Javier Villanueva

La oportunidad y el desafío del cambio
(Página Abierta, 201, abril de 2009)

            1. De la valoración de los resultados de las recientes elecciones autonómicas me quedo con un cuádruple titular.

            Un tercio no ha ido a votar. La abstención (34,12%) supera en casi dos puntos la de las elecciones de 2005 (32,27%) y queda a 14 puntos de las de 2001 (20,10%). ¿Es  un signo de desinterés por la política? En cualquier caso parece evidente que no encaja demasiado con el llamamiento de unos al cambio y de otros a su permanencia en el poder. PNV y EA han sacado 170.000 votos menos que en 2001 y el PSE 110.000 votos menos que en las generales del año pasado. No ha habido efecto Obama.

            El ganador pierde. Desde el punto de vista político, lo más relevante es la derrota de la apuesta de Ibarretxe por darle continuidad “al Gobierno tripartito” y, junto a ello, la posibilidad aritmética de que se forme, por primera vez en treinta años, un Gobierno vasco ajeno a la disciplina nacionalista-vasca. No por evidente hay que dejar de decirlo.

            No hay variaciones sustanciales en la sociología electoral y se mantienen las tendencias de las dos últimas décadas. Por un lado, se mantiene la constante de que casi todo el electorado votante pertenezca a dos nichos electorales con escasas transferencias del uno al otro y el predominio de las internas entre sí o de ambos con la abstención, de manera que, o bien da su voto a los partidos de profesión nacionalista-vasca, o bien se lo da a partidos de ámbito estatal y de identificación vasco-española.

            De otro lado, vuelve la tendencia a la reducción de la diferencia entre ambos nichos electorales, vigente desde hace veinte años pero interrumpida a favor del voto abertzale entre las autonómicas de 2001 y las municipales-forales de 2003 y en el sentido contrario en las generales del año pasado. La diferencia de partida en 1986 era muy alta a favor del voto abertzale: de 18 puntos del censo electoral y 20 escaños y de 26 puntos y 29 escaños si se incluye el voto a Euskadiko Ezkerra. Doce años después, en 1998, la diferencia era de 9 puntos y 9 escaños. En 2005, se redujo a 8 puntos y 6 escaños. Ahora ha habido una diferencia de medio punto (el 28,67% del censo de voto válido a formaciones abertzales y el 27,87% al PSE, PP y UPyD). Y si se contabilizan los votos nulos a la candidatura D3M de Batasuna (unos 97.000) también se confirma esta tendencia decreciente: la diferencia se habría reducido a seis puntos y medio de ventaja (el 34,27% del censo) y 5 escaños.

            Hay hartazgo de sectarismo. Se han interpretado los resultados como expresión de la irreductible pluralidad de la sociedad vasca y de la demanda de arreglos de fondo entre sus diferentes corrientes, lo que coincide con los indicadores de las encuestas preelectorales sobre el Gobierno preferido. Aunque la haya motivado la intención de “descolocar” al PSE en la negociación postelectoral, es significativo que hasta el PNV ha sancionado esta interpretación en su propuesta al PSE de nuevo Gobierno.

            2. La oficina de agit-prop del PNV ha aparentado sorprenderse de que el PSE se ofrezca a recoger el voto de los 13 parlamentarios del PP que le hacen falta para investir a Patxi López como lehendakari. Además, le acusa de ocultar un pacto frentista con el PP y de cometer un fraude electoral, ya que tal pacto contraviene el compromiso fundamental de su programa de “no hacer frentismo”.

            A mi juicio, no hace falta acudir a teorías conspirativas sobre supuestos pactos secretos entre el PP y el PSE para explicar la determinación del PSE a presentar su propio candidato a lehendakari en la sesión del Parlamento y la determinación del PP a apoyar en ese caso la investidura de Patxi López. Esta conjunción de voluntades se ha ido amasando en las innumerables situaciones cotidianas en que las gentes de no obediencia nacionalista-vasca se han sentido ninguneadas, especialmente en los últimos 15 años, desde que sus representantes fueron señalados por ETA como blanco de sus atentados y desde que el Pacto de Lizarra los marcó como apestados pro-españolistas sin otro futuro que la exclusión o la asimilación. ¿Es tan sorprendente que vean y sientan el acceso de uno de ellos a la Lehendakaritza como un signo necesario de normalización política, máxime cuando todavía hoy sus representantes tienen que vivir permanentemente escoltados por el mero hecho de serlo?

            Estoy hablando, por consiguiente, de un fenómeno social de nueva planta, que se aglutina en torno a la necesidad de expresar en el espacio público un doble sentimiento de disociación: de ETA y del nacionalismo-vasco obligatorio, y cuya dimensión social es bastante más amplia, compleja y diversa, en mi opinión, que su expresión política, hoy día canalizada a través del voto a PSE, PP y UPyD. Por ponerle una fecha, ese sentimiento fraguó y emergió entre la movilización social contra el asesinato del concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua, Miguel Ángel Blanco, el tiempo de Lizarra, y la conmoción social por los asesinatos de representantes del PSE y el PP tras la ruptura de la tregua. Su primera expresión después de Ermua fue el movimiento social ¡Basta Ya!, que debutó en el año 2000. Y, desde entonces, no ha cesado de extenderse y asentarse, ya que, por desgracia, ha tenido motivos de sobra para ello.

            Los ciudadanos y ciudadanas no-nacionalistas-vascos que componen este nuevo fenómeno social, más allá de la diversidad de sus preferencias políticas e ideológicas, sienten dos emociones inseparables: librarse de ETA y librarse del papel de inquilino-asimilado-subalterno que les asigna la práctica y la doctrina del mundo nacionalista-vasco; no aceptan esa función y reivindican el papel de sujeto-protagonista de la vida política que les corresponde. Su mirada sobre la sociedad y sus problemas es diferente a la del mundo nacionalista-vasco y refleja otros aspectos de la pluralidad y complejidad de la sociedad y otros sentimientos colectivos de pertenencia e identidad. Ven y sienten las cosas de España no como algo ajeno y hostil sino más bien con afecto y como algo propio. Su visión del “conflicto” y de su solución no es la canónica en el mundo de la afinidad abertzale: el problema más grave que tenemos como sociedad particular es la persistencia de ETA y sus corolarios, y ese problema no se resuelve con ofrecerle a ETA una pista de aterrizaje ni con el ventajismo de asociar el final de ETA al afianzamiento de la supremacía nacionalista-vasca.

            Así pues, la explicación remite a la existencia y empuje de esta corriente social. El que haya un lehendakari no-nacionalista-vasco tiene una extraordinaria fuerza simbólica para los ciudadanos y ciudadanas vascos disociados del proyecto de país del nacionalismo-vasco y de un proceso de construcción nacional que amenaza a su libertad y, en algunos casos –mientras ETA persiste–, también a su vida.

            Veamos ahora la segunda cuestión que está sobre la mesa: si la investidura de Patxi López como lehendakari, con los 13 votos del PP, tiene irremediablemente un sesgo frentista que contradice el compromiso de combatir el “frentismo” del programa del PSE. Un asunto al que se le está dando en la dialéctica política de estos días una importancia absolutamente desproporcionada. A mi juicio, tiene poco recorrido y no va más allá de servir de pretexto para clarificar los términos de la discusión con un poquito de sentido común.

            Entiendo que cuando se pretende descalificar al “frentismo” como un “ismo” negativo se refiere sólo y únicamente a toda movilización de signo nacional exclusivista o de suma cero; esto es, la que trata de imponerse a los otros e imponerles sus símbolos y sentimientos nacionales en una sociedad plural sin otro ánimo que el revanchismo y el monopolio del poder; la que se atiene al criterio de “lo que gano yo, lo pierdes tú” (o viceversa). Este sentido negativo es restringido, por tanto, y no puede extenderse a tantas y tantas esferas conflictivas de la vida en las que se conforman unas dinámicas legítimas de confrontación democrática entre unos y otros.

            La investidura de Patxi López como lehendakari gracias a la conjunción de sus votos por parte de PSE y PP será en todo caso –si se da así– un acto estrictamente democrático, nada más y nada menos, pues no puede haber dos lehendakaris a la vez y no hay otra forma democrática de elegirlo sino la de ver quién reúne más votos, tal y como dicta el artículo 33 del Estatuto. Otra cosa es que el nuevo lehendakari deba tener en cuenta que estará bajo sospecha de anidar un revanchismo antinacionalista-vasco por haber sido elegido con tales votos. Y así será, irremediablemente, hasta que su actitud y sus obras anulen tal sospecha o la confirmen. Pero es evidente que esto no va unido a su investidura como lehendakari sino al ejercicio posterior de su cargo y a un tiempo posterior a su elección.

            El tercer asunto, y el de más enjundia en el momento de escribir estas líneas, es el de si es un error y una grave irresponsabilidad la decisión del PSE de ofrecerse para encabezar un Gobierno de alternancia al nacionalismo-vasco contando con los votos del PP. Para muchos ya no se trata de un interrogante sino de un presagio casi apocalíptico: ese Gobierno de alternancia, que implica mandar al PNV a la oposición y dirigir un país con “la mayoría social nacionalista” en la oposición y formar una mayoría parlamentaria sujetada por la alianza “contra natura” del PSE y el PP, etc., será muy débil y carecerá de estabilidad, añadirá inestabilidad al Gobierno de Zapatero, no será idóneo para una situación de crisis económica como la actual, etc., y está abocado a un fracaso inexorable y estrepitoso del que saldrá vencedor un nacionalismo-vasco aún más radicalizado.

            El inconveniente de tal presagio no está en ese inventario de debilidades y temores, que son evidentes para quienes van a sostener un Gobierno de alternancia no-nacionalista-vasco, sino en su manifiesta unilateralidad. Registra únicamente sus debilidades y amenazas, pero se olvida por completo de anotar sus fortalezas y sus oportunidades, que también las tiene y no son pocas ni de poca monta.

            Tiempo habrá para entrar en estas cosas, más en concreto, cuando sepamos qué fórmula de gobierno han elegido y qué personas la encarnan y cuando nos muestren sus propósitos y conozcamos sus recursos y carencias. De momento, cuando estas cosas aún no se han esclarecido, me limito a poner una tras otra con un par de reflexiones al respecto.

            La primera, sobre el condicionamiento del PSE y el PP antes estos dilemas. Veo a ambos totalmente impelidos a plantearse como una obligación inexcusable asumir la responsabilidad de hacer posible la alternancia en el Gobierno, dado que cuentan con la mayoría parlamentaria para ello, aun cuando esa decisión esté rodeada de riesgos por todas partes y no sea nada seguro su éxito. De entrada, no tienen otra salida. En su electorado no se entendería que dejaran pasar esta oportunidad “para que el Gobierno vasco cambie de rumbo”. Además, no hay otra fórmula ahora, de hecho, que resulte más viable. El PP no pierde nada y piensa que tiene mucho por ganar. La solución propuesta por el PNV: un pacto con el PSE (de gobierno o de legislatura), no tiene credibilidad en este momento y además es imposible de llevar a cabo ni con Ibarretxe al frente del Gobierno (y aún menos sin él) ni con un lehendakari socialista. De modo que, hoy por hoy, le toca al PSE –por lo que representa y por sus conexiones en una y otra dirección– saltar al ruedo, pese a su minoría de 25 escaños, y encabezar ese “cambio de rumbo”.

            La segunda sobre el contenido y el alcance del cambio de rumbo. ¿Se va a tratar de una simple alternancia democrática, un cambio de personas y siglas, con sus efectos higiénicos en todo caso, o se va adentrar en cambios alternativos y de mayor alcance? ¿Hasta qué punto puede hacerlo un Gobierno del PSE que nace dependiente, de una u otra forma –con su minoría de 25 parlamentarios–, o bien del PP o bien del PNV?

            Ya se verá y ya veremos lo que hagan: por sus hechos los conoceremos. Tiempo al tiempo. Por mi parte, ahora, me limito a expresar mis deseos. Pienso (y deseo) que hasta el mero cambio de personas debe ser simbólicamente significativo de un cambio de rumbo. Pienso (y deseo) que el impulso sostenedor de la alternancia (representado por un electorado no sujeto a la disciplina nacionalista-vasca y por su hipersensibilidad ante dos circunstancias que le afectan decisivamente: ETA y el monopolio nacionalista-vasco sobre el espacio público de la sociedad vasca) contiene sustancia suficiente para una acción de gobierno que plasme en gestos simbólicos y en medidas prácticas el cambio de rumbo demandado por su electorado: tienen una buena faena sólo con no hacer unas cuantas cosas que han hecho los Gobiernos de Ibarretexe y con hacer algunas otras que dichos Gobiernos no han hecho. Pienso (y deseo) que ese cambio de rumbo camine en la dirección del cambio a una cultura pública más abierta e integradora, no revanchista, no frentista: ni pro-nacionalista vasca ni antinacionalista vasca. Pienso (y deseo) que debe proponerse abrir caminos a la necesidad que tenemos como sociedad de llegar a unos acuerdos básicos para nuestra convivencia, de los que carecemos. Pienso (y deseo) que el nuevo Gobierno sea juzgado por sus actitudes y sus obras en relación con este tipo de cosas.

            3. Para Ibarretxe, y para casi todo el mundo nacionalista-vasco, la ilegalización de las candidaturas que pretendían recoger el voto afín a Batasuna (D3M o Askatasuna) es un “fraude institucional y una trampa democrática” y ha respondido a un cálculo político: conseguir que PSE y PP alcancen la mayoría absoluta, dado que sólo lo pueden lograr en las circunstancias actuales desalojando a Batasuna y sus variantes del Parlamento vasco. Este argumento, repetido un millón de veces antes de las elecciones (por aquello tal vez de ponerse la venda antes de la herida) y después (para deslegitimar abiertamente un resultado electoral que no es de su agrado y que da la llave para formar una mayoría absoluta parlamentaria y un Gobierno alejados de su dominio), muestra –en mi opinión– una inquietante propensión a ver las cosas con unas anteojeras politicistas y cortoplacistas.

            Se precisa una mirada más amplia para no confundir la disconformidad con la exclusión del Parlamento vasco de la representación de una parte del electorado y la deslegitimación de ese hecho. La discusión no está en el hecho, pues es evidente que el Parlamento recién elegido se queda corto en la representación real de lo que hay, ni tampoco en la disconformidad hacia tal hecho, sino en los argumentos en que se sustenta: en sus fundamentos (político-éticos, democrático-jurídicos) y en la evaluación de sus resultados prácticos.

            Es verdad que se han expuesto consistentes argumentos cuestionando las discutibles hechuras jurídicas de la Ley de Partidos y sus discutibles fundamentos democráticos y sus discutibles resultados prácticos. Pero no es menos verdad que esos sólidos argumentos han quedado sepultados por una retórica anti que ha simplificado de forma reduccionista las razones e intereses que la impulsaron o que ha degradado el debate jurídico-democrático hacia lo dogmático y fundamentalista y el debate ético y político hacia una evaluación unilateral de sus resultados, olvidadiza de su ambivalencia.

            Así, es obligado reconocer que, de entrada, quedó marcada negativamente por las circunstancias en que nació, el aznarato, y, luego, por una frecuente inclinación a formular de manera muy basta la connivencia entre ETA y el resto del nacionalismo-vasco. Pero no es menos cierto que su razón de ser trasciende a aquella coyuntura, que ya pasó, mientras que, sin embargo, sigue persistiendo el problema de fondo que suponen la existencia de ETA y del amplio sector de la sociedad vasca que arropa a ETA pase lo que pase.

            Es indiscutible asimismo que la Ley de Partidos ha penetrado en el terreno de los derechos político-civiles fundamentales de forma inquietante al hacer posible –a través de la ilegalización de partidos– la restricción indiscriminada de derechos y garantías a los afines a ellos que hayan sido ilegalizados. Pero no es menos verdad que los jueces que la apliquen no lo pueden hacer de cualquier manera, ya que su intervención al respecto, transitoria y condicionada, está sujeta a la circunstancia capital de su excepcionalidad: mientras persista ETA y mientras el entorno de ETA persista en su subordinación a ETA y no muestre públicamente su rechazo de ETA, aparte de que ha de atenerse al cumplimiento de las garantías establecidas en la Ley.

            Por desgracia, la discusión no se ha centrado en el problema de fondo: la batalla del sistema democrático (de la sociedad y del Estado) con ETA y su brazo político-civil, sabiendo que juega con la desventaja de que ETA se ampara en los derechos y garantías democráticos que niega a sus víctimas. Una batalla en la que está en juego cómo evitar que el brazo político de un autoritarismo armado que pretende imponer sus criterios a la sociedad se siente en el Parlamento vasco para cachondeo de las garantías democráticas; una batalla en la que se dilucida cómo conseguir un mejor equilibrio entre las exigencias de la democracia garantista, por un lado, y el combate de la impunidad desde la demanda de justicia y desde la necesidad ineluctable de cierta excepcionalidad jurídica mientras persiste ETA, por otro lado. Pero en lugar de discutir cómo se guisa todo esto, ha sido por desgracia más funcional o de más utilidad política tirar de la sal gruesa y asemejar la Ley de Partidos a la Inquisición, o al apartheid sudafricano, o a la muerte civil de los judíos bajo el régimen nazi, o al fraude institucional u a otras desafortunadas e injustas comparaciones que hemos leído y oído en ciertos medios.

            Pienso que es preciso convenir, echando mano del sentido común, en que la Ley de Partidos es una iniciativa legislativa discutible, como casi todo, y manifiestamente mejorable tras cinco años de recorrido tanto en su articulado como en su aplicación, pero que reúne los mínimos de legitimidad en todo caso. Dicho esto, es evidente que tendremos un Parlamento legítimo y democrático en el que una parte de la sociedad no estará representado por su pertinaz persistencia en no romper amarras con ETA. Pero también es evidente que los afectados por esta Ley ya saben que la ausencia de sus representantes en el Parlamento vasco depende más de las propias decisiones que no quieren adoptar (al menos hasta la fecha) que de la voluntad de jueces maquiavélicos o del cálculo cortoplacista de ciertos políticos.