Javier Villanueva
Nacionalismo vasco y ETA
Del libro coordinado por Antonio Duplá y Javier Villanueva, titulado
Con las víctimas del terrorismo, Donosti: Gakoa 2009.


            Pretendo abordar dos hechos que suelen considerarse en diversa forma y grado como factores favorecedores de la reproducción y persistencia de la violencia política de ETA y cuya vivencia, debido a ello, resulta especialmente dolorosa en el mundo de las víctimas de ETA. El primero, el apoyo que le ha prestado y le presta un amplio sector de la sociedad vasca, el entorno social más identificado o conmovido por la épica y la tragedia de ETA. El segundo, el deslizamiento a la connivencia entre ETA y el mundo nacionalistavasco que rechaza la actividad terrorista de ETA, desde la conexión entre ambos basada en la pertenencia a una misma comunidad nacionalista (
1). Me asomo a estos asuntos desde la perspectiva de la observación participante de quien ha estado «al lado» y ha formado parte de una corriente que reunía tres rasgos especialmente pertinentes para los temas que aquí se tratan (2). Primero, la justificación de la violencia revolucionaria. Justificación que se sostenía en la tesis de la imposibilidad de conseguir un cambio profundo de la sociedad por medios pacíficos y democráticos dado que las clases conservadoras defenderán la permanencia del statu quo con su poderosa maquinaria legal, militar y policial; dicho de otra forma, la tesis de la absoluta necesidad de un acto revolucionario (el acto más autoritario, como decía Lenin) para lograr el cambio a una sociedad más justa e igualitaria (3). La omnipresencia de la violencia política en todo el mundo entre los años sesenta y ochenta del pasado siglo –en forma de guerras, guerrillas, movimientos de liberación nacional, revoluciones, golpes de estado, dictaduras, intervenciones militares de Estados Unidos y la URSS en sus respectivos espacios de influencia– le daba además un soporte verosímil. El segundo, su estrecha y deliberada proximidad con el mundo de Herri Batasuna, que nos llevó a preconizar durante dos décadas el voto a dicha formación política, seducidos por la eficacia de ETA en agrupar un amplio campo de resistencia rupturista al sistema político, y como refrendo electoral de ese reconocimiento. En esta aproximación cometimos un error de ubicación: estuvimos demasiado cerca de ETA, tardamos demasiado en despegarnos de ETA, no hicimos el menor gesto de humanidad con sus víctimas. Y esta predisposición seguidista facilitó que nuestra crítica a ETA la hiciéramos desde una perspectiva un tanto deshumanizada, demasiado centrada en la eficacia política, escasamente atenta a la ética de los principios y a la ética de las consecuencias, insuficiente con sus postulados más antidemocráticos, desconsiderada de manera poco lúcida hacia las aportaciones de la tradición doctrinal de la no-violencia sobre los problemas inherentes al ejercicio de la violencia aun de la más justificada y proporcionada por darse en circunstancias excepcionales.

            Por último, una larga trayectoria de aproximación al mundo nacionalista-vasco motivada por dos deseos bien intencionados: querer superar las distancias entre el universalismo socialista e internacionalista de la izquierda y el particularismo de la tradición nacionalista- vasca, y querer una sociedad más integrada y cohesionada habida cuenta su heterogeneidad y desvertebración en aquellas cosas que muchas gentes suelen considerar fundamentales como la identidad colectiva, el sentimiento de pertenencia nacional, su ámbito territorial, ciertas tradiciones, los símbolos colectivos, etc.

1. El apoyo a ETA

La extensión tan amplia de los apoyos sociales a ETA y su larga persistencia es un hecho sumamente doloroso y decepcionante. Tanto más cuanto más nos adentremos en sus raíces y motivos o en el contexto político en que han fraguado. Según el ex Obispo de San Sebastián, José Mª Setién (2007: 129-30), la clave de la facilidad con que se regenera ETA y de su pervivencia es «su penetración social», basada en la «adhesión a la causa de ETA o a alguna de sus dimensiones parciales» (en sintonía con su mensaje socio-económico, político o cultural) de parte del sector denominado como abertzale sozialistak o los vínculos familiares y afectivos «con su población penitenciaria y con la defensa de sus derechos no debidamente reconocidos».
Dado que es un fenómeno reciente pues le hemos visto nacer a nuestro lado, conocemos lo fundamental de lo que hace falta saber sobre el cómo y cuándo y por qué de su conformación inicial en el breve tiempo que transcurre entre el fracaso del llamamiento al boicot a las primeras elecciones democráticas del post-franquismo (junio de 1977) por parte de ETA y las primeras elecciones autonómicas celebradas en 1980 que permitieron restablecer el Gobierno Vasco.

Sus coetáneos sabemos que su conformación tiene que ver con hechos como: 1) el ascendiente moral y el crédito popular que alcanzó ETA en la época franquista a golpe de atentados que en ese contexto fueron vistos como una especie de justicia popular vengativa o de las emociones desatadas ante acontecimientos que removieron la opinión pública como el juicio de Burgos en 1970 o los fusilamientos de 1975; 2) la crisis (industrial, social, política) de la sociedad vasca a finales de los años setenta y el comienzo de los ochenta del pasado siglo, coincidiendo con el final de la transición post-franquista y el inicio tambaleante del nuevo sistema político en el estado español; 3) la apuesta de ETA por convertir su ascendiente antifranquista en un movimiento de rechazo de las instituciones democráticas y autonómicas reinstauradas. Sabemos que se conformó mediante la identificación con unas prácticas, ritos y símbolos: el programa KAS, el no a la Constitución, el voto a Herri Batasuna, el NO al Estatuto, el NO al nuevo sistema democrático y de autogobierno, la adscripción a alguna de las organizaciones del Movimiento Vasco de Liberación Nacional (MLNV), la participación en us manifestaciones, la aceptación de su jerárquico y piramidal patrón organizativo, etc. (4).

Sabemos que se constituyó como un movimiento popular alternativo al liderazgo del PNV sobre el mundo nacionalista-vasco; y como contrapoder fáctico para sacar alguna tajada a corto plazo; y como si fuera otra sociedad dentro de la sociedad, perfectamente delimitada; pero ante todo y sobre todo, como un amplio movimiento de arrope a ETA.

Este es su rasgo verdaderamente distintivo: el apoyo a ETA, manifestado una y otra vez expresamente en los gritos de guerra (ETA, herria zurekin!/ «ETA, el pueblo está contigo»; ETA, jarraitu! ETA, ¡sigue!, esto es, que continúe haciendo lo que hace) coreados al unísono de forma atronadora en todas sus manifestaciones y actos públicos (5) hasta hace unos pocos años.

Sabemos que el logro de este apoyo ha sido sin duda el mayor éxito de ETA. Un éxito expresamente pretendido y claramente conseguido. Que no ha sido flor de un día, sino que se ha mantenido desde entonces.

Por resumirlo de forma breve, entre ETA y su entorno se ha tejido un potente vínculo de proximidad y afectividad (familiar, de amistad o vecindad) y/o de afinidades políticas e ideológicas hasta formar una comunidad de adeptos que se expresan como tales en sus conmemoraciones públicas, en las que conjuntamente celebran una y otra vez el hecho de serlo, de manera que esa vinculación ocupa un lugar fundamental en su propia identidad personal y en su identificación ante otros.

S
US CLAVES

            Los matices sobre el apoyo social a ETA son obligados pues se muestra con variedad de formas e incluye diversos y complejos grados de identificación, solidaridad o lealtad. Hay una gran diversidad en la propia motivación del mismo: desde el reconocimiento de ETA (de su mérito y liderazgo por su valor antiestatista y rupturista, de resistencia al Estado, o por la coherencia y consecuencia de su radicalismo nacional) o por enganches más parciales como la solidaridad con los presos, el resentimiento social, la convergencia en ciertos objetivos (culturales o lingüísticos, ecologistas, anti-sistema, etc.). E incluso no han de olvidarse otros móviles de muy diferente naturaleza que tienen mucho peso en las pequeñas comunidades como el miedo o el deseo de verse reconocido y admitido por la comunidad socialmente dominante.

            Es muy diverso también el grado de identificación y de manifestación del apoyo a ETA, desde el más explícito de los colaboradores directos de ETA –las personas involucradas en el pase de información de objetivos a los comandos o en las necesidades logísticas de éstos o los que forman parte de su brazo político clandestino– hasta el apoyo tácito o el indirecto y más solapado. Suele describirse (
6) como un conjunto de círculos concéntricos, con un círculo central en el que están los más firmes de sus partidarios encuadrados en los grupos de kale borroka o en alguna de las organizaciones de la galaxia MLNV, los que van a las manifestaciones… hasta el círculo más exterior de los que votan a la opción electoral que bendiga ETA (Batasuna o, tras su ilegalización, a la que le de continuidad).

            En su círculo más exterior, el apoyo a ETA se basa sobre todo en la práctica de concesiones y condescendencias, de modo que hay un punto en el que se confunde fácilmente con el comportamiento similar de quienes condenan a ETA en su fuero privado pero no quieren señalarse públicamente como tales. Me refiero a prácticas sociales extendidas como la aceptación silenciosa de pintadas y carteles pro-ETA como si fueran parte del paisaje; o asumir su lenguaje; o eludir la critica de ETA y, todavía más, el rechazo expreso y público de ETA (la expresión pública del «ETA EZ», su condena,); o empeñarse en «contextualizar» sus raíces y causas; o trivializar sus consecuencias: el vivir amenazado, el tener que ir con escolta, el estar sometido a su «impuesto», el haberse marchado fuera, etc.           
            En cuanto a su dimensión actual, va desde un núcleo central de incondicionales (se habla de 40.000) hasta el círculo más exterior, sus votantes, cuya cifra oscila entre un máximo de 275.000 (a las candidaturas de EH en 1999 en la CAV y en Navarra) y el suelo mínimo de los 100.000 votos nulos a D3M (en la CAV) en las últimas elecciones.

            Se sabe por las encuestas que ha decrecido notablemente la fe en el liderazgo de ETA y la identificación con sus atentados. Sabemos también que su entorno ya no es aquella «muchedumbre airada» (
7) que monopolizaba el espacio público de la calle en los años ochenta con su aliento y apoyo a la estrategia violenta.

            Pero no es menos relevante que esas pérdidas no se han traducido en movimientos de disociación, descontado el de Aralar hace ya ocho años. La prueba del nueve es que durante ese tiempo no se ha desplomado el voto que cuenta con la bendición expresa de ETA, ni se ha cuestionado públicamente el liderazgo de ETA sobre el mundo de Batasuna- EHAK-ANV, ni nadie del entorno ha manifestado su disociación de ETA. Y esto es así pese a la ruptura de la última tregua, pese a la cadena de ilegalizaciones que le condena al ostracismo político y pese a la persistencia de ETA en atentados y objetivos que proyectan –aunque ahora sea a cuentagotas– las tendencias más negativas de toda su historia.

            La lealtad es la clave fundamental de su mantenimiento. Entendida como lealtad al mito que ha sido ETA: símbolo de la refundación y revitalización del nacionalismo-vasco en la segunda mitad del franquismo, aglutinante de los descontentos de la reforma política post-franquista, estandarte del sentimiento y del comportamiento abertzale, referente de las insatisfacciones nacionalistas, símbolo de la lucha por el cambio y de la esperanza en conseguirlo. Ese mito es también un espejo que refleja un denso pasado, un estar atrapado por una cadena sin fin de resentimientos y agravios, una historia y una identidad a las que no se quiere ser desleal. Un sentido de lealtad, en suma, que ahora se entiende, en este tiempo crepuscular de ETA, como una obligación de acompañamiento para que ETA termine lo mejor posible su trágico y épico recorrido.

Y tal vez otra clave de ello sea que ETA no pide nada especialmente costoso a su entorno salvo a la militancia más dura de su entramado político, a los familiares de sus miembros y a las personas involucradas en el sostenimiento de presos y exiliados. ETA solo pide que le dejen hacer; no pide grandes sacrificios a su mundo. Esto ha sido muy importante hasta ahora. Y un hábil planteamiento, además, pues no sólo facilita que la pertenencia a su entorno sea compatible con una vida normalizada sino que resulta a fin de cuentas incluso menos comprometida que lo que supone la identificación pública con los partidos (PSE, PP y UPN) a cuyos representantes ETA ha puesto en su diana. Pero puede que ya no lo sea tanto en las nuevas circunstancias con un gobierno vasco presidido por el PSE (con el sostén del PP) y con un gobierno navarro de UPD (con el sostén del PSN).

U
N JUICIO ÉTICO Y POLÍTICO

            Sea cual sea su extensión o su interpretación, este apoyo social a ETA, esta identificación con ETA, denota la existencia de un sector de la sociedad vasca cuyo juicio de ETA se sostiene en una suspensión por su parte de los principios éticos y democráticos. Suspensión que es tanto más cuestionable porque, acogiéndose a una doble vara de medir las cosas, sólo la aplica a ETA pero no a la represión de ETA por parte del Estado. A éste último le exige el respeto de los derechos fundamentales de presos y detenidos y de todas las garantías procesales establecidas en la ley, mientras que concede a ETA una patente de corso para violar los derechos fundamentales de las personas contra las que atenta, y sobre todo su derecho a la vida. El que esto suceda así y se haya naturalizado como algo normal ante tanta gente denota la quiebra de la sociedad vasca, esto es, la crisis de sus fundamentos (en que se sustentan sociedades como las nuestras) y la escisión moral que la divide.

            Desde una ética de los principios la cuestión central es que ETA se auto-concede la facultad de matar (o de amedrentar seriamente) al que piensa o siente de distinta manera, sobre todo de la parte no-nacionalista-vasca de las sociedades vasca y navarra. Y, por consiguiente, lo moralmente relevante es que su ‘entorno’ no se siente impelido a reconocer y manifestar que matar a alguien en nombre de una supuesta causa de liberación nacional es una aberración ética y política, que ningún ideal, ningún fin, ninguna causa, por más noble que parezca, lo justifica. Desde una ética de las consecuencias la cuestión central es que ETA causa unos estragos inconmensurables: produce un daño irreparable a sus víctimas; ha roto la vida de infinidad de personas; degrada la cultura moral de quienes justifican su violencia o de quienes no la rechazan para no meterse en líos; sirve de pretexto para que los aparatos estatales refuercen sus tendencias más autoritarias y para que el sistema político pierda calidad democrática… Y, por tanto, lo moralmente relevante es que su entorno social no ha visto ni ve en ello una causa suficiente para retirarle su apoyo.

            Mientras que desde la perspectiva de los principios democráticos lo central es que los proyectos y la práctica de ETA son anti-democráticos, autoritarios: persigue atemorizar al conjunto de la sociedad e imponerle por la fuerza sus objetivos; reduce sus libertades de expresión, manifestación y libre asociación; atenta contra algo tan básico como la participación política de la sociedad y su construcción autónoma. Y, en consecuencia, lo relevante es que todo su entorno está implicado en el apoyo a una causa anti-democrática y autoritaria. Así las cosas, el nudo principal de la cuestión no está en dar vueltas y vueltas a las preguntas y explicaciones acerca de cómo es posible que se conformara en su día y ahora se mantenga ese entorno de ETA sino en esclarecer el juicio de valor que nos merece.

            Nunca estará de sobra la comprensión adecuada de los aspectos más complejos sobre la persistencia del fenómeno ETA y de su entorno de apoyo, pero lo realmente importante y trascendente es el juicio de valor. Máxime cuando en nuestra sociedad, en mi opinión, hay un déficit de fundamentos para emitir un juicio de valor sobre ETA y sobre sus consecuencias. La opinión pública vasca se ha enredado durante demasiados años en la condescendencia con el fenómeno ETA y ha descuidado el juicio de valor sobre la (i)legitimidad de ETA y sobre sus responsabilidades.

            Frente a quienes separan el juicio sobre los fines y sobre los medios de ETA, lo sustancial en mi opinión es la conjunción de estas dos cosas: 1) que concibe y vive con fanatismo (esto es, con intransigencia e intolerancia) sus creencias y aspiraciones en el contexto de una sociedad plural y con democracia; 2) que esa concepción fanática o fundamentalista de sus fines resulta indisociable de su propensión a imponerlas con medios violentos, esto es, por la fuerza, mediante el matonismo. Dicho de otra forma, lo sustancial en ETA es un planteamiento que asocia indisolublemente (malos) fines y (malos) medios. El antipluralismo derivado de su fanatismo es inseparable del autoritarismo matonil y viceversa. Este juicio ético y político sobre ETA es compatible con la complejidad del juicio histórico global sobre un fenómeno que abarca medio siglo, atañe a dos o tres generaciones y atraviesa épocas muy diferentes.

            Puede ocurrir que no haya un consenso entre los expertos (historiadores, antropólogos, politólogos, sicólogos sociales) sobre no pocos aspectos: por ejemplo, sobre el por qué de la persistencia de ETA en la actualidad cuando su balance es tan negativo y no tiene otra perspectiva realista que la de empeorar aún más su situación; o sobre el alcance de las aportaciones de ETA a la lucha contra la dictadura franquista en general y al movimiento nacionalista-vasco en particular en aquel contexto; o sobre la utilidad de ETA para la causa nacionalista-vasca en la transición post-franquista (y sobre todo en los logros plasmados en el Estatuto); o sobre el momento en que comienza a restar y en que ha dejado de ser útil a dicha causa. Pero en todo caso la aclaración de estas interrogantes o de muchas otras más no debe oscurecer el juicio ético y político sobre ETA que nos compromete a sus coetáneos, los ciudadanos y ciudadanas que sufrimos sus consecuencias.

Hace poco más de dos años, el entorno de ETA presentó la pasada tregua como una gran oportunidad conseguida por el esfuerzo y sacrificio de «los mejores», los que han ido «abriendo la cordada» durante las décadas pasadas. Pero estos eufemismos no pueden ocultar el gravísimo problema político-moral de la sociedad que representa ETA por la naturaleza de sus actos, por el alcance y trascendencia de sus consecuencias, por su larga duración de más de cuarenta años, por la persistencia del apoyo social que ha tenido y tiene.

Afortunadamente, la opinión pública de la sociedad vasca va evolucionando en este sentido. La mayor presencia pública de las víctimas de ETA, los compromisos de los poderes vascos recogidos en la «Ley de reconocimiento y reparación de las víctimas del terrorismo» que fue aprobada en el Parlamento vasco (por unanimidad del mismo y en ausencia de los parlamentarios de EHAK), así como los actos de homenaje organizados por las instituciones, son la mejor muestra de esa evolución. En el impulso de todo lo cual han jugado un papel muy destacado Maixabel Lasa y Txema Urquijo desde la oficina de atención a las víctimas del terrorismo, con el respaldo de una parte del nacionalismo vasco.

Más allá de que los homenajes a las víctimas de ETA siguen siendo un tema tabú en algunas localidades y de que sigue habiendo todavía lamentables roces cada vez que se organiza alguno, más allá de la duda sobre la sinceridad u oportunismo del Gobierno vasco de Ibarretxe al impulsar estas políticas de reconocimiento y reparación, lo cierto es que la atención a las víctimas del terrorismo se ha situado ya en el mundo de lo políticamente correcto. Con lo cual las víctimas del ETA no sólo tienen menos motivos de agravio que en épocas anteriores, pues ya no prevalece su ocultamiento y marginación en el olvido, ni prevalece la glorificación pública de los miembros de ETA por una parte de la sociedad vasca, sino que incluso con cierta frecuencia se llevan ya algunas satisfacciones.

Todo esto está siendo posible porque el juicio sobre ETA ya no se limita a una valoración pragmática de sus consecuencias negativas para la causa nacionalista-vasca («ETA sobra y estorba») sino que de forma más clara y más firme y más frecuente se adentra en lo esencial: el expreso rechazo de su existencia y persistencia, basado en fundamentos éticos y democráticos. Es decir, se trata de un juicio que pone en la misma balanza el daño que causa y el error o la torpeza política de su persistencia, la inmoralidad e ilegitimidad de ETA y la naturaleza autoritaria e impositiva tanto de su proyecto político como de los medios con los que pretende realizarlo. En definitiva, un juicio que rompe con la ambigüedad y confusión de épocas anteriores, y, por ello, es antípoda del apoyo social a ETA y su mejor antídoto. En el «entorno» de ETA actúa como atenuante o sedante la imagen de ETA como víctima que se auto-redime por tanto de ser a la vez verdugo o la imagen de su coherencia abertzale. En ambas cosas ha insistido en casi todos sus comunicados desde hace muchos años la oficina de agit-prop de ETA y ha de concluirse que ha conseguido que ese mensaje penetre ampliamente en la sociedad. Lo primero, ayudado por lo inconmensurable de su propia tragedia, esto es, porque el horizonte normal del militante de ETA no es el triunfo sino la separación de la familia o un malvivir o la muerte violenta o la detención con tortura y largos años de cárcel, y porque el mundo de ETA y su entorno ha pagado una factura muy cara en muertos, presos con largas condenas y en cárceles alejadas de los familiares, detenciones, torturas y malos tratos, exiliados, ilegalización, etc. Lo segundo, porque el nacionalismo acomodado en el poder institucional ha sido propenso a verse con mala conciencia en el espejo de ETA y de su entorno, que le devolvía la imagen de menos «altruistas» y «consecuentes» en perseguir la liberación nacional de toda Euskal Herria, la autodeterminación, la plena soberanía…

El «entorno» ha de entender que esa imagen de una ETA «auto-redimida por el alto costo propio que ha pagado» no es un atenuante sino un borrón y cuenta nueva de su responsabilidad. Es cierto que su propia existencia ha sido una tragedia para sus miembros y familiares. Pero eso no le habilita para eludir la tragedia inconmensurable que ETA ha causado a otros, ni para eludir su (auto)crítica por compartir una causa que es aberrante tanto por sus fines como por sus medios, ni para eludir que la tragedia que ETA ha supuesto para sí misma es indisociable de sus propias decisiones.

2. La conexión y la connivencia con ETA

El segundo apunte concierne a un tema no menos complicado de acotar: la conexión nacionalista entre ETA y el mundo nacionalista-vasco que rechaza a ETA y no admite ninguna subordinación a ETA a causa de la pertenencia a una misma comunidad (de ideas, sentimientos, objetivos, valores e intereses) y de las dinámicas compartidas por unos y otros. Es una evidencia que la conexión del mundo nacionalista-vasco, desde el PNV hasta ETA, es una consecuencia lógica de un acto de voluntad: su conformación como una «comunidad de vida y sentido» (8) nacionalista o abertzale, la auto-adscripción a esa comunidad.

            Un hecho de largo recorrido, ya lleva más de un siglo, y que abarca a seis o siete generaciones que le han dado continuidad en densas y mitificadas experiencias vitales.

            Una comunidad que se ha ido amasando con materiales compartidos que cada generación ha tratado de adaptar a las circunstancias cambiantes de su época respectiva: ideas y sentimientos, mitos y creencias, valores, ceremonias de autorreconocimiento y demás prácticas rituales colectivas, marcadores de la diferencia y de las fronteras con los otros.

Y que a resultas de todo ello ha fraguado lo que la sostiene y asegura su reproducción: un sentimiento de pertenencia y de afecto a la comunidad, la lealtad a su doctrina central que define los fines o aspiraciones de la comunidad, el acatamiento de los mecanismos de cierre y de control de la comunidad, una misma mirada sobre la realidad de todas aquellas cosas que la comunidad establece como verdaderamente importantes (9).

Es también una evidencia que esta comunidad nacionalista-vasca se encuentra atravesada al mismo tiempo por ostensibles diferencias o por dinámicas de desencuentro y fragmentación en torno a la aplicación del programa, asuntos de estrategia, disputas relacionadas con el liderazgo o con la representación político-electoral de distintas sensibilidades e intereses.

La diferencia más evidente es la desconexión en torno «a los medios» que se deben utilizar para conseguir sus fines pretendidos: o el camino civil, pacífico, tradicionalmente postulado por el PNV, o el uso de la fuerza contra «los enemigos de Euskal Herria» que preconiza ETA con el asentimiento activo o pasivo de su entorno. La otra fuente de desconexión o división de la comunidad: las disputas entre autonomismo e independentismo o entre moderación y radicalidad o entre gradualismo-posibilismo y maximalismo o entre acatamiento de la legalidad y desbordamiento de la misma, vista desde una perspectiva histórica –como han ilustrado los autores de El Péndulo patriótico– queda formulada mejor como la sempiterna oscilación del alma nacionalista-vasca representada por el PNV que en su ambivalencia comprende todas esas inclinaciones y va de la una a la otra según las circunstancias.

            Pero el tema específico que pretendo abordar no es la existencia de dicha comunidad nacionalista-vasca, una obviedad para politólogos y sociólogos, sino una derivación concreta de ese hecho: la responsabilidad del mundo nacionalista-vasco que condena la violencia de ETA por aquellos actos propios cuyas consecuencias son a todas luces una bendición para ETA y su persistencia. Pienso que no se debe eludir este aspecto, aun a sabiendas de que el mero enunciado de este asunto es un tabú y se percibe como un insulto entre quienes rechazan a ETA desde su sentimiento nacionalista-abertzale o desde una tradición democrática-antifascista que conecta con líderes históricos como Ajuriaguerra, Landaburu y José Antonio Aguirre.

Hablamos por tanto, en primer lugar, de connivencias, esto es, de dinámicas sustentadas en intereses coincidentes y que responden además al propósito de obtener un beneficio común. Hablamos, asimismo, del hecho de manejar argumentos similares sobre aspectos muy relevantes de la vida política y del hecho de repetirlos líderes y seguidores una y otra vez. Y, también, de lo que sustenta tales hechos y argumentos: una mirada similar, una doctrina central común, conceptos y dogmas compartidos, un mismo nicho electoral poroso al trasvase interno de votos, intereses y motivos comunes, estrategias, alianzas, toda una densa red de vasos comunicantes pese a la confrontación por el liderazgo de la comunidad entre los partidos, sindicatos y organizaciones que la articulan. Y hablamos, sobre todo, de la valoración contrapuesta (10) de estas cosas y de sus consecuencias, ya que se cruzan juicios muy severos sobre la responsabilidad del nacionalismo-vasco en la persistencia de ETA, y, por otra parte, reacciones de absoluta perplejidad y rechazo ante esa imputación que afecta de lleno al nacionalismo-vasco, a su doctrina, a sus estrategias, alianzas, y objetivos, a sus plazos y ritmos de aplicación. De modo que se trata de un asunto central para la ética política: las consecuencias de los actos propios, incluidas las no queridas o no previstas por sus autores.

O
BSESIÓN POR LA SUPREMACÍA

            En cuanto a las dinámicas de connivencia me centraré en especial en la última década, desde el pacto de Estella-Lizarra en 1998, un período en el cual no sólo han sido numerosas y han afectado a relevantes asuntos políticos sino que han respondido al propósito de preservar el dominio del nacionalismo-vasco sobre la sociedad, propósito que fue la clave de dicho pacto y de la orientación ‘soberanista’ impulsada desde entonces.

            La connivencia fue más explícita mientras estuvo vigente el pacto de Lizarra y se mostró abiertamente en el voto de Euskal Herritarrok en la primera investidura de Ibarretxe (1999) y en los pactos de legislatura entre PNV, EA y Euskal Herritarrok que aseguraron la mayoría parlamentaria de aquel gobierno, la creación de Udalbiltza (
11) (Asamblea de Electos Municipales de Euskal Herria) y la dotación anual de fondos públicos para sus proyectos de «construcción nacional», el apoyo a las campañas Bai Euskarari y al acercamiento de los presos (1999). Posteriormente también se ha dado, aunque de forma y con contenidos más contradictorios, en la mayoría absoluta que sostuvo el primer plan ‘soberanista’ de Ibarretxe en el Parlamento Vasco con el voto de Batasuna (en el año 2004) y en la mayoría absoluta del segundo plan de Ibarretxe (en el año 2008) con el voto de EHAK.

Todas estas iniciativas han demostrado la poderosa conexión que hay en todo el mundo nacionalista-vasco, del PNV a ETA, en torno a la necesidad de dinamizar un proyecto de carácter nacional(ista) y al sujeto del mismo. La clave central de este proyecto es el reconocimiento de toda Euskal Herria (esto es, con Navarra y el territorio vasco-francés) como comunidad política con derecho a ser (una nación) y a decidir (su relación con los estados español y francés), de modo que la política vasca se distinga siempre por su dimensión nacional (ha de abarcar todos los territorios de Euskal Herria) y por su sujeto nacional (los abertzales de toda Euskal Herria y las instituciones que constituyan).

La conexión se ha extendido también a la práctica del sectarismo «frentista» que inevitablemente exige un proyecto político como el descrito. Por un lado, porque ese proyecto no puede desplegarse sin el compromiso conjunto del mundo abertzale. Por otro lado, porque el propio mecanismo frentista, una vez puesto en marcha, acarrea por inercia dinámicas de incomunicación con las fuerzas de ámbito español y de exclusión de éstas.

Ese fue el error principal de Lizarra y también de los Planes de Ibarretxe 1 y 2. Una muestra de ello es el frentismo sindical que o bien postula o bien practica una confrontación radical entre los sindicatos «de ámbito nacional vasco» y los «de ámbito estatal» pese a la condición eminentemente plural en cuanto a sus sentimientos de pertenencia del mundo laboral vasco-navarro. El frentismo sindical ha sido ariete del frentismo sectario y en su actuación incluso sindical se ha regido por las perspectivas menos integradoras de las posiciones nacionalistas-vascas.

Otra muestra de este sectarismo frentista es la decisión de ningunear la bandera constitucional y demás símbolos del conjunto estatal democrático del que formamos parte, decisión compartida por todas las instituciones dominadas por el mundo nacionalistavasco y vivida como si tales símbolos fueran algo absolutamente externo a la sociedad vasca y como si su exhibición pública fuera un tabú absolutamente prohibido. Lo más lamentable de esta práctica es que el mundo nacionalista-vasco ha asumido su carácter excluyente como si fuera una obligación consustancial a la doctrina y los principios nacionalistas.

Y una tercera muestra de sectarismo frentista es la legitimación del cambio que propone: la supremacía unilateral y absoluta del «derecho a decidir de los vascos» por la mera aplicación de la regla mayoritaria en una consulta o referéndum, sin exigir mayorías cualificadas, apoyándose en la mayoría simple de votantes, pese a la envergadura de su alcance y a su trascendencia para el conjunto de la ciudadanía española. Esta pretensión de imponer su opción con una exigua mayoría y de revestir esa imposición con el manto de una decisión democrática ignora que los procesos constituyentes condimentados con sectarismo e insuficiente consenso han dado muy malos resultados sistemáticamente.

Ignora, en definitiva, que la regla mayoritaria sólo es eficaz a partir de un mínimo compartido por la comunidad política a la que se pretende aplicar, de manera que no está asegurada la aceptación de las decisiones de la mayoría por parte de las minorías si no se dan previamente unos acuerdos básicos comunitarios o si no hay un sentimiento compartido de lealtad comunitaria.

El hecho de que esta múltiple conexión sea funcional para diversas situaciones e intereses ha sido tal vez su mejor cimiento. Vale para lo más inmediato: para afrontar las elecciones y asegurar el poder abertzale allí donde lo tiene o para lograr la unidad abertzale del día a día en torno a una práctica común de construcción nacional. Y vale también para marcar un horizonte de espera a largo plazo: para cuando pueda disponer de una mayoría que legitime el triunfo de su reivindicación de un autogobierno no subordinado a ningún poder exterior español y/o francés.

            No obstante, su función política más poderosa ha sido favorecer una salida a ETA ofreciéndole a cambio de su abandono de las armas una perspectiva de construcción nacional y el mecanismo asegurador de su legitimación democrática: un frente abertzale que sume todas sus fuerzas. En este intercambio, el nacionalismo no subordinado a ETA le quita el programa a ETA y se asegura un horizonte de unidad abertzale sin fecha de caducidad (que puede seguir llamando a la puerta siempre que haya una oportunidad para ello) pero a costa de hacerse rehén de ETA. De modo que se salda con un beneficio mutuo importante, pero también con una contrapartida importante. La contrapartida por el abandono de las armas es darle a ETA la seguridad de que el mundo abertzale puede poner en marcha un movimiento civil de confrontación con el Estado español; o, dicho de otra forma, que ETA llegue a la conclusión de que puede retirarse porque ya no es necesaria para empujar el carro de la «liberación nacional de Euskal Herria». Este inquietante argumento fue muy explícito en el Pacto de Lizarra y ha sido un implícito muy elocuente de los planes de Ibarretxe. El hecho de que ETA no se haya fiado finalmente de este do ut des es un buen tema de reflexión sobre su naturaleza y su jerarquía de valores.

S
ECUELAS DE LA EQUIDISTANCIA Y DE LAS PISTAS DE ATERRIZAJE

            Dada la relevancia que ha alcanzado en los últimos años el acoso legal-judicial-penitenciario- policial a ETA y a sus brazos político-civiles, el rechazo de la Ley de Partidos (y del «Pacto por la libertades y contra el terrorismo» que impulsó su alumbramiento) por parte de todos los partidos nacionalistas-vascos no subordinados a ETA ocupa un lugar destacado en estas dinámicas que son una bendición para ETA. Pero lo que merece reseñarse en este caso no es el rechazo en sí mismo, para el cual hay consistentes argumentos políticos o jurídicos (
12), sino el hecho de que lo sostengan con un repetitivo discurso que sitúa siempre al Estado en el mismo plano que a ETA en la imputación a ambos de una sistemática vulneración de los derechos fundamentales.

            El problema está en esa equidistancia. En considerarla un valor distintivo para su identidad política pese a que es injusta. En que no preocupen sus efectos en ETA y su entorno pese a la evidencia de que les resulta un paraguas de protección o bien un mecanismo de relegitimación indirecta. En su reiteración, pues está presente un día sí y otro también en los últimos cinco años.

Además, esa pertinaz equidistancia deforma la realidad de las cosas: por defecto en lo que hace a cómo trata a ETA, sobre cuya deslegitimación carga menos la mano de hecho, dado su interés en pescar votos e influencias en el caladero abertzale; y por desmesura en una crítica de la acción legal-judicial-policial anti-ETA que prescinde demasiado de los matices y del rigor y mezcla churras con merinas por imperativo de un guión que le exige la descalificación global del marco político-jurídico actualmente vigente. Si se insiste tanto en que la democracia vigente es «injusta e inicua», el efecto automático de ello es que salen mejor librados quienes están en contra de la misma como es el caso de ETA y su entorno.

Algo similar ocurre con el enunciado del «conflicto vasco» y de su definitiva solución, probablemente el concepto más repetido en la vida política vasca durante la última década.

ETA ha puesto en circulación una definición del problema vasco y su solución que contiene cuatro proposiciones fundamentales: 1ª) existe un conflicto de naturaleza política, cuya esencia es la negación de Euskal Herria como nación, de su territorialidad y de su derecho a la autodeterminación; 2ª) este conflicto únicamente se superará mediante el reconocimiento de la nación vasca, de su autodeterminación o derecho a decidir y de su territorialidad: 3ª) ETA es «una violencia de respuesta» causada por la existencia de ese conflicto, 4ª) la superación del conflicto eliminará de raíz la razón de ser de ETA y dará paso, por tanto, a su abandono de las armas.

            Esa definición no es sólo de ETA. Los dos primeros puntos, tal cual están, son indiscutibles en todo el mundo nacionalista-vasco ya que contienen la idea central del movimiento nacional fundado por Sabino Arana. Y si a esos dos puntos le añadimos el cuarto nos toparemos con la esencia misma de los Planes Ibarretxe, sobre todo del que se empecinó en sacar adelante el año pasado.

El único punto que no representa de manera indiscutible a todo el conjunto del nacionalismo- vasco es la caracterización de ETA como «violencia de respuesta». Quienes no comparten esa caracterización son numerosos ahora en las tribunas de opinión (13) y lo hacen con sólidas razones: restringen la legitimidad de ETA a los años de la dictadura franquista y reprueban la persistencia de ETA con argumentos democráticos (no se justifica con los actuales niveles de democracia y autogobierno), éticos (merece un neto rechazo moral) y políticos («sobra y estorba»: es inútil y contraproducente para la causa nacionalista-vasca). Por su parte, son conscientes de que esa proposición pone sobre la mesa una cuestión político-moral de gran calibre: si ETA es una violencia de respuesta causada por la existencia de un conflicto de naturaleza política, estaría justificada moral y políticamente toda su historia pasada y tendría pleno sentido su persistencia actual. ¡Serían los soldados de la patria, los más consecuentes, los mejores!

            Pero también son numerosos quienes, contradiciendo esto, se identifican con el mensaje de que «ETA es la consecuencia más sangrante del conflicto político vasco», lo que implícitamente legitima a ETA. Con la particularidad agravante además de que esto se da también frecuentemente –como otra oscilación pendular– en las mismas personas.

            Más allá de ETA, el canon abertzale vigente en la última década ha replanteado las dos últimas proposiciones con términos que no suscitan mayores reparos en todo el mundo abertzale. Reconoce que hay un conflicto armado, la violencia de ETA, que proviene de ese conflicto político (o le da respuesta) y reconoce que, junto a la violencia de ETA, hay también una violencia estatal «estructural y permanente» (la imposición del marco político constitucional, la negación del derecho a decidir…) y una violencia estatal (torturas, muertos…) «coyuntural». Y en cuanto a la solución del «conflicto», postula habilitar dos escenarios distintos para la «pacificación-normalización»: uno, el del final dialogado de la violencia, que se solventará en la mesa de la paz entre la representación del Estado y ETA; el segundo, la resolución dialogada y definitiva del conflicto político en la mesa de los partidos políticos vascos. El ex obispo Setién (2007: 146) lo ha resumido en estas tres palabras: paz (o eliminación de la violencia de ETA), normalización (acuerdo político sobre el modo de entender y definir las relaciones entre el País Vasco y España) y pacificación plena (resultante de la paz y la normalización).

            Este canon de lo políticamente correcto sobre el final de ETA y sobre la solución del «conflicto vasco», enunciado en los cuatro puntos mencionados (14), lo comparte todo el mundo abertzale, del PNV hasta ETA, lo cual revela una estrecha coincidencia en cosas tan sustanciales como la mirada sobre el futuro y sobre el pasado, los conceptos, los intereses, las soluciones prácticas… El meollo de este canon abertzale se plantea por primera vez en la transición postfranquista, cuando todo estaba por normalizar tras cuarenta años de excepción y dictadura. Está presente en la «alternativa KAS» de ETA (que, en ese contexto, se beneficia de su legitimidad antifranquista) pero también es aceptado por el Presidente del gobierno español Adolfo Suárez (en su lógica de darle bazas al PNV para que pudiera ganarle la batalla política a ETA).

En los años ochenta, está presente en la Mesa por la Paz impulsada por el primer Gobierno Vasco de Garaikoetxea y en los tanteos negociadores del segundo gobierno español de Felipe González o en el pacto de Ajuria Enea (1988). Este pacto reformuló el canon, cargando la mano en la deslegitimación de ETA, pero mantuvo el fondo: el final de ETA tenía un precio, e incluso lo confirmó en su título oficial: «Acuerdo para la normalización y pacificación de Euskadi». Luego, el Plan Ardanza (1997) reforzó esto último al proponer que se diera a ETA un incentivo político para que abandonase las armas, pero en el mundo nacionalista-vasco cayó fatal que definiera «el conflicto» como una «disputa entre vascos» (15). En la última década, bajo el pacto de Lizarra o los Planes de Ibarretxe, este binomio, la «pacificación-normalización», además de reafirmarse como distintivo del mundo abertzale, ha quedado unido a un proceso «soberanista», eufemismo que encubre la pretensión de consagrar la supremacía de la parte nacionalista-vasca de la sociedad sobre la parte no nacionalista-vasca apelando a una rácana concepción cuantitativa de la democracia.

            La esencia de este canon abertzale reside en asociar el final de ETA a un proceso político constituyente que satisfaga las aspiraciones del nacionalismo-vasco, de manera que la paz (o fin de ETA) siempre queda atada a la satisfacción política de las demandas nacionalistas-vascas y éstas se concretan en el reconocimiento de la nación vasca Euskal Herria, de su autodeterminación o derecho a decidir y de su territorialidad. Es decir, en lo mismo que ha tasado ETA el precio de su abandono de las armas desde 1995. Hoy día, se han resquebrajado los pilares del canon abertzale sobre la definición y solución del «problema vasco». Ha quebrado su supuesta virtud principal: no cuadra su cuenta de resultados y su ineficacia es evidente e imposible de ocultar habida cuenta que ETA sigue y ha dilapidado dos procesos de tregua y negociación cuyas reglas fueron condescendientes con ETA. Además, ha quedado desfasado en la medida en que ya no se dan las circunstancias que justificaron su formulación tras la transición. Por otra parte, es un despropósito aceptar la separación y diferenciación de los dos procesos «de paz y normalización política» (
16) y a la vez exigir que se tomen iniciativas en ambos campos, a estas alturas, cuando se ha demostrado sobradamente que esa simultaneidad mezcla y confunde el final de ETA con la política y sus problemas. Asimismo, va de suyo que no puede mantenerse eternamente una oferta de «paz por presos» y, por tanto, de una mesa de negociación en la que no se trate otra cosa que la condición y situación de los presos y su reinserción, pero que implica «decisiones importantes de carácter y contenido político», como observa Setién (2007: 155). La supuesta bondad de esa oferta ha quebrado ante la demanda de justicia de las víctimas de ETA y ante la evidencia de que no promueve el abandono de ETA y su reinserción sino más bien lo contrario.

            Por eso, hoy, todo lo que concierne al canon abertzale en estos asuntos es más contradictorio y tortuoso que antaño, sobre todo en el PNV. El PNV está atrapado por la necesidad de exagerar y dramatizar la gravedad del «conflicto político», puesto que sin ello rebajaría la tensión que requiere la realización plena del proyecto nacionalista-vasco, pero como esto a su vez le lleva a la desmesura y le separa de la realidad de las cosas en una sociedad bastante satisfecha, y ello da argumentos a ETA para justificar su existencia, todo acaba en un discurso-grapa con el que pretende tapar todas las grietas y que cuando le permite cubrir algunas deja otras al descubierto. Acuciado por la pluralidad de la sociedad vasca, y dada la profunda diferencia de identidades nacionales y de proyectos políticos que alberga, el PNV se ve obligado a manejar una perspectiva más compleja de los pactos políticos que han de acordarse para solucionar el «conflicto». Y así es como llega al principio de no imponer, asumiendo que los conflictos de derechos, valores e intereses entre identidades diferentes son permanentes e inevitables y que no es posible alcanzar el mínimo de cohesión e integración que precisa toda sociedad sobre el enfrentamiento de identidades. Pero, al mismo tiempo que asume este horizonte, de tratar de establecer unos compromisos y acomodos viables entre las diferentes partes de la sociedad vasca, necesita auspiciar una iniciativa como el Plan 2 de Ibarretxe que va en la dirección contraria. El arte de grapar cosas opuestas puede más que la exigencia de una mínima congruencia política.


E
MERGE EL NO NACIONALISMO-VASCO

Desde hace un tiempo, estos hechos (de complementariedad de intereses o de coincidencia en el discurso o de apoyo y protección mutua o de connivencia) se contraponen a otras dinámicas de la sociedad, en particular del mundo no-nacionalista-vasco y de las víctimas de ETA, que emiten en una onda ajena a la lógica nacionalista-vasca y para quienes toda connivencia con ETA y su entorno es inaceptable de entrada.

Éste es un dato nuevo y trascendental, que marca un antes y un después de la vida política. El mundo no-nacionalista-vasco, a fuerza de que el Pacto de Lizarra lo haya convertido en objetivo de exclusión desde la afirmación del dominio nacionalista-vasco y de que ETA lo haya señalado como blanco preferente de sus atentados, ha dejado de aceptar en esta década el «rol de inquilino» que se le asignaba (Mario Onaindia /1995: 56) y ha asumido el papel de sujeto-protagonista de la vida política. Lo cual ha tenido a su favor otro poderoso viento: con los años se ha ido produciendo un cambio de fondo y la rama doblada –siguiendo la metáfora de Isaiah Berlin– ha vuelto a su ser. ETA no ha podido imponerse a la sociedad plural. Tampoco lo ha conseguido el frente nacionalista vasco.

Y la sociedad distorsionada por la traumática experiencia antifranquista ha ido adquiriendo otro aire conforme se iba evidenciado el autogobierno vasco y el efecto reequilibrador de la reforma nacional-autonomista de la España democrática postfranquista.

            Imanol Zubero percibió esta nueva dinámica cuando describió el fenómeno del nonacionalismo-vasco en unos términos que hasta la fecha son su mejor definición a mi juicio: vascos disociados del proyecto de país del nacionalismo vasco y de un proceso de construcción nacional que experimentan como amenaza a su libertad y a su vida («Nacionalismos obligatorios». El País, 21.10.02). Y José Ramón Recalde (2004: 308) le puso fecha de nacimiento: la rebelión social ante el asesinato del concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua, Miguel Ángel Blanco, al ver en ese hecho la reacción de las partes de la sociedad silenciadas por la violencia de ETA o por el abuso cotidiano del poder nacionalista- vasco. Es cierto que esa gran marejada de fondo que removió entonces la sociedad fue instrumentalizada por los políticos, por unos para socavar el poder establecido (del nacionalismo- vasco gobernante), por otros para tocar a rebato en su defensa y para apuntalarlo, cosa que ocurre con todo acontecimiento por cierto, independientemente de su trasfondo, pues la política no puede vivir sin ellos. Pero quedarse en estos efectos y en esa visión politicista, como si todo se redujera a una mera y eterna disputa del poder, es un autoengaño y un error. Aquella imponente oleada de contestación desveló la emergencia de ciudadanos y ciudadanas no-nacionalistas-vascos portadores de un nuevo sentimiento y de una mirada diferente sobre la sociedad y de una visión distinta del «conflicto» y de otra forma de definir su solución. El nuevo sentimiento: librarse de ETA y del papel de asimilado-subalterno al que les conduce la inercia del mundo nacionalista-vasco. Otra mirada sobre la sociedad: que refleja otros aspectos de su pluralidad y complejidad y otros sentimientos de pertenencia e identidad. Otra visión del «conflicto»: el problema más grave es la persistencia de ETA y sus corolarios. Otra forma de definir su solución: disconforme con ofrecerle a ETA una pista de aterrizaje y con el ventajismo de asociar el fin de ETA al afianzamiento de la supremacía nacionalista-vasca. La dimensión social de este nuevo sujeto es bastante más compleja y diversa en mi opinión que su expresión política (hoy día canalizada por medio del voto a PSE, PP y UPyD).

            Pero el tema que aquí se propone no es el hecho evidente de que la vida del día a día en esta última década ha estado marcada por la contraposición entre la conexión nacionalista- vasca por un lado y la desconexión con esa mirada nacionalista-vasca de otra parte de la sociedad sino que está centrado en las negativas consecuencias de ciertas decisiones que ha tomado el nacionalismo-vasco dominante durante este tiempo. Y, a partir de esta observación, en la falta de sensibilidad autocrítica sobre ello así como en los argumentos que le han permitido no considerar este escabroso asunto o bien relativizarlo y rebajarlo.

Ahora la relación se plantea en todo caso con los papeles invertidos respecto a la vieja metáfora del nogal y las nueces (17): quienes sacuden el árbol lo hacen con medios estrictamente pacíficos (un discurso y una práctica política) y es ETA quien recoge ese discurso y esa práctica como alimento o legitimación de su persistencia. De modo que lo relevante política y moralmente es el hecho de que, aun sabiendo que esto ocurre así, no se proponen matizar o corregir su discurso y su práctica para que ETA no se pueda alimentar de los mismos, sino que persisten en ello y se despreocupan de sus consecuencias colaterales, apelando a que nadie les puede obligar a renunciar a su identidad política (nacionalista radical-democraticista-autodeterminista-soberanista) y esgrimiendo la pregunta retórica de si es un delito ser nacionalista-vasco y pensar en nacionalista-vasco.

APROXIMACIÓN Y CONTAMINACIÓN

Se dice con frecuencia que el mayor triunfo de ETA en la última década ha sido la radicalización del PNV, cuya expresión política más acabada hasta la fecha son los planes de Ibarretxe. Esta forma de plantear las cosas, sin embargo, como una deriva hacia la radicalización, no es del todo convincente desde el punto de vista más teórico.

            De las proposiciones de ETA (sintetizadas en el reconocimiento nacional de Euskal Herria, la autodeterminación, la territorialidad, la plena soberanía) se puede decir que nunca han dejado de formar parte del acervo doctrinal del PNV: la territorialidad o ámbito de decisión vasco en los siete territorios históricos ya lo reivindicó Sabino Arana cuando proclamó a finales del siglo XIX que Euzkadi es la patria de los vascos, la «recuperación de la soberanía plena» siempre ha estado en el programa del PNV igual que lo está el derecho a la autodeterminación desde que se enuncia como tal en las primeras décadas del siglo XX…


            No obstante, la tesis de la radicalización tiene un punto de verdad si se mira desde un ángulo más pragmático, pues no se puede ignorar que ETA ha ejercido una presión constante sobre el «péndulo patriótico» del PNV para que éste abandone por completo y de manera definitiva el extremo «autonomista» y se instale únicamente y para siempre en su extremo contrario «radical-soberanista-maximalista». Se trata por tanto de evaluar el resultado de esta presión sobre su autonomía política. ¿Ha logrado ETA recortarla? ¿Se ha desplazado el PNV y el conjunto del nacionalismo-vasco hacia la aceptación de las exigencias de ETA?

El esfuerzo de aproximación con el mundo abertzale subordinado a ETA es muy notable en el nacionalismo-vasco no subordinado a ETA, en particular, en su discurso sobre el «conflicto», en su deslegitimación del Estado español o de la «democracia española» y en los planes-Ibarretxe. En su discurso sobre el «conflicto», ese esfuerzo ha consistido, primero, en seleccionar y subrayar un punto nodal del diagnóstico y de su solución que sea aceptado por el mundo abertzale subordinado a ETA. El punto de encuentro se da en esta doble afirmación: a) Euskal Herria carece de libertad y de soberanía, no se reconoce su ser nacional, no se respeta su palabra, es un país subordinado; b) el reconocimiento del derecho a la autodeterminación y su ejercicio práctico es la clave «de la paz y la normalización política». En segundo lugar, se ha esforzado en condimentar lo anterior con unos ingredientes retóricos que también cumplen la condición de sonar bien al mundo abertzale subordinado a ETA: meter en el mismo paquete el conflicto político y «el conflicto armado», enfatizar la solución política del «conflicto» y descalificar la «vía represiva», apelar constantemente al diálogo y a la negociación, manejar fórmulas del estilo de «paz y soberanía con autodeterminación para una paz justa» que asocian el final de ETA con avances importantes en el logro de los objetivos nacionalistas-vascos.

En los Planes de Ibarretxe (18), el mensaje va dirigido a todo el mundo abertzale, en clave netamente nacionalista-vasca y con un contenido soberanista-confederalista y autodeterminista. Habla de un único pueblo vasco y de una única forma de entenderlo y sentirlo. Define lo vasco como algo absolutamente ajeno y separado de lo español (y francés), exhibiendo su afinidad ideológica-sentimental con la ortodoxia doctrinal del nacionalismo-vasco. Postula imponer la total supremacía de esa idea nacional a las partes no-nacionalistas-vascas de la sociedad apoyándose en la regla democrática mayoritaria.

            Ningunea los sentimientos, símbolos, representantes, etc., de quienes se autoidentifican como navarro-españolas, vasco-españolas, vasco-francesas y les condena a la invisibilidad. En el espacio público no cabe más que su idea nacional.

Mi opinión es que la concreción de esta aproximación en planes y discursos lleva las aguas al molino de ETA. Confunde el final de ETA y la solución o mejor encauzamiento de los conflictos políticos y asocia ambas cosas de forma ventajista con la satisfacción de sus propias aspiraciones. Exige diálogo y negociación sin clarificar su alcance en cada caso. Alienta un comunitarismo sectario y el retorno a un nacionalismo etnicista, ensimismado, víctimista, permanentemente agraviado por España y los españoles, todo lo cual no son unos buenos acompañantes para dar la batalla a ETA. Y es hasta tal punto condescendiente con ETA que la erige de hecho en protagonista del «conflicto vasco» pero no del único papel que le corresponde representar: su renuncia definitiva e incondicional a las armas.

ETA ve legitimados sus fines cuando observa que los comparte el conjunto del mundo nacionalista-vasco y que representan a «la mayoría social de este país». ETA se siente justificada cuando ve que el otro nacionalismo-vasco se empeña en deslegitimar el marco institucional (la Constitución y el Estatuto) y a España como comunidad política. ETA no puede observar sino con agrado la tendencia del mundo abertzale a tocar a rebato cuando toca deslegitimar la «democracia española» y la auto-imposición de un efecto silenciador (19) si toca echar piedras al tejado de ETA.

De manera que el resultado es concluyente: se debilita la deslegitimación de ETA (20) y, en consecuencia, el fundamento de su persecución legal-judicial-policial. Se puede decir, además, que esta aproximación ha venido exigida por las propias circunstancias y necesidades del mundo abertzale no subordinado a ETA pues se encuentra ante un dilema complejo.

Como ETA y su entorno es su competidor en la captación del voto del nicho electoral abertzale y le disputa el liderazgo de la comunidad abertzale tiene que aspirar a ganarle el pulso pero a la vez necesita su apoyo para obtener la suma de una mayoría parlamentaria y social que dé estabilidad al poder de la comunidad; por eso su relación oscila constantemente entre el sorpasso y la alianza. Máxime desde que la rebelión de Ermua anticipó la posibilidad de una derrota electoral que le apartase del poder. De ahí que su obsesión central desde entonces ha sido evitar la posibilidad de esa derrota y frenar el avance del mundo no-nacionalista-vasco; y es esto lo que le ha llevado a buscar cómo aproximarse –en su propio beneficio– a lo que cae bien al mundo de Batasuna. Su instrumentalización del final de ETA, por tanto, es idéntica en su lógica a la que llevó a cabo el PP tras la rebelión de Ermua. Enarbolando la bandera de la firmeza contra ETA, el PP pretendió socavar el dominio nacionalista-vasco y facilitar una alternancia que afianzara la identidad vasco-española; el mundo nacionalista-vasco no subordinado a ETA se propuso asentar su dominio asociando el final de ETA al aumento del poder abertzale y a la perspectiva de mantenerlo mediante la suma que garantizase una mayoría abertzale.

Sánchez Cuenca (2001: 196 y 244) subraya unos aspectos objetivos y subjetivos similares cuando fundamenta esa aproximación en la confluencia de intereses y de incomodidades o en la voluntad de sacar ventaja de la persistencia de ETA y de su final (ya que sin ETA el soberanismo se estrellaría con la mayoría española PSOE + PP y no podría ir muy lejos) o en el temor a que, sin ETA, el Estado se desentendería de las reivindicaciones nacionalistas. Mientras que Patxo Unzueta (2000: 421-22 y 433), con una mirada más valorativa, resalta sus consecuencias: la adaptación a las exigencias y obsesiones de ETA (congelar el pacto de Ajuria Enea, romper toda alianza con partidos no nacionalistas, hacer un frente nacionalista en torno al derecho a la autodeterminación y la territorialidad, apoyar Udalbiltza…) y la reunificación del mundo abertzale bajo un programa anti-autonomista que convierte al nacionalismo no subordinado a ETA en un rehén de ETA.

El desenlace de la disputa de Imaz e Ibarretxe es una metáfora de las negativas consecuencias que acarrea la conexión de la comunidad nacionalista-vasca en todas aquellas cosas que afectan sustancialmente a la suerte de ETA. Imaz ha sido derrotado en las dos que eran más decisivas a ese respecto: en la primera, en la vertiente del Plan Ibarretxe que atañe al final de ETA, el criterio de dar prioridad a los asuntos de la paz y de posponer incluso aquellas cosas que pudieran entorpecerla, defendido por Imaz, quedó subordinado a la lógica política de mantener el poder, aun a costa de darle bazas a ETA; en la segunda, en la vertiente del Plan Ibarretxe que atañe al modelo de integración de la pluralidad de nuestra sociedad, su propuesta de pactos complejos entre diferentes perdió la batalla frente a la perspectiva de poder mantener la supremacía nacionalista mediante la suma abertzale.

Florencio Domínguez (2003: 270) achaca al nacionalismo-vasco no subordinado a ETA que no ha sabido conectar con el sentimiento de la parte de la sociedad que se siente en situación de desamparo y miedo y ha perdido la confianza en las instituciones. Comparto ese juicio; pienso que ha vencido en él la ambigüedad hacia ETA. Por un lado, se opone a ETA, rechaza y condena sus métodos. Pero, por otro lado y a la vez, mantiene abiertos los puentes con el mundo de ETA y acude a su rescate cada vez que atraviesa malos momentos. Ha vencido la complementariedad y el efecto «pinza». E incluso, aunque menos que antaño, hoy día sigue en él funcionando el «doble lazo» del que hablaba Luciano Rincón (1985: 52): los vínculos familiares y la admiración (por su desprendimiento personal, sus motivaciones abertzales-patrióticas, su consecuencia y coherencia nacionalista, etc.).

L
O QUE HA SACADO EN LIMPIO ETA

Veamos ahora el balance de resultados desde el punto de vista de ETA, que se autodefine la vanguardia de la comunidad nacionalista-vasca y ha tratado de ejercer ese papel en todo momento.

En los años noventa encontramos un precedente esclarecedor en las vicisitudes del Pacto de Ajuria Enea. Bajo la presión de Herri Batasuna y de ETA, fue calando en el mundo nacionalista-vasco no subordinado a ETA la idea de que tal Pacto no reflejaba bien la posición abertzale: a) porque era demasiado beligerante con ETA y su «entorno», b) esgrimía un concepto de unidad democrática que cerraba las puertas a la unidad nacionalista, c) se quedaba corto en el enunciado del cambio político necesario «para la pacificación» al postular el mero desarrollo del estatuto de autonomía, d) no contribuía en suma a «la normalización-pacificación». Esta crítica, omnipresente primero en las declaraciones de Garaikoetxea (2002: 321) y después en las de líderes del PNV (21), aparte de encarecer el «precio de la paz», contribuyó decisivamente a que su proyección pública fuera confusa y renqueante, y, luego, a su voladura final y a su sustitución por otro del gusto de ETA: el pacto «soberanista» y excluyente de Lizarra.

Hoy día, es una evidencia que ETA ha retrocedido desde entonces. El indicador tal vez más claro de ello es que no ha logrado imponer sus condiciones al resto del nacionalismovasco aunque éste se convierta en cierto modo en su rehén. Fue a rebufo de ETA en el Pacto de Lizarra, pero ETA no pudo imponerle el sesgo que pretendió y aquella alianza se fue al traste. También lo fue (aunque en este caso de la mano del Gobierno de Zapatero) en el plan de las dos mesas simultáneas durante la última tregua, pero ETA tampoco logró imponerse en las conversaciones de Loyola. Y ambas derrotas políticas de ETA fueron estrepitosas. Otra cosa es acotar la medida de este retroceso en lo que hace a su capacidad de influencia política e ideológica sobre el mundo nacionalista-vasco no subordinado a sus directrices. Hoy día, es obligado reconocer que esa capacidad de influencia y de presión sigue siendo muy notable. ETA ejerce un papel central en la re-educación nacionalista-vasca de la sociedad y en el amedrentamiento de las partes de la misma no adscritas a la comunidad nacionalista-vasca. ETA las quiere amilanadas, acobardadas e intimidadas, y ha contribuido decisivamente a la supremacía nacionalista-vasca en la sociedad de la Comunidad Autónoma Vasca y a implantar en ella los mecanismos que la reproducen. Su influencia es patente en ciertos medios culturales (en particular en el campo del euskara) y en ciertos medios de comunicación, aunque sea de forma contradictoria e indirecta. Se manifiesta también en parcelas ideológico-políticas como la interpretación del derecho ilimitado, incondicionado y unilateral a la autodeterminación establecido en los Planes Ibarretxe 1 y 2 por no hablar de los mapas meteorológicos de ETB que transmiten subliminalmente la territorialidad del Zazpiak Bat! o de la pertinaz relegación de todo lo español en la cultura pública oficial.

T
RES OBSERVACIONES FINALES

Destacaré, finalmente, a propósito de este espinoso asunto de las conexiones y connivencias que son una bendición para ETA, tres observaciones nada originales pero que merecen subrayarse a mi juicio.

La primera, que el empeño en convencer a ETA para que deje las armas con un mensaje que da alas a la negociación con ETA y a ponerle un precio político al final de ETA (coincidente además con el que ETA viene exigiendo desde 1995) no ha hecho mella en ETA ni en su entorno. Es más, todo parece indicar que ETA se ha aferrado a ese mensaje y lo ha interpretado como un respaldo a su conocida exigencia de que o hay negociación en la que se llegue a un precio político de su agrado o no hay abandono de las armas.

La interpretación de ese empeño en convencer a ETA con ese mensaje está polarizada en dos versiones contrapuestas. Sus propios protagonistas lo valoran como un esfuerzo bienintencionado para acceder a la paz, siguiendo una hoja de ruta similar a la experimentada en otros procesos conflictivos: Irlanda del Norte, Sudáfrica, etc. Mientras que sus críticos creen que lo mueven el cálculo de un beneficio para ambas partes y la propensión a la complementariedad mutua entre las diversas partes de la comunidad nacionalista-vasca.

A mi juicio, este empeño es una apuesta equivocada, inoportuna y ventajista. Corre un riesgo excesivo de relegitimar a ETA, aunque no lo quiera. Abre la puerta a dinámicas de excesiva tensión y confrontación. Se expone demasiado a la contaminación del nacionalismo excluyente y ensimismado de ETA. Deja al nacionalismo-vasco no subordinado a ETA demasiado en manos de ETA y su entorno.


En segundo lugar, quiero sugerir al nacionalismo-vasco no subordinado a ETA que debe replantearse su discurso y sus prácticas para no darle carrete a ETA cuando trata de defender sus principios o de llevar a cabo su acción nacionalista-vasca.

Esta sugerencia es ambivalente. Por un lado es eminentemente negativa: es una llamada a no dramatizar en vano las carencias y conflictos, a no buscar atajos, a no descuidar nunca el derecho a la Justicia y la satisfacción de las demandas de justicia de las víctimas, a no olvidar que el final depende de ETA y no de nosotros… Le exige detectar, autocensurar y eliminar los excesos doctrinales y prácticos de los que ETA se alimenta.

Pero tiene también una cara positiva, antípoda de la aproximación a ETA y su entorno. El nacionalismo-vasco no subordinado a ETA tiene la asignatura pendiente de desmarcarse más de ETA y de forma más clara y con mejores argumentos. Lo cual implica, entre otras cosas, una condena expresa de ETA más persistente, insistir más en su deslegitimación y reforzar los fundamentos de ello desde la ética, el pluralismo y los principios democráticos, cerrar más la perspectiva de una negociación con ETA al final de su recorrido, sostener la imposibilidad de alianzas con quienes no condenan a ETA, más implicación y defensa de las víctimas de ETA y de quienes están hoy amenazados por ETA, buscar un mayor equilibrio entre más democracia y más y mejor justicia o entre la democracia garantista y el combate a la impunidad…

Por último, el sentido común aconseja considerar que el nacionalismo no subordinado a ETA acometería estas faenas con mejor ánimo y determinación si viera que las gentes más representativas del mundo no nacionalista-vasco y en particular de los dirigentes de las instituciones estatales se preocupan y ocupan de no dar carrete a ETA y de afinar más sus argumentos para deslegitimar a ETA. Todavía no hemos llegado al escenario ideal de una intervención-movilización rigurosamente democrática tanto de la sociedad como del Estado contra la violencia (22). Es obvio que no depende del nacionalismo-vasco no subordinado a ETA la faena de reducir los graves errores de vulneración de los derechos fundamentales que cometen las instituciones estatales en la persecución de ETA con la condescendencia de la mayoría social y de los principales medios de comunicación, tal vez la fuente que sigue dando a ETA más carrete. Aunque sí contribuirá mejor a ello si afirma su disconformidad con más mesura y más justicia.

3. Epílogo

El acceso al gobierno vasco de una fuerza política no nacionalista-vasca tras los resultados de las últimas elecciones autonómicas es una novedad excepcional respecto a la mayor parte de las cuestiones tratadas en esta reflexión sobre la relación de ETA y el nacionalismo- vasco. No es extraño por ello que en unos concite un aluvión de temores y en otros de esperanzas. Ya se verá, como decía el viejo maestro zen, y bien pronto, añadimos por nuestra parte, hacia dónde se decantan las cosas.

            Sea lo que fuere, se va cerrando inexorablemente el largo ciclo del post-franquismo, cuyo exponente más genuino hoy día es la persistencia de ETA.

También se está cerrando el ciclo corto abierto con la rebelión no-nacionalista-vasca de Ermua (1997) y el Pacto abertzale y ‘soberanista’ de Lizarra (1998), que ha tenido como eje fundamental el conflicto de identidades y las dinámicas frentistas. Una corriente muy poderosa de la sociedad, de condición transversal, harta y cansada de este ciclo, exige otros aires y que se busque el bien común de las diferentes identidades.

            Los próximos cuatro años bajo un gobierno no nacionalista-vasco son una oportunidad única para crear el clima que permita madurar el final de ambos ciclos. Si el primero –el alargamiento del postfranquismo mediante la persistencia de ETA– ya es absurdo hasta en su mero enunciado a casi treinta y cinco años de la muerte del dictador y cuando la sociedad y sus instituciones han cambiado tanto y tan profundamente desde entonces, no lo es menos el segundo –la confrontación frentista de identidades– por los términos en que se plantea habida cuenta la pluralidad de la sociedad y su condición democrática. Para los miembros de ETA y para todo su entorno de apoyo, el próximo tiempo va a ser la hora de la verdad: tienen en su mano la decisión definitiva e incondicionada de poner fin a las armas, decisión que únicamente pueden tomar ellos.

            Para el resto de las fuerzas políticas, sea desde el gobierno vasco sea desde la oposición, es el tiempo de no estorbar a que, quienes han de tomar la decisión definitiva e incondicionada de abandonar las armas, lo hagan cuanto antes; y, una vez que la tomen, de facilitar su plena recuperación para la sociedad con el visto bueno de la inmensa mayoría.


            Para el nuevo gobierno es la hora de pasar su particular prueba del algodón. Pero las asignaturas de las que habrá de examinarse: talante pluralista y democrático, respeto a la legalidad y a la justicia, capacidad de integración, sentido de la reciprocidad, moderación, equilibrio en la búsqueda de consenso y en el reconocimiento y respeto del disenso, sensibilidad reformadora… y sensatez, mucha sensatez, son las mismas que también deberá aprobar la nueva oposición. Es hora de cerrar dos ciclos que constriñen de mala manera la vida pública de la sociedad vasca y en demasiados casos la propia vida privada de demasiadas personas. Y toca hacerlo sin enredarse en pistas de aterrizaje u otras metodologías fracasadas.

Bibliografía citada

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NOTAS

(1) En rigor hay un tercer asunto que también es uno de los elementos favorecedores de la reproducción y persistencia de la violencia política de ETA: la lucha anti-terrorista del Estado, y sus evidentes consecuencias negativas, cuando se guía por el principio amoral y alegal o ilegal de que todo vale para lograr un máximo de eficacia. Este tema tiene un capítulo propio en este libro, que lo aborda y cubre Txema Urkijo, por lo que huelga la repetición aquí de similares conceptos y conclusiones.

(2) Me refiero a la corriente de la extrema izquierda radical vasca que proviene de la rama desgajada de ETA y que en muy poco tiempo pasó de ser ETA-berri a llamarse Komunistak o MCV (Movimiento Comunista Vasco), luego MCV dentro del MCE (Movimiento Comunista de España), luego EMK (Euskadiko Mugimendu Komunista) dentro del MC, luego EMK (sin MC), que desembocó finalmente en Zutik (tras disolverse en la fusión de EMK y LKI). Dentro de ella, algunos hicimos un viaje del universo cristiano comprometido «con los pobres de la tierra» al marxista y leninista y de éste a un radicalismo de izquierda acompañado de un filonacionalismo- vasco muy crítico con sus tendencias más esencialistas y exclusivistas pero a la vez demasiado acrítico hacia no pocos de sus valores o axiomas paradójicamente. El concepto de la observación participante lo tomo prestado de Juan Aranzadi (2001: 131), quien la equipara al trabajo de campo de los antropólogos.

(3) Un hecho que subraya la relevancia del principio revolucionario en esta corriente es el surgimiento en su entorno, al comienzo de los años 80, de un grupo consagrado al ejercicio de la violencia, cuyo nombre no puede ser más significativo: Iraultza / Revolución, que desapareció al comienzo de los noventa después de haber estado prácticamente inactivo algunos años antes. Todo lo que se conoce de este grupo, sus siete miembros trágicamente muertos al estallarles las bombas y los que cumplieron condena en la cárcel, los relaciona con EMK, del cual en su mayoría fueron militantes o simpatizantes en algún momento.

(4) El programa KAS, pensado inicialmente (1975-1976) para la transición del franquismo a la democracia como lo expresa su lista de reivindicaciones (amnistía, libertades democráticas y legalización de los partidos independentistas, fuerzas policiales autóctonas bajo las órdenes del Gobierno vasco, estatuto de Autonomía, condición de lengua nacional y oficial del euskera, bilingüismo real con el castellano…) quedó pronto desfasado, pero ETA se empeñó en mantenerlo como símbolo de que no había habido una ruptura con el franquismo y una transición a la democracia; así que la propia continuidad de ETA y la del programa KAS se convirtieron en la prueba misma de ello. Además, ETA lo tasó como el precio a exigir para «hacer callar su resistencia armada»: una negociación directa con los poderes fácticos (el ejército español) sobre la aplicación o puesta en práctica –únicamente– de este programa. En 1995, ETA lo reformuló y actualizó en su «Alternativa Democrática». En el libro Euskadi Guduan / Euskadi en guerra (1987: 223) se encuentra una relación completa de los componentes del MLNV, el holding que «reúne el conjunto de organizaciones y organismos populares que, surgidos como fruto de la lucha y práctica organizativa de los sectores políticos vanguardizados por ETA, participan en el proceso vasco de Liberación Nacional y Social». Por un lado está el «Bloque dirigente» que se agrupa en la Coordinadora KAS, formada por: el partido político HASI, la organización de cuadros ASK, el sindicato LAB, la organización juvenil Jarrai, la organización armada ETA y Herri Batasuna (coalición electoral de los partidos HASI y ANV). Por otro lado, los organismos populares y organizaciones de masas: Gestoras pro-amnistía, Comités antinucleares, la Coordinación de alfabetización y reeuskaldunización AEK; la organización de mujeres AIZAN, Comités anti-droga; grupos juveniles, asambleas de jóvenes. Según José Manuel Mata (1993: 336 y 340), HB es el catalizador electoral y el aglutinador y acumulador de fuerzas en torno al programa alternativo KAS; la Coordinadora KAS formula las directrices ideológicas, las tácticas y estrategias, y vigila la dinámica del movimiento; ETA es el líder indiscutible y determinante a todos los niveles, su referencia central, quien señala la dinámica a seguir, el portador de los principios y reivindicaciones y su depositario. En expresión de Luis Núñez (1995: 68), la Coordinadora KAS «ha sido hasta nuestros días el vínculo entra la lucha armada y la desarmada». Según Letamendia (1994: tomo II), hubo un cierre de filas en torno a la aceptación de este criterio organizativo piramidal tras un proceso de cuatro o cinco años que culminó en 1983 con la Ponencia «Kas Bloque Dirigente».

(5) Según dice Mata (1993: 344) en su estudio sobre la utilización ritual del espacio público por parte del MLNV, el 48% de las expresiones computadas tienen como contenido específico la referencia a ETA.

(6) Así lo hace Eugenio del Río (2002), por ejemplo, en «Autoritarismos antipluralistas». Reproducido en hika, noviembre-diciembre, nº 138-139; Página Abierta, nº 132-133 y www.pensamientocritico.org.

(7) La expresión es de Natxo Arregi (1994: 37) en Proceso contra la violencia.

(8) Aquí se emplea con un papel menos secundario que el asignado a tales comunidades «de vida y de fe» por Berger y Luckmann (1997), puesto que significativos sectores de la comunidad nacionalista-vasca no se contentan con ser una expresión de la pluralidad de la sociedad moderna sino que tienden a monopolizar el sentido de la misma de forma dogmática y fundamentalista como hacían las religiones en el Antiguo Régimen.

(9) Eugenio del Río (2004) ha descrito, analizado y valorado la comunidad nacionalista-vasca en «La comunidad y los otros. Identidades vascas». La percepción del nacionalismo-vasco como comunidad está presente sobre todo en los estudios del mismo desde perspectivas antropológicas y/o sociológicas. Se sabe por los historiadores que su punto de partida es la constitución del PNV como comunidad de raza por su fundador, Sabino Arana, y su transformación en el primer tercio del siglo XX en un partido-comunidad de masas agrupadas en un tupido tejido asociativo de organizaciones sociales, culturales, recreativas, deportivas, sindicales, de mujeres, de jóvenes... Manu Escudero fue quien abrió el debate en un libro polémico por su enfoque y contenido, Euskadi, dos comunidades, pues hurgaba en las tendencias anti-pluralistas del nacionalismo-vasco, y porque enfatizaba en su título la existencia en Euskadi de dos comunidades. Marianne Heiberg subrayó su contradictoria dualidad: como comunidad de obligación moral abertzale y como exigencia de unidad y solidaridad anti-franquista, y los mecanismos de cierre de la comunidad abertzale (los verdaderos vascos) durante la transición postfranquista. De la mano de Alfonso Pérez Agote o de Ander Gurrutxaga conocemos su reproducción bajo el franquismo así como la crisis y el proceso de cambio que sufren los factores sostenedores de la comunidad nacionalista-vasca conforme se asienta el sistema político democrático y van siendo sustituidos por las instituciones políticas representativas. Está por hacer el estudio de su evolución posterior y en especial de la última época desde el pacto de Lizarra hasta hoy.

(10) Carlos Garaikoetxea (2002: 200 y 285) dice que «es de justicia reivindicar la verdadera y permanente actitud del llamado nacionalismo vasco democrático, principal impulsor de las tres primeras manifestaciones citadas contra la violencia, cuando aún existía una percepción muy interiorizada del papel de ETA contra la dictadura» y considera «enormemente injustas las acusaciones lanzadas contra los nacionalistas vascos por el esfuerzo de diálogo que desarrollamos con ETA y otras fuerzas sociales y políticas vascas en 1998 para dar una oportunidad a la paz y la reconciliación en Euskadi». Mientras que Ignacio Sánchez Cuenca (2001: 238) observa una «combinación perversa de demandas nacionalistas y actividad terrorista».

(11) Arzalluz reconoció públicamente que la creación de Udalbiltza fue una exigencia de ETA. El mundo de Herri Batasuna la saludó entonces como el nacimiento del «sujeto político vasco» y de su «primera institución nacional». En este momento, Udalbiltza está dividida en dos entes, uno bajo el control del nacionalismovasco no subordinado a ETA (PNV, EA y Aralar) y el otro controlado por el mundo de Batasuna. En su página web, este último ostenta actualmente el nombre de Udalbiltza Euskal Herriko Lehen Instituzio Nazionala / UdalBiltza Primera Institución Nacional Vasca.

(12) Juristas como Pérez Royo o Lacasta Zabalza han planteado que la actual Constitución impide que pueda hacerse una ley una ley de restricción de derechos fundamentales como la Ley de Partidos sin acometer antes una reforma constitucional, aparte de objetar la deficiente delimitación de las causas de ilegalización así como del procedimiento de prueba de las mismas, y, en consecuencia, la posible utilización perversa de la Ley. Mientras que en el plano político, la Ley de Partidos ha quedado mermada por un déficit congénito de consenso que ha restado eficacia a su aplicación hasta la fecha: se elaboró y aprobó sin el consenso del PNV y del Gobierno vasco.

(13) Me refiero en especial a las publicadas en los periódicos Deia, Noticias de Álava, Noticias de Gipuzkoa y Diario de Noticias (de Navarra).

(14) Hasta hace muy poco, el canon abertzale incluía además otro punto que enunciaba la inviabilidad e imposibilidad de la derrota policial de ETA, considerada un imposible por sus raíces políticas, además de tacharla de no conveniente por sus efectos negativos, ya que se presumía de que «alimentaba la espiral acción-represión-acción».

(15) «El problema es, ante todo y sobre todo, un problema vasco, aunque consista en la problemática y contradictoria interpretación que los vascos hacemos de un asunto que concierne también a terceros: la cuestión nacional (…) el núcleo del problema no está en una confrontación Estado-Euskadi, sino que consiste en la contraposición de opiniones vascas sobre los que somos y queremos ser (también en relación con España, por supuesto)». En Documentos para la historia del nacionalismo vasco, Ariel, 1998: 187.

(16) Durante mucho tiempo la afirmación de que no hay pacificación sin normalización ni viceversa ha sido un axioma indiscutible, mientras que era un tabú la separación y diferenciación de esos dos conceptos. Hoy, esto último forma parte del lenguaje políticamente correcto, pero todo el camino avanzado mediante su separación conceptual queda neutralizado y desandado al pretender gestionarlos simultáneamente. Martín Alonso Zarza (2007) lo ha expresado de forma atinada: «mientras haya aire en el vaso de la normalización no le faltará el aire al pulmón de la violencia».

(17) Esa metáfora, atribuida a Arzallus, alude a una complementariedad entre la presión de ETA/Herri Batasuna/ MLNV y la del nacionalismo-vasco gobernante durante los años de plomo (finales de los setenta y primera mitad de la década de los ochenta), pese a su competencia entre sí pues se disputaban al mismo tiempo el liderazgo del mundo nacionalista-vasco. En esos años, a ambos les benefició la existencia y fuerza respectiva del otro y su suma les dió mucho poder: en las elecciones autonómicas de 1986 alcanzó el 67´20% de los votos emitidos y el 69% de los escaños parlamentarios, su techo más alto hasta la fecha.

(18) Mientras que en el Pacto de Lizarra hubo concordancia de intereses y posiciones, pues se sostuvo sobre un programa común e incluso con un pacto de legislatura, en los Planes de Ibarretxe prevalece el esfuerzo unilateral de aproximación de su promotor-sostenedor, el Gobierno tripatito de Ibarretxe, con el mundo abertzale subordinado a ETA.

(19) Martín Alonso Zarza (2007) ha observado en esto un doble efecto: amplificador con el viento a favor y silenciador con el viento de cara. La unánime movilización del mundo abertzale contra el cierre del Egunkaria es un ejemplo del efecto amplificador. La lingüista y académica de Euskaltzaindia Lourdes Oñederra se ha referido al efecto silenciador en el mundo del euskara en Bake Hitzak, revista de Gesto por la Paz, nº 66, noviembre de 2007 (vid. también hika, 193-194, 2007, azaroa-abendua, 15-17). En el mundo del euskera –dice– «el silencio es muy denso» y el tema de la violencia no se toca.

(20) Dice al respecto José Ramón Recalde (2004: 299): «la descalificación nacionalista de la comunidad cultural y social española, la denuncia de la democracia constitucional, la creciente identificación con sólo una parte del pueblo, son el campo de cultivo de la lucha armada como lucha de liberación».

(21) Juan Mari Ollora (1996: 67-70) entre otros.

(22) El escenario «c» que reclamaba Natxo Arregi (1994: 48).