Javier Villanueva
En el fragor de la batalla. Balance y perspectivas
del “España-Cataluña”

(Página Abierta, 231, marzo-abril de 2014).

En este artículo, aparte de justificar el título, he tratado de exponer mi discrepancia con la marcha de las cosas; discrepancia que mira, obligadamente, en distintas direcciones y que pretendo expresarla adecuadamente. Primero, desde la contención, para controlar los disgustos que siento. Segundo, y a la vez, porque en este caso sólo puede resultar efectivo si se dicen las cosas con claridad y de forma razonada y respetuosa y si sirve para animar la comprensión y el diálogo que son previos e imprescindibles a cualquier solución satisfactoria. Lo uno y lo otro es tanto más obligado cuando lo sostiene la limitada condición de quien, retirado del mundanal ruido y con tiempo e interés para seguir los acontecimientos a través de la lectura, ve las cosas de Cataluña desde la lejanía y no desde la observación participante

Balance de situación

De entrada, se ha impuesto un hecho incontestable: por fijar una fecha simbólica, desde la resaca de la Diada del 11 de septiembre de 2012 hay una confrontación de estrategias y perspectivas a dos bandas: la parte catalana  prodecisionista/prosoberanista/proindependentista, con el Gobierno de Mas al frente en un lado, y la parte antidecisionista/antisoberanista/antiindependentista, con el Gobierno de Rajoy a la cabeza en el otro lado.

La parte “pro” lleva la iniciativa. Desde entonces está en permanente campaña de agitprop para movilizar a la población a favor de sus propuestas, que con el tiempo se han concentrado cada vez más en reivindicar el ejercicio del derecho a decidir el futuro de Cataluña a través de una consulta-referéndum. La sostiene una densa y amplísima red de instituciones públicas, partidos políticos y sindicatos, medios de comunicación, organizaciones profesionales y empresariales, y toda clase de movimientos cívicos, todos ellos comprometidos en el Pacto Nacional por el derecho a decidir de Cataluña. Mantiene un activismo incesante en la calle y en toda clase de medios de comunicación escritos o digitales, públicos o privados. Es, en sentido estricto, un movimiento social.

Enfrente, el Gobierno de Rajoy abandera la estrategia “anti” basada en negar toda expectativa al movimiento decisionista-soberanista-independentista catalán y en un discurso sumamente breve: que “el futuro de España depende de todos los españoles y no va a autorizar ninguna consulta secesionista de una parte del territorio nacional”, y que frenará en seco, con la Constitución y las leyes, como se hizo con el plan Ibarretxe, “cualquier decisión unilateral de las instituciones catalanas que afecte a la unidad de España y al conjunto de los españoles”. Según repite una y otra vez Mariano Rajoy: “Como presidente del Gobierno de España, ni quiero ni puedo hacerlo”.

Al lado de Rajoy, intentando marcarle el paso, están los aznaristas y la caverna mediática, por un lado; y, por otro, pero en dirección contrapuesta, abundantes notables de la derecha más pragmática y más realista. En otro plano, más secundario, y a mi juicio excesivamente dispersos, se encuentran los que no están por la confrontación de Cataluña con España (y/o viceversa), los que promueven las “terceras vías” e intentan abrir una salida pactada y las gentes ni-ni que discrepan de un mundo concebido en términos predominantemente nacionalistas.

Los dos protagonistas principales de esta confrontación (Mas-CiU-ERC y Rajoy-PP) se han embarcado hasta las cachas en el juego del gallina. Es decir, ese juego llevado al cine en la película Rebelde sin causa, en la escena de la carrera de coches hacia el acantilado, en el que pierde el que frena y se rinde antes y gana el que aguanta y frena más cerca del borde del precipicio.

Si hacemos un balance de los dieciocho meses transcurridos hasta ahora desde el comienzo de la carrera, está extendida la sensación de que va ganando el movimiento decisionista-soberanista-independentista debido a unas cuantas evidencias: a que lleva la voz cantante en lo de meter ruido gracias a una movilización que no tiene correlato en el campo “unionista”, a que cuenta con un aparato de propaganda hasta la fecha más intenso y eficiente, a que ha aguantado el tipo frente a los pronósticos de que iba a desinflarse como un suflé y “no ha hecho el ridículo”. Subrayo esto último, aunque parezca de poco fuste, porque ha sido explícitamente el criterio que ha iluminado a Artur Mas y demás coparteros del acuerdo alcanzado a mediados del pasado diciembre sobre la fecha en la que se quiere celebrar la consulta-referéndum (el 9 de noviembre), sobre la redacción de una doble pregunta (Primera: ¿Quiere que Cataluña sea un Estado? Y en caso de respuesta afirmativa, segunda: ¿Quiere que sea un Estado independiente?) y sobre la forma legal de realizarla.

Pero si se mira la otra cara de la moneda, abundan los síntomas de que no le van tan bien las cosas al aparente ganador. Primero, porque tiene que pedalear sin descanso para que la bicicleta (la apuesta soberanista-independentista) no se pare y esa obligación ­fatiga (a adoctrinadores y a receptores) y está resultando contraproducente. Sostener el “proceso” de forma permanente y monotemática para que no decaiga su presencia es agotador y tiene un costo: desgasta y cansa, máxime si no está claro que el esfuerzo va a conducir a una victoria segura. Además, abundando en esto último, parece que día a día se refuerza en las encuestas la tendencia a un horizonte político-electoral fragmentado, complicado e inestable: un desgaste enorme de CiU, PSC y PPC; una izquierda histórica que pierde peso (se fracciona y se hunde el PSC, mientras que ICV se estanca); unos ganadores netos en los “extremos” (ERC, C’s y las CUP); una primacía que pasa a ERC… A lo que se añade, finalmente, otros dos datos tal vez aún más inquietantes para sus expectativas. En los últimos meses ha quedado clara la firme reticencia tanto de la UE como del mundo empresarial catalán más relevante a todo lo que no sean señales de estabilidad, es decir, a que el asunto no se resuelva con una renegociación interna del estatus de Cataluña dentro de España, lo cual es un impacto en plena línea de flotación.

Me refiero también al deterioro de las relaciones dentro de la sociedad catalana, cada vez más evidente para unos y tabú para otros. Negar tal deterioro desde el axioma intocable de “la cohesión nacional de Cataluña” suena a un ritual de exorcismo para ahuyentar lo que teme: la visibilidad de la población catalana alejada y/o discrepante del soberanismo-independentista hegemónico. Ese 45% de la población que utiliza el castellano “como lengua primera” (cuando el 35% “utiliza habitualmente” el catalán) es un ejemplo de “brecha social” a causa de las preferencias lingüísticas. O ese 35% de la población que se afirma “tan catalán como español” y ese 6% que se considera únicamente español o “más español que catalán” (mientras que el “únicamente catalán” se queda en el 25% y el “más catalán que español” en el 26,2%), cifras que evidencian otra “brecha social” a causa del sentimiento de pertenencia.

Lo que le da relevancia política a cosas como éstas, que desde una mirada no ideologizada podrían ser simples muestras neutras de la pluralidad de la sociedad catalana en esos asuntos, es precisamente, primero, que hay un cambio de formas y de fondo, de un desencuentro basado en el alejamiento o la no sintonía pero de formas suaves e implícitas a formas más duras y explícitas de discrepancia pública; y, segundo y sobre todo, que el disenso concierne a los elementos simbólicos centrales del catalanismo oficial y, por tanto, a un terreno al que tanto éste como sus oponentes le asignan una evidente trascendencia. El auge espectacular del C’s en las encuestas anuncia que el viento ya está soplando a favor de la oposición dura y explícita y que la base social de un movimiento social de resistencia al catalanismo-soberanista-independentista ya se está nutriendo de esa otra Cataluña que utiliza el castellano “como lengua primera” y que no reniega de su parte de españolidad.

La cuestión de fondo que subyace tras estos claroscuros es que el decisionismo-soberanista-independentista ha ganado la batalla en la Cataluña que vota: lo sostiene el 39% del censo representado por CiU, ERC, CUP e ICV en efecto, pero ese porcentaje se queda demasiado corto y además no está asegurado. Necesita consolidar esa posición institucional amarrando a ICV y a la UDC de Durán, dadas las conocidas inclinaciones federalistas o confederalistas del electorado de ambas y que también conciernen, como es notorio, a una parte del electorado del propio partido de Mas (CDC). Y, sobre todo, necesita ampliar esa mayoría en la Cataluña “silenciosa”. Esta es la batalla de fondo que se está librando. Según cómo salgan las cuentas de esta batalla, contabilizada necesariamente en términos electorales (tras el próximo ciclo de europeas, generales, autonómicas y locales), se dilucidará su desenlace. A lo más es cosa de un par de años.

Cómo se ha llegado a este punto

Bien mirado, lo que está ocurriendo tiene mucho que ver con la evolución de la sociedad catalana en los últimos 30 años. Por ser más preciso, con su nacionalización, alentada y sostenida por todo el sistema político catalán desde sus instituciones de autogobierno tras la Transición posfranquista. En estos años, se ha producido un poderoso proceso de integración “nacional”. Su resultado tal vez más contundente se da en el campo lingüístico, que es competencia exclusiva de la Generalitat. Según dice Germá Bel en su libro Anatomía del desencuentro (basándose en el Informe de política lingüística de la Generalitat de Catalunya 2011): “Entre la población catalana de 14 años o más, el 96,3% comprendía el catalán, el 80,5% lo sabía hablar y el 65% lo sabía escribir”. Es un éxito sin duda, treinta y pocos años después, y tanto más cuando es el resultado de la voluntad política de situar el catalán como lengua “propia” de Cataluña.

Además, se ha dado también un triunfo rotundo de la visión nacionalista de Cataluña, cuya hegemonía político-cultural es indiscutible: los conceptos centrales de la vida pública catalana, los marcos cognitivos –con la primacía de su auto-definición como nación distinta, y, por tanto, soberana, y, en consecuencia, con la reivindicación del reconocimiento de ambas cosas– los viene dictando el mundo nacionalista catalán desde los tiempos de Jordi Pujol. Nación y soberanía son sus atributos esenciales, de los que se derivan a su vez “la obediencia catalana”, la “lengua propia” y “el derecho a decidir unilateralmente si ha de tener o no un Estado propio”. Todo ello en un mismo lote irrenunciable e innegociable, que ha sido aceptado como canon indiscutible de lo políticamente correcto.

Lo cual no debería extrañar nada, porque el mundo nacionalista catalán, desde la Transición, se lo ha currado más y mejor que otras corrientes, y, por si esto no bastara, se lo han puesto en bandeja los impulsos “aznaristas” en el PP, con sus torpezas y sus provocaciones, y, en otro sentido, con su incapacidad de construir y dinamizar una alternativa propia, las izquierdas de Cataluña y del resto de España.

En este contexto, todo ha favorecido el que se haya ido conformando un sistema de partidos distinto al del resto de España. De los ocho partidos políticos representados en el Parlamento catalán tras las autonómicas del 2012, siete son de ámbito únicamente catalán y sólo hay uno de ámbito “nacional español”, el PPC, con 19 diputados (de 135), el 12,97% de los votos emitidos y el 8,71% del censo electoral, muy lejos de la mayoría absoluta del PP en el Congreso y en el grueso de los parlamentos autonómicos.

Sin embargo, en los últimos años se ha producido un cambio sustancial de la política catalana: ha quebrado el compromiso tradicional del catalanismo con el doble proyecto de liderar la regeneración y modernización de España y a la vez de liderar el autogobierno de Cataluña, las dos patas en que se ha sustentado durante el siglo XX. Y a consecuencia de este cambio ha ido creciendo su desconexión del resto de España. Este cambio, por tanto, es muy trascendente en lo que hace a su perspectiva. Ahora limita su compromiso a liderar el autogobierno catalán, y, además, reivindica una reorientación únicamente catalana del autogobierno: hacia el Estado propio en la UE y hacia la independencia.

Este cambio concuerda, como no podía ser de otra forma, con los datos sobre el sentimiento de pertenencia y las preferencias constitucionales. Según las encuestas del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat de Catalunya (CEO) realizadas entre el 2006 y el 2013 sobre la evolución “identitaria”, se ha reducido al 6% la suma del “sólo español/a” y del “más español/a que catalán/a”, se ha duplicado el “únicamente catalán”, que ha pasado del 14% al 31%, se mantiene estable en torno al 26% el sentirse “más catalán/a que español/a”, y sigue el primero en preferencia el sentirse “tan catalán/a como español/a, aunque ha descendido del 42% en 2006 al 36% en 2013. En cuanto a las encuestas del CEO entre junio de 2005 y junio de 2013 sobre la evolución política, la preferencia por el Estado independiente ha subido del 13,6% al 47%, de manera que casi se ha triplicado; la preferencia por un Estado federal ha bajado del 31,3% al 21,2%; la preferencia por el Estado autonomista ha bajado aún más: del 40,8% al 22,8%; y la regionalista ha bajado del 7% al 3,6%. Sube “Cataluña” y baja “España”.

El movimiento soberanista-independentista catalán tiene una explicación sobre estos cambios que se resume en la secuencia argumental de una triple conexión de la mayoría social catalana. Primero, con un sentimiento de malestar: “España maltrata y ahoga a Catalunya”, “no les deja ser catalanes”, “España es un estorbo para la economía y el bienestar de Catalunya”, “los esfuerzos de Catalunya por cambiar España han fracasado y ya no dan más de sí”... Segundo, con la idea de que “este es el momento de salirse”: “España está en quiebra”, “hay que aprovecharse de su debilidad”, “todo irá a mejor saliéndose de España”, “Catalunya disfrutará de unas oportunidades que ahora no tiene”, “es un momento de oportunidades”... Tercero, con la decisión de que el mejor modo de hacerlo es votando en un referéndum que muestre el respaldo a ser un Estado en Europa: “No se puede decir a un pueblo que no puede decidir democráticamente su futuro”. Es un discurso compacto y de una eficacia indiscutible.

No obstante, su justificación del cambio es, a mi parecer, muy discutible. Creo que esos argumentos no hacen justicia a la realidad social de Cataluña y a sus lazos con el resto de España. Tampoco creo que hacen justicia a su estatus real dentro de España. No es cierto que Cataluña no sea un sujeto político o que sea ignorada y desconsiderada sistemáticamente o que esté sin voz en el Estado español o que esté abocada a la desaparición. Pero aparte de estos juicios de hecho, no creo que está justificado “irse” de España y menos aún que se lo plantee en este momento de crisis.

Sus argumentos para la secesión no tienen suficiente consistencia moral. Primero, y sobre todo, porque no se sostiene que en su existencia actual Cataluña está sometida a unas condiciones de radical injusticia, de gravísima discriminación económica, de violaciones masivas de los derechos fundamentales de su población… Y, segundo, porque desconsideran el lado más oscuro de la secesión, sus consecuencias más problemáticas: lo que pierden tanto Cataluña como el resto de España, que se está forzando una elección que mucha gente no quiere hacer, que se están abriendo heridas que costará mucho cerrarlas bien, que se está sembrado una desconfianza inconmensurable en la consistencia y duración de los acuerdos que se pudieran conseguir en el futuro, que una salida tan traumática y arriesgada no guarda proporción con la situación actual de Cataluña… No me sorprende que haya sectores de la sociedad a los que la secesión les resulte atractiva y que vean en ella un horizonte de mejora de su estatus personal, pero dudo seriamente de que tal expectativa sea extensible a otros sectores de la población de Cataluña, especialmente a los más débiles y de menos recursos sociales y, en todo caso, no creo que ello repare ni justifique los daños que acarrea.

Por otra parte, no está claro cuál es la hondura y consistencia de ese cambio. Máxime cuando hay indicadores de que el factor principal del cambio es la crisis económica y sus consecuencias: me refiero al dato de que dos de cada tres personas que en los sondeos postelectorales reconocen estar a favor de la independencia de Cataluña confiesan que son nuevos independentistas y que antes no lo eran. Me resisto a creer que estos “nuevos independentistas”, que serían aproximadamente 1.700.000 personas según la proyección de las encuestas, respondan al arquetipo de un catalán que lleva en su mochila “la condición de inquilino de un casero hostil” o “el desengaño del proceso del Estatut”, o que cree que “el Estatuto de autonomía ya no da más de sí”, o que piensa que ahora está en juego o “ganar la libertad o desaparecer como pueblo”, etc.

Cuál es realmente la materia del conflicto

La discusión no puede prosperar si no se atina en el diagnóstico. Es el momento de tratar de objetivar la dimensión de las cosas. Lo que no parece excesivamente complicado en este caso. Se trata simplemente de mirar el inventario de todo lo que ya está sobre la mesa y deducir las pertinentes conclusiones.

1. En primer lugar hay un problema de autogobierno o autodeterminación interna. Puesto que Cataluña ya tiene en su haber el reconocimiento constitucional de su autonomía histórica y es muy reciente la reforma de su estatuto de autonomía que se refrendó en marzo de 2006, en el que se establecen las reglas y condiciones del autogobierno de Cataluña y su forma de estar dentro de España, se trata de reexaminar ese estatus punto por punto.  

a) El reconocimiento de la singularidad catalana y sus símbolos. No está claro cuál es el contenido de tal singularidad y en qué puede consistir su reconocimiento. Pero sí que es una clave primordial a satisfacer, toda vez que se suele comenzar siempre por este asunto cuando se enumeran las insatisfacciones y demandas.

En la “Propuesta de reforma del Estatuto de autonomía de Catalunya” aprobada por el Parlamento catalán en septiembre de 2005 está, negro sobre blanco, la intención de institucionalizar el reconocimiento de la singularidad de Cataluña, liderada por Maragall y su Gobierno tripartito (PSC, ERC e ICV) y apoyada por CiU, que no prosperó porque forzaba demasiado los límites constitucionales, pero que da pistas sobre qué significa esto y en qué se traduce esta demanda. Sobre todo porque señalan en qué sentido les gustaría sobrepasar esos límites sin el temor a que un tribunal lo impidiera.

Lo que más dolió de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre los artículos impugnados por el PP como inconstitucionales del nuevo Estatuto catalán fueron esas dos líneas del primer punto del fallo donde se dice: «Carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del preámbulo del Estatuto de Cataluña a “Cataluña como nación” y a “la realidad nacional de Cataluña». Las referencias aludidas en esa frase se limitaban a un solo y breve párrafo del preámbulo del nuevo Estatuto que afirmaba lo siguiente: «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad» (1).

Se trata de inventar cómo satisfacer a Cataluña con una compensación, quizás más simbólica que material, por la sentencia del Tribunal Constitucional que se cargó un pacto estatutario refrendado por el Congreso de Diputados y por el pueblo catalán. Además, no se puede ignorar que tiene algo que ver con el reconocimiento y aceptación del hecho más diferencial catalán: el hecho nacionalista, su hegemonía en un sistema distinto de partidos políticos, la mezcla y confusión de los fundamentos nacionalistas y democráticos en su demanda mayoritaria de la capacidad de decidir sobre el futuro de Cataluña… No está nada claro en qué y cómo se puede materializar esto.

b) La concepción del país en que vivimos. Al cual, en nuestro caso, dada su diversidad intrínseca, le corresponde una organización territorial y una concepción eminentemente plural y policéntrica. Parece evidente que se trata de una sociedad radicalmente compleja no sólo porque contiene la pluralidad constitutiva de toda sociedad moderna abierta (y, por tanto, con pluralidad político-ideológica, religiosa, moral, de costumbres, modas, aficiones…) o de las sociedades con un fuerte mestizaje por el diferente origen de su población (en Cataluña o el País Vasco sólo un tercio de su población nativa tiene abuelos también nacidos en dichos territorios). Lo es también por su propia configuración específica (un largo proceso histórico de integración estatal a partir de un conglomerado de antiguos reinos estrechamente interrelacionados en el espacio físico peninsular y que se van fundiendo con el tiempo), por su diversidad institucional, de lenguas, de culturas y costumbres. Y lo es, sobre todo, por el conflicto existente de identidades (de sentimientos de pertenencia y de símbolos) vividas como únicas e incompatibles entre sí.

El reconocimiento de esta radical diversidad es lo que está detrás de la guerra semántica en torno al concepto uninacional de “nación española” expresamente cuestionada y rechazada por muchos (desde otros sentimientos nacionalistas o anacionales), y la preferencia, según los gustos, de entender España como un “país de países” o una “nación de naciones” o un Estado “plurinacional”.

Pero más allá de la semántica, o del nombre de la cosa, está el asunto de fondo, esto es, la concepción misma de la cosa y de sus fundamentos: desde las distintas versiones nacionalistas y nacionales (que incluyen, por cierto, la austro-marxista, la leninista o la del federalismo plurinacional) a las distintas versiones laico-cívicas posnacionales y anacionales (o no nacionalistas).  

Además, pasando a lo más materialista (el bolsillo y las cosas de comer), es una fuente permanente de malestar y un tema recurrente en Cataluña la queja por la persistencia de las políticas públicas que se atienen a un esquema expresamente centralista y radial de España, con la capital del Reino como principio y fin de todo, en particular en las inversiones e infraestructuras. Hay que dar con una manera pactada de institucionalizar cómo se resuelve esto, de modo que no quede a la discreción de las mayorías parlamentarias. 

c) El reparto de los poderes del Estado y de las distintas competencias en los tres niveles de la Administración pública: central o común, autonómico y municipal.

Aquí se trata de definir el reparto de poder entre las instituciones públicas del autogobierno y las de la Administración común o del conjunto (que se suele denominar Administración “estatal” erróneamente); se trata de clarificar y especificar el qué y el cuánto, el por qué y para qué de las respectivas competencias. Un asunto controvertido por la diversidad de criterios para dirimir esta faena y porque es inseparable de cosas muy sensibles: el concepto del país en su conjunto y, a tenor de ello, cómo se cultiva y protege el principio de unidad; el acomodo o encaje de la diversidad de sus partes (de los distintos hechos diferenciales: lenguas, culturas, instituciones históricas, identidades y símbolos), asimétrica por su propia naturaleza; los criterios político-morales para vivir mejor juntos; los principios de igualdad, pluralismo, solidaridad y subsidiariedad; la reorganización de la Administración pública para que su funcionamiento sea estable, eficaz y eficiente desde criterios pragmáticos…

Hay que tener en cuenta, además, que en los asuntos considerados “estratégicos” por el catalanismo (y demás nacionalismos periféricos: idioma, educación, cultura, etc.), el acuerdo sobre las competencias en esas materias forma parte del reconocimiento de la singularidad. Otro apartado clave es el de la financiación. Se trata de clarificar y fijar los criterios básicos del sistema fiscal, la redistribución, la solidaridad y la nivelación entre los distintos territorios.

d) La confianza y seguridad para todas las partes contratantes. Se trata de establecer garantías mutuas, de reciprocidad y lealtad, en ambas direcciones, para salvaguarda tanto de las partes como del conjunto.

Se trata de un asunto especialmente sensible para todos aquellos territorios  como Cataluña, cuya representación política minoritaria en el Congreso no asegura la preservación de su “hecho diferencial”.

En parte, tiene que ver con la institucionalización de una cámara territorial (un Senado representativo de las partes autonómicas o federadas) a la que se le asigne esta función. Y, en todo caso, requiere apoyarse en la experiencia de otros países donde funcionan este tipo de instituciones o de cláusulas de salvaguarda (o de veto) de las minorías y optar por las que se consideren más adecuadas.

e) Finalmente, todo lo concerniente a la institucionalización de los mecanismos del gobierno compartido; esto es, la cooperación entre los diversos niveles de la Administración pública y la participación de los niveles intermedios (autonómicos o federados) en la gestión y en las decisiones de las instituciones centrales o comunes, incluyendo las decisiones sobre la política europea especialmente y sobre la política internacional.

Estamos ante un asunto esencial en todos aquellos Estados (compuestos, autonómicos, federales) que han de gestionar una radical diversidad y cuyos poderes están muy repartidos. En nuestro caso, está estrechamente relacionado con los límites y deficiencias del Estado autonómico, que están señalados y diagnosticados de sobra, como es sabido, tras la experiencia de los últimos 30 años. De modo que la discusión de cómo corregir, resolver o superarlos podría hacerse en términos racionales y razonables.

2. Un problema de autodeterminación externa o de secesión de aquellas comunidades territoriales que no quieren compartir el proyecto común de España.

El derecho internacional y la práctica de los principales órganos internacionales restringen el derecho a la autodeterminación externa o secesión a que se den unas condiciones excepcionales y netamente restringidas: a los casos en que la Constitución interna de un país le da cabida o bien a situaciones de violaciones masivas de los derechos humanos fundamentales o de anexión unilateral e injusta de un territorio soberano, básicamente.

Por consiguiente, el meollo de la cuestión está en qué respuesta da la democracia a aquellas comunidades territoriales que quieren “irse” del Estado del que forman parte pero no cumplen las graves condiciones de injusticia que exige el derecho internacional. Ese fue el caso de Quebec en Canadá y es el que se da asimismo ahora en Cataluña. Y el meollo de la respuesta es que si el deseo de constituir un Estado independiente cuenta con un apoyo sostenido y claramente mayoritario, no se puede zanjar sin más esa voluntad política con la simple negativa (“porque la Constitución o el derecho internacional no lo permiten”). En tal caso, podrá haber un imposible jurídico mientras no se reforme la Constitución vigente, pero la democracia y el buen sentido pragmático obligarían a todas las partes a llevar a cabo unas negociaciones sobre la posibilidad y condiciones de una secesión por mutuo consentimiento (2).

La institucionalización de este procedimiento requiere dos pasos en nuestro caso. El primero, la reforma constitucional, puesto que, de lo contrario, varios artículos de la actual Constitución lo prohibirían. Me refiero al artículo 1.2 (“la soberanía nacional reside en el pueblo español”) y al artículo 2 (el de la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible”), pero también el artículo 8.1 (que asigna al Ejército la misión de defender la integridad territorial de España), por si acaso, dado que está en el mismo lote que el artículo 2.1. El segundo, concretar su regulación legal, como se hizo en Canadá con la “Ley de claridad”, estableciendo al detalle las reglas y condiciones del proceso de secesión.

Lo que se regula no es un derecho a la secesión sino un procedimiento para poder materializar la voluntad mayoritaria de “salirse” en determinadas circunstancias. No se fundamenta en el derecho internacional a la autodeterminación externa o secesión, ya que no se dan las condiciones establecidas. Ni tampoco en un derecho constitucional a la secesión, que, aparte de Etiopía, no reconoce ningún otro país del mundo. Sus fundamentos son el realismo-pragmatismo y, en último término, la razón democrática. Aporta la certeza de que el Estado de derecho no va a mantener por la fuerza dentro de su ordenamiento jurídico-político a una comunidad territorial disconforme con pertenecer al mismo de manera claramente mayoritaria y persistente.

Esta fórmula está respaldada por la experiencia de Quebec y por una doctrina jurídica (a partir del célebre dictamen de la Corte Suprema de Canadá y posteriormente de la Ley de claridad) que cuenta con un prestigio y aceptación universales tanto en el campo político como en el del derecho internacional o constitucional (3).

3. Un problema de cohesión y convivencia interna de la sociedad. Que se da a doble escala, pues atañe tanto a las partes (a las unidades subestatales, las comunidades autónomas de ahora, y otro tanto ocurriría con las federaciones de un Estado federal) como al conjunto común. 

En este momento, con cifras pavorosas de paro y una desigualdad galopante, es obvio que las materias abordadas en este artículo no son el primer problema para la cohesión y la convivencia del conjunto de la sociedad española. Pero, dicho esto, no es menos obvio que el impacto del asunto catalán en la cohesión y convivencia del conjunto está estrechamente relacionado con estos dos problemas de autodeterminación mencionados. Es evidente que mejorarían sustancialmente si se encarrilaran bien.

En el caso de la parte catalana, tengo la impresión, visto desde fuera, de que hay que rasgar el velo políticamente correcto y auto-complaciente de su “cohesión nacional” para entrar en el fondo de algunos asuntos que cuestionan tal auto-diagnóstico.

Me refiero en particular a tres síntomas que se dan sobre todo en el mundo de lo simbólico. Uno, la evidencia de que el estatus del castellano en las instituciones públicas y en los servicios públicos no se corresponde ni con su realidad sociológica como lengua materna y de uso preferente mayoritaria en Cataluña ni con su rango jurídico de lengua cooficial de Cataluña según el estatuto de autonomía (4). El segundo, la evidente anomalía que supone la existencia en diversos grados de un sentimiento de pertenencia a España en una vida pública en la que tal cosa debe corregirse para que Cataluña sea en verdad “un sol poble”. Por último, el déficit de normalización de los símbolos comunes… que no son vistos como tales sino como ajenos e impuestos.

Como he subrayado antes, no me parece ya válida la consideración de estos síntomas con la mirada con la que se veían las cosas antes de abrirse la caja de Pandora. Se puede entender que el catalanismo oficial así lo haga y que no reconozca el cambio de situación, pero eso no es un argumento que rebata la necesidad de enunciar este asunto como un problema sustantivo de Cataluña. Basta tener en cuenta la presencia evidente de una resistencia explícita al núcleo duro de los dogmas del nacionalismo catalán, que son los que básicamente han sustentado la nacionalización de Cataluña en los últimos treinta años (asumida y bendecida por el catalanismo oficial y por toda la izquierda vinculada a la tradición socialista, comunista y ácrata autoincluida en el mismo), y basta tener en cuenta lo que puede sumar su representación electoral, aunque sea sólo en su parte más dura (PP más C’s), sin escarbar en las bases electorales del PSC, para que sea pertinente llegar a la conclusión de que ahí hay un problema. Tratarlo como lo hace el catalanismo oficial, “señalando” y demonizando a ambas fuerzas como anticatalanas, no es sino otra forma de confirmar su existencia.

Debilidad y crisis del proyecto común

Lo que está aconteciendo ahora en Cataluña no es quizás el problema político de mayor gravedad y urgencia que hay en este momento, pero sí es probablemente el más inquietante porque destapa como ningún otro la crisis de España. Es la evidencia de que está en crisis su territorio y sus fronteras ante un posible proceso inminente de secesión y ante el temor al efecto dominó que podría impulsarse en Euskadi algún día, porque ya hay una mayoría nacionalista vasca que puede concluir que ha llegado su oportunidad. Está en crisis también su organización política territorial: el Estado autonómico en su conjunto, el título VIII de la Constitución que lo regula, y la doctrina del Tribunal Constitucional que dirime los conflictos generados en su funcionamiento. Y está en crisis, sobre todo, la idea misma de España.

En resumen, una crisis múltiple. Que aún es más imponente si se tiene en cuenta la circunstancia agravante de que todo esto se da en el contexto de una España en la que casi todo se tambalea: su economía, la Constitución, las instituciones centrales (la Monarquía, el poder judicial, el Tribunal Constitucional), sus leyes básicas, los partidos políticos y los sindicatos… España necesita redefinirse ante este panorama.

Los nacionalismos periféricos, por ejemplo, la definen como un hecho exterior y ajeno y como la imposición permanente de una identidad extraña a las realidades naturales que serían Cataluña, el País Vasco y Galicia, una imposición sostenida en el pasado por la legión de burócratas y el aparato militar y policial de un Estado hipercentralista, y por la mayoría electoral en el Congreso de los partidos españoles y proespañolistas que asegura para siempre una legislación favorable a sus intereses en la actual democracia posfranquista y del Estado autonómico.

No comparto esta idea de España tan arraigada en la mirada nacionalista periférica. No se ajusta a la realidad.

No comparto tampoco la definición del nacionalismo español en todas sus variantes cuyo núcleo central es la idea de una España que la Historia ha moldeado para siempre como un ente uninacional e indivisible. No comparto el déficit de sensibilidad, conocimiento, reconocimiento y respeto con la diversidad de España (las otras lenguas, los símbolos de otros sentimientos de pertenencia y los otros nacionalismos) que hay en el nacionalismo español en todas sus variantes. Ni comparto el exceso de tendencias centrípetas, de confundir el Estado con las instituciones comunes o el reparto de poderes a distintos niveles con el debilitamiento del Estado, de no entender que lo de compartir no casa bien con la obsesión por jerarquizar. 

La primera conclusión, por tanto, es que la definición de España no puede estar sometida a estas dos miradas que la han monopolizado y que no se ajustan a su realidad: ni a su historia ni a lo que hoy es. Y la mejor manera de librarse de este doble monopolio es reivindicar un sentido de España y lo español como un destilado de procesos de larga duración.

Primero como ámbito territorial en el que se han desarrollado múltiples lazos (lingüísticos, culturales, económicos, políticos, familiares) de diverso tipo y densidad entre sus habitantes, de modo que es algo más que un mero conglomerado de territorios históricos reunidos bajo el Reino de las Españas.

Segundo como un hecho societario-comunitario no menos “natural” y afectivo y denso que los hechos societarios-comunitarios de Cataluña, Euskadi o Galicia.

Y tercero como un hecho de diversidad profunda: diversidad de territorios diferenciados por la lengua, historia, instituciones y costumbres; diversidad de origen demográfico, por los fenómenos migratorios y el mestizaje producido en todo su ámbito territorial; diversidad de sentimientos de pertenencia y en las formas y grados de sentir la identidad (sean nacionales y/o nacionalistas alternativas a la española o anacionales, sean exclusivas y no compartidas o duales y compatibles en diverso grado); diversidad de nacionalismos y de proyectos nacionales (desde la negación de los nacionalismos periféricos a su afirmación-expansión; del repliegue del nacionalismo españolista a pretender su expansión; de centralización y descentralización); diversidad que en Euskadi y Cataluña toma la forma de un sistema de partidos diferente y donde son hegemónicos los de ámbito exclusivamente vasco o catalán que reniegan de su pertenencia obligatoria a la nación española y cuestionan la soberanía única del Estado-nación español.

La siguiente conclusión es que España necesita rehabilitarsu proyecto común, que hoy día está en un estado lamentable.

Resumo algunas de las claves de esta necesidad, doce para que no suenen a un decálogo de mandamientos, cuya sustancia no es ajena a su evidente obviedad. No son un programa, ni siquiera de mínimos.

1) Comienzo con la principal: se trata de integrar e institucionalizar en un proyecto común la sociedad solidaria de los ciudadanos y ciudadanas con los mismos derechos y obligaciones, y, a la vez, el reconocimiento y respeto de la diversidad de territorios, lenguas, identidades o sentimientos de pertenencia que contiene España.

2) Exige un gran pacto político. Un contrato de la sociedad.

3) Exige darle un fundamento material acertado a ese pacto: acertar en el cuánto y el qué del proyecto común y acertar en el cuánto y el qué de la diversidad profunda.

4) Exige lealtad recíproca a los fundamentos de este pacto entre las instituciones que representen lo común y las que representen la diversidad.

5) Exige darse un tiempo razonable para valorar sus resultados y renunciar de facto a embarcarse en otras opciones distintas a las pactadas durante ese tiempo.

6) Exige corregir el déficit de conocimiento de la realidad de España. Hoy ganan por goleada, o bien la idea de la España uniforme que desconoce profundamente su diversidad profunda, o bien un conocimiento particularista desmadrado. Este déficit es de cantidad y de calidad. Compromete en particular a la enseñanza pública, a los medios públicos y a todas las instituciones públicas.

7) Exige superar la contradictoria organización territorial de España que se afirma en la Constitución: definida como un Estado uninacional, y, a la vez, como un Estado compuesto por 17 comunidades autónomas y que se ha desarrollado, de hecho, en un sentido federalizante. La España uninacional no se adecua a la rehabilitación que aquí se propone.

8) Una democracia no puede prohibir la posibilidad de “irse” a comunidades como Cataluña o el País Vasco. Hay que levantar la prohibición de la secesión, reformando los artículos 1.2., 2 y 3.1 de la Constitución de 1978 y también el artículo 8.1, de impresentable retórica castrense. Exige regular el procedimiento para “irse” como lo ha hecho Canadá con la Ley de claridad.

9) Exige que las diversas variantes del nacionalismo español (y/o nacionalismo de Estado) y los nacionalismos hispanos periféricos sean compatibles y no antagónicos, que se corrijan entre sí, y que puedan embarcarse conjuntamente en un proyecto común de España.

10) Exige que el sector ni-ni, ni pronacionalista, ni antinacionalista, sino sólo simple y respetuosamente no nacionalista, tenga una presencia y una representación significativa en la vida política como contrapeso corrector de las dinámicas nacionalistas y de la jibarización de la definición de España según la lógica nacionalista. 

11) Exige la presencia permanente y constante de prácticas sociales, culturales y políticas que den consistencia, atractivo, credibilidad y fiabilidad al proyecto común de una España tan empeñada en respetar y acoger toda la diversidad existente como  solidaria y leal. Hablo de impulsar unas dinámicas políticas y culturales, tanto desde el mundo institucional como desde la sociedad civil, que sostengan, prestigien y activen la posibilidad de otra España.

12) Exige hacer esto desde el interés del conjunto de España, entendida, claro está, como el espacio de lo común a cuantos en él estamos. No se trata de acomodar a Cataluña o al País Vasco en España y/o en su Estado, sino de la doble y simultánea acomodación de ambas comunidades en el conjunto común de España y de éste en Cataluña y Euskadi, cosa que será más o menos cómoda e incómoda para unos y otros. Se trata de cómo vivir mejor juntos.

Un proyecto común, en suma, que ha de ser claro y sugestivo en ambas direcciones, esto es, en lo que ha de reconocer (incluir e integrar) y en las obligaciones mutuas de solidaridad que ha de recoger.

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(1) Este párrafo no estaba en la Propuesta de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña aprobada por el Parlamento catalán en septiembre de 2005, sino que se añadió al texto estatutario tras el dictamen de la Comisión Constitucional del Congreso en compensación por la autosupresión en dicha comisión de las referencias “a Cataluña como nación y a la realidad nacional de Cataluña” que sí había, en efecto, en el texto que llegó al Congreso y cuya conformidad con la Constitución debía sancionar. Por tanto, el párrafo al que alude la sentencia estaba avalado por partida doble: por la soberanía del Congreso que le dio el visto bueno y por su ratificación por el pueblo de Cataluña que lo refrendó en el referéndum.
(2) Según el dictamen de la Corte Suprema de Canadá sobre la secesión de Quebec (2008): a) el voto democrático (de Quebec) no puede anteponerse a los principios del federalismo y de la primacía del derecho, a los derechos de las personas y de las minorías, ni tampoco al funcionamiento de la democracia en las otras provincias o en el conjunto del Canadá; b) las demás provincias y el Gobierno federal no pueden negar al Gobierno de Quebec el derecho de pretender realizar la secesión (le droit de chercher à réaliser la sécession) si una mayoría clara de la población de Quebec elige esta vía; c) en tal caso, todas las partes estarían obligadas a abrir una negociación y a llevarla a cabo conforme a los principios fundamentales de la Constitución (el federalismo, la democracia, el constitucionalismo y la primacía del derecho, así como el respeto a las minorías y del principio democrático); d) esa negociación trataría de los intereses del Gobierno federal de Quebec y de las otras provincias, de otros participantes, así como de los derechos de todos los canadienses en el interior y el exterior del Quebec; e) ante una actuación de mala fe o de paralización de la negociación por alguna de las partes, sería la comunidad internacional la que juzgaría qué consecuencias políticas y diplomáticas acarrearía esto.
(3) En nuestro país, desde la irrupción del plan Ibarretxe en especial, tiene la ventaja de que es amplia y muy cualificada la lista de personajes del mundo intelectual y académico (juristas, filósofos, economistas, politólogos, etc.) o del mundo literario o del mediático o incluso del político, que han manifestado públicamente su conformidad con la necesidad y oportunidad de un procedimiento de este tipo ante la circunstancia de una demanda clara y continuada de secesión.
(4) Algo tiene que ver con este problema de maltrato lingüístico y simbólico la redacción del artículo 6 del estatuto refrendado en 2006, que distingue el catalán como lengua “propia” de Cataluña, cosa más que evidente, y establece que es “la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza” además de ser “la lengua de uso normal y preferente” de la Administración pública y de los medios de comunicación públicos, pero no extiende ese rango al castellano o lengua española, a la que deja además en cierto sentido a pies de los caballos: como una lengua “no propia” y cuya oficialidad en Cataluña sólo se fundamenta en que es la lengua del Estado.

Javier Villanueva
Un horizonte incierto

Por lo que se dice, la perspectiva inmediata puede ser la siguiente. Primero, que discurra este año 2014, entre tensiones y expectativas, entre tiras y aflojas, hasta que se despeje la incógnita del referéndum escocés, y hasta que, tras el 9-N, se pase la resaca inmediata de la no realización de la consulta. Segundo, que transcurra el 2015 –entre un sinfín de encuestas para medir la temperatura de la frustración por la no celebración de la consulta y de dimes y diretes sobre si Mas piensa convocar o no elecciones anticipadas– y que se despeje la incógnita de cómo digiere el electorado soberano todo ello en las dos elecciones que toca celebrar (municipales y generales). A finales de este año, por tanto, se conocerán cuáles son las tendencias predominantes y cuál es la nueva relación de fuerzas en el Congreso de Diputados, dos datos importantes que condicionarán las estrategias políticas siguientes que nos esperan, pero que tampoco serán definitivos. Si para entonces Mas no ha anticipado las elecciones, a la espera de conocer estos datos, ya sólo queda convocar las autonómicas que establezcan la relación de fuerzas del Parlamento catalán en la nueva legislatura. Entonces será el momento de tomar decisiones.

Dicho de otra manera y resumiendo. El pronóstico previsible es que no habrá consulta pactada y legalizada en 2014 y que la consulta bajo la legalidad catalana será suspendida o declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional y no se celebrará. A partir de esto todo lo demás es incierto. Son inciertos los siguientes pasos de CiU y ERC, aunque hoy por hoy parece más bien que Mas no se inclina ni por anticipar las elecciones y darles un carácter “plebiscitario” ni por ir a una declaración unilateral de independencia. Hay incertidumbre sobre cuál es el objetivo final: no está zanjado que el objetivo sea “el irse de España” y no el de “quedarse de otra forma”; la ambigüedad atraviesa de arriba a abajo a todo el movimiento decisionista-soberanista-independentista. Y es incierto cuál será el final de la película. La única certeza es que seguirá habiendo un problema muy serio mientras la sociedad catalana siga respaldando con una mayoría absoluta a los partidos que sostienen la demanda soberanista-independentista. Y como hay visos de que esto es lo que va a ocurrir, está absolutamente sentenciado asimismo que la fórmula de Rajoy no va a tener éxito.

Sobre cuál será el desenlace final, aunque sea esto puramente especulativo, se manejan tres hipótesis. La más pesimista: no habrá ningún arreglo y ello acarreará un desgaste generalizado –todos saldrán y saldremos perdiendo–. La segunda, antagónica de la anterior: un arreglo generoso requeriría no sólo un cambio de mayoría gobernante –lo que no quiere ni puede hacer el PP–, sino también notables cambios en el PSOE. Esta segunda hipótesis hoy parece un imposible, pero podría tener su oportunidad tal vez tras un tiempo de tocar fondo. Y, por último, un apaño para salvar los muebles, que podría ser tanto una variante algo más suave de la primera como una oportunidad de abrir la puerta con el tiempo a la segunda.

Por la necesidad de redefinir un proyecto común de España sobre nuevas bases,  por la envergadura de las cosas que están sobre la mesa y por la conveniencia de aclarar y fijar unos criterios y de garantizar su aplicación, la mejor fórmula para afrontar esta crisis es acometer la reforma constitucional. Pero la viabilidad de esta reforma es muy remota. Hacen falta dos tercios del Congreso para poder hacerla, y hoy por hoy es imposible llegar a esa cifra mientras el PP no esté por la labor de una redefinición de España. Entre otras cosas, porque no saldría ganando como partido sino más bien todo lo contrario en cualquiera de los cambios que se han mencionado. Además, hay que reconocer que los contenidos y el alcance de esa reforma constitucional están demasiado verdes todavía y tienen que madurar mucho más.

Por otra parte, es patente que están en juego otras opciones alternativas a la reforma constitucional que van desde la marcha atrás –para “poner orden en el caótico y derrochador Estado de las autonomías” y para “recuperar y reforzar los poderes del Estado que se ha debilitado demasiado”– hasta el consenso reformista limitado para llevar al taller de reparaciones el Estado de las autonomías y someterlo a una operación de mejora de su funcionamiento, de su eficacia y eficiencia, sin tocar la Constitución.  

La primera expresa la tendencia de un sector de las derechas (ya se sabe que “la cabra tira al monte”). Pero no resuelve nada. Y, además, es prácticamente imposible a corto plazo ejecutarla: significa una resta generalizada que hoy por hoy no unifica a las derechas y tiene escasa viabilidad.

La otra, constreñirse a unas cuantas reformas del Estado autonómico, cuenta con más posibilidades a corto plazo, pero su campo de juego es demasiado limitado sin reformas constitucionales. Digo esto porque los asuntos más relevantes –el reparto y clarificación de las competencias; la financiación, la solidaridad y la nivelación; los mecanismos de gobierno compartido, etc.– han de “constitucionalizarse” todos ellos según aconsejan los expertos con un argumento convincente a mi juicio. No sólo es necesario clarificar-fijar los criterios básicos sobre esos asuntos, sino que a estas alturas es conveniente garantizar su estabilidad, ante los cambios de mayorías, dándoles un rango constitucional.

A propósito de la necesidad de una catarsis refundadora para remontar la desafección de amplios sectores de la población hacia el sistema político vigente y sus principales instituciones, se dice que, más que proponer un proceso constituyente para resolverlo todo de una vez, la faena está en marcar la dirección en la que se necesita avanzar (hacia un horizonte federalizante en lo que respecta a la organización territorial) y en dar tiempo al tiempo para que maduren las reformas constitucionales que necesita España y para que se desarrollen las fuerzas capaces de sostenerlas.

Esta idea parece sugerente. Insinúa que el pacto federal suficiente para poder realizar tales reformas será el fruto de haber conseguido ya un cambio de fondo en la sociedad y no tanto el medio para superar la crisis de identidad y de proyecto común que hoy tiene el conjunto de España. Esto es, insinúa que esa meta se alcanzará en la medida en que grano a grano se vaya haciendo el granero. Tener muy presente que también está en crisis la posibilidad misma de acordar una salida y de aglutinar las fuerzas necesarias para llevarla a buen puerto por quienes tendrían que liderarla, es asimismo una forma de hacer granero.