Javier Villanueva

Patria, nacionalismo, vasquismo

(Hika, nº130, febrero de 2002)

 

PATRIA. Abro un libro especializado en la trayectoria histórica y semántica de esta clase de conceptos y veo que, al menos en la lengua castellana, el término patria sirvió primero para referirse a la tierra (lugar, ciudad o país) donde se ha nacido, tal y como se lee en el Cobarruvias (1610) o en el Diccionario de Antigüedades (1734). Esa primera definición, derivada del término latino que designaba la tierra del padre, equivalente a lo que se entiende por “patria chica”, prevaleció durante mucho tiempo, hasta que se estabilizaron los estados modernos y el término patria cambió de sentido. Cambio que recogerán fielmente los diccionarios de la lengua al extender esa acepción inicial a los naturales de una nación y al cargarla de significado.

Para el María Moliner, la patria suscita unas relaciones afectivas. Según el Casares, la patria (sus habitantes, tradiciones, costumbres...) es objeto de cariño por quienes han nacido en ella. En el Diccionario de la Real Academia Española, edición de 1970, la patria es “la nación propia nuestra, suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras, que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas”; y en la edición de 1992, es la tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. Según el diccionario de la lengua francesa Petit Robert, menos efusivo y algo más aséptico, la patria es el lugar donde se ha nacido, la nación o comunidad política a la que se pertenece, y, por último, el país habitado por esta comunidad.

El cambio de significado del término patria se da en el llamado siglo de las luces, el XVIII, debido al impulso del pensamiento ilustrado, como ocurre con tantas otras cosas.

Pero en su caso el primer cambio sirve para subrayar una acepción “utilitaria” de la patria que la asocia con el bienestar. La patria está allí donde se está bien (Patria est, ubicumque bene est; y, en versión más breve, ubi bene, ibi patria), como dejaron escrito Séneca y otros patricios romanos. Según el Diccionario Filosófico de Voltaire, “se tiene una patria bajo un buen rey, no bajo uno malo” o “donde uno está seguro de su fortuna y de su vida”. Otro famoso ilustrado, Mirabeau, dirá que “uno lleva la patria en la suela de los zapatos”. Más allá de este aire utilitario y cosmopolita, esta nueva idea de la patria, hija de la Ilustración, está relacionada con los conceptos de progreso, libertad, buen gobierno... y es inseparable de un ideal republicano que basa en las leyes y en la libertad la comunidad política.

La crítica de la izquierda del siglo XIX, desde Babeuf a las corrientes de comunistas, socialistas y anarquistas, y más tarde de feministas, denunciará los límites de ese ideal republicano que excluye sin embargo, de hecho y de derecho, a las clases trabajadoras, campesinos sin tierra y obreros, así como a las mujeres, pese a su lenguaje universalista. La frase de Marx y de Engels en el Manifiesto Comunista de 1848, los obreros no tienen patria, se inscribe en esa denuncia de la exclusión de las mayorías y de la exigencia del acceso de las clases trabajadoras a la ciudadanía. En el fondo, la lucha del primer movimiento obrero, así como la lucha feminista, son expresiones de sendas demandas de reconocimiento e integración en una patria “republicana”.

El segundo cambio, tal vez más trascendente, la asocia con los deberes y obligaciones hacia la nación a la que se pertenece, cuya máxima expresión es dar la vida por la patria. En esto, también es evidente la influencia idealizada del ideal patriota romano: dulce et decorum est pro patria mori! (más o menos: morir por la patria es dulce y decoroso).

Una vez establecido este puente, entre patria y nación, la nación y los nacionalismos han ocupado todo el campo semántico de términos como patria, patriota y patriotismo. La clave de ese éxito ha radicado tal vez, como han observado muchos pensadores y ya es casi un tópico, en la similar capacidad de ambos conceptos, la patria y la nación, de remover sentimientos, emociones, afectos, lealtades... o en la capacidad de ambos para presentarse como una religión civil y política con sus dogmas, mitos, símbolos, ritos, altares, fiestas... y, en especial, el culto a la bandera y a los muertos por la patria-nación. La creencia en que todos los compatriotas procedemos de una ascendencia común y en que formamos una gran familia ampliada, es uno de esos mitos poderosos.

Así pues, y como resultado de este largo trayecto, la patria está en las dos orillas, que decía I. Berlín, en el mundo “luminoso” de la razón (republicana, modernizadora) y en el mundo “oscuro” de los sentimientos y las pasiones. De ahí su capacidad superior para evocar el poder de la emoción y la pasión, por encima de la razón. Y, derivado de ello,  su mayor poderío como motor de comportamientos humanos.

 PATRIOTA. Este término, notablemente más tardío que el de patria, no aparece hasta finales del siglo XVIII. De ahí que los diccionarios anteriores a esa época o bien no lo recojan (Cobarruvias) o bien le den un significado puramente geográfico, equivalente a compatriota (del mismo lugar de origen), como en el Diccionario de Antigüedades.

Cuando este término lo popularizan los intelectuales ilustrados, a finales del siglo XVIII, tiene un sentido diferente al actual: se llama patriotas a los simpatizantes de la revolución francesa, y, por extensión, a los contrarios al absolutismo. Dicho de otra forma, el término patriota se asocia a un ideal político republicano y va vinculado a una exigencia de justicia, de libertad y de igualdad civil, frente al déspota o también frente al ocupante extranjero, a un gobierno que propicia la prosperidad y la libertad; de modo que va unido, en suma, a la conversión de los súbditos en ciudadanos con plenos derechos en Francia, Inglaterra, Países Bajos, Norteamérica...

Pero este sentido republicano, que está presente en las revoluciones norteamericana y francesa así como en todos sus sucedáneos posteriores (me refiero a las muchas y pretendidas revoluciones liberales que se intentaron en el siglo XIX), ha quedado muy difuminado de hecho a lo largo de todo el siglo XX y, y salvo en Francia, donde pervive como un mito político, apenas está hoy presente.

Según Fernando Savater, el término patriota ha evolucionado desde un sentido objetivo, haber nacido en el mismo lugar, a una “dimensión pasional”, de amor a la patria, hasta reclamar incluso un “comportamiento penitencial que refrende tal afecto”, de modo que ha sufrido un “gradual proceso de sobrecarga política y calentamiento intencional”. Pero, a mi juicio, lo más significativo de esta evolución es que la patria se ha cargado de valor, por el mero hecho de ser “mi” patria, sin que se le pida de entrada nada más.

Los diccionarios confirman el punto final de ese viaje. En el María Moliner, patriota es el que ama a su patria, particularmente el que ha realizado algún sacrificio por ella. En el Casares y el DRAE, el que tiene amor a su patria y procura todo su bien.  Mientras que en el Petit Robert la primera acepción es la de: persona que ama a su patria y la sirve con devoción, se usa para distinguir al buen o mal patriota y del antipatriota. La definición del filósofo alemán Fichte, aunque ya tiene dos siglos de historia, es la que probablemente ha trascendido más en el ámbito occidental: patriota es el ciudadano bien educado en los deberes hacia la comunidad nacional, que respeta la patria, que se siente orgulloso de ella, que está dispuesto a sacrificar la vida por la nación.

Dos personajes tan significativos del siglo de las luces como Rousseau y Voltaire encarnan dos miradas o dos actitudes diferentes respecto al patriota.

Rousseau puede simbolizar al intelectual “optimista” interesado en la definición positiva del patriota y en la fundamentación ética y política de sus deberes. Lo que en su caso tiene un doble cimiento: por un lado, la razón republicana, ya mencionada, y, por otro, un argumento comunitarista. Esta duplicidad, según cómo se tome, o bien llevará luego en distintas direcciones o bien permitirá tratar de estar a la vez con un pie en cada orilla: en la de la tradición y en la del progreso.

El “republicanismo” es sinónimo de autodeterminación interna, esto es, de gobernarse a sí mismos, bajo sus propias leyes. La patria no es la tierra natal de los ancestros sino las instituciones, las leyes y costumbres. No hay patria sin ciudadanos, sin libertad. Solo se ama a la patria de la que se es ciudadano y en la que se pueden decidir sus leyes; ya lo dijo Montesquieu: “bajo el despotismo no hay patria, otras cosas la suplen, el interés, la gloria, los servicios al príncipe”. Lo que implica, además, que la patria ha de ser un ámbito relativamente igualitarista, al menos en el plano de los derechos.

A la vez, y de otro lado, la patria es también una categoría afectiva: una devoción o un sentimiento de amor hacia un ámbito singular de costumbres, tradiciones, historias, gentes, mi patria, que hay que conocer y amar. La propuesta de Rousseau de fomentar la educación nacional para que los ciudadanos sean patriotas “por inclinación, por pasión, por necesidad” o de exigir el juramento cívico-patriótico a los mayores de 20 años para acceder a los derechos de la ciudadanía, dan la medida de la lógica “comunitarista”.

Voltaire puede encarnar, en cambio, al intelectual escéptico e incluso “pesimista” respecto a la inclinación de la condición humana a asociar “la grandeza de su país con acarrear el mal a sus vecinos”. Voltaire nos previno frente a esa manera de ver las relaciones humanas o entre países basada en la competencia entre sí y en la suma cero: “está claro que un país no puede ganar sin que otro pierda”. La obra de Fernando Savater Contra las patrias (1984) sigue la vía crítica de Voltaire, a quien se reconoce como maestro a estos efectos. Por ejemplo, cuando Savater denuncia el mecanismo paranoico de la autoafirmación patriótica que lleva a inventar una antipatria (un extranjero, el disidente de la identidad establecida, el “otro”...) como definición de cada patria y como marca de sus fronteras externas e internas: “sin antipatria no hay tampoco patria”. Mientras que, aquí y ahora, quienes tratan de renovar la doctrina abertzale con propuestas de un “soberanismo cívico” u otras de un aire similar se puede decir que caminan por la senda “comunitarista” de Rousseau.

En cualquier caso, el término patriota es inseparable de una herencia que conecta el presente y el futuro con una visión concreta del pasado. Herencia que a su vez no viene del cielo sino que es fruto de unas circunstancias concretas y de una relación de fuerzas en cada sociedad. Siempre está dictada por una hegemonía, de hecho o de derecho, que establece el “código” de deberes para con la patria y el tipo ideal del patriota. De modo que, finalmente, toda definición acerca del patriota es inseparable de una determinada ética política. Lo cual nos debería llevar a otra conclusión: la necesidad y oportunidad de un pensamiento crítico, ético y político, sobre los contenidos y las exigencias de la patria y el patriotismo establecidos por las fuerzas hegemónicas de cada país.

Medir las cosas desde valores de una vida “buena”: ocuparse de verdad en reducir las desigualdades y la exclusión social, respetar los derechos fundamentales de todas las personas, reconocer y respetar los derechos particulares de las minorías, promover la integración y cohesión de la sociedad... es uno de los requisitos de un pensamiento crítico. Como también lo es una mirada crítica sobre lo propio que tenga en cuenta la contingencia de la patria: uno no elige el país donde va a nacer. Esa mirada crítica es la del poeta indio Tagore, cuando nos advirtió: “venerar a mi país como si fuera un Dios es lanzar sobre él una maldición”. Lo propio, lo nuestro, no es un valor per se. Es más, lo propio, la herencia (cultura, ética, política, etc.) que recibimos como algo que se nos da, debe ser sometido a la criba de la comparación y la crítica para poder clarificar cuáles de las tradiciones heredadas merecen nuestra lealtad y cuáles debemos rechazar.

La elaboración de una interpretación actualizada de la identidad nacional en cualquier país, qué significa e implica hoy día ser francés o español o vasco o norteamericano, etc., de modo que se corrijan y superen sus aspectos más negativos e inquietantes, es una de las tareas concretas más ineludibles de ese pensamiento crítico.

PATRIOTISMOS. En los diccionarios actuales, patriotismo es el amor y la lealtad a la patria (Casares, DRAE), una virtud que distingue los sentimientos y la conducta del buen patriota y, en su defecto, del mal patriota. En el Petit Robert, además de amor a la patria, es el deseo, la voluntad, de consagrarse a ella, de sacrificarse para defenderla, en particular contra los ataques armados. Pero en todas estas definiciones se advierte que ya no queda nada de la antigua y venerable asociación de patriotismo y republicanismo. Hoy día ya no es cierto aquello que sentenció un buen día el ilustrado D´Holbacht cuando dijo que no puede haber patriotismo “más que en los países en que los ciudadanos son libres, están gobernados por leyes equitativas, se encuentran felices, están bien unidos, buscan merecer la estima y el afecto de sus conciudadanos”.

Algunos distinguen entre patriotismo y nacionalismo, como propone W. Connor, para quien el patriotismo implicaría una relación afectiva hacia el propio estado, el propio país y sus instituciones, mientras que el nacionalismo supone amar a la propia nación, entendida como un grupo étnico evolucionado con una ascendencia común. Pero esta distinción es poco productiva, a mi entender, ante la identificación casi absoluta entre patria y nación, o de nación y estado, en el tiempo presente. Tanto más allí donde esa identificación resulta discutida, como ocurre en el caso vasco, pues tal situación lleva pareja una propuesta alternativa de otra idea de patria que se identifica con otra idea de nación. El caso vasco es clarificador a este respecto. La competencia y enfrentamiento entre sí de distintos nacionalismos segrega y anima una diversidad de patriotismos y de patriotas con diferentes patrias que también compiten entre sí sobre el mismo territorio.

A mi juicio, hoy como ayer la discusión más sustanciosa sobre patrias, patriotas y patriotismos es la que se centra en sus límites y en sus contenidos.

Respecto a sus excesos y límites, no podemos hacer abstracción de que vivimos en un país con una inflación más que evidente y sangrante en una parte de la población vasca de la oferta-demanda patrióticas y del protagonismo de los patriotas durante los últimos veinticinco años. Ni tampoco podemos olvidar que formamos parte de un ámbito europeo que arroja un balance negativo pavoroso de excesos patrióticos y patrioteros a lo largo de todo el siglo XX. Ni, en último término, podemos ignorar que, en la época actual, no hay fatiga de patriotismo en casi ningún país del mundo sino todo lo contrario. Hoy, como ayer, es menester tener en cuenta que todo patriotismo limita con el patrioterismo (María Moliner: que exagera las muestras exteriores de patriotismo o tiene un patriotismo ostentoso pero superficial; Casares y DRAE: que alardea excesiva e inoportunamente de patriotismo) y también con el chovinismo  (Petit Robert: patriotismo agresivo y exclusivo, fanático y belicoso, admiración desmesurada, parcial y exclusiva por su país; María Moliner: patriotismo exclusivista, fervor exagerado por las cosas de la patria propia acompañado de desprecio por las extranjeras). Y, en especial, con esto último, el chovinismo, puesto que no se limita a una fanfarronería retórica sino que implica una exaltación de la propia patria a costa de negar los derechos de otras gentes, de otros pueblos y naciones.

Se suele decir que los riesgos de patrioterismo y de chovinismo son más frecuentes en los nacionalismos establecidos, en los que tienen un poder estatal. Pues bien, no se puede ignorar que en gran medida ése es ya también el caso del nacionalismo vasco, que lleva más de veinte años en el poder, con una clara hegemonía en el grueso de las instituciones de la CAV. Aunque sea un poder limitado, en no pocos sentidos, es un poder establecido.

En cuanto a los contenidos del patriotismo, lo sustancial es la discusión acerca de su sentido, sobre su necesidad y oportunidad, en una sociedad como la nuestra: en un ámbito comunitario europeo supra-estatal, en un ámbito estatal compuesto (el estado de las autonomías), en un país vasco sin centro y en el que todo él es a su vez su propia periferia.

A propósito de esto, un “comunitarista”, Charles Taylor, ha subrayado recientemente la idea de que en el mundo moderno no podemos prescindir del patriotismo. Para este filósofo quebequés, las modernas sociedades democráticas precisan que sus ciudadanos se sientan identificadas con un proyecto común (acerca de su país) y con todos los demás ciudadanos que participan en el mismo. Y como tal solidaridad no es posible más que en sociedades no demasiado desigualitarias, se deben prevenir los excesos de desigualdades con políticas redistributivas, que a su vez exigen un alto grado de compromiso mutuo. De ahí, dice Taylor, que los estados modernos democráticos sean unas empresas comunes sumamente exigentes con sus miembros: requieren una fuerte solidaridad hacia los compatriotas y un fuerte sentimiento de mutua identificación; todo lo cual es clave para su éxito.

Taylor propone una síntesis de las dos fuentes modernas del patriotismo: el “republicanismo” y el “comunitarismo”. Pero en su caso, lo sustancial es lo primero, los valores republicanos, si bien el “comunitarismo” aporta  un elemento sustancial como la delimitación previa del ámbito territorial de la comunidad política y también aporta algunos de sus contenidos esenciales, sobre todo en el campo de la lengua, las raíces culturales, las tradiciones políticas y los símbolos.    

ABERRI  Y ABERTZALE. Hace ya casi un siglo lo tenía muy claro, esto de la patria, los patriotas y el patriotismo, el Padre capuchino Evangelista de Ibero, autor del Ami Vasco (1906), un folleto escrito a la manera de un catecismo que es probablemente la obra nacionalista (vasca) más leída en el siglo pasado.

Para el Padre Ibero, patria era sinónimo de nacionalidad y de raza, dentro de una concepción en la que el origen y la sangre, la raza, era el factor más determinante de la nacionalidad. “La Patria es algo fijo, estable, permanente, libre de las mudanzas del capricho humano (...) Un negro o un malayo nunca será francés por más que nazca en el centro de París y un Fernández o un González jamás podrá llamarse vasco, así vea la luz en lo más escondido de los montes de Guipúzcoa (...) No, no; eso que llamamos Patria, con todos los afectos que inspira, con los entusiasmos que infunde, con los sacrificios que exige, supone (...) identidad de origen, identidad de carácter, identidad de costumbres, identidad de lengua, identidad de glorias y de desdichas (...) Sí señor, quiera o no quiera, un Lizarraga será siempre vasco, aunque nazca en un cortijo de Jerez o una pampa de la Argentina, y un Beaumont será francés, y un Taparelli italiano, y un Merry inglés, y un Sánchez español, y un Schiller alemán, etc.”.

En cuanto a lo que entendía por patriota, no me resisto a citar los párrafos del Ami vasco (capítulo 5º) en que describía los deberes para con la Patria. “Trabajar sin descanso por la conservación o restauración de la raza, lengua, leyes, instituciones políticas, costumbres, carácter, tradiciones, artes, territorio y demás elementos constitutivos de la Patria o nacionalidad (...) Debe impedir o desaconsejar los matrimonios de sus compatriotas con gentes extrañas (...) Debe hablar la lengua nacional y debe hacer que la aprendan y la hablen sus hijos (...) Debe alistarse en el partido que patrocine y defienda las leyes patrias (...) Debe defender la Religión de su Patria, porque antes es Dios que la Patria...

Setenta años después (en 1977) en el prólogo de otra obrita de adoctrinamiento para aquellos años de la transición postfranquista (¿Qué son los partidos abertzales?) se encuentra la mejor definición conocida hasta la fecha del término abertzale. “Abertzale expresa la cualidad de ser patriota, la elección de una patria concreta: aquella que Arana Goiri describió como la propia de los vascos. Ser abertzale es hacer una opción nacionalista vasca (que se diferencia por:) su exclusiva adscripción territorial al País Vasco, su defensa del País Vasco, desde el país Vasco, como partido del País Vasco y SOLO del País Vasco (...) Abertzale es aquel individuo o grupo que dice Aberri en vez de Patria. Que a la hora de la identificación de su grupo antropológico-cultural hace una opción concreta, la que Arana Goiri quiso expresar con el concepto de Aberri”.

La verdad es que no se puede pedir más precisión y claridad tanto en un caso como en otro. Que, por cierto, coinciden por completo salvo en lo referente a la religión. En el segundo ejemplo, el de 1977, no hay una confesión de fededun (de creyente católico) sino que ese rasgo está ya sustituido por la propia conversión del abertzalismo en una religión civil y pública. Pero tengo mis dudas de que esa sustitución haya mejorado al nacionalismo vasco. No he conocido personalmente a los protagonistas de la primera y segunda generación nacionalista, pero a través de lo que sé de su biografía y escritos, en los Eleizalde, Gallastegi, Kizkitza, y también en los Aguirre, Irujo, Landáburu, etc., hay una solidez ética, derivada de su acentuada religiosidad, aunque a veces vaya unida a rasgos de integrismo, que no se advierte en el nacionalismo posterior. Se me antoja que, en comparación con aquellos, la actual “clase política” está entrampada en el cálculo hiperpoliticista de tácticas y estrategias y no rebasa en muchas ocasiones la simple moral de tribu (con los míos, por los míos).

Volviendo a la definición de patriota, es preciso subrayar la conclusión derivada de esos textos: el patriota vasco es el nacionalista vasco, esto es, la persona que tiene a Euskadi como su única patria. Hace 14 años, en el teatro Arriaga de Bilbao, Xabier Arzallus acuñó una rectificación que distinguía entre ser vasco y ser nacionalista-vasco a la vez que hizo una autocrítica de la tradición (del nacionalismo-vasco) que ha asociado ambas cosas. Esa afirmación, o mejor, dicho, el rechazo expreso y público de esa equiparación (vasco = nacionalista-vasco), aunque fuera una obviedad sociológica y una evidencia político-electoral, se convirtió sin embargo en el contenido más importante de lo que se conoció entonces como el “espíritu del Arriaga”. Hoy día, 14 años después, y tras la polvareda de los tres últimos años, desde Lizarra y la tregua, no está claro qué es lo que queda en pie de aquella célebre rectificación.

VASQUISMO. Dice Txiki Benegas en su libro Una propuesta de paz que Euskadi es quizás el único pueblo del mundo en el que sus gentes no se ponen de acuerdo ni en qué somos ni a qué aspiramos, ni en cómo se llama el colectivo al que pertenecen (Vascongadas, País Vasco, Euskadi, Euskal Herria, Vasconia...), ni sobre cual es su territorio. Por mi parte, no estoy en condiciones de confirmar si es el único pueblo del pueblo en el que tal cosa ocurre, pero sí en que es rigurosamente cierta. Hoy es una obviedad el constatar que en nuestro País Vasco, en efecto, impera la dualidad en todos los órdenes, desde la escisión del electorado en campos y opciones frentistas o las notables diferencias en cuanto al sistema político -de partidos e instituciones- vigente en cada uno de los tres territorios (Navarra, Iparralde, la CAV) hasta la exigencia de lealtades excluyentes por parte de las instituciones superiores como el gobierno vasco y el gobierno central.

Por eso precisamente se maneja un concepto, el vasquismo, con el que se pretende, primero, llamar la atención sobre las graves carencias que tenemos, en tanto que país con una comunidad política demasiado desvertebrada, y, a partir de ahí, tratar de remediarlas en lo que sea posible, conveniente y necesario.

Quienes han trabajado ese concepto y con esa finalidad, como Gurutz Jauregi y otros, lo definen ante todo y sobre todo como algo previo, prepolítico, que pretende establecer un elemento aglutinador para nacionalistas-vascos y “no-nacionalistas-vascos”, en torno a unos valores comunes básicos: 1) una conciencia de comunidad, de país, asumida por todos, 2) una lealtad al país por parte de todos desde las propias convicciones e ideología de cada cual, 3) una identificación con el país.

Va de suyo que esta faena exige a su vez un acuerdo previo sobre el propio hecho del País Vasco (o Vasconia o Euskadi o Euskal Herria o País vasco-navarro). Me refiero al hecho básico de que tal nombre, sea el que sea, designa una “sólida realidad histórica y cultural que se ha ido haciendo generación tras generación y que los vascos han defendido, cada uno de acuerdo con su propio mundo conceptual o su ideología política” por usar las palabras de Mario Onaindía en su Guía para orientarse en el laberinto vasco.

Va de suyo, asimismo, que exige además una voluntad de diálogo y de negociación por parte tanto de los políticos como de la sociedad civil para poder establecer unos mínimos básicos, un interés común: un contrato lingüístico y cultural, un contrato de identidad colectiva o sentido de pertenencia, un contrato político e institucional, un contrato de relación inter-territorial, un contrato sobre la relación con las realidades estatales vecinas y con la Unión Europea... 

Y va de suyo, finalmente, que seguiremos en las mismas si los (h)unos tienen miedo a este contrato y persisten en negarse a hablar siquiera sobre ello y si los (h)otros se empeñan en confundir el País Vasco con el nacionalismo-vasco y los problemas vascos con los problemas que plantea el nacionalismo-vasco.

Aquí y ahora, el vasquismo, así entendido, abre un campo de juego que permite sacar lo mejor del patriotismo de unos y otros (en este caso sin la hache que les añadía Unamuno) y se vislumbra, por su apertura a la síntesis, como el heredero natural del “republicanismo” y del “comunitarismo”. Si triunfa esta suerte de vasquismo, será sin duda nuestro particular patriotismo constitucional.

En tanto que propuesta de síntesis, sería un error monumental entenderlo en un sentido anti-nacionalista. Pero tampoco creo que sea ni oportuno ni justo concebirlo como una superación del nacionalismo-vasco.  Dejémoslo, de un modo claro, tajante y breve, en que pretende integrar lo mejor del nacionalismo-vasco en dicha síntesis.

Y digamos también, en fin, que puede ayudarle al nacionalismo-vasco a renovar sus impulsos patrióticos, que, a mi juicio, dependen hoy demasiado de los argumentos y valores que elaboró la tercera generación para alimentar y sostener la épica agónica de la lucha vasca antifranquista: aberri ala hil! Ahora que no hay motivos sustanciales para esa épica, y mucho menos para hacer de ella una tragedia, una excesiva dependencia del imaginario antifranquista supone edificar el abertzalismo (o patriotismo nacionalista-vasco) sobre un suelo falso e irreal. Una cosa es la memoria antifranquista, que no se debe perder nunca, y otra algo diferente utilizarla como recurso fundamental (removiendo “el miedo a los tanques”) para ganar elecciones y para mantener la hegemonía política. Es cierto que esto último está dentro del campo de juego de la legitimación democrática por las mayorías sociales. Pero no es menos cierto que lleva aparejado un alto riesgo, si se va de la mano, de producir una desorientación en cuanto a los valores que fundamentan los sentimientos y conductas “patrióticos”. No se olvide que un efecto colateral de todo poder establecido es su propensión a perpetuarse y a que ello se convierta en el valor supremo en el fondo de toda su actuación.

 

 

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