Javier de Lucas
El rey, ante el soberano. Usar el
articulo 59.2 de la Constitución

Uno de los síntomas de la escasa convicción democrática que impera en buena parte de los círculos monárquicos (de los fanáticos como Ansón y de los oportunistas, es decir, casi todos los políticos profesionales y una gran cantidad de los medios de comunicación, todavía hoy), es el atavismo que consiste en seguir calificando al rey como “soberano”. Hasta el más lerdo sabe que el soberano, en democracia, es el pueblo, los ciudadanos. Y el rey, no es otra cosa que un alto funcionario, que debe su empleo a la voluntad de la ciudadanía expresada –tácita más que expresamente, eso sí– al aprobar la Constitución de 1978.

Consecuencia de ello es que son los ciudadanos –las Cortes que reúnen a sus representantes– quienes deben tener la decisión última en alguno de los supuestos excepcionales que pueden afectar al desempeño de las funciones del mentado funcionario.Es el caso, me parece, de lo dispuesto en el artículo 59.2 de la Constitución.

En efecto, es cierto que la redacción presenta cierta ambigüedad y, sobre todo, no ha habido el menor interés en su desarrollo legislativo en este punto (no se ha legislado aún la ley orgánica que menciona el artículo 57.5 de la Constitución: "Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverá en una ley orgánica", como tampoco se ha legislado en otros aspectos básicos relativos a la corona). Pero es imposible soslayar que la lógica democrática impone una solución para el caso en que se constate la incapacidad del monarca para el ejercicio de su cargo y ésta no es asumida por quien desempeña la función. Ese es el sentido, a mi juicio, del artículo 59.2: “Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad”.

La  habitual y pacata interpretación de ese precepto sugiere que la actuación de las Cortes sólo se puede producir si el propio rey decidiera que ya no tiene capacidad para continuar con su tarea. La fórmula “se inhabilitare” sería reflexiva, no impersonal. Estaríamos así ante un supuesto complementario, pero distinto, de la abdicación, decisión de la que sólo es competente el rey: nadie puede abdicar por él, es decir, obligarle a tomar la decisión de dejar su función. Del mismo modo, sólo el rey puede decidir que está inhabilitado para el desempeño de su cargo y en ese caso las Cortes se limitan a constatar –“reconocer”– tal incapacidad y abrir paso a la regencia. Esta es, por cierto, una interpretación más próxima a un modelo predemocrático, en el que el rey es el soberano. Dicho de otro modo, el 59.2 sólo se habría pensado para casos de “incapacidad temporal” en los que las funciones serían desempeñadas por el regente, previa declaración de las Cortes asumiendo esa incapacidad.

Sin embargo, creo que cabe otra interpretación, que recupera el papel protagonista de las Cámaras como expresión de la soberanía popular. El artículo 59.2 sería la expresión de que el soberano es el pueblo, pues son sus representantes quienes deciden si el rey está inhabilitado –cuando obviamente el rey mismo no lo hace– y, por tanto, al reconocer esa inhabilitación, dan paso a la regencia. La forma “se inhabilitare” sería impersonal: la constatación de que habría quedado incapacitado, constatación que requiere el reconocimiento de las Cortes  a falta del reconocimiento del propio rey. Esta interpretación no sería opuesta a la reflexiva sino que la incluiría. Esto es, la inhabilitación del rey, obviamente, puede ser decisión del propio rey, pero lo que sucedería normalmente es que el titular no reconoce esa incapacidad y es quien está por encima de él, quien le ha contratado, es decir, el pueblo a través de sus representantes, el que tiene la competencia para constatar su estado y actuar en consecuencia. Bien es verdad que,  pasados más de 30 años después de aprobar la Constitución, aún no han tenido tiempo los diputados de precisar cómo deba procederse…

Pues bien, por mucho que se empeñe la Casa Real –con su inédita y significativa rueda de prensa sobre la inminente y 13ª intervención quirúrgica al rey–, las evidencias son difícilmente refutables. El rey no parece capacitado para ejercer las funciones de su cargo. No parece que lo esté, ni física, ni tampoco intelectualmente, como se comprobó en la reciente apertura del año judicial. Si eso es así para un asunto sencillo como pasar la palabra en un discurso, no digamos para ejercer en condiciones la más alta representación del Estado en los escasos temas en los que constitucionalmente es necesario. Evidentemente, poco se puede añadir sobre su nula capacidad de intermediación en el contencioso más importante que afronta el viejo Estado que es España, la posible secesión de Cataluña: por si no tuviéramos elementos de juicio a ese respecto, lo que ahora hemos sabido sobre la actuación del rey frente al Sr. Esteve, presidente de la diputación de Barcelona, en una audiencia real, así lo confirma. Pero tampoco el rey parece capacitado y útil  en lo que se refiere a lo que más nos afecta a quienes le empleamos –los que le dimos el empleo, digo–, esto es, la gestión de la crisis. No hay una sola imagen, testimonio o argumento que no nos muestre que no se ha enterado de nada, más allá de la retórica paternalista que también usaba su antecesor, el general Franco. Sus “reflexiones” sobre los jóvenes que han de abandonar el país y que supuestamente le quitan el sueño, son un verdadero insulto a la inteligencia.

En fin, cada vez son más evidentes los ejemplos de que no es D. Juan Carlos ningún modelo de ejemplaridad que pueda inspirarnos, salvo en el estoicismo indiscutible –fruto quizá de su disciplina castrense– con el que vive su deterioro físico. Lo prueba inequívocamente no ya su conducta personal, en la que evidencia una creciente incapacidad para controlarse, sino casos más relevantes e incompatibles con su alta función. Por ejemplo, su gestión en el escándalo Noos, que afecta directamente a su familia y por tanto  a él mismo. Por no hablar de la falta de claridad en lo que toca a su situación financiera (cuentas en el extranjero, comisiones), o la gestión privada de bienes que son patrimonio público.

Que su status es el de super-privilegio pudiera justificarse desde una concepción predemocrática, en la que el monarca es casi sagrado y por tanto ajeno al imperio de la ley, que se confunde con su voluntad. Pero la democracia, cuya regla es la egalibertad, casa mal con el privilegio y por eso la lógica democrática coherente es republicana en cuanto a la forma de Estado. De ahí el rechazo generalizado y creciente que resulta de constatar que, en tiempos de crisis y de durísimas medidas para todos los ciudadanos, los recortes apenas existen más que muy simbólicamente para el rey y su familia. Por ejemplo, para el resto de los españoles ancianos y enfermos, que no tienen a su disposición eminencias venidas de la clínica Mayo para reparar sus maltrechos huesos: muy al contrario, cada vez han de esperar más larguísimas listas de espera y tentarse el bolsillo para ver si podrán pagar los medicamentos y tratamientos que antes del Gobierno Rajoy venían de suyo con un modelo de salud pública que ya nos parece una ilusión. Tampoco es igual el futuro económico del monarca inhabilitado y jubilado, en su caso. No le va a afectar el recorte brutal en las pensiones perpetrado por el Gobierno Rajoy. Y, si se jubila, siempre puede viajar a Londres donde sigue actuando la trapisondista Corinna que tanto se ha beneficiado de las arcas públicas de los españoles, o, mejor, a Suiza con su amigo el Agha Kan, o a las monarquías del Golfo, donde nadie podrá exigirle responsabilidades jurídicas una vez decaída su intangibilidad como monarca.

Que el rey está de hecho inhabilitado dicho queda, aunque no parece que ni él ni su entorno lo quieran reconocer. Pero no cabe esperar que el monarca reconozca tal incapacidad ni tampoco que vayan a intentar convencerle  de hacerlo quienes –en su entorno– deberían adoptar esa iniciativa, en interés también de la propia monarquía. Tampoco quiere oír una palabra sobre su abdicación. Así que los partidos mayoritarios, PP y PSOE,  que con el pretexto de que no toca ahora (nunca, en realidad), se oponen a replantearse lo que es cada vez más un clamor popular, esto es, ejercer el derecho a reformar la Constitución para poder elegir República o monarquía, ya saben lo que tiene que hacer para al menos maquillar su resistencia a responder a ese clamor. Deberían, a mi juicio, tomar la iniciativa que les ofrece el artículo 59.2 de la Constitución y actuar en consecuencia. Una decisión que se justifica por la prioridad del interés general de los ciudadanos, que es el interés de la democracia misma. Y que, a mi juicio, es más importante que legislar sobre la corona o el príncipe de Asturias.

No me parece grave que se ofrezca esta última oportunidad a la monarquía. La inmensa mayoría de los republicanos, que somos gente leal con la legalidad constitucional (por democrática) y queremos cambiarla a través de la ley, aguantaremos esa prórroga. Sobre todo porque muchos estamos convencidos de que, en caso contrario, muy probablemente más pronto que tarde los ciudadanos sabrán exigir responsabilidades por la incapacidad de la monarquía para adoptar decisiones en aras del interés general. Pero también por la nula capacidad de esos partidos mayoritarios (pero no sólo ellos, ¡ay!) para salir del servilismo y actuar en consecuencia con ese interés. No pueden seguir tratando al pueblo como un menor de edad al que no se puede consultar porque no es capaz de decidir por sí mismo y porque estos son momentos complicados en que mejor no menealla. Precisamente en los momentos difíciles, que sufren en primer lugar los ciudadanos, es cuando éstos deben poder tener el derecho de decir lo que hay que hacer. Eso es lo que llamamos democracia.