Javier de Lucas

Identidad y Constitución europea.
¿Es la identidad cultural europea la clave
del proyecto europeo?

El siguiente texto es una parte del artículo publicado en la revista Pasajes, nº 13 (Valencia, invierno de 2004).

Es imposible hablar de identidad sin recordar a Wittgenstein, que nos previene sobre lo que denominó “infierno de la identidad”, un laberinto de trampas conceptuales y, por supuesto, norma-tivas. Cualquier discusión sobre la identidad bordea ese infierno de dificultad y confusión. Y si es acerca de la identidad europea, aún más. Por esa razón, el propósito de las páginas que siguen no es ambicioso. Se trata tan sólo de enunciar –quizá sería más correcto decir recordar- tres cuestiones que considero, por su sencillez, terreno adecuado para una discusión útil en torno al proyecto de Constitución europea que está sujeto a debate en estos meses.
Me propongo reflexionar primero sobre las razones que, al parecer, nos hacen necesaria esta discusión aquí y ahora y, sobre todo, nos conducen a resolverla mediante la receta de la iden­tidad cultural.
En segundo lugar, querría llamar la atención sobre el contenido generalmente atribuido a la iden­tidad europea como identidad cultural, en términos, a mi juicio, o bien rechazables por etno-cultura­les (al concebir esa identidad al modo de las identidades primarias) o bien descartables por vacíos (al concebirla como un conjunto de principios tan generales que no pueden proporcionar especificidad).
Finalmente, haré una propuesta nada novedosa para reformular ese debate y que nos recon­ducirá –quizá paradójicamente– a la utilidad del derecho y de la política o, si se prefiere, a con­cebir esa cuestión como res politica que ha de resolverse por la vía que nos parece preferible, la de la legitimidad democrática, concretada en buena medida en ese tipo de instrumento que denominamos Constitución.
¿Por qué nos planteamos hoy tan insistente y urgentemente la identidad europea?
La pregunta que formulo es por qué ahora, es decir, por qué no lo hemos hecho con tanta vehemencia hasta hoy, con la excepción quizá de un momento tardío de la Ilustración, cuando Voltaire se atreve a formularla y a responder de forma positiva y optimista con una apelación a la casa común europea, que se convierte en referencia obligada.
Casi todos estaremos de acuerdo en que las razones que se aducen para explicarlo son algunas de las tres que recojo a continuación y que se relacionan con las funciones sociales que desempeña la cultura –la identidad cultural– y, desde luego, parecen desprenderse de unos hechos indiscutiblemente relevantes, los rasgos de globalización y multiculturalidad que definen nuestro presente. Por mi parte, añadiré que esas razones priman un modelo de identidad cultural centrado en las identidades primarias –esenciales, totales, excluyentes, estáticas (1)–, y que es precisamente ése el riesgo más importante del proyecto europeo, como trataré de explicar después. Veamos esas razones.
En primer lugar, la necesidad de encontrar un sustrato, mejor, un alma, para el proceso de integración europea. Un alma que contribuya a que los ciudadanos encuentren solidez y calor –quizá erróneamente– en un proyecto que no pocos denuncian como “demasiado frío” y que corre por ello el riesgo de carecer de apoyo ciudadano, con el consiguiente déficit de legitimidad. Y es que si esa frialdad ha sido enunciada como un problema del patriotismo constitucional (2), ¿qué decir de una propuesta envuelta en la niebla de la burocracia bruselense, en la distancia de las negociaciones entre Gobiernos, y marcada por el lastre de la supuesta prioridad mercantilista de ese proyecto? Más aún, la referencia de sentido es una de las funciones básicas de la cultura como identidad, como nos enseña Villoro (3). Sabemos que entre las funciones atribuidas a la identidad cultural se encuentra ésa, como también la de proporcionar integración, cohesión. Sin la capacidad de construcción del imaginario colectivo que proporciona la cultura no puede existir la comunidad social ni, a fortiori, la comunidad política. Precisamente por ello la cultura, la identidad cultural, parece el cimiento apropiado para asegurar la legitimidad de un proyecto político, máxime cuando, como sucede en el caso europeo, éste tiene un déficit de adhesión ciudadana (no digamos nada si pensamos en la ilusión, en el entusiasmo).
Una segunda razón es la evidente dificultad que surge de la no menos obvia disparidad entre los elementos que se integran en el proyecto europeo; y no hablo sólo de los Estados nacionales, sino de las minorías, de los pueblos, de las naciones sin Estado (4). Esa inquietud se acrecienta por el hecho de que vivimos un momento de particular incertidumbre, también desde el punto de vista de la cuestión identitaria; es decir, en un mundo crecientemente multicultural, en el que han desaparecido las certezas propias del orden bipolar. El nuestro es, por eso, un mundo crecientemente incierto e inseguro, en el que los puntos de referencia han dejado de ser dogmas intocables, un mundo en el que no hay espacios, territorios tangibles, sino una geografía de redes y fluidos. Un mundo en el que los que nos eran ajenos, por extraños, por extranjeros, vienen a nosotros, y además para tratar de asentarse aquí.
Y los europeos sumamos a todo ello una particular incertidumbre, porque vivimos hoy una etapa de transición de particular importancia desde el punto de vista del proyecto europeo, de forma que se hace difícil recorrerla sin alguna referencia que dé seguridad. Pues bien, en esa situación, la tentación de obtener certeza y sentido mediante el retorno a las identidades primarias es casi irresistible. Eso explica, a mi juicio, como decía, que el retorno a la identidad cultural europea se plantee además en términos de identidad etno-cultural, lo que constituye probablemente la peor amenaza para el proyecto europeo.
Finalmente hay que referirse a otra consecuencia del modelo de globalización imperante (la globalización económica, la tecno-mediática). Se trata del aumento de interdependencia, de movilidad y de competitividad que impone el mercado global. Junto a ello, influyen pesadamente la desaparición del orden bipolar y la perspectiva de un orden unilateral en el que la potencia hegemónica dicta su ley como nuevo canon de Procusto. Todo eso ha convertido en una necesidad aún más acuciante el encontrar nuestro lugar propio en el mundo, como europeos. Pues bien, la identidad cultural sirve asimismo para desempeñar esa función, para encontrar ese lugar propio sirve la identidad cultural. Pero la forma más inmediata y simple de hallar (o construir) nuestro lugar es dis­tinguirlo frente al lugar de los otros (5). Y de nuevo aquí la identidad cultural se vuelve hacia la vía de las identidades primarias, porque esas identidades pretendidamente naturales, esenciales, se cons­truyen sobre todo desde la diferencia, en una relación simplistamente dialéctica (no dialógica, no complementaria), porque parece exigir la eliminación del contrario. Ese retorno a la identidad euro­pea como identidad de contraposición coincide hoy con la tentación de retornar a uno de los “esce­narios” arquetípicos de esa concepción, el modelo schmittiano, más que hobbesiano, de la política, como relación amigo-enemigo. Eso no es una casualidad, sino que ha de verse en relación con la visión dominante (impuesta por la Administración de Bush) en la agenda política interna e internacio­nal después del 11 de septiembre del 2001.
Pues bien, creo que en los tres casos se trata de malas razones, aunque se apoyen, como hemos visto, en hechos innegables. Son malas razones porque son interpretaciones de lo que nos sucede, malas respuestas a esos hechos, a esas condiciones. Por eso, a mi juicio, la importancia, incluso la urgencia de la cuestión identitaria europea entendida en clave de identidad etno-cultural, es coyun­tural, aleatoria y, además, inoportuna, improcedente. Quiero decir con ello que si analizamos de otra forma los hechos que supuestamente nos empujarían hoy en Europa (en la UE) a invocar esa iden­tidad, quizá entendamos que esta cuestión de la identidad no sea tan decisiva, e incluso resultaría preferible no enzarzarse en ese debate, para empeñarnos en otras cosas realmente urgentes. Y quiero decir también que, en todo caso, contamos con unos criterios que permiten reenviar esta cuestión a otro orden de cosas: por ejemplo, al derecho. Volveré sobre ello después.
Además, llegar a esta conclusión parece razonable si recordamos la obviedad de que la cues­tión de la identidad europea no ha estado siempre presente, ni con la misma urgencia, ni tampoco ha obtenido el mismo tipo de respuesta. Quizá lo que sucede, como recordara Vaclav Havel (6) es que la hemos dado por obvia, lo que resulta muy aleccionador.
En efecto, esa presunción de evidencia, de obviedad, puede obedecer, como pasa con otras grandes cuestiones, al hecho de que sólo sabemos de ellas a condición de que no nos pregunten por ellas, que es la genial intuición con la que responde san Agustín (mucho antes que toda la psicolo­gía cognitiva) a la pregunta “¿qué es el tiempo?”. Pero puede ser también que Europa, los europeos, diéramos por obvio el asunto por otras dos razones que también señala Havel:
a) Porque veíamos a Europa como el mundo entero, al menos lo mejor del mundo. Y no fal­taban razones, pues, como recuerda a su vez Edgar Morin, Europa ha proporcionado al mundo buena parte de los universales mismos: los de civilización, belleza y justicia, la creación del derecho y de la democracia, la propuesta de los derechos humanos, el ideal de la razón griega e ilustrada, el pro­greso científico-técnico.
b) Pero quizá, más bien, la presunción de obviedad obedecía a una razón más pragmática, de la que nace el que los europeos nos autorrepresentáramos como los únicos seres humanos, como el modelo acabado de ser humano. Me refiero a la capacidad europea de dominación del mundo, que nos hacía creer en nuestra condición de superiores, de medida de todo lo humano, en la encarnación del lema de Protágoras o, aún más, en el de Adán que, dueño del mundo por designación divina, da nombre a las cosas, las mide, las define por su propio criterio. Por eso, no nos resultaba necesario plantearnos las razones o factores de nuestra superioridad, de nuestra diferencia. Europa ha domi­nado el mundo. El mundo, desde luego, Occidente, eran una parte de Europa, asegura Morin mediante un genial calembour, y añade: pero hoy, obviamente, ya no es así: Europa es sólo una parte de Occidente, y una parte menor, comparada con los EE UU (7).

La identidad europea como identidad cultural

Cuando hacemos un repaso de las respuestas ofrecidas a la pregunta relativa al contenido de la identidad europea como identidad cultural, el resultado es, a mi juicio, un tanto descorazonador. En efecto, o bien incurrimos en tautologías banales, o bien proporcionamos contenidos tan genéricos que no permiten la operación de la identidad, esto es, ni nuestra cohesión, ni nuestra diferenciación; o bien, lo que resulta más grave, ofrecemos respuestas poco conciliables con el modelo democrático que debe regir el proyecto europeo.
Antes de examinar esta cuestión me gustaría recordar una observación no del todo banal, y  es la que nos remite a la diferencia entre identidad europea e identidad de la UE. Porque la primera va mucho más allá, claro. Y no sólo por los pueblos, sino por los elementos de la cultura europea: ¿son o no europeos Tolstoi, Dostoievski, Eisenstein, Kadaré, Kusturicka? ¿No lo son el arte bizan­tino, o el cine bosnio? ¿Podemos seguir hablando de identidad europea sin tener en cuenta esas otras Europas que, por otra parte, se agolpan ante las puertas de la UE? Pero dejemos esto para otra oca­sión, al menos para después.
Comencemos por el primero de los lugares comunes. Por más que se repita la afirmación de que la integración europea exige ante todo un proyecto cultural, hasta el punto de que el proyecto europeo puede ser definido en sí como un proyecto cultural (8), su contenido está lejos de conseguir una respuesta pacífica.
La primera de las versiones de ese contenido remite a la historia común, a la existencia de un patrimonio o herencia cultural compartida. Pero eso, a mi juicio, no deja de ser una apelación retó­rica y, sobre todo, errónea.
En efecto, de un lado, la historia que compartimos los europeos es en buena medida una historia de conflictos, de incompatibilidades, que ha dado como fruto la casi omnipresencia del recurso a la guerra en esa historia común. Incluso, nuestra capacidad para generar guerras que rebasan nuestro continente, hasta el máximo ejemplo de dos guerras mundiales y un holocausto que marca nuestra historia como especie. Precisamente, este proyecto europeo, el de la UE, del que ahora vivimos momentos decisivos, surge como un intento de poner coto a esa aparente fatalidad histórica (9).
Pero es que, de otro, lo mejor de esa historia que compartimos los europeos ha dejado de ser específicamente europeo, pues lo compartimos al mismo tiempo con todos aquellos que deciden incorporar esos elementos universales que Europa ha ofrecido al mundo, o incluso los han reformulado y perfeccionado o incrementado. Así sucede cuando se apela como contenido específico de la identidad europea a la democracia, las libertades, los derechos humanos, la tolerancia, la laicidad, etc. Lo diré de otro modo: la paradoja consiste en que el éxito de Europa en proyectar esos elementos comunes es tal, que no sirve para la especificidad europea. Y si nos tomásemos en serio esa definición de Europa, de los europeos, habría que ser coherentes y abrir nuestra casa y nuestra condición a todos aquellos que la comparten.
Insisto: a mi juicio, no hay nada parecido a una evidencia a propósito de la existencia de elementos que permitan sostener una identidad europea común al mismo tiempo que unívoca, específica, sobre la que edificar la comunidad política propia, diferente, que sería el sujeto de ese proyecto europeo. Y lo más problemático es que esta parece una discusión previa a la que tantas veces se presenta como el verdadero y urgente objetivo: dotar de legitimidad democrática a esa idea en marcha que es la Unión Europea.
El problema, se nos asegura, es que, si no hay acuerdo sobre aquello, difícilmente podremos obtener argumentos convincentes acerca de esa legitimidad. Como ha subrayado Shore, creer que la identidad europea puede ser creada mediante la gestión de los European core-values, que proporcio­narían a su vez una suerte de catálogo de patterns of European culture, es en gran medida wishfull thinking. Es fácil llegar a semejante conclusión simplemente si consideramos, por ejemplo, tres argumentos que tomo del mismo Shore:
El hecho de que la selección de ese elenco es parcial, incompleta, pues ignora, como señala Said en Orientalism, cuánto debe a ingredientes no europeos según ese canon. Baste pensar como botón de muestra en la ignorancia de la aportación que debemos los europeos a nuestro Averroes, absolutamente silenciada. Es lo que expresara brillantemente Machado: «Hombre occidental / tu miedo al Oriente, ¿es miedo / a dormir o a despertar?» (10).
Además, precisamente los valores que están en el origen de las identidades nacionales europeas son los que dividen y enfrentan a Europa, y esas identidades subsisten: la identidad europea no puede ser entendida como una Ersatzidentität que sustituye por completo a aquéllas, una forma de identi­dad “postnacional” de las anunciadas por Habermas de manera demasiado voluntarista a mi juicio.
Finalmente, la receta mágica que haría posible la conjugación de esa herencia de enfrenta­miento, la pretendida unidad en la diversidad (el lema del proyecto de Constitución europea) es para la mayoría de los ciudadanos europeos sólo un desiderátum. Sólo las élites europeas creen en ella porque la disfrutan.
Por eso, la dificultad de dar respuestas convincentes a este contenido identitario; respuestas convincentes, sólidas, unívocas, acerca del sentido, el fundamento y alcance de la identidad cultural europea como ineludible estación de partida en la aventura del descubrimiento de la identidad en la que los europeos estamos embarcados, velis nolis. Y además, es cierto que, como nos recuerdan, cualquiera que sea el ritmo y aun los objetivos finales, resulta muy difícil mantener que se pueda apuntar hacia el establecimiento de un vínculo político (por débil que fuera) sin resolver antes la cuestión de qué es lo que nos permite reconocernos como parte de una comunidad, lo que nos remite –según parece inexorablemente– a la dimensión prepolítica, a su vez inevitablemente cultural.
En todo caso, creo que la mayor dificultad de la respuesta en clave de identidad cultural no radica en la amenaza excluyente que supondría para Europa la existencia de manifestaciones del argumento identitario, de las identidades etno-culturales presentadas en términos esencialistas, cerrados, excluyentes y holistas, incompatibles con la lógica democrática (a fortiori, con lo que debieran ser las democracias en el siglo XXI, democracias multiculturales). Creo más bien, con Stoicke o Shore, que el riesgo es la tentación de crear esa identidad por la vía más inmediata, sencilla –pero simplista, maniquea–, por la que me temo que nos estemos deslizando ya: la de crear esa identidad, e incluso acelerar su desarrollo, mediante el procedimiento reactivo-defensivo, la lógica centrípeta del agresor externo.
Me refiero a la tentación de acudir al miedo como factor clave del proyecto social y político: se trata de una vieja doctrina, ya enunciada por Maquiavelo y sobre todo por Hobbes, que se apoya en la perversión de un argumento, sí, imprescindible –incluso decisivo–, que es el de la seguridad. Creo que hay elementos para pensar que estamos recorriendo el viejo camino que consiste en manipular los miedos de Europa, incluso dando la vuelta al mito fundacional, el del rapto de Europa. Miedo de Europa, de los europeos, a ser invadida por extranjeros hostiles, a ser desnaturalizada; miedo, pues, a perder su identidad.
Y para hacer frente a esa amenaza, se crea una identidad defensiva –reaccionaria–, una identidad esencialista, excluyente, estática, holista (antiliberal, paradójicamente, pues viene sostenida e impulsada desde filas que se autoproclaman liberales) y, sobre todo, profundamente incompatible con las exigencias de la legitimidad democrática, que comportaría tres rasgos negativos:
a) Una concepción elitista e instrumental de la cultura europea como alta cultura, como civilización (frente a la barbarie de esos extranjeros).
b) Un fundamentalismo o racismo cultural, la ideología del diferencialismo (Stolcke, Todorov), asentado en la identificación de algunos marcadores de identidades primarias definidos como europeos (un origen religioso, el monopolio de la razón y la ciencia, del derecho y de la filosofía), que descartaría la aportación de individuos, pueblos y culturas definidos a su vez como no europeos.
c) Un alto grado de exclusión del otro, exacerbando así un rasgo de cualquier proceso identitario, la afirmación frente a la diferencia, que estigmatiza y criminaliza presentándola como incompatible, según la vieja enseñanza de la tesis nazi de los Gemeinschaftsfremde, hoy retomada en la doctrina del Derecho penal del enemigo (11).
Frente a esa manera de resolver la identidad cultural europea hay que insistir ante todo en que no toda identidad cultural ha de seguir necesariamente el sendero luminoso de las identidades primarias, que desemboca en los totalitarismos, sino reconocer el juego de identidades aleatorias, construidas, consensuadas (no sin conflicto, obviamente), pues son sectoriales, accidentales, dinámicas, negociables, y por tanto, propician la inclusión del pluralismo de identidades, en serio.
Además, y sobre todo, hay que recordar que el riesgo de compatibilidad con la legitimidad democrática viene de la incapacidad para aceptar el pluralismo, una incapacidad que es el resultado de la aceptación tácita de que existe algo así como la cultura verdadera (al menos la europea), que sería una (es decir, homogénea, pues traduciría un consenso) y definida (es decir, acabada, completa), frente a las demás, que serían grados o aproximaciones a ella. ¿Cómo hacer para que la identidad europea se libre de esos riesgos? ¿Con qué elementos contamos para definir esa identidad cultural?
La clave está en una mirada diferente acerca del pluralismo, tanto desde el punto de vista de los seres humanos como personas, como desde la dimensión colectiva, la de los grupos sociales.
Respecto a lo primero, no hace falta insistir en la distinción entre individuo y persona, presente de modo incipiente en Grecia –la raíz prosopon–, pero olvidada por el individualismo moderno que entroniza un ideal atomista, monádico, pese a las contundentes críticas de Marx, pero aún más –a mi juicio– de Defoe (estigmatizado por Marx) o Swift. Creo que una parte del comunitarismo (la mejor, la que representa a mi juicio la obra de Taylor) y también del liberalismo más crítico (que encontramos en Walzer o Kymlicka) ha desvelado esa parcialidad. Una parcialidad que se desvela también cuando descubrimos lo que nos había advertido a ese propósito Durkheim (antes que Hirschman con su brillante fórmula del “individualismo polifónico”) y que ha expresado de forma tan deslumbrante la obra del genial Pessoa, desarrollando un motivo de san Agustín y mucho después de Rimbaud (“yo soy otro”), al que dieran música entre otros Moustaki (Je suis un autre, Le métèque) o nuestro L. E. Aute. Me refiero por ejemplo a un pasaje de Pessoa en los “Apuntamentos íntimos” (incluido en Sobre a Criaçao dos heteronimos em geral): «Sinto­me multiplo. Sou como um quarto com inúmeros espelhos fantasticos que torcem para reflexoes falsas uma única anterior realidades que nao está em nehuma e está em todas» (12). Es un motivo que los lectores de Sostiene Pereira, no en balde, obra de ese gran admirador de Pessoa que es Tabucchi, no habrán olvidado.
De otro lado, la necesidad de tomar en serio el pluralismo a la hora de estudiar las respuestas políticas a las “nuevas condiciones de nuestras sociedades” resulta evidente. Baste pensar, por ejemplo –y hablando del caso europeo–, en los problemas relacionados con la eclosión de las identidades subestatales dentro de los Estados miembros, hasta ahora casi exclusivos agentes del proyecto europeo. Los factores de ese florecimiento de la diversidad cultural intraestatal, de esa ansia de reconocimiento de identidades plurales, que no son tanto nuevas, cuanto olvidadas / excluidas / suprimidas, son muy diversos, pero tienen en común el telón de fondo de la puesta en cuestión de algunos de los supuestos sobre los que se edifica el Estado nacional, y en los que descansa su soberanía y su monopolio de la acción política en el orden interno y en el internacional (que no es sino interestatal).
En realidad, lo que activa el mecanismo de sospecha hacia esas identidades es la convicción de que pueden provocar incluso el derrumbamiento, o al menos el fraccionamiento, de las fronteras de esos Estados nacionales, como se ha comprobado tras la caída del muro.
Por si fuera poco, ese despertar de la conciencia identitaria-particularista, ese “narcisismo de las pequeñas diferencias” sobre el que advirtiera Freud, con fuerte carga reivindicativa, se produce en el contexto de la revisión de la última manifestación histórica del Estado nacional como Estado de derecho, los Estados del bienestar (quizá precisamente esas dos crisis, la caída del mundo de bloques y la decadencia del modelo de Estado de bienestar es lo que posibilitan aquella emergen­cia). Y es en ese momento de transición, de crisis, cuando se suma otro factor de aparente potencia desestabilizadora, al menos de acuerdo con los mitos del imaginario colectivo arraigados en la construcción del Estado-nación: la afluencia de los nuevos extranjeros, la presencia del agente alógeno por excelencia, los nuevos flujos migratorios. ¿Cómo puede sobrevivir la comunidad nacional, incluso la comunidad cultural, sometida a ese acoso? ¿Qué nuevos lazos pueden contraerse con quienes no sólo no comparten nuestra cultura, sino que son portadores de una cultura incompatible? ¿Qué reglas de juego han de afirmarse para esa nueva situación? ¿Cuáles son los límites del reconocimiento de la especificidad cultural que pretende extenderse en clave institucional, jurídica y política?
Probablemente, para hacer frente a estas dificultades que no conviene magnificar, pero menos aún ningunear, es preciso reconocer que uno y otro tipo de problemas son caras del mismo fenómeno, la pluralidad, o mejor, de las diferentes manifestaciones de la multiculturalidad como hecho social. Lo que sucede es que no es nada fácil ponerse de acuerdo en torno a lo que denominamos multiculturalidad, aunque quizá sí en algunos de sus rasgos. Ante todo, en el hecho de que, por más que no constituya una realidad objetiva sobre la que exista un consenso, la multiculturalidad (descrita como la “compresencia” en el espacio de soberanía de una misma comunidad política, de grupos que se reclaman de identidades culturales diversas y se afirman así como diferentes, demandando el reconocimiento de esa diferencia, de esa especificidad), no aparece sólo como un hecho social que debamos tratar como cosa, en el sentido más ingenuo que puede atribuirse a la primera de las reglas del método sociológico que propuso Durkheim, porque la multiculturalidad es también una representación, una ideología (y de ahí la confusión con el “modelo multicultural”, es decir, con el multiculturalismo, como le sucede, evidentemente, a Sartori).
En todo caso, sí es, con toda seguridad, uno de los rasgos definitorios más importantes de las sociedades europeas del cambio de siglo, ergo de la misma Europa. Además, podemos y debemos constatar que, como tal, esa realidad multicultural no es estrictamente una novedad, y menos aún en eso que llamamos Europa, pero seríamos ciegos si no advirtiéramos que se presenta ahora con unas características y, especialmente, con una urgencia social y política inusitadas.
Así las cosas, el problema es cómo gestionar esa realidad multicultural, cómo responder a los retos del reconocimiento de esas manifestaciones específicas de la diversidad, de la pluralidad y, sobre todo, cómo hacerlo sin afectar a los principios básicos de la legitimidad democrática ya evocados (la primacía de los derechos humanos y de las reglas e instituciones propias del Estado de derecho). Pero también, cómo evitar errores que nacen del recurso a viejas soluciones que, por muy arraigadas y repetidas que sean –el principio de tolerancia, la invocación de la interculturalidad–, resultan en términos jurídicos manifiestamente insuficientes, pues no faltan argumentos para sostener su inadecuación, cuando no pura y simplemente su vaciedad.

Alternativas para la identidad cultural europea

Lo que trataré de apuntar aquí es una tesis sencilla. Si tiene sentido invocar esa identidad como identidad cultural es, precisamente, en clave de pluralidad. Como señalé antes, no hay tanto una identidad europea común como la “compresencia” dialéctica, dialógica, tal y como precisa Edgar Morin, de identidades plurales, es decir, de la multiculturalidad. De manera que, cuando hablamos de multiculturalidad, de esa marea que parece anegar Europa, lejos de enfrentarnos a un nuevo monstruo que la amenaza, lo que se nos ofrece más bien es la oportunidad de recuperar, aún más, de profundizar, en aquello que es lo más propio de la identidad europea. Por eso intentaré ofrecer algunos argumentos sobre esa identidad plural europea (que no es armónica, sino difícil, incluso contradictoria) cuya mejor expresión es la idea misma de crisis, de crítica.
Es difícil encontrar alguien que haya definido mejor que Kundera el problema del que quiero ocuparme en estas páginas. Me refiero a un párrafo de su L`Art du Roman (13), en el que, a propósito de la identidad europea, escribe: «Au Moyen Âge, l'unité européenne reposait sur la religion com­mune. À l'époque des temps modernes, elle céda la place á la culture (à la création culturelle), qui devint la réalisation des valeurs supremes par lesquelles les Européens se réconnaissent, se definis­saient, s'identifiaient. Or, aujourd'hui la culture cède à son tour la place. Mais à quoi et à qui? Quel est le domain ou se réaliseront des valeurs suprêmes susceptibles d'unir l'Europe? Les exploits techniques? Le marché? La politique, avec l'ideal de la démocratie, avec le principe de la tolérance? Mais, cette tolérance, si elle ne protége plus aucune création riche ni aucune pensée forte, ne devient­elle pas vide et inutile? Ou bien peut-on comprendre la démission de la culture comme une sorte de délivrance à laquelle il faut s'abandonner avec euphorie? Je n'en sais rien. Je crois seulement savoir que la culture a déjá cedé sa place. Ainsi, l'image de 1'identité européenne s'eloigne dans le passé. Européen: celui qui a la nostalgie de l' Europe». Eso es: la identidad europea parece haber que­dado reducida a la nostalgia de una Europa que se desvanece. Como se ha destacado (14), esta eva­nescencia, por encima incluso de la noción de crisis (de agonía, de lucha), de profundas raíces filo­sóficas explicadas en páginas imprescindibles por Husserl (15) , es uno de los lugares comunes de casi todos los que se acercan al problema, de Morin a Derrida, de Valèry a Benda.
Lo que trato de recordar es algo tan sencillo como esto: es cierto, como se ha dicho ya, que en el debate acerca de las prioridades que ha de tener en cuenta el proyecto europeo, debiéramos tener presente uno de los tópicos al uso, que recuerda que no puede haber sociedad allí donde no hay al menos elementos básicos de la comunidad. Pero la empresa parece desesperada: más allá de las ingenuas referencias al mestizaje, a la armonía de los diferentes, del voluntarismo desempolvado por la retórica sobre la existencia de la casa común europea, en donde todos nos reconoceríamos, tal y como proponía Voltaire, no es menos evidente la diferencia con el caso americano (el de EE UU), que tantos insisten en adoptar como modelo de gestión democrática de la diversidad cultural, pese a las radicales diferencias de origen. Entonces, ¿cómo encontrar vínculos comunitarios cuando nos separan tantos siglos de tradiciones enfrentadas entre comunidades, aún más, por el reconocimiento como tales comunidades diferentes? ¿Cómo superar ese oxímoron de unir la diversidad?
En todo caso, la dificultad de la empresa no puede hacernos ignorar el punto de partida. Por encima de la exigencia de un espacio económico común, la prioridad sigue siendo la dimensión político-cultural, y la posibilidad de un espacio político no depende sólo –con ser muy importante– de la viabilidad de un proyecto estructurado conforme a exigencias de legitimidad (una Constitución, separación de poderes, control efectivo del poder por los ciudadanos, participación de los ciudadanos en la toma de decisiones y en la elaboración misma de la agenda política, ciudadanía activa, garantías judiciales efectivas, superación –superar es conservar también– de los elementos del Estado-nación), sino sobre todo de las posibilidades de encontrar el vínculo prepolítico, inevitablemente cultural, que permita crear una comunidad sobre la que construir ese espacio.Ya sé que esto puede entenderse en términos estrictos como un reclamo comunitarista. Pero el comunitarismo, al menos el comunitarismo tout court (el de Sandel o Maclntyre), no es la única vía: junto a la comunidad prepolítica basada en identidades primarias según el modelo del Estado-nación, hay otras vías, en parte señaladas por quienes, como Habermas, insisten en la identidad posnacional: la comunidad republicana, la comunidad cosmopolita, que tratan de recoger, como antes señalé, el nada novedoso “individualismo polifónico” descrito por Hirschman (ya he dicho que antes de Hirschman, encontramos en Goffmann o Durkheim y algunos psicó­logos franceses un argumento similar).

En esa otra vía, el obstáculo es, al mismo tiempo, como querría Hölderlin, la salvación. Me refiero a la diversidad, a esa diferencia descrita por personajes tan diferentes como Mill, Toc­queville o Italo Calvino como la mayor riqueza de Europa, y que habría que recuperar si se quiere reinventar esa democracia multicultural que debiera ser Europa, evitando el ya mencionado riesgo del “narcisismo de las pequeñas diferencias” que tan justamente denunciara Freud como patolo­gía en El malestar de la cultura. Y es que en ese proyecto afrontamos dificultades de compleji­dad considerable: de un lado, las que atañen a la democracia misma, a las condiciones de legiti­midad y de ciudadanía. De otro –pero tan relacionados que, en mi opinión, no cabe separarlas–, las que derivan de ese carácter multicultural, dificultades que obligan a tomar en serio, de una vez, el pluralismo como condición de legitimidad, mucho más allá de la reducción del pluralismo que nos propone el liberalismo. Y esto es particularmente cierto por lo que se refiere en particu­lar al pluralismo cultural, elevado a grados insospechados por la emergencia de grupos minorita­rios eliminados, marginados o sojuzgados en el proceso de establecimiento del Estado nacional y en las sucesivas remodelaciones del mapa europeo con ocasión de las dos guerras mundiales que impusieron fronteras inadecuadas, no por artificiales, sino por impuestas a la fuerza. Todas las fronteras son artificiales: no hay realidades geopolíticas naturales, pues no es posible acep­tar la idea romántica de los pueblos como “plantas de la Historia” que Herder o Möser propu­sieron y ha sido la coartada no sólo de los nacionalismos emergentes, periféricos, sino de los Esta­dos centralistas que se enfrentaron a ellos.
Podemos resumir todo lo dicho afirmando que, como ha señalado agudamente el profesor Diogo Pires (16), puede observarse una analogía con las dos opciones entre las que se dirime inicialmente el proyecto de reformular la nación como base del Estado desde finales del siglo XVIII. De un lado, el modelo romántico alemán (el de Herder, Moser, y en cierto modo Fichte), el de la nación como planta de la historia, como comunidad asentada en el Blut und Boden, comunidad etno-cultural. De otro, el modelo racionalista francés (el de Renan), el de la nación como proyecto político, el del plebiscito cotidiano de los ciudadanos, el modelo republicano. En buena medida, son las mismas dos vías a través de las que nos aproximamos hoy a la cuestión de la identidad europea.
La primera es la de quienes siguen sosteniendo que la cultura europea es sobre todo una herencia étnica específica, basada en marcadores primarios y en símbolos y productos culturales que hemos hecho comunes. Es el mayor riesgo, insisto, al que nos enfrentamos los europeos.
La segunda, como apunté, la de quienes señalan que la identidad debe resultar de un sistema jurídico-político, de una idea reguladora conforme a la cual se puede gestionar la multiplicidad social y cultural.
Hay una tercera vía: la que entiende ese marco como condición para otra forma de identidad, cuyo núcleo es la idea de crisis, la capacidad de crítica, de revisión, de diálogo (de encuentro dialógico, más que dialéctico), y por tanto, de apertura, de dinamicidad y de evolución. Esa es la concepción de quienes destacan, como Castoriadis, que «sólo Occidente ha creado esa capacidad de crítica interna, de cuestionamiento de sus propias instituciones y de sus propias ideas, en nombre de una discusión razonable entre seres humanos que permanece indefinidamente abierta y que no reconoce dogma alguno» (17). Ése es, en realidad, el legado de la Ilustración, una de las tres fuentes que se mencionan siempre al hablar del depósito en el que arraigaría la identidad europea (junto a la tradición grecolatina y la espiritualidad judeocristiana, con las que se encontraría dialógicamente). La Ilustración, que propone la emancipación de la razón, el sapere aude! que exige despertar del sueño dogmático en que sumerge al ser humano toda forma de fundamentalismo. Ese espíritu que, como encontramos en la oración de Pericles, hace posible la democracia.
La verdad es que la historia de Europa muestra las dos caras. Y ofrece también otra dualidad, aún más preocupante, aquella que señalara Lukács, la de la creación de la razón y la del “asalto a la razón”, o, como asegura Morin, la de la creación de los universales (de los que la idea de razón y los derechos humanos son quizá los mejores exponentes) y la de «la mezcla de barbarie, tecnicismo y ciencia que se despliega en nuestra edad de hierro planetaria. Los peores enemigos del género humano proceden de Europa» (18). La identidad plural no es la única tradición de Europa. Y, desde luego, no tiene sólo el aspecto positivo del mosaico de colores. Esa pluralidad es también la historia del conflicto violento, de la intolerancia, y de los monstruos que engendra el miedo a lo diverso, del racismo y la xenofobia al genocidio, al holocausto. Son las centenarias páginas oscuras de Europa que creíamos superadas en ese “fin de la historia” glosado como culmen y que nos ha dejado sin capacidad de respuesta ante la reaparición, en suelo europeo, de esos fenómenos. Y no sólo en Kosovo, Albania, Armenia, Azerbayán o Chechenia, sino en las calles de París, Marsella, Roma, Milán, Ros­tock, Berlín, Viena, Madrid, o El Ejido. El peligro no son sólo esos nacionalismos excluyentes de los que tanto se habla, en una nueva vuelta de tuerca del maniqueísmo que olvida la secular experiencia de exclusión de los Estados nacionales para ver como siempre la paja en el ojo ajeno, o la viga, pero olvidando siempre la propia. Es la reaparición del mito de Atenas, ante los nuevos flujos migratorios y los nuevos desplazamientos de población.
Pero todo ello no debe hacernos olvidar, como apunté antes, que el riesgo mayor para la identidad europea no procede tanto de la diversidad, sino del proyecto homogeneizador (económico, político e, inevitablemente, cultural) de quien ahora pretende monopolizar la visión occidental, su cultura, en un nuevo y posiblemente más eficaz afán globalizador, sólo comparable al del viejo Imperio romano. Es la razón instrumental, la mercantilización de la razón, la colonización de los mundos de vida por ella (tal y como lo simboliza el primado de la economía sobre la política) que hace posible hasta lo impensable, el nuevo arsenal tecnológico, con su capacidad homogeneizadora (al servicio de un modelo de globalización al que sólo interesa la diversidad en cuanto mercancía integrada en el mercado global: la música étnica, los paraísos turísticos, la gastronomía y el folclore “primitivos”, etc., de conformidad con el modelo de localismos globalizados que explica Santos), que tiene como epítome la red que abarca el planeta y que pretenden de nuevo monopolizar las grandes trasnacionales.
La identidad europea es simultáneamente plural y –al menos tendencialmente– una. Pero lo importante es la conciencia de la riqueza de esa diversidad que, como señala Morin, debe llevarnos más allá de una visión patrimonialista de la cultura europea (como legado que se hereda y que habría de preservarse para transmitir con la mayor fidelidad posible (19), más allá de la analogía con la biodiversidad (que hace de las manifestaciones culturales de lo plural especies protegidas que deben mantener su condición pura, incontaminada, primitiva), una concepción dialógica que muestra el espíritu de incesante confrontación que permitió romper con una institución tan pretendidamente básica como la esclavitud y puede hacer romper con otra aún más supuestamente básica, la desigualdad de género. Una contradicción constante que se expresa con el juego de palabras (bouillon, brouillon) que evoca la mixtura y las tentativas muchas veces frustradas, ensayo y refutación, al cabo. Lamentablemente, hay que reconocer que la política cultural europea (o quizá sería mejor decir la eurocultura, que es su sucedáneo, como señala Hersant (20) se orienta exclusivamente a la primera y, en todo caso, a la segunda de esas concepciones, y sólo muy tímidamente a la tercera (el fomento del intercambio, que sí ha arraigado en el mundo académico europeo (21)
Claro está que tomar en serio ese cuasioxímoron de la simultaneidad de lo uno y lo plural obli­garía a una profunda transformación en las orientaciones políticas empeñadas en que “el instrumento de la cultura” se oriente hacia la construcción (o recuperación) del consenso, de los valores comu­nes, del cemento cultural europeo, en el entendimiento de que «lo importante es lo que nos une». No se trata de negar cuanto de común tienen los europeos, desde el punto de vista histórico (movimientos intelectuales, categorías conceptuales, principios reguladores), sociológico (el sistema de “capita­lismo europeo” del que habla Michel Albert, el “capitalismo renano”, en oposición al americano: la tendencia a una clase media homogénea y amplia, la menor dualización social, la protección social, etc.), incluso desafíos o amenazas –según se quiera– comunes, pero el problema está en que la insis­tencia en esos elementos haga perder de vista que lo realmente característico de la cultura europea, si se puede hablar así, es su apertura crítica a otros modelos, a otras culturas, empezando por las no hegemónicas en su interior.

Excursus. Religión y laicismo en la identi­dad europea.
La herencia de la Ilustración y otras presencias.
La amenaza del islam

Una parte del debate actual acerca de la iden­tidad cultural europea se ha centrado en la exi­gencia de recoger en el proyecto de Constitu­ción, siquiera sea en su preámbulo, una mención expresa a la identidad cristiana (al personalismo cristiano, al humanismo cristiano, dicen otros) o al menos a las raíces judeo-cristianas de Europa. Un debate al que no es ajena la inquietud acerca del islam en Europa (22), la cuestión del islam como antagonista de Europa, o, al contrario, la cuestión acerca de cómo el islam, lejos de constituir nuestro antagonista, a la manera en que lo quie­ren los seguidores de Huntington, se encuentra en el corazón mismo de Europa, tal y como supo ver Machado, en los versos que he evocado anteriormente.
Los términos del debate pueden ilustrase a partir de dos tesis:
a) De un lado, quienes como el profesor Mowat (23) o el papa Juan Pablo II señalan que el cris­tianismo es un rasgo sin el que Europa no sólo no existiría como la conocemos, sino que no puede llegar a ser una.
b) De otra parte, quienes entienden que Europa, como heredera de la Ilustración, tiene entre sus signos de identidad precisamente la separación entre Iglesia y Estado, la laicidad (24).
Y es curioso que unos y otros coincidan en un corolario: el adversario de esa identidad es el fundamentalismo islámico. Una tesis ilustrada con la incompatibilidad entre islamismo y democra­cia (sobre todo por la confusión entre religión y Estado, entre códigos religiosos y jurídicos que ejem­plificaría la sharia), con los conflictos de derechos derivados de la incomprensión de los derechos humanos desde el islam, en particular por lo que se refiere a la igualdad entre hombre y mujer.
Pero como ha mostrado entre otros Balta (25), el islam no es sólo nuestro vecino próximo, con quien estaríamos “condenados a entendernos”, sino una de las fuentes de nuestra identidad, incluso de aquello de lo que presumimos como aportación europea a los universal. Desde la filosofía de la historia a la medicina o la aritmética, pasando por la filosofía o el derecho, no sería lo que es la cultura europea sin la aportación árabe y musulmana. Desde los logaritmos de Al-Khawarizmi al sis­tema de óptica de Al-Hazem, de la filosofía de la historia de Ibn-Jaldun a la distinción entre fe y razón o la recepción de Aristóteles que proporciona Ibn-Rus (Averroes), por citar tan sólo algunos ejem­plos de máxima excelencia, de civilización.
Europa no es sólo la tradición occidental, sino la aportación árabe y otomana; no sólo la heren­cia judeo-cristiana, sino el legado musulmán. La tarea más urgente, como ya mostrara Edward Said en una obra de consulta imprescindible (26), es, sin duda, la de desembarazarse del prejuicio, de la estigmatización, de la simplificación que quiere hacer del otro la imagen previa que sirve para la propia afirmación (como esclavo / colonizado, imitador del amo, del conquistador, o bien como ene­migo), evitando así el paso que del conocimiento lleva al reconocimiento.
El obstáculo más importante hoy se llama, en primer lugar, fundamentalismo, aunque sería mejor hablar de fundamentalismos. Aquí hay mucho de prejuicio y simplificación. Ante todo, por­que resulta evidente la falta de motivos razonables para sostener esa ecuación de identidad entre islam y fundamentalismo, en ambos sentidos. Casi ruboriza tener que recordar a estas alturas que no todo el islam es fundamentalista (tampoco todo el judaísmo, ni todas las confesiones cristianas después del constantinismo), ni el fundamentalismo es a su vez sólo una rama, un instrumento polí­tico de cohesión / dominación que está al servicio de los movimientos islámicos en los países ára­bes. Para empezar, hay que recordar la obviedad de que algunos de los países islámicos más impor­tantes demográficamente (Indonesia, el mayor de todos ellos) no son árabes. Y añadiremos que la historia de la utilización fundamentalista del cristianismo para justificar la dominación, el genoci­dio, la explotación, es anterior a las críticas de los ilustrados, como Voltaire o Condorcet, a la crítica de su carácter alienante realizada por los hegelianos de izquierda y por Marx, y todavía hoy encuen­tra ejemplos que van desde la confusión constantiniana a la demagogia de sectas al servicio del modelo imperial norteamericano. Para concluir que el tempo histórico de las sociedades musulmanas está realizando rápidamente las etapas en esa separación entre Iglesia y Estado que ya vivió el cristia­nismo, una religión siete siglos anterior. Depurado del fantasma del fundamentalismo que exporta terrorismo, una coartada que ha servido a Occidente (obviamente a Europa) para justificar y man­tener regímenes dictatoriales que nos protegían de la contaminación fundamentalista, de la deses­tabilización (y no hablo de la Persia del sha Palevi, sino del Marruecos de Hassan II y Mohamed VI, de la Argelia del golpe militar contra la victoria del FIS, o de los antidemocráticos Pakistán, Kuwait y Arabia Saudí), se impone la consideración de que el objetivo de Occidente, si apuesta por la con­vivencia, la paz y el proyecto de interculturalidad, es tratar de ayudar a ese proceso de democrati­zación en los países islámicos (27). La incompatibilidad con los derechos humanos no es tanto incom­patibilidad con esta o aquella religión, sino de la concepción patriarcal / machista de no pocas tradiciones culturales respecto al mensaje emancipador de la modernidad profundizado por el feminismo, un mensaje con el que pugna todo tipo de fundamentalismo, como ejemplifica la posi­ción del Vaticano en las conferencias de población de El Cairo o sobre la mujer en Pekín.
Y un segundo obstáculo, la forma en que suele presentarse el proyecto de integración cul­tural, que supuestamente exigiría el abandono de cuanto de significativo haya en la religión musulmana, presuntamente incompatible con la tradición de los derechos humanos y con la democracia, debido al supuesto carácter globalizante, totalitario, del islam como religión. Detrás de esto se encuentra, en mi opinión, la visión instrumental de la inmigración en Europa, que quiere servirse de la mano de obra próxima del Magreb, al tiempo que justifica el trato discri­minatorio y la óptica policial hacia esa inmigración. Un buen ejemplo es el de los conflictos tan publicitados del velo en los liceos públicos franceses que, frente a lo que suele argumentarse, no son tanto conflictos civilizatorios cuanto conflictos de legitimidad republicana (28). Pero ¿cómo hablar de conflictos sin señalar que lo que domina entre nosotros es la ausencia de voluntad de conocer y enseñar la cultura del islam, y una abrumadora voluntad, en cambio, de estigma­tizarla? Ese es sólo un ejemplo más de la complejidad y dificultades que debe abordar el pro­yecto de la interculturalidad.
En un futuro inmediato tendremos oportunidad de examinar la evolución del islam europeo: en primer lugar, respecto a los inmigrantes de confesión islámica asentados establemente en Europa y respecto a las comunidades de europeos islámicos, formadas por antiguos inmigrantes, pero también por países europeos con fuerte identidad islámica (así, Bosnia) que aspiran a entrar en el club. Y, a medio plazo, el test de Turquía.
En cualquier caso, creo que, como ha insistido muy recientemente Ferrari (29), a propósito del debate sobre la mención de la identidad cristiana en la Constitución, no podemos olvidar que si la laicidad es el condición de legitimidad del proyecto europeo como democracia plural e inclusiva, la mención a la identidad cristiana sobra, a no ser que se supedite expresamente a esa laicidad y a la mención de otras fuentes.

Una propuesta para reformular el debate

Creo que de todo lo anterior se desprende la necesidad de abandonar las retóricas vacías –por efectistas que puedan parecer–, pero también la necesidad de abandonar la tentación de desideologizar el proyecto europeo reduciéndolo a una cuestión meramente técnica, racional en cuanto neutral. En realidad, como señala Shoren en su obra ya citada, hay una contradicción entre las dos vías que recorre en este momento el proyecto europeo:
a) La de la retórica populista acerca de la ciudadanía, la Europa de los ciudadanos, de las culturas, de los pueblos, con el fin de generar la adhesión directa de los agentes reales del proyecto.
b) El intento “tecnocrático” de desideologizar el proceso de integración, insistiendo en el carácter jurídico-racional y técnico de éste.
Por mi parte, estoy convencido de que la identidad europea progresa, paradójicamente, no como identidad cultural, sino como identidad jurídica y política. Es decir, a través de la negociación, de la argumentación, de criterios, instituciones y normas consensuadas, de los instrumentos del derecho. Y no sólo por una cuestión de pragmatismo, porque de hecho se avance así. Es que, además, entiendo que hay otra forma de concebir la vía técnico-jurídica, una interpretación que, lejos de la desideologización fría y burocrática, es una apuesta profundamente política: creo que tiene razón Ferrajoli cuando sostiene que es la Constitución la que configura al populus como demos, y no al revés (30). Eso no significa, desde luego, que el demos sea un resultado automático de la Constitución, pues el proceso de consolidación del demos es mucho más complejo. Pero sí se trata de una conditio sine qua non.
Se trata de recordar algo tan elemental como que la Constitución es algo más que la primera de las normas jurídicas. El derecho y, muy claramente, las modernas Constituciones son sobre todo un pacto de convivencia. Un contrato que no refleja tanto una realidad de homogeneidad social o cultural cuanto la necesidad de garantizar los derechos de todos, la decisión de convivir, de traducir el conflicto en negociación y respeto mutuo, de hacer compatibles las diferencias. Creo que ése es el caso de la UE, y por eso me parece tan importante la oportunidad –quizá, sin embargo, desperdiciada a estos efectos– del actual proyecto de Constitución.
No me refiero a que la vía que ha de seguir la UE sea la del patriotismo constitucional, la del republicanismo. Ése es un camino largo, y hoy no podemos saber siquiera si será así. Lo que sí está claro es que el camino recorrido es el único viable, por más que conozcamos sus problemas y sus desviaciones. Aunque exista un peligro cierto de desafección, porque no hay comunidad política que pueda constituirse sin vínculos sociales estables, hay que apostar por la vía jurídica y política en lugar de encallarse en la imposible empresa de la recreación de la comunidad cultural europea, de la UE como comunidad cultural.
En ese sentido parecía entenderlo la Carta de Niza primero y ahora el actual proyecto de Constitución: en uno y otro caso se reitera la vieja y sabia respuesta de John Stuart Mill (la misma que la de Tocqueville y, más cerca, de Italo Calvino) cuando escribía: «¿Qué ha hecho de la fami­lia europea de naciones una porción de la humanidad progresiva y no estacionaria? Ninguna superior excelencia en ellas [...1 sino su notable diversidad de carácter y cul­tura [...1 Europa, a mi juicio, debe totalmente a esta pluralidad de caminos su desen­volvimiento progresivo y multilateral. Pero empieza ya a poseer este beneficio en un grado considerablemente menor» (31). La clave es esta: la capacidad para transfor­mar esa diversidad cultural en un marco jurídico y político que podríamos definir en términos de democracia plural e inclusiva.
Recordemos: el preámbulo de la Carta de Niza habla de diversidad como hecho positivo, valioso (aunque sólo de la diversidad de los pueblos de Europa): «Los pue­blos de Europa (...) han decidido compartir un porvenir pacífico basado en valores comunes (...) La Unión contribuye a la preservación y al fomento de estos valores comunes dentro del respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa, así como de la identidad nacional de los Estados miembros (...)».
A eso se añade algo nuevo en el proyecto de Constitución europea: el hecho de que se adopte como uno de sus símbolos el lema «Unidos en la diversidad», un lema que evoca el de los EE UU –e pluribus unum– pero que, en realidad, es muy distinto de él: no se trata de crear Europa como un melting pot, sino precisamente de que la diversidad es el rasgo constitutivo de la identidad europea, que es algo muy distinto. El proyecto reiteraría así la tesis de Stuart Mill a la que me referí más arriba.
Por lo demás, se insiste en lo apuntado en Niza. Así, el artículo 2 del proyecto de Consti­tución europea, bajo el título “Los valores de la Unión”, señala: «La Unión se funda sobre los valores de respeto por la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el derecho y el respeto por los derechos humanos. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad de pluralismo, tolerancia, justicia, solidaridad y no-discriminación». Por su parte, el artí­culo 22 (capítulo III, “Igualdad”) del mismo proyecto señala: «La Unión respeta la diversi­dad cultural, religiosa y lingüística». Pero entonces la cuestión es otra: ¿qué limites tiene la diversidad entendida como valor, como rasgo de identidad de los europeos? ¿Es sólo la de los pueblos europeos? ¿Lo es también la diversidad que nos aportan quienes quieren ser nuevos europeos, venidos de más allá de las fronteras de Europa? ¿Cómo rechazarla si se nos presenta por parte de quienes hacen suyos esos valores universales que los europeos contribuimos a crear? Creo que para conseguir que la identidad europea no sea ni un proyecto cerrado en sí mismo ni un proyecto vacío, la única posibilidad es mantener su carácter abierto, plural e inclusivo que le asegura, al tiempo, vocación universalizable.

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(1) Cfr. S. Naïr y J. de Lucas, Le Déplacement du monde. Inmigration et thématiques identitaires, París, Kimé, 1998 (hay traducción al castellano. Madrid, Imserso, 1999).

(2) Y en el mejor de los casos es a eso a lo que puede aspirar el proyecto europeo, tal y como ahora se nos presenta en el texto de Constitución europea propuesto por la convención en la cumbre de Salónica de 2003 y que se debate en estos meses por la Conferencia Intergubernamental.

(3) L. Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Ciudad de México, FCE, 1998, pág. 100 y ss.

(4) Como es sabido, ésa es una de las críticas que se han formulado al proyecto de Constitución elaborado por la Convención que ha presidido Giscard d’Estaing: la Europa de ese proyecto es una Europa de los Estados nacionales y de los ciudadanos, se nos dice, no una Europa de los pueblos. Dejando de lado los argumentos para sostener que el proyecto avance en la Europa de los ciudadanos, es evidente que descarta la opción por una Europa como red, en la que, junto a los Estados nacionales y los individuos / ciudadanos, se integran como agentes las regiones, las minorías, los pueblos.

(5) Algo que, dicho sea de paso, en estos momentos de conmemoración de Adorno, contradice la máxima ética que nos propone el eminente filósofo alemán y que consistiría en no sentirnos nunca en nuestra casa como hogar propio.

(6) En un conocido y breve ensayo acerca de este asunto, “¿Existe la identidad europea?”, publicado, entre otros, por El País, 2 de julio de 2000.

(7) “L’Europe a rétreci. Elle n’est qu’un fragment d’Occident, alors qu’il y a quatre siécles l’Occident n’etait qu’un fragment d’Europe”, E. Morin, Pensar Europa, Gedisa, Barcelona, 1988, pág. 4.

(8) Más allá de los incontables textos políticos y de las declaraciones más o menos retóricas y emotivas, la cuestión de las relaciones entre integración política, económica y cultural tiene una indudable complejidad. Baste pensar en los problemas no resueltos que esconde el axioma de que sin una comunidad cultural difícilmente pueden sostenerse comunidades políticas, instituciones, normas, reglas de juego, objetivos a medio y largo alcance. Así lo subraya, por ejemplo, el interesante trabajo de Shore, una de las aportaciones más relevantes entre las que se han formulado recientemente para resolver el enigma de la identidad europea: C. Shore, Building Europe. The Cultural Politics of European Integration, Routledge, Londres / Nueva York, 2000, págs. 1-13.

(9) Al igual que lo que sucede con las dos grandes organizaciones internacionales de ámbito universal, la Sociedad de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas, que se formulan como remedio a la guerra, y sobre todo la primera, como remedio a los problemas que había creado el antagonismo entre las grandes naciones europeas, en particular Alemania y Francia.

(10) Machado, 199, pág. 787.

(11) Sobre ello, Portilla “El derecho penal del enemigo”, Mientras Tanto, 2002. Me permito también la remisión a De Lucas “Nuevas estrategias de estigmatización. El Derecho, frente a los inmigrantes”, en AA. VV. (G. Portilla, ed.), Derecho penal y multiculturalidad, Universidad Internacional de Andalucía, Baeza, 2003.

(12) Se trata de un texto publicado por primera vez en el número 49 de la revista Presença, en 1937, y que cito por el apéndice Fernando Pessoa e os seus heterónimos, recogido en la edición de Odes de Ricardo Reis, Publicaçoes Europa-America, Lisboa, 1996, pág. 71-72. En el mismo se encuentran las sentencias “Sé plural como o universo” y la magnífica “Deus nao tem unidade / Como a terei eu?”

(13) M. Kundera, L’Art du Roman, 1986, pág. 39.

(14) Cfr., por ejemplo, VV. AA. (Hersan / Durand, eds.), Europes. De l’Antiquité ou XX siécle. Anthologie Critique et commenté, R. Laffont, París, 2000, pág. III.

(15) E. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Crítica, Barcelona, 1990.

(16) “La identidade europea”, manuscrito en el Seminario Agora. Lo mejor de dos mundos: Portugal y España entre Europa y el vínculo atlántico, 20-25 de octubre de 2003, organizado por el Gabinete de Iniciativas Transfronterizas: http://www.git.presex.com.

(17) C. Castoriadis, 1988, pág. 95.

(18) E. Morin, 1987, pág. 96.

(19) Es en Buena medida la que traduce la política cultural de “integración”, como advierte Shore, cit. Pág. 125 y ss, quien subraya que como integración queda reservada a la élite multinacional europea que simbolizan los euroburócratas, y en cuanto proyecto cultural, a ese objetivo de cuidado del patrimonio.

(20) Hersant, 2000, pág. VII.

(21) Baste pensar en el enfoque todavía hoy miope de la diversidad lingüística, donde aún no ha alcanzado el grado de principio el único criterio acorde con este modelo, el de la poliglosia.

(22) Sobre ello, entre otros, J. Moreras, Musulmanes en Barcelona. Espacios y dinámicas comunitarias, Barcelona, CIDOB, 2001; “Lógicas divergentes, configuración comunitaria e integración social de los colectivos musulmanes en Cataluña”, en De Lucas / Torres (eds.), Inmigrantes. Cómo los tenemos, Madrid, Talasa, 2000; y S. Naïr, “Los inmigrantes y el islam europeo”, Claves de Razón Práctica, septiembre de 2000, número 10.

(23) Mowat en VV. AA., Action de la Communauté dans le monde et identité culturelle européene. Colloque scientifique de Bourglinster, Institut R. Schuman pour l’Europe, París, 1993, págs. 31 y ss.

(24) Por ejemplo, H. Peña-Ruiz, “Europa, necesitada de laicismos”, Le Monde Diplomatique, 56/2000.

(25) Balta, en VV. AA., Action de la Communauté..., 1993, págs. 88 y ss.

(26) Me refiero a su Orientalism, Nueva York, 1988.

(27) Cfr. W. Kristianansen, “El islam, agitado por la modernidad”, Le Monde Diplomatique, 54/2000.

(28) Cfr. por ejemplo, Tariq Ramadan, “Los problemas de la población musulmana en la UE”, Le Monde Diplomatique, 56/2000.

(29) Vicenzo Ferrari, “Fra utopia e scetticismo. Consideración sulla constituzione europea”, Sociología del Diritto, 1/2003.

(30) Algo que recuerda, creo, la afirmación atribuida a Azzeglio en 1870: «Ya hemos hecho Italia. ¡Ahora debemos construir a los italianos».   

(31) Mill, On Liberty (1859).