en que parece que sí, como cuando informaba a los demás conspiradores que él sería nombrado presidente de la JUJEM por ese Gobierno y cuando hacía tanto hincapié ante ellos en la necesaria subordinación al Rey; pero en otros parece que va por libre, como en el momento que saca los tanques a la calle y desoye, en un principio, las órdenes del monarca.

Por último, una de las escenas con las que Urbano cierra el libro muestra la voluntad de los participantes de la delirante estrategia de la Operación Armada en correr un tupido velo sobre lo acontecido antes y durante el 23-F. Suárez convoca el 24 de febrero (día en que preside por última vez el Consejo de Ministros) una reunión por la tarde de la Junta de Defensa Nacional, presidida por el Rey. Gabeiras, presidente de la JUJEM, centra las responsabilidades en Tejero y afirma que la reacción de Milans se explica como una medida para remediar el vacío de poder. ¿Y Armada? Armada, señala Gabeiras, «fue autorizado a hacer lo que hizo para salvación de todos ustedes».

Suárez estalla. No se puede contener. Pide a Laína (que había presidido la Comisión de Secretarios de Estado cuando el Parlamento estaba secuestrado) que ponga en marcha una grabadora que recoge las conversaciones entre Tejero y García Carrés, en que el primero relata que Armada no sólo le dijo que pretendía formar un Gobierno de concentración, sino que le daba igual presidir un Gobierno militar. Inmediatamente Suárez ordena a Gabeiras destituir y detener a Armada. Gabeiras, como último recurso, busca la mirada del Rey. El Rey se tapa la cara con las manos. La suerte del preceptor, asesor y protegido del Monarca estaba echada. 

No es de extrañar que a esta triste historia sucediera un pacto de silencio por parte de los principales implicados en ella. Responsabilidades políticas de lo que ocurrió las hay a raudales, desde los dirigentes de los principales partidos políticos hasta la jefatura del Estado. Resulta irónico, por no decir dramático, el contraste entre el texto constitucional que se esforzaba por perfilar una Corona sin responsabilidades y sin poder compatible con el régimen parlamentario, condición sine qua non para justificar la  inviolabilidad del Rey, y su conducta colmada de maquinaciones e intromisiones políticas. El Rey nunca renunció a gobernar, guiado sobre todo por su interés de salvar la corona a toda costa. Lo lamentable es que las élites políticas, económicas y mediáticas se empeñan todavía en legitimar esta actuación.  

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(1) Collingwood, R. G. (1993), Idea sobre la Historia, México, Fondo de Cultura Económica.
(2) Natalia Junquera recoge algunas de las declaraciones que provocó la aparición del libro en El País del 3 de abril, “La Zarzuela desmiente a Pilar Urbano: es pura ficción, imposible de creer”.
(3) Cebrián, J. L. (2014), “Gato por liebre”, en El País, 4 de abril.
(4) Suponemos que Cebrián hace referencia a Los protocolos de los Sabios de Sión, libro publicado por primera vez en Rusia en 1905, destinada a desacreditar a los judíos, a los que presenta como actores de una conspiración para dominar el mundo.
(5) Morales, J. L. y Celada, J., La alternativa militar, Madrid, Editorial Revolución.
(6) “Yo no quiero cargarme al Rey”, entrevista a Pilar Urbano en El Confidencial, http://www.elconfidencial.com/cultura/2014-04-04/pilar-urbano-yo-no-quiero-cargarme-al-rey_111788.
(7) Probablemente Suárez apreciaba más los beneficios de las relaciones con los países árabes que el establecimiento de relaciones con Israel, en las que sí estaba empeñado el PSOE. Suárez se atrevió en 1979 a recibir con todos los honores al presidente del Comité Ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat. Por otra parte, también mostraba simpatías por una posición de neutralidad en relación con la OTAN, quizás porque compartiera la antipatía cultural hacia la política norteamericana que venía de tiempos atrás.

Página Abierta
El golpe de Estado del 23-F
El juicio y las sentencias

Tras la correspondiente instrucción, fue el Consejo Supremo de Justicia Militar el encargado del juicio por el golpe del 23-F. La vista comenzó un año después de los hechos, el 18 de febrero de 1982, en unas amplias dependencias habilitadas exprofesoen las instalaciones del Servicio Geográfico del Ejército de Campamento (Madrid) y terminó el 21 de mayo. Treinta y dos militares (entre ellos 17 guardias civiles) y un civil estaban imputados, pero no todos los implicados se sentaron en el banquillo.

Después de 47 sesiones y 13.000 folios de sumario se condenaba por rebelión a 21 militares, y a un único civil, Juan García Carrés, por un delito de conspiración. De los condenados, sólo tres de ellos con penas significativas y 11 con penas iguales o inferiores a tres años. Dicho de otro modo: al emitirse la sentencia, el 3 de junio de 1982, la mitad de los que fueron considerados culpables por participar en el golpe de Estado ya había cumplido más de un tercio de su castigo en prisión preventiva, y lo que recibieron fue la libertad para marcharse a sus casas (*). De hecho, al no superar sus condenas los tres años, tampoco perdieron el uniforme y muchos de los sublevados prosiguieron su carrera militar, ascendiendo en el escalafón al ritmo de sus años de antigüedad en el Cuerpo.    

La consideración de buena parte de la opinión pública –incluida la internacional que seguía la trayectoria española– de que el resultado de la investigación y del juicio no respondía a la gravedad de lo acaecido, que en cierto modo sonaba a farsa, lleva a que la fiscalía del Estado recurra la sentencia ante el Tribunal Supremo. Esta revisión se lleva a cabo en 1983, con una modificación no muy sustancial: algunas de las penas son incrementadas. 

En ambos juicios no fue llamado a declarar el rey, una petición sin éxito que llevaron a cabo la mayor parte de los abogados de la defensa. Sí lo hizo el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo.

Las condenas definitivas y sufridas

El resultado del juicio, con las condenas incluidas en las sentencias militar y civil, destacando los cambios realizados y el cumplimiento de las penas, es el siguiente: 

Jaime Milans del Bosch y Ussía, teniente general y capitán general de la III Región Militar: a 30 años, indultado en 1990.

Alfonso Armada Comyn, general de División y 2º jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra: a 6 años, ampliada a 30 por el Tribunal Supremo, indultado en 1988.

Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil: a 30 años, libertad condicional en 1996.

Luis Torres Rojas, general de División y gobernador militar de La Coruña: a 6 años, ampliada a 12 por el Tribunal Supremo, indultado en 1988.

Ricardo Pardo Zancada, comandante de Infantería: a 6 años, ampliada a 12 por el Tribunal Supremo, indultado en 1989.

José Ignacio San Martín López, coronel de Artillería y jefe de Estado Mayor de la División Acorazada Brunete: a 6 años, ampliada a 10 por el Tribunal Supremo, libertad condicional en 1986.

Diego Ibáñez Inglés, coronel de ingenieros y 2º jefe de Estado Mayor de la III Región Militar: a 5 años, ampliada a 10 por el Tribunal Supremo, muere en 1987.

Miguel Manchado García, coronel de la Guardia Civil: a 6 años, ampliada a 8 por el Tribunal Supremo, indultado en 1988.

Pedro Mas Oliver, teniente coronel de Infantería: a 6 años.

Vicente Gómez Iglesias, capitán, agente del CESID: a 6 años.

Jesús Muñecas Aguilar, capitán de la Guardia Civil: a 5 años.

José Luis Abad Gutiérrez, capitán de la Guardia Civil: a 5 años.

El resto de miembros del Ejército (cinco) y de la Guardia Civil (doce) fueron condenados de 1 a 3 años de cárcel o de suspensión de empleo. Y el único civil imputado y procesado, Juan García Carrés (exdirigente de los Sindicatos Verticales franquistas), a dos años de cárcel. Este último murió en 1986.

Y tres fueron los procesados absueltos: José Luis Cortina Prieto (comandante de Infantería, jefe de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales del CESID); Juan Batista González (capitán de Artillería), y Francisco Ignacio Román (capitán de la Guardia Civil).

(*) Ese fue el caso, por ejemplo, del capitán de navío Camilo Menéndez Vives, condenado a un año de cárcel. Al igual que el de 8 guardias civiles. 

Informe del embajador alemán sobre el 23-F
público.es-EFE, 5 de febrero de 2012

El embajador alemán en España en 1981, Lothar Lahn, aseguró en un informe de la época que el rey Juan Carlos I, frente al intento de golpe de Estado del 23-F, «no mostró ni desprecio ni indignación frente a los actores, es más, mostró comprensión, cuando no simpatía». Lo ha revelado hoy el semanario alemán Der Spiegel, que ha publicado un informe desclasificado por el ministerio germano de Exteriores y que fue enviado por Lahn.

El semanario alemán señala que el embajador de Alemania en España entre 1977 y 1982, y fallecido en 1994, mantuvo una conversación de carácter privado con el monarca el 26 de marzo de 1981, en la que el rey le comentó sus impresiones acerca del frustrado golpe de Estado. Según el documento del entonces embajador, el rey le aseguró que «los cabecillas sólo pretendían lo que todos deseábamos, concretamente la reinstauración de la disciplina, el orden, la seguridad y la tranquilidad».

Fuentes de la Casa del Rey en Madrid han manifestado hoy a este respecto que «el papel y la actuación del rey el 23-F están ya consolidados por la historia, y el modo decidido y determinante como actuó en defensa de la democracia es conocido por toda la sociedad española y en todo el mundo».

El informe citado por la revista señala que el rey manifestó a Lahn que la responsabilidad última del intento de golpe de Estado no fue de sus cabecillas, sino del entonces presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, a quien reprochaba “despreciar” a los militares. En su reporte, el embajador alemán destacó asimismo que el rey había aconsejado reiteradamente sin éxito a Suárez que «atendiera a los planteamientos de los militares»; hasta que estos decidieron actuar por su cuenta.

Según la versión del embajador, el monarca le manifestó que trataría de influir en el Gobierno y los tribunales para evitar un castigo severo a los golpistas, ya que estos “solo pretendían lo mejor”.

El semanario escribe finalmente que la Casa Real española no ha querido pronunciarse acerca del informe del embajador alemán, y que señaló únicamente que en los archivos oficiales no existe protocolo alguno sobre esa “conversación privada” entre el rey y Lahn.

La revista destaca que el documento acaba de ser desclasificado por el Gobierno federal alemán y que puede leerse en la publicación de 2.250 páginas del Instituto de Historia Contemporánea Actas de la política exterior de la República Federal de Alemania de 1981.