Javier Villanueva El primer ministro de Escocia, Alex Salmond, ya ha anunciado que piensa convocar el referéndum sobre la independencia de Escocia en el otoño de 2014, coincidiendo con el 700 aniversario de la mítica batalla de Blar Allt a' Bhonnaich (Bannonckburn), en la que Robert Bruce (Roberto I) derrotó al Ejército inglés de Eduardo II y confirmó la soberanía territorial del Reino de Escocia. La celebración del referéndum culminará un proceso de debate y decisión –sobre el lugar de Escocia en el Reino Unido, en Europa y en el mundo– que viene dándose desde mediados de los años sesenta del pasado siglo en el Parlamento británico de Westminster. En el inicio de este proceso hubo un hito fallido: el referéndum de 1979, convocado en el tramo final del Gobierno laborista de Edmond Wilson con una pregunta: “¿Quiere que lo estipulado por la Ley de Escocia entre en vigor?”, que no fue un prodigio de claridad sino todo lo contrario. Aunque el sí obtuvo la mayoría de los votos, no se cumplió la cláusula sobre la participación –los votos afirmativos debían superar a los negativos y, además, debían representar más del 40% del censo electoral–, por lo que el Gobierno tuvo que constatar la invalidez del resultado del referéndum, y, a resultas de ello, el Parlamento británico rechazó la Ley de Escocia, que, entre otras cosas, pretendía recuperar el Parlamento escocés, autodisuelto en 1707 al firmar el Acta de Unión con Inglaterra y crear conjuntamente el Reino Unido de Gran Bretaña. Dieciocho años después, en 1997, bajo el Gobierno laborista de Tony Blair, el Parlamento británico convocó un nuevo referéndum en Escocia con una doble pregunta: “¿Está usted de acuerdo en que exista un Parlamento escocés? ¿Está usted de acuerdo en que ese Parlamento tenga capacidad para variar los impuestos?”, y su resultado fue esta vez afirmativo. El 75% de los votantes se pronunció a favor y, a consecuencia de ello, el Parlamento británico aprobó la Ley de Escocia de 1998, por la que se creaba un Parlamento escocés y un Gobierno de Escocia dentro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. A diferencia de estos dos referendos ya celebrados, que se inscriben en un proceso de “devolución” de poderes a Escocia por iniciativa del Parlamento británico con el respaldo de todos los partidos políticos del Reino Unido, el de 2014 se planteará a iniciativa del SNP (Scottish National Party/Partido Nacional Escocés), cuya voluntad política secesionista, de conseguir la independencia y convertirse en un socio más de la Unión Europea, es patente. Sostiene el profesor escocés Michael Keating que la opinión pública inglesa acepta por una abrumadora mayoría la autodeterminación de los escoceses y que, por tanto, no habrá obstáculos serios jurídicos, constitucionales o políticos a la celebración del referéndum, una opinión a tener en cuenta por provenir de un experto en estos asuntos. Pero, pronósticos aparte, cabe decir que, a estas alturas, prácticamente está todo por definir y regular. Comenzando por la cuestión de a quién le toca hacerlo. Cosa que no es pacífica en este caso, de entrada, y que ya ha suscitado hace un par de meses un forcejeo, muy versallesco en sus formas, entre los dos primeros espadas. Salmond ha reivindicado la competencia y legitimidad de su convocatoria por el Parlamento escocés. Y el primer ministro británico Cameron ha recordado que la legalidad reside en las dos cámaras del Parlamento británico de Westminster y ha manifestado su predisposición «a dar al Gobierno escocés los poderes para celebrar un referéndum que de otro modo no pueden organizar legalmente». Ambos saben, empero, que todo lo concerniente a la regulación de un referéndum de secesión debe ser negociado entre las partes de forma discreta y minuciosa para que no les estalle en las manos a una u a otra. De momento, ese primer forcejeo mencionado ha dado una pista relevante de la mutua voluntad para que la cosa discurra por cauces civilizados y bajo control. Salmond ha hecho un guiño a la doctrina del Tribunal Supremo de Canadá sobre la demanda de secesión planteada en su día por el Gobierno de Quebec, a sabiendas de que su espíritu y sus exigencias de claridad y de la obligación de negociar cuentan con una gran aceptación en el ámbito político británico. Y Cameron ha recordado la identificación de la tradición política británica, tan inglesa como escocesa, con el principio democrático del consentimiento. No es poco haberlo iniciado así, con esta voluntad, pero es obvio que el camino está por hacer. La fecha ya está decidida de hecho, pese a las presiones de Cameron para que sea un año antes. Bien mirado, al que le toca fijarla es al Gobierno escocés, sustentado en una holgada mayoría parlamentaria. Respecto a la pregunta, Salmond ya se ha comprometido públicamente a que será clara y directa en lo que atañe a la independencia política (del tipo de: “¿Está usted a favor de la independencia de Escocia?”), pero ha mostrado asimismo su intención de añadir una segunda pregunta sobre la ampliación del poder del Parlamento escocés en materia fiscal (parece que su modelo a este respecto es la autonomía fiscal de la Comunidad Autónoma Vasca o de Navarra). También habrán de negociarse otros detalles esenciales como el carácter del referéndum (vinculante o consultivo), el porcentaje exigible para la aprobación de su resultado, el censo de votantes, las condiciones de su reversibilidad (si se incluye o no una especificación de cuándo y cómo podría llevarse a cabo un proceso contrario de vuelta a la Unión), la comisión electoral supervisora, el calendario del proceso (lo que incluye algunas previsiones mínimas sobre la negociación de la secesión en caso de que el resultado del referéndum confirme esa opción)… Hay que distinguir tres ámbitos diferentes de debate sobre el contenido y la oportunidad de un referéndum de esta guisa: el de Escocia; el predominante en Inglaterra, donde viven 9 de cada 10 ciudadanos del Reino Unido, y el de los otros dos territorios, Gales e Irlanda del Norte, también marcados por reivindicaciones nacionales y por la existencia de partidos nacionalistas de cuño independentista como en Escocia. Los expertos tipifican el del ámbito escocés como un debate donde tiene más demanda el razonamiento pragmático (económico, político y social) que la ideología y donde tiene escaso peso el fundamentalismo soberanista o etnocultural. De allí no llegan noticias de disputas de territorio y fronteras con otras comunidades vecinas. Ni tampoco de que estén viviendo graves conflictos etnolingüísticos; el inglés es la lengua de los escoceses y las leyes protegen el muy reducido ámbito territorial y de población que usa el gaélico o el dialecto local, con fuerte influencia escandinava en las islas Shetland. Ni siquiera de que haya un problema de identidad. Allí no hay una percepción de amenaza exterior o interior a la identidad escocesa ni resulta conflictiva la definición de la identidad nacional. Su población es altamente homogénea en cuanto a su origen: algo más del 90% de ella ha nacido en Escocia. El sentimiento de identidad o de pertenencia es compartido por un alto porcentaje de la población; no hay divergencias enconadas en su afirmación entre los escoceses, ni tampoco se aprecian dinámicas de negación o cuestionamiento desde perspectivas que podrían verse como competidoras (la inglesa o la británica). Ser escocés es una cuestión territorial, de residir en el mismo país, y de compartir un sentimiento de pertenencia y unos valores. En suma, allí no se da ni se propone una lucha de suma cero entre soberanías o entre identidades. Y eso se nota en que el debate es más pragmático y está centrado en el sentido, interés, oportunidad y viabilidad de la independencia de un pequeño país como Escocia en el mundo actual tan interdependiente, y, dado que así se plantea, de su independencia económica y política dentro de la Unión Europea en particular. De manera que el resultado del referéndum va a depender sustancialmente de si ese debate es o no esclarecedor. La justificación del cambio de situación de Escocia en la Unión Europea, de estar en ella como parte-consorte del Reino Unido a ser el nuevo Estado-socio número 28 en igualdad formal de condiciones que los demás Estados que la conforman, va a ser un tema estrella del debate. Lo que exige no sólo un razonamiento minucioso y riguroso de sus ventajas e inconvenientes en comparación con la situación actual, sino también de la absoluta certeza de que Escocia no tendría que negociar su acceso a la Unión Europea como lo han tenido que hacer otros países. Sobre todo esto parece que hay mucha confusión en la opinión pública escocesa a fecha de hoy. La redefinición del lugar de Escocia en el Reino Unido para dar satisfacción a la opinión pública escocesa que así lo demanda según las encuestas es otro tema estrella. Y nada fácil de embridar. Primero, porque exige concretar, desde Escocia, cómo se revisa y recompone la continuidad británica. Segundo, porque requiere una profunda reforma del Estado hacia una compleja federalización capaz de albergar las distintas naciones británicas, y, a la vez, una multiculturalidad que para no pocos observadores es aún más problemática. Tercero, por la indiscutible asimetría de tal federalización. Cuarto, porque la mayoría inglesa ha de aceptar un cambio que le podría parecer acaso excesivamente incómodo y dudosamente viable y funcional. En cualquier caso, parece que estos debates se vienen planteando hasta ahora de un modo bastante contenido e incluso ejemplar visto desde nuestra latitud: en un clima de tolerancia mutua y de deliberación democrática; sin amenazas de imposición por la fuerza y sin malos rollos; con el reconocimiento de hecho del carácter contractual de la Unión y del principio del consentimiento mutuo para la continuidad del Reino Unido, así como de la reversibilidad de la decisión; con la aceptación recíproca de que habría de darse una negociación pragmática sobre las concreciones de la secesión para cada parte (la deuda del Estado, la moneda, la defensa y la seguridad, etc.). Pero está por ver si se mantiene esta contención hasta el momento en que se celebre el referéndum, o si, por el contrario, la cosa va por otros derroteros y se contagia del resentimiento y estrechez de miras que acompañan al virus ultranacionalista inglés o escocés, tanto monta monta tanto. Será muy distinto si germina un movimiento inglés de empatía con Escocia que estimule su permanencia voluntaria en el Reino Unido (similar al que hubo en Canadá cuando el referéndum de 1995 en Quebec) o que soplen vientos totalmente desinteresados en una definición y renegociación razonable de lo británico tanto en Inglaterra como en Escocia.
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