Javier de Lucas
Monarquía: pasar página
(Página Abierta, 225, marzo-abril de 2013).

Hace unas semanas hablaba Iñaki Gabilondo del dilema en el que a su juicio se encuentra el rey Juan Carlos: o su corona, o la monarquía. Uno tiene toda la impresión de que esta nueva versión del “retirarse a tiempo”, el famoso editorial del diario Madrid que aconsejaba a Franco imitar a De Gaulle, y que tuvo funestas consecuencias para aquel periódico, va a obtener la callada por respuesta. Nada de abdicar. Ni estamos en Holanda ni el rey es Ratzinger.

Probablemente, el rey hace bien en empeñarse en seguir, desde el punto de vista de sus intereses personales. Luego volveré sobre eso. Pero no tiene razón en lo que hace a la monarquía. Y los republicanos se lo agradeceremos.

En efecto, con su toma de posición a lo “mantenella y no enmendalla”, el rey ayuda a la causa de quienes pretendemos decir adiós a la monarquía, tal y como hizo malgré soi, tras el “incidente de Botsuana”, puesto que la famosa secuencia televisiva en el hospital estaba en las antípodas del arrepentimiento real y de una rectificación seria de rumbo (como lo ejemplificó la posterior “conversación” con el cortesano Hermida). Está claro que el rey (y quizá quienes le aconsejan) “no ha entendido el mensaje”. No ha caído en la cuenta de la decepción, disgusto y hartazgo que provoca con una pauta de comportamiento absolutamente alejada de la realidad. Es más, es así como se demuestra que la institución no sirve, puesto que desconoce la realidad de sus ciudadanos (sus apelaciones al insomnio que padece ante el paro juvenil parecen una mala broma, si no un cruel sarcasmo). Y la subliminal analogía con la “lucecita del Pardo”, permanentemente encendida por el bien del país, como adulaba el señor Hermida, se ha vuelto impropia hasta el ridículo cuando sabemos el tren de vida alejado de lo que entendemos por trabajo y quehaceres del común de los mortales.

No. Si el rey sigue es, seguramente y en primer lugar, porque en España hay un enorme vacío jurídico relativo a la figura de un exmonarca: por ejemplo, ¿qué sería de su inviolabilidad, incluso de su irresponsabilidad, privilegios del rey en ejercicio conforme al artículo 56.3 de la Constitución? Y, además, no abdica porque abriría un futuro incierto acerca de su patrimonio y modo de vida. Ya no podría mantenerse la confusión entre lo público y lo “privado del rey”, ni su amplísima discrecionalidad a la hora de administrar la partida presupuestaria, que ahora pasaría a ser competencia de su hijo. Por lo demás, ¿acaso, pese a la enorme fortuna que se ha labrado partiendo de una relativa pobreza, podría mantener sus privilegios, su círculo de influencias?

Pues bien, precisamente por eso, aunque parezca una paradoja, su decisión de seguir ayuda objetivamente a quienes pretendemos un régimen republicano, que forma parte de una democracia muy diferente, la que queremos construir, seguramente, desde un proceso constituyente. Queremos un régimen en el que el estatus del Jefe del Estado se fundamente en la lealtad a la Constitución y al imperio de la ley, comenzando  por la igualdad ante la ley; un Jefe de Estado que sea jurídica y políticamente responsable y no tenga inmunidad más que la estrictamente necesaria durante el período de ejercicio del cargo, como por ejemplo el presidente de la República alemana o incluso el de la francesa (Chirac ha sido juzgado y condenado por corrupción). Un Jefe de Estado que sea consciente de que es un (alto) funcionario que debe responder ante sus jefes,  el soberano, que somos los ciudadanos, sin excepciones al principio de publicidad, como pretende vergonzosamente el actual proyecto de ley de transparencia. Sí, ya sé que podemos elegir como presidente de la República a alguien que repugne a nuestro sentido común y al menor criterio estético (pongan el nombre que quieran, eligiendo entre alguno de los anteriores presidentes del Gobierno, por ejemplo). Pero cuando caigamos en nuestro error, podremos exigirle cuentas y mandarlo al baúl de los recuerdos. Es una diferencia interesante.

La monarquía pudo ser una opción aconsejable, por razones de prudencia, en el momento en que necesitábamos salir del régimen franquista para llegar a una democracia sin coste de sangre. Pero hoy ya no cumple ninguna función que la justifique. Antes al contrario, es un lastre para una sociedad que aspira a la normalidad del imperio de la ley y del Estado de derecho, que quiere salir de los círculos de corrupción y arbitrariedad facilitados por comportamientos que son posibles gracias a la existencia de círculos de poder ajenos e inmunes al control, que por eso han creído en su impunidad. En un contexto de máxima crisis del sistema, por razones económicas, ideológicas y de poder, el rey ha demostrado que no sirve para ejercer una función de mediación en el conflicto territorial, ni puede ser símbolo de unión del Estado porque ha apostado por una posición partidista y le pitan en buena parte del territorio del Estado, ni es una barrera frente a la marea de corrupción, ni tiene competencia y capacidad para ofrecer salidas a la situación de crisis social y económica. Ya ha pasado su tiempo: ha alcanzado sobradamente la edad de la jubilación. Se la haya ganado o no, lo cierto es que no debe temer por su pensión. Que se vaya a una de sus propiedades o a Botsuana, donde le plazca.

No. El problema no es este rey. Es la monarquía. Como supo entender Walter Bagehot, quizá el mejor estudioso de la monarquía británica, esta institución no puede sobrevivir cuando pierde su halo sacral, ahí donde la razón sustituye al sentimiento, es decir, en una ciudadanía suficientemente ilustrada. Para Bagehot, «la República sólo tiene ideas difíciles de aprehender en su teoría gubernamental: la monarquía constitucional tiene, por el contrario, la ventaja de ofrecer una idea simple, encierra un elemento que puede ser comprendido por la multitud de los cerebros vulgares…», y por eso, escribe en el capítulo tercero de su English Constitution, «en tanto que la raza humana tenga mucho corazón y poca razón, la monarquía será un gobierno fuerte porque concuerda con los sentimientos difundidos por todas partes, y la República un gobierno débil, porque se dirige a la razón».

En realidad, a la monarquía, como supo avisar el inteligente conservador británico, le sienta mal el aggiornamento, esto es, la vía de la campechanía, del acercamiento a “su pueblo”: ante todo porque la monarquía siempre entiende su relación con el pueblo en clave si no despótica, paternalista. En eso es fiel a los orígenes teóricos de su justificación, propuestos ya por Filmer en su obra El patriarca. Eso, el «patriarcado ejemplar de la “primera familia”» (entendida, como se sabe, con una profunda connotación sexista en el caso de la monarquía española restaurada por Franco), no sólo ya no es ejemplar, sino que resulta rancio y, lo que es peor, ha sido desmentido por los hechos: el comportamiento privado (y la indistinción entre lo privado y público, siempre en su beneficio) del que hacen gala buena parte de los miembros de la familia real, comenzando por el rey, no es un modelo para nadie. Porque a la monarquía le sienta muy mal la transparencia, como explica a la perfección el cuento del rey desnudo. Cuando los vemos sujetos a las mismas manías, defectos y arbitrariedades que los demás –“como si fueran una familia normal”, según reza el tópico (hoy diríamos una “Modern Family”, como en la serie de la tele)–, la pregunta es: ¿por qué debemos mantenerles de por vida?

Por eso, hoy, la verdadera decisión ya no es elegir entre monarquía o república, sino elegir el procedimiento para librarnos de una institución que no nos sirve. Como han escrito Pisarello y Ausens, asistimos a un «proceso destituyente de la restauración borbónica». Y para eso ya no nos hace falta un delenda est monarchia escrito por el Ortega de turno. Nos basta y sobra con la cada vez mayor toma de conciencia de que ese resto del pasado, que ha conseguido sobrevivir bajo lo que muchos consideramos un oxímoron, el de “monarquía constitucional”, es sólo eso: un vestigio destinado al museo. El cómo y el cuándo es lo que nos queda por decidir.


Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universitat de Valencia.