Javier Villanueva
A propósito del manifiesto de mujeres
por la paz, Ahotsak

(Hika, 176zka. 2006eko apirila; Página Abierta, 170, mayo 2006)

Parlamentarias vascas de todos los partidos, salvo del PP, y mujeres de organizaciones políticas y sindicales de Euskadi, Navarra y del País Vasco-francés presentaron el pasado 8 de abril en San Sebastián un manifiesto en el que expresan su intención de colaborar en la búsqueda de soluciones para conseguir la paz. A continuación publicamos, junto al texto íntegro de esa declaración,  una valoración de su contenido.              

 

            Es obligado reconocer que la presentación en sociedad a primeros de abril del manifiesto de mujeres Ahotsak, apoyado por un amplio espectro de mujeres del mundo de la política y el sindicalismo, ha sido un éxito político. Una iniciativa de esa clase, que rezuma una imagen positiva de unidad y el compromiso de arropar el llamado “proceso de paz” con determinación, se amolda a la perfección a la ola de esperanza y de buenismo generada tras el alto el fuego de ETA. También ha sido un éxito mediático. Casi todos los titulares de la prensa vasco-navarra resaltaron a toda plana la intención por parte de sus promotoras de impulsar juntas la paz o consolidarla o ser agentes activas de ella (Gara, los tres Diarios de Noticias, Diario Vasco y El Correo). La excepción fue Deia, que optó por subrayar una frase del texto identificada con la imagen de marca del propio medio (“Piden que Euskadi decida su nuevo marco”). El subtítulo de Gara (“Un manifiesto que aboga por la resolución democrática”) también arrimó  el ascua a su sardina.
            El mayor valor político de esta iniciativa está en las firmas de mujeres adscritas a la izquierda “no nacionalista vasca” (PSE, PSN, IUN, de Iparralde, etc.), lo cual ha supuesto todo un ejercicio concreto de “transversalidad”, aunque se haya quedado de hecho a menos de medio camino. Lo ha firmado Gemma Zabaleta muy convencida, por lo que se ha podido leer en la prensa, pero no lo han hecho otras socialistas como Isabel Celáa o Arantza Mendizábal, supongo que con no menos convicción, y no me imagino a Zabaleta pidiendo su firma –mirándoles a los ojos– a algunas otras mujeres socialistas como Maixabel Lasa, o Natividad Rodríguez, o Maite Pagazaurtundua, o Bárbara Dührkop, o Pilar Ruiz Albisu... Las mujeres del mundo nacionalista vasco, del gobernante o del disidente, en cambio, no han tenido que examinar con lupa un texto que, bien mirado, es francamente cómodo para ellas.
            El texto, a mi juicio, da una de cal y otra de arena. Lo más positivo de él es la afirmación del diálogo, sin prejuicios ni condiciones, y del respeto a los derechos de todas las personas. Ambos principios son, sin duda, un buen punto de partida para cualquier travesía democrática. Pero en vez de estirar de ese hilo para mostrar los hitos del camino, mirando hacia atrás (en negativo: el drama de donde venimos que es preciso superar) y hacia delante (en positivo: adónde queremos ir), el texto se va por las nubes de la abstracción. Tiene su cosa que se hable tanto de “paz” o de reconciliación o de “la solución” o de “un conflicto político cuyas consecuencias padecemos” y que no se entre para nada en cuál es la causa de la falta de paz, quiénes se tienen que reconciliar con quiénes, qué es lo que hay que resolver, en qué consiste ese conflicto político, cuáles son esas consecuencias que padecemos, qué tiene que ver con las tragedias que hemos vivido durante tantos años. Tal vez la clave de tal imprecisión es que estamos ante un texto que necesita eludir el juicio de valor moral y político sobre el asunto que tenemos ahora entre manos: el final de ETA, porque la sociedad ha deslegitimado su violencia y sus trágicas consecuencias. Cuando se necesita eludir eso, porque no hay forma de consensuar un texto de ese tenor, inevitablemente se entra en un lenguaje tópico de abstracciones e implícitos.
            Según el editorial de Deia
(9 de abril de 2006), el texto de Ahotsak contiene el esquema de los principios básicos para la paz. El editorialista de Gara aún va más lejos al afirmar que las tres premisas básicas del texto «dan en el clavo» de lo que deben ser «las claves para la resolución del conflicto». En su entusiasmo por el contenido político de dichas premisas, dice que la mesa de partidos no tendría ya más trabajo que el concretar los plazos y las fórmulas para hacerlas realidad. ¿Es para tanto el alcance de estas premisas que se nos presentan como los cimientos para “abrir una nueva etapa”?
            La primera arranca con la afirmación impecable de que la consecución de la paz es una exigencia colectiva y una prioridad política. A continuación define la paz en estos términos: «No consiste únicamente en ausencia de cualquier violencia
» y «tiene que ver con la democracia, la justicia social, con un proceso de cambio que permita a la ciudadanía dar por concluidos conflictos históricos, cerrar una página en términos de derechos y libertades». Ya sé que esa literatura de la paz satisface a un amplio público de la sociedad vasca (y de las iglesias católicas vascas). Pero para un servidor esa definición da demasiado cobijo a la existencia y persistencia de ETA como “violencia de respuesta” a un conflicto histórico (que viene desde 1839 por lo menos, según suele decir el lehendakari Ibarretxe) o a un déficit democrático del sistema político vigente (desde la transición posfranquista). No comparto esa literatura y me parece poco afortunada. Por otra parte, no se me escapa que, tras el alto el fuego de ETA, textos de esa guisa adquieren otro significado: como si fueran un puente de plata, para el final de ETA. Pero entender este significado es muy distinto de elogiarlo. Por mi parte, creo que no hay que dejar ningún resquicio ni directo ni indirecto a la legitimación de ETA. Ni siquiera a toro pasado. Ni tampoco como puente de plata o pista de aterrizaje.
            La segunda premisa reúne tres afirmaciones. No acabo de ver la novedad de la primera de ellas («todos los proyectos políticos se pueden y deben defender
») en un sistema vigente que consagra el pluralismo político en los artículos 1 y 6 de la Constitución española refrendada en diciembre de 1978; máxime cuando dicha Constitución aún va más lejos y consagra unos derechos fundamentales y unas libertades públicas que pondrían en evidencia a cualquier proyecto político que no suscribieran unos y otras plenamente. La siguiente afirmación: «No hay que imponer ninguno» (de los proyectos políticos) tiene mucho sentido en un país como el nuestro donde una parte importante de su población ha apoyado (más o menos explícitamente y con diverso grado de entusiasmo) un proyecto antidemocrático y totalitario como el de ETA: en este caso sí es novedoso que ciertas personas afirmen expresamente el principio de no imposición y es muy satisfactorio para los demás que lo hagan.
            En cuanto a la afirmación de que se ha de permitir y garantizar «el desarrollo y la materialización de todos los proyectos en condiciones de igualdad, por vías políticas y democráticas
», presentada poco menos que como el descubrimiento del Mediterráneo y que ha sido una bandera personal de Carlos Garaikoetxea durante años a tenor de lo que él mismo cuenta en sus memorias, me pregunto si no está ya plenamente contenida en los artículos respectivos que tratan de la reforma de la Constitución española o del Estatuto del País Vasco o del Amejoramiento foral navarro. A mi juicio, sí lo está en la medida en que dichos textos legales no ponen ningún límite a cualquier reforma, salvo atenerse al procedimiento previsto para la misma en ellos.
            Quienes creen que sus proyectos políticos tropiezan hoy día con una antidemocrática desigualdad de condiciones que debe ser corregida urgentemente deberían reflexionar algo más, a mi juicio, sobre cuál es el verdadero obstáculo que los hace más o menos inviables: la falta de verosimilitud de que vayan a reunir el apoyo popular suficiente como para poder “materializarlos” y no la existencia de impedimento alguno en el bloque constitucional. Es verdad que determinados proyectos políticos están en situación de desigualdad. Y no me refiero sólo a un proyecto separatista de la España actual o al prorrepublicano que pretenda cambiar la forma del Estado: la actual monarquía parlamentaria para restaurar la República; también estarían en desigualdad un proyecto que defendiera la vuelta a casa “y con la pata quebrada” de las mujeres o que se identificase con volver al Estado unitario de la España de las cincuenta provincias diseñada por Javier de Burgos en 1833 o que quisiera reestablecer la marginación de homosexuales y lesbianas, etc. Pero no es menos cierto que la condición fundamental de su desigualdad no estriba en que sean los paganos de una supuesta falla
democrática, sino en que se trata de proyectos que resultan muy problemáticos en nuestra sociedad por unos u otros motivos y que, por tanto, es difícil que reúnan el apoyo popular suficiente como para que los “materialicen” sus promotores.
            La tercera premisa avala el planteamiento que asocia la paz a la “normalización política” y cifra esta última en satisfacer las demandas de
parte del nacionalismo vasco. Es verdad que no lo hace de un modo muy descarado, pero lo hace.
Por un lado, afirma un sujeto político, la ciudadanía de Euskal Herria, que no existe ni ha existido nunca como tal y que en el tiempo histórico de la democracia se ha constituido en tres sociedades distintas, lo cual tiene que ver con una conformación histórica también diferente en cada caso. A este respecto, me hubiera gustado leer una declaración que partiera de los tres sujetos políticos realmente existentes, la ciudadanía de la Comunidad Foral de Navarra o de la Comunidad Autónoma Vasca o de los tres territorios vasco-franceses, y que afirmara la exigencia expresa de su consentimiento ante cualquier proyecto de cambio de su marco actual jurídico-político.
            Por otra parte, esta tercera premisa entra, también de forma no muy descarada, en el terreno de la autodeterminación al establecer el siguiente criterio: «Todos y todas deberíamos comprometernos a respetar y establecer las garantías democráticas necesarias y los procedimientos políticos acordados para que lo que la sociedad vasca decida sea respetado y materializado, y si fuera necesario, tuviera su reflejo en los ordenamientos jurídicos
». Este criterio, que reitera la misma concepción unilateral y la misma lógica confederalista que llevó al fracaso al plan Ibarretxe, permite, en mi opinión, dos interpretaciones problemáticas.
            Una: se puede interpretar como una pretensión de que el Congreso renuncie a su competencia de revisar la constitucionalidad de los proyectos de reforma del Estatuto. A mi juicio, el procedimiento actual de someter la reforma de los estatutos a un triple examen es equilibrado y flexible: primero, la parte
puede tomar la iniciativa y aprobarla en su propio Parlamento siempre y cuando se atenga al procedimiento establecido; luego pasa por el Congreso, la sede de la representación del conjunto, donde se revisa la constitucionalidad de la reforma y donde se negocia la corrección del texto en todo aquello que no se ajuste a la Constitución, participando directamente en estas labores una comisión del Parlamento autónomo respectivo; y, finalmente, el texto acordado es sometido al refrendo de la ciudadanía de la comunidad autónoma concernida. De modo que las reglas son claras y tienen sentido: la parte sabe que si hace trampa o se extralimita en sus competencias no va a poder superar el siguiente control, y el conjunto sabe que su control ha de ser competente y razonable si no quiere exponerse a que los representantes de la parte inciten a su ciudadanía a rechazar la reforma por considerar que ha sido sometida a un control abusivo e injusto.
            La tramitación del Estatuto catalán en los meses pasados ha sido, para lo bueno y para lo malo, un ejemplo insuperable de lo que digo. A mi juicio, las críticas que ha recibido, a cuenta de la desafortunada expresión de Alfonso Guerra de que el Congreso “ha descafeinado” el Estatuto aprobado por el Parlamento catalán, no son justas. Es más, pienso que sólo un acusado doctrinarismo puede llevar a negar que, tras su paso por el Congreso, no sólo hay un Estatut
viable, si la ciudadanía catalana lo refrenda próximamente, sino que además ha permitido ensanchar la interpretación de la Constitución de acuerdo con las demandas actuales de la sociedad catalana.
            Dos: se puede interpretar como una invitación a la necesidad de abrir un portillo de
salida al independentismo vasco frente al constreñimiento de dicho proyecto en un sistema regido por la soberanía de un pueblo español en el que no tendría nunca la posibilidad de ser mayoritario demográficamente y, por tanto, no sería nunca viable. Si es esto lo que se pretende, se vuelve a poner sobre la mesa la misma discusión suscitada en la segunda premisa, a propósito de cómo garantizar el “desarrollo y la materialización” de ciertos proyectos políticos. Pero, en este caso, habría que añadir a lo ya dicho que no hay otra garantía que, por una parte, la exigencia de atenerse a una ley de claridad, como se ha establecido en Canadá, y, por otra parte, la certeza de que la democracia no puede negar sin más un hecho claramente secesionista expresado democráticamente y apoyado en una clara mayoría de la ciudadanía concernida, cosa que también ha establecido en su doctrina la Corte Suprema de Canadá.
            El problema que tenemos que acotar, por tanto, es cómo se expresa un hecho claramente secesionista cuando el Estatuto vasco no tiene competencia para convocar un referéndum. Y, ante este problema, no me cabe duda de que el sistema democrático actual soportaría perfectamente una iniciativa de la mayoría del actual Parlamento vasco para solicitar a las Cortes la autorización del refrendo de un proyecto claramente secesionista en el ámbito de su competencia, esto es, en la Comunidad Autónoma Vasca. No concibo que esto pudiera plantearse realmente sin una sociedad ya claramente inclinada a separarse. Cosa que tiene muy poco que ver, por cierto, y como todo el mundo bien sabe, con las tendencias actuales de nuestra sociedad, que hoy muestra muy mayoritariamente un interés por mejorar su acomodamiento en el conjunto
de España.
                                                · · · 
Posdata.
Para mi gusto, el texto de Ahotsak no se sale ni un milímetro de los caminos trillados de la política protagonizada mayoritariamente por los hombres. Se sabe que en esta iniciativa y en el proceso de su larga elaboración han participado únicamente las mujeres que lo han firmado, pero no se nota ninguna novedad sustancial ni de mirada, ni lenguaje, ni de conceptos, más allá del argumento de género del que hace gala. Al margen de discutir si este argumento es bueno o malo, en lo que no entro ahora, constato finalmente el hecho de que sus promotoras han perdido una oportunidad de oro para mostrar en él una solidaridad de género con todas aquellas mujeres a las que tanto ETA como el otro terrorismo (del GAL, del Batallón Vasco-Español y de ciertas actuaciones ilegales de servidores del Estado) han impuesto sin piedad la condición de viudas o que les han arrebatado el hijo o el hermano.