Javier Villanueva
Viaje del nacionalismo vasco por
la autodeterminacion (1895-2002)

(Hermes, nº4, Revista de Pensamiento e Historia,
Fundación Sabino Arana Kultur Elkargoa, Bilbao, febrero de 2002)
 

El objeto central de este trabajo es describir y valorar el viaje del nacionalismo vasco a través de las ideas autodeterminativas a lo largo del pasado siglo XX. Un viaje que va, por resumirlo en una idea clara, de un uso escaso y un papel marginal a un uso intensivo y a un papel simbólico central, de la esfera exclusiva de la retórica a la política, de la reticencia a la conquista y plena ocupación del concepto.

Debe tenerse en cuenta, por tanto, que este trabajo no cubre otros viajes que se dan o bien en los terrenos más fronterizos del nacionalismo vasco o bien fuera de él. Me refiero al de las diversas izquierdas vascas, sobre todo del mundo socialista, que en buena medida coincide con unos planteamientos muy críticos hacia las concepciones más ilimitadas, incondicionadas y maximalistas de la autodeterminación. Y me refiero, más en particular, al viaje por la autodeterminación de las gentes más a la izquierda de la izquierda vasca, cuyos orígenes se remontan a las primeras escisiones de ETA. Un viaje más corto este último: entre 30 y 35 años, pero acaso el más intenso y menos lineal de todos, en el que no puede extenderse este trabajo por razones de espacio.

Pero antes de iniciar este recorrido conviene tener en cuenta que no se puede fijar con exactitud cuándo nació ese término, la autodeterminación, ni tampoco dónde.

Suele apuntarse que su primera fuente moderna se encuentra en las dos revoluciones de finales del siglo XVIII, norteamericana y francesa, cuya doctrina de la soberanía popular llevaba implícita la idea de la autodeterminación. Pero en todo caso se sabe que empieza a usarse hacia los años veinte y treinta del siglo XIX en el ámbito restringido de los intelectuales europeos. Y también se sabe que en sus primeros pasos es sinónimo de aquel principio de nacionalidades que enunciaba y reivindicaba, como es conocido, la unión entre el estado y la nación: toda nación debe tener un estado y todo estado debe corresponder a una nación.

La formulación autodeterminativa puso el acento desde el inicio en que la libertad de los pueblos consistía básicamente en dos cosas: había de ser autogobierno, sobre todo en el sentido negativo del mismo (que no nos gobernaran gentes ajenas), y, de otro lado, había de ser gobierno representativo (que pudiéramos elegir a nuestros gobernantes), de manera que descansaba por tanto en la soberanía popular y no en el derecho divino o en el derecho nobiliario transmitido por herencia.

Ese doble matiz, que concentraba el núcleo de más valor emancipador de la propuesta nacionalista y de más alcance democrático hablando en términos actuales, estuvo presente sobre todo en la izquierda europea del siglo XIX. Hacia la mitad del siglo en los círculos democráticos, radical-liberales, socialistas y anarquistas, y en gentes como Mazzini, Mancini, Stuart Mill, Marx, Engels y Bakunin (Diccionario crítico/1991). En los años setenta y ochenta, seguimos su rastro en los programas políticos de las organizaciones del populismo ruso: Zemlia i Volia, Narodnaya Volia y Cherny Peredel (precedentes las dos primeras del terrorismo político moderno, aunque fue un terrorismo exclusivamente centrado en intentar atentar contra el “corazón del estado”: el zar).

Al final del siglo XIX, la encontramos asimismo en el programa de la II Internacional socialdemócrata (1896) y unos pocos años después en el del partido socialdemócrata ruso, el de Lenin, ya en el siglo XX (1903). Luego, en vísperas de la primera guerra mundial, el líder bolchevique será el primer político que le prestó atención y que trató de desarrollar sus fundamentos teóricos y sus contenidos prácticos. Gracias al impulso de Lenin, la autodeterminación se sitúa en el centro del programa revolucionario para el imperio ruso, a la altura de la reforma agraria, cosa bastante lógica en un ámbito de múltiples nacionalidades y sustancialmente campesino.

La autodeterminación tiene ya un largo recorrido, por consiguiente, para cuando el presidente norteamericano Wilson entra en escena, con su programa para el desenlace de la guerra, programa del que la autodeterminación es uno de sus cuatro principios fundamentales. Es entonces, con la primera guerra mundial a punto de acabar y cuando ya se ha producido el triunfo de la revolución bolchevique, en un clima de excitación popular en todo el mundo occidental como no se ha conocido probablemente otro, cuando la idea de la autodeterminación debuta oficialmente en el nacionalismo vasco. 

La primera generación 

La autodeterminación debuta oficialmente en el nacionalismo vasco cuando tiene lugar la Conferencia de París, al comienzo de 1919, y se discute en ella el nuevo orden europeo y la creación de unos cuantos nuevos estados. El PNV pretende aprovechar esa ocasión para presentar sus credenciales, ante Wilson y demás mandatarios, a fin de que se le incluya entre los pueblos que aspiran a la libre determinación.

En el caso del nacionalismo vasco, esta novedad, la autodeterminación, no tiene al comienzo un contenido político específico, sino que se trata de una mera denominación de otra manera del principio de nacionalidades y de una mera puesta al día de la retórica política según la moda del momento en Europa. Es más se puede decir que el primer PNV, entre 1895 y 1930, está en otra guerra muy distinta a la pro-autodeterminativa.

Desde comienzos de siglo hasta la II República, la derogación de la ley de 1839 y la reintegración foral consiguiente es la principal bandera política del primer nacionalismo vasco. Y cuando comienza la Conferencia de París está inmerso en un movimiento pro-autonomista, iniciado en 1917 desde las tres Diputaciones, que concluye en fracaso por la cerrazón de Maura en la primavera de 1919, en el cual se reivindica a la vez y de manera confusa la reintegración foral plena y una reforma autonomista del estado.

Pero lo más característico sin duda de la primera generación nacionalista es que está comprometida en una obra doblemente regeneracionista que le absorbe por completo. Por un lado, en una obra “misionera” de difundir la buena nueva: la existencia nacional, de descubrirla a sus compatriotas, de propagar la nación vasca y sus singularidades: de raza y origen, de lengua, de leyes e instituciones, de costumbres, de carácter, de glorias y desdichas, en palabras del Padre Evangelista de Ibero. De otro lado, en una dedicación personal a la ingente tarea práctica de detener su desnacionalización o desvasquización, en particular, su deseuskerización; dicho en positivo, en su compromiso personal en la tarea de conservar, restaurar y robustecer la personalidad étnica vasca. Los más destacados de esta generación, los Kizkitza, Ibero, Eleizalde, Gallastegi...  consagrarán sus vidas a esa tarea de propagandistas y restauradores.

Es preciso indicar, a este respecto, que la autodeterminación plantea un problema insuperable a la definición nacionalista sabiniana: no puede someterse a los designios de la voluntad popular algo que es esencial, eterno e inmutable como la nación vasca. En la concepción sabiniana no tiene ningún sentido la autodeterminación de la población vasca. Lo único que tiene sentido es el despertar de la conciencia nacional: acerca de la realidad nacional (que Euskadi es una nación distinta de España y de Francia) y acerca de la voluntad nacionalista (que Euskadi debe recuperar su independencia originaria). De ahí que no se eche en falta en absoluto la idea de un derecho a la autodeterminación o que se use como equivalente del principio de nacionalidades preferentemente. La legitimación nacionalista es ajena en principio a la legitimación democrática, como lo es también es ajena a ésta en ese momento, por otra parte, la legitimación revolucionaria socialista, comunista o anarquista.

Una prueba del difícil injerto en el fondo de las ideas autodeterminativas se encuentra en dos episodios del primer nacionalismo vasco. Uno, el del "individualismo católico" de Angel Zabala, Kondaño, el sucesor de Sabino Arana al frente del PNV, que fue rechazado al unísono tanto por el PNV como por la jerarquía católica. Zabala propugnaba que "los vizcaínos no han de ser independentistas por exigencia de la historia o de la naturaleza sino porque lo quieren y lo quieren porque es lo mejor para ellos". Segundo, la defensa por Luis Arana de la posibilidad de un "separatismo interior" de los diversos territorios y de los ayuntamientos respecto en cada uno de ellos, dentro de un esquema radicalmente confederado de abajo-arriba, que tampoco se admitió (J. Corcuera/1988). Para los primeros seguidores de Sabino Arana, al igual que para su maestro, la existencia de la nación no depende de la conciencia de la gente ni puede quedar a expensas de la voluntad mutable de la gente.

En un autor tan significativo del primer nacionalismo, como Engracio de Aranzadi, Kizkitza, no está presente el menor rastro de la autodeterminación. No puede estarlo, si se mira bien, pues lo autodeteminativo no tiene demasiado sentido en un planteamiento como el suyo en el que destaca por encima de todo la afirmación de la “existencia nacional del pueblo vasco” y del “ser étnico vasco”, esto es, la afirmación de la singularidad étnica vasca: de su raza (una raza-isla), de su lengua (una lengua-isla), de su gobierno, leyes e instituciones propias (hasta 1939), de sus usos y costumbres.

En su libro Ereintza tiene cabida tan sólo un aspecto del tronco autoderminativo: la obligación de restablecer “la integridad ética y social de la vida nacional”, que recuerda al imperativo fichteano de la autenticidad nacional o al hacerse a sí mismos, sin influencias extrañas, fare da se, de raíz mazziniana (p.156). Mientras que en La nación vasca, su libro más ambicioso, la conexión con los contenidos autodeterminativos se encuentra en su formulación acerca del derecho a la libertad -o a la independencia- de toda nacionalidad como algo “natural” e irrenunciable” (“nunca puede renunciar una nacionalidad a la libertad”) y “cuyo sujeto es la nación” (p. 30-32).

En el librito Ami vasco publicado en 1906, del Padre Evangelista de Ibero, se advierte una coincidencia notable con algunas de las formulaciones iniciales clásicas del principio autodeterminativo. En los puntos 13 y 14 de este famoso catecismo, cuando afirma que “el nacionalismo concede a todas las naciones por igual el derecho a la independencia o a regirse por sí mismas” o que “el  nacionalismo vasco es el sistema político que defiende el derecho de la raza vasca a regirse y gobernarse a sí misma, según sus propias leyes y con absoluta independencia de otra raza”, nos recuerda lo que dice Mancini, a mitad del siglo XIX, sobre la autodeterminación interna y externa de las naciones. El punto 15, en el que el Padre Ibero afirma la oposición nacionalista al imperialismo (“afán inmoderado de conquista y expansión territorial”), y también al extranjerismo (“esa tendencia antinatural a repudiar lo propio”), parece directamente inspirado bien en los textos de la revolución francesa o bien en Herder y Fichte.

En Luis Eleizalde el principio de nacionalidades es, ante todo, “el derecho de cada nación a desarrollar su genio peculiar” (1998/p.181); una definición que presupone a su vez un deber: de continuar la herencia que caracteriza la autenticidad de un pueblo, y sobre todo su lengua: “un pueblo sin lengua nacional no es más que media nación” (1999/p.161), así como la concepción que subyace de indudable sabor fichteano. En su caso, la autodeterminación nacional es la obligación de continuar la herencia de los antepasados (1998/p.115), de manera que se trata de un ejemplo claro de la “recta determinación” que menciona con sorna el crítico del nacionalismo Elie Kedourie.

Pero es tal vez en su reseña para la revista Euzkadi del acto de apertura de la Conferencia de París, el 3 de febrero de 1919, cuando selecciona una parte del discurso del presidente de la república francesa M. Poincaré, donde nos muestra en la misma todo un compendio de la dimensión externa de la propuesta autodeterminativa: “ya no más ensueños de conquistas, de imperialismo (...) del desprecio de las voluntades nacionales, del cambio de provincias entre estados como si los pueblos fueran muebles o peones de juego; si tenéis que rehacer el mapa del mundo, hacedlo en nombre de los pueblos y con la condición de traducir fielmente sus pensamientos; respetar el derecho de las naciones, sean grandes o pequeñas, de disponer de sí mismas, conciliándolo con el derecho igualmente sagrado de las minorías étnicas o religiosas” (...) “asegurar los medios materiales y morales de existencia a los pueblos que quieren unirse en unidades distintas o reorganizarse según sus tradiciones” (1998/p.269).

Eli Gallastegui es el personaje de esta generación en el que está más presente la idea autodeterminativa. Lo está como autodeterminación interna: la aspiración nacionalista a la vida de la raza en plena soberanía, para regirse a sí misma y desarrollar libremente su genio particular y sus características propias, aspiración basada en el derecho natural, que todos los poderes de la tierra no pueden lícitamente coartar (1993/p.162). Y lo está también como autodeterminación externa: como “deber de oponerse a toda intervención extraña, a toda conculcación de nuestro derecho” (1993/p.191). Pero debe precisarse que ambas facetas interna y externa convergen en una concepción pro-independentista. En su caso, el derecho a la libre disposición de la nacionalidad vasca equivale a su plena independencia, no hay otra forma de “ser vascos en vida” además de serlo por herencia “desde el vientre materno” (1993/p.181).

La aproximación de Gallastegui a las ideas autodeterminativas es fruto de unos acentos en su concepción nacionalista que no se perciben de manera tan destacada en otros coetáneos. Me refiero sobre todo a una concepción más subjetiva y voluntarista de la nación: a) como mecanismo fundamental de identificación -según Gallastegi, “se es vasco por herencia y por deseo y voluntad”-, b) como pueblo en marcha que manifiesta su deseo de ser libre y su disconformidad a convivir dentro de otro pueblo, c) como reivindicación de un derecho primordial y natural, “el derecho de cada raza a su propia vida y desarrollo”, que es “superior a cualquier derecho histórico”.

Según Eli Gallastegui el derecho de autodeterminación, como aspiración primaria y elemental de todo pueblo sometido, sin injerencia de poder alguno extraño, era aceptado por todos como una aspiración común y básica para la unidad nacionalista que se iba a restablecer en el Congreso de Bergara (1993/p.173). Pero en los textos de la reunificación de 1930, el lenguaje autodeterminativo tiene un alcance difuso que lo mismo sirve para justificar una autonomía que un ilimitado autogobierno. La cuarta y quinta de las bases doctrinales aprobadas en la Asamblea de Bergara dice así: "Euzkadi, la nación vasca, por derecho natural, por derecho histórico, por conveniencia suprema y por su propia voluntad, debe ser dueña absoluta de sus propios destinos para regirse a sí misma, dentro de la ley natural (...) para conservar y robustecer la raza vasca, para conservar, difundir y depurar el idioma vasco, para restablecer los buenos usos y costumbres tradicionales” (Documentos, 1998/p.87-88).

Por esas fechas, ANV, la nueva formación nacionalista escindida del PNV, afirma en su primer programa algo similar aunque sin florituras raciales:  Acción Nacionalista Vasca propugna y recaba para la colectividad nacional vasca un régimen político que le permita disponer libremente de sus destinos" (Documentos/p.91). Luego, ANV lo entenderá de forma gradual, y no como un acto instantáneo, enlazando así con la tradición austromarxista de la “revolución lenta” y de arriba-abajo, desde las conquistas institucionales, una concepción que décadas después arraigará en la Euskadiko Ezkerra de los años ochenta, como ha observado el historiador José Luis de La Granja.

Durante los años treinta, pese a que hay un relevo generacional en el nacionalismo vasco, la reclamación a la II República de un estatuto de autonomía y la afirmación nacional y nacionalista, primero, y, luego, las vicisitudes de la guerra, no dejan apenas espacio a la idea autodeterminativa. Y cuando ésta aparece, carece de sustancia política y tan sólo es una expresión del lenguaje o una nueva forma de manifestar la aspiración de libertad nacional. Ejemplo de esto es la declaración del PNV, en el Aberri Eguna de 1933, que “reivindica el reconocimiento del derecho inalienable e imprescriptible de Euskadi a regirse por sí misma y denuncia la conculcación de ese derecho por los estados español y francés (Péndulo, I/p.244).

Puede decirse por consiguiente, en resumen, que las ideas pro-autodeterminativas presentes en el pensamiento político europeo del siglo XIX, y especialmente las del romanticismo alemán, lo están asimismo tanto en la primera generación nacionalista vasca como durante la II República, como equivalente del principio de nacionalidades sobre todo. Se trata, preferentemente de una nueva retórica de moda -en casi toda Europa- de aire autodeterminista, que penetra por ósmosis en el nacionalismo vasco. Ese nuevo lenguaje, pero no el término -la autodeterminación- está presente, por ejemplo, en el Pacto de la Triple Alianza suscrito en 1923 por nacionalistas catalanes, gallegos y vascos, cuando se reivindica “el derecho de las tres naciones a disponer libremente de los propios destinos” (Documentos/p.77-78).

Este nuevo aire retórico no aporta ningún nuevo contenido político preciso a las aspiraciones nacionalistas. Apurando algo más, se puede decir que tal vez permite subrayar algunos nuevos acentos: en el derecho natural más que en el principio histórico, en la libertad más que en el separatismo, en la no-dependencia más que en la independencia, en la soberanía más que en el estatismo... y, en menor medida, en el  reconocimiento internacional de la nacionalidad vasca como sujeto de derecho.

Pero en ningún caso, conviene insistir en ello, difumina ni directa ni indirectamente el acento étnico predominante en el primer nacionalismo vasco. Un ejemplo de esto último se encuentra en una de las primeras declaraciones de la rama aberriana, el Manifiesto del Partido Nacionalista Vasco (de 1921), cuyo punto 3º “proclama ante Dios y los hombres el derecho de nuestra patria a regirse libremente y pide su reconocimiento por todas las naciones”, pero un poco más adelante puntualiza que una vez reconocida su libertad “ésta se asentará en los principios sabinianos” (Ugalde, 1996/p.291).

Respecto a la presencia de la autodeterminación en el resto de Europa, digamos que es similar a la del caso vasco. La autodeterminación no es una bandera política de los movimientos nacionalistas, como se advierte en la descripción de los mismos hecha en los años de la primera guerra mundial casi simultáneamente por Luis de Eleizalde o el catalán Rovira i Virgili, pero sí es una nueva moda retórica de referirse al principio de nacionalidades. Un ejemplo de ello es su presencia en la declaración de los derechos de las nacionalidades (“Las nacionalidades, que estén fundamentadas en una comunidad de origen, de lengua o de tradición o que resulten de una asociación libremente consentida de grupos étnicos diferentes, tienen derecho a la libre disposición de ellas mismas”) aprobada por representantes de 23 países europeos en el tercer congreso de la Unión de Nacionalidades, celebrado en Lausana en junio de 1917, al que asistió una delegación del nacionalismo vasco encabezada por Luis Eleizalde (Ugalde, 1996/p.291).

Pero a propósito de esa comparación con el resto de Europa, debe tenerse en cuenta en especial que la práctica política de esta época no había decantado ni clarificado todavía un significado específico de la autodeterminación. No la aclaró la práctica política de la revolución bolchevique bajo el liderazgo de Lenin hasta 1923 ni menos todavía bajo el de Stalin, hasta el punto de que en ambos casos, más allá de las evidentes diferencias entre uno y otro, su obra de gobierno ilustró el trecho que va del dicho al hecho o de las promesas a las realidades. Pero es muy sabido que tampoco la aclaró Wilson, cuando vino a Europa a encarrilar el desenlace de la primera guerra mundial, ni la aclaró la Sociedad de Naciones en las dos décadas siguientes, como subrayan con rara unanimidad todos los historiadores de la época.

Hay que señalar asimismo, en esta comparación, que durante la II República, sólo defienden la autodeterminación las gentes del POUM, como los hermanos Arenilles que difunden las posiciones popularizadas por el revolucionario catalán Andreu Nin, o las del Partido Comunista vasco lideradadas por el guipuzcoano Jesús Larrañaga. En ambos casos, la defensa del derecho a la autodeterminación, entendida al modo leninista, se extiende a las tres nacionalidades del estado español, se entiende como un derecho incondicional, y está asociada a la defensa de “la unidad de los obreros de las distintas naciones del estado español” y al proyecto federal del mismo.

En los textos de Lenin y en el programa del partido bolchevique la autodeterminación era una fórmula política de perfiles claros y precisos: a) en cuanto a su contenido: un derecho a poder tener un estado propio derivado del principio de igualdad de todos los pueblos; b) en su alcance: universal, incondicional e ilimitado; c) en su duración: permanente; d) por su sujeto: los movimientos nacionales de los pueblos disconformes con su situación en un estado; e) en su forma de ejercicio: un referéndum en el ámbito territorial exclusivo del pueblo que lo demanda; f) por las garantías de su ejercicio: una autoridad provisional de los propios pueblos que lo fueren a ejercitar debía asegurar las condiciones de libertad.

Las potencias occidentales acogieron con gran preocupación esta formulación leninista, sobre todo a partir del triunfo de la revolución bolchevique, dado que su meollo -el derecho universal de toda nacionalidad a tener un estado propio, predicado como una norma moral y política válida para ordenar la vida internacional y como medida de la legitimidad del mismo- era asumible para cualquier movimiento nacionalista. Pero desde el día siguiente al asalto del palacio de invierno se confirmó que esta clase de autodeterminación y toda esa ristra de atributos era inaplicable.

    Si bien los textos constitucionales soviéticos siguieron manteniendo la retórica leninista y proclamaron el derecho a la secesión de todos los pueblos “alógenos” de la URSS, por aquello de que el papel lo aguanta todo, tal derecho se quedó, de hecho, en algo muy diferente a lo enunciado.

Se reconoció a todas las naciones no rusas del antiguo imperio un ámbito territorial propio e instituciones propias de autogobierno, pero se privó a dichas instituciones de un verdadero poder, que permaneció absolutamente en el partido bolchevique, y la autonomía se redujo de hecho a una dimensión lingüística, cultural y administrativa.

En el clima convulso de aquella época fue un imposible separar la autodeterminación nacional de la sombra de la contrarrevolución “blanca” -a veces exagerada por el poder soviético, como en los casos de Ucrania y Georgia, por ejemplo- o de la autodeterminación de las clases trabajadoras de cada pueblo, fórmula equívoca tras la que asomaba el instinto de supervivencia del propio poder soviético.  

Bajo el franquismo 

Durante el franquismo, la afirmación y reivindicación del derecho autodeterminativo está presente en todas las ramas del nacionalismo vasco: PNV, ANV, ELA, la corriente Jagi-Jagi, ETA, sea como tal exigencia expresa o bien sin mencionar el término pero recogiendo fielmente su contenido. Pero, pese a ello, se puede decir que la idea de la autodeterminación apenas penetra en las bases del mundo nacionalista. Habrá que esperar hasta la muerte de Franco y el comienzo de la transición del franquismo a la democracia para que se popularice, siquiera sea como “consigna” de esa época, y para que deje de ser algo que tan sólo está presente en la élite política.

En cuanto a su presencia en el PNV durante la larga época franquista, basta hojear las páginas de la primera obra de historiadores “profesionales” que han podido explorar los propios archivos particulares de dicho partido, me refiero al libro El Péndulo patriótico, para seguir su rastro en manifiestos, declaraciones y otros trabajos. La lectura de esta revisión histórica de la trayectoria del PNV permite establecer un hecho de manera diáfana: he contabilizado hasta 14 referencias pro-autodeterminativas entre 1942 y 1974 señaladas en dicho libro, la mayor parte en documentos oficiales. 

Otra conclusión, en este caso respecto a su uso, es que el PNV trae a colación la autodeterminación en dos tipos de situaciones en particular. Una, cada vez que hace una declaración conjunta con los nacionalismos catalán o gallego; en cuyo caso, la alusión pro-autodeterminativa tiene el doble sentido de afirmar un acuerdo entre los mismos y de exigirlo conjuntamente al nuevo régimen democrático (por ejemplo, Péndulo, II/117 y 148). La segunda situación, cada vez que se trata de la participación del PNV en la política española antifranquista sea cuando se discute la presencia o no del PNV en los órganos del Gobierno republicano en el exilio sea cuando se pretende acordar algo con las demás fuerzas antifranquistas: socialistas, republicanos, comunistas... (por ejemplo, Péndulo, II/87,88,90,92,139,148).

Este segundo caso tiene a veces un aire de discusión fantasiosa, muy propia habitualmente de la tendencia de los exiliados de la oposición perdedora a elaborar imposibles programas alternativos de gobierno como quien hace rosquillas, pero también está asociado a las expectativas de cambio que suscitó el final de la segunda guerra mundial en todo el campo antifranquista, tanto más en un nacionalismo vasco que lo había apostado todo a esa carta.

Sea como fuere, el caso es que en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo, el PNV pone encima de la mesa la autodeterminación vasca, siempre que puede, como condición sine qua non para suscribir cualquier acuerdo político o cualquier programa antifranquista conjunto. Por lo general, las condiciones “específicamente vascas” exigidas por el PNV en dichas situaciones son dos: una, la autodeterminación o “consulta al pueblo vasco sobre su futuro político”, la otra, la instauración durante la situación transitoria de un régimen privativo vasco que además sea garantía de la consulta antedicha (Péndulo, II/257). Pero, dicho de otra forma, tales condiciones no son sino su manera de expresar un principio de soberanía vasca, entendida sobre todo como no-injerencia y no-dependencia de otros, y de exigirles un reconocimiento tácito de la nacionalidad vasca a las demás fuerzas antifranquistas.

Tercera conclusión. La autodeterminación adquiere un contenido político específico en estos años para el PNV: “un referéndum democrático sobre el régimen definitivo de Euskadi”, una “consulta al pueblo vasco sobre su futuro político”, que el pueblo vasco “determine su futuro político mediante un plebiscito”, el derecho del pueblo vasco a “expresar libremente su voluntad y a que su decisión sea considerada como única fuente de derecho” (por ejemplo, Péndulo, II/172,251,257,289).

La presencia de este sentido de la autodeterminación, bien para dirimir si el pueblo vasco sigue dentro del estado español o bien para legitimar un nivel satisfactorio de autogobierno, denota una nueva mirada por parte del PNV sobre el conflicto vasco y la correlación de fuerzas que condiciona la viabilidad de unas u otras salidas al mismo. Que, en el fondo, es una mirada distinta sobre la sociedad vasca y su pluralidad interior, resumida con expresividad por Manuel Irujo cuando dijo aquello de que algún día “tendremos que ponernos de acuerdo con el otro 50% de la población vasca” (Péndulo, II/250). El mero hecho de que se formule esta idea por parte de un líder nacionalista intachable como Irujo denota la superación por su parte de una fuerte propensión de no pocos líderes de su partido en esa época a sumirse en una suerte de autismo que les lleva a no ver la sociedad real más que a través de un prisma hiper-ideologizado.

Ese doble sentido de la autodeterminación, externo e interno, se encuentra claramente formulado en La causa del pueblo vasco, de Francisco Javier Landaburu, cuyo capítulo  sexto se titula: “La libre determinación nacional y las condiciones de un estado habitable”. En Landaburu, la exigencia de la autodeterminación externa está basada en un argumento de gran actualidad desde el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre el conflicto de Quebec. Landaburu la asocia a un hecho político: a la voluntad del pueblo vasco de romper los lazos con el estado español, de un lado, y, de otro, a un deber puro y simple de la democracia. Si se da ese hecho, si se da esa voluntad de ruptura, dice Landaburu, la democracia obliga a respetar esa voluntad (p.192 y ss).

En cuanto a la dimensión interna de la autodeterminación vasca, Landaburu la relaciona con el dilema anterior: para el caso de que “los vascos, siendo nacionalmente vascos, deseen continuar siendo ciudadanos del estado al que ahora pertenecen”. Pues bien, en ese caso, la autodeterminación interna significa la exigencia de un encaje “cómodo, moderno y amable” en un hogar común confederado (197-208). 

Más allá de este doble sentido, empero, la autodeterminación tiene para Landaburu un significado primordialmente continuista con los planteamientos de inspiración fichteana  y herderiana de la primera generación. Según Landaburu, “la obra de hacer del pueblo una nación libre consiste primeramente en evitar los riesgos que las características nacionales van corriendo por efecto de la política destructora del adversario (...) en evitar la desaparición de la peculiar cultura vasca, en la defensa del idioma” (p.188). Significado que conecta con una preocupación agónica, en esos años cincuenta en que está escrita la frase, por la suerte del euskera, y, por el efecto destructivo que ello tiene en el alma vasca. Para Landaburu, el idioma no sólo es un signo de diferencia, “una manifestación diferente del modo de expresarse”, también es “el reflejo de un alma, de una mentalidad característica de un grupo humano” (p.188).

El hecho, de otra parte, de que la autodeterminación esté en el ideario de ETA desde el inicio de su andadura es una prueba más de su presencia en el nacionalismo vasco como vengo argumentando, dado que la primera ETA reclama como suyo propio el patrimonio ideológico nacionalista que ha mamado en el interior del PNV como se sabe.

El primer manifiesto público de ETA, en 1959, exige "los poderes mínimos para la autodeterminación del destino de nuestra Patria" (Péndulo, II/236). Pero más allá de esta frase, lo cierto es que ETA menciona poco la cuestión de la autodeterminación, mucho menos que otras ideas, hasta el punto de que queda en una bruma de confusión todo lo referente a su contenido y alcance. En la carta a los intelectuales de 1964, la “libre disposición de nosotros mismos o autodeterminación” y la independencia van, en un único lote, junto a la contraposición “Euskadi-España” y junto a la necesidad de “optar entre la libertad y el genocidio”.

Habrá que esperar unos años para que alcance en ETA una mayor relevancia, cosa que no ocurre hasta que se desgajan sus primeras ramas: ETA-Berri (1966) y ETA-VI (1972), que hacen suya la bandera de la autodeterminación, hasta el punto de esgrimirla como bandera propia y como signo de diferenciación del resto del mundo abertzale.  

La transición  

A lo largo de la transición, el período entre la muerte de Franco y la constitución del gobierno vasco a primeros de 1980, tras aprobarse el estatuto unos meses antes, el PNV dejó de lado la exigencia de la autodeterminación. Pero el que la ignorase no equivale a que la rechazara, como no pocos así lo (mal)entendimos en aquel momento. El PNV no rechazó entonces ningún derecho o aspiración nacionalista, simplemente aparcó algunos por razones obvias. Y en concreto, respecto al derecho de autodeterminación, basculó entre un argumento desafortunado: que era una idea de “fuera” e innecesaria aquí, y otra razón algo más comprensible: que era un derecho irrenunciable aparcado tan sólo por motivos tácticos y “de fuerza mayor”.

En el trascendental debate del proyecto constitucional tras las primeras elecciones democráticas, el PNV desechó la autodeterminación en nombre de facilitar la reforma política y optó por la vía del reconocimiento y actualización de los derechos históricos del pueblo vasco y por las teorías de la “Unión Personal” entre el pueblo vasco y la monarquía o del “Pacto con la Corona”. No obstante, eso no significa que renegase de la autodeterminación. Marcos Vizcaya votó a favor de la enmienda pro-autodeterminativa presentada por Francisco Letamendía, Ortzi, diputado de Euskadiko Ezkerra. Y, por esas mismas fechas, Arzallus recordó que el PNV había defendido siempre la autodeterminación en los años del exilio bajo el franquismo, “porque todo pueblo tiene derecho a llevar y desarrollar su vida propia” (Guimón, 1995/197).

En cuanto a ETA, entonces ya dividida en dos ramas: ETA p-m y ETA-m, cabe decir que recupera en esta época la exigencia de la autodeterminación o bien como punto de encuentro con los partidos de ámbito estatal que también quieren llevar a cabo una política de ruptura con el franquismo o bien como una exigencia táctica válida para la intervención desde las instituciones.

Al comienzo de la transición ETA p-m elabora el Manifiesto y la Alternativa KAS, en cuyo texto hay dos definiciones contrapuestas de la autodeterminación. De un lado, se confunde con la independencia cuando dice: "la completa independencia política para Euskadi, es decir, la plena capacidad del pueblo vasco para decidir sus propios destinos, lo que significa la consecución de un estado vasco independiente y reunificado" (Documentos/p.153). En el punto 5, se identifica con la soberanía nacional y el poder constituyente: "reconocimiento de la soberanía nacional de Euskadi, lo que conlleva su derecho, su deber y su poder, para determinar con entera libertad su futuro nacional, incluida la opción a construir un estado propio" (Documentos/p.154).

En la discusión de la constitución española de 1978 sólo Euskadiko Ezkerra apostó claramente por la autodeterminación y llevó al congreso y al senado una enmienda de inclusión de un nuevo título (VIII-bis) sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación, a través de su diputado Letamendía y de su senador Bandrés. Esta enmienda, que fue rechazada, sirvió al menos para que no se eludiera una discusión expresa y pública sobre la autodeterminación. Euskadiko Ezkerra condicionó su apoyo a la constitución de 1978 a que ésta incluyera unas cuantas aspiraciones que consideraban básicas, entre ellas el reconocimiento del derecho de autodeterminación.

El contenido de la enmienda de Euskadiko Ezkerra al título VIII-bis coincide de arriba-abajo con la concepción leninista de la autodeterminación que en ese momento está defendiendo EMK, el grupo vasco que desciende en línea directa de ETA-berri. 1) Cumple una función específica: un método democrático para dirimir si se quiere “optar por seguir formando parte del estado español o separarse pacíficamente de éste y constituir un estado independiente” (art. 149-bis). Su sujeto son los “pueblos del estado español” que demanden ejercitar ese derecho. Y se presupone que tiene sentido allí, como en Euskadi, donde es una cuestión controvertida la permanencia o no del pueblo vasco en el estado. 2) Se reconoce el derecho de cada pueblo “a establecer libremente su condición política” (art. 149-bis), esto es, lo que se suele entender por soberanía. 3) Se regula el ejercicio efectivo del derecho a la autodeterminación, a fin de que reúna todas las garantías de un proceso limpio, libre de injerencias,  plenamente democrático (arts. 149-ter y 149-cuarter). 4) Se inscribe en una concepción distinta, una España plurinacional, que puede permitir un encaje más satisfactorio del País Vasco en las instituciones estatales comunes (Zutik Herria, 3, 1978/p.20).

La enmienda de Euskadiko Ezkerra, por otra parte, exigía un requisito muy riguroso para la confirmación de la independencia en un referéndum popular: para salir adelante había de ser aprobado “por el voto afirmativo de la mayoría absoluta del censo electoral de cada una de las provincias, regiones históricas o circunscripciones territoriales afectadas” (artículo 149-quater, número 4). Requisito que los propios textos de EE reconocen con una sinceridad tal, ya inusual en la política actual, que merece una cita completa: “Qué duda cabe, éste es un obstáculo que alzamos ante nosotros que defendemos esa opción (independentista). Pero al incluirlo hemos tenido en cuenta la realidad nacional de Euskadi, la singularidad de sus territorios históricos. Esta opción no tendría estabilidad ninguna, y crearía unos problemas políticos irresolubles, si se incluyera en un Estado vasco a una Navarra y una Álava que habían votado minoritariamente por esta alternativa (independentista), en base a la mayor población de Guipúzcoa y Vizcaya” (Zutik Herria, 3, 1978/p.67). ¡Quién pillara esa sinceridad, o esa “ingenuidad” política si se prefiere, en los tiempos actuales!

Pero tal vez la novedad más notable de esta época, vista desde la perspectiva actual, es que una parte fundamental del nacionalismo vasco, la representada entonces por EE y el PNV, admitieron entonces la autodeterminación de Navarra, al aceptar el referéndum para su incorporación a unas instituciones vascas conjuntas. Garaikoetxea, en el simbólico acto de traspaso de la legitimidad del Gobierno vasco al Consejo General vasco preautonómico, fue rotundo a este respecto: "Nadie ha pactado el futuro de Navarra, porque serán los navarros quienes en su día decidan libremente su futuro político en su Parlamento y en su referéndum" (Documentos/p.160). Pero esto que hoy parece indiscutible y básico, en su día muchos no lo valoramos justamente.

En estos años de la transición, la izquierda abertzale se muestra no obstante muy reticente ante una defensa intensiva de la autodeterminación y prefiere la idea pro-independentista pura y dura, en contraposición flagrante con lo dicho hasta aquí.

Según unas notas de mi cosecha escritas en 1980 para unos cursillos de verano en Euba,  entre las gentes de la izquierda abertzale se considera, dicho de manera clara y concisa, que la autodeterminación es: 1) una reivindicación menos radical, más rebajada y tibia que la independencia, 2) un método (el cómo) pero no un objetivo nacional claro (el qué: la independencia), 3) difumina en consecuencia el contenido nacional y no genera nacionalismo, 4) reduce la lucha nacional a un proceso electoral, a un referéndum, del que puede salir cualquier cosa, 5) no afronta la cuestión del poder y la deja en manos "de Madrid", por lo que no ofrece una garantía seria y segura de que se vaya a respetar, 6) es algo de los “de fuera”, de los federalistas, de los que no son ni carne ni pescado. Todo lo cual queda resumido y concentrado en el hábito de contraponer la independencia a la autodeterminación en los gritos coreados en las manifestaciones, por parte de significativos sectores de la izquierda abertzale, un hábito muy frecuente en los años de la transición. 

En la democracia 

La salida de la transición está marcada en el caso vasco por la ruptura y enfrentamiento entre dos corrientes y vivencias dentro del nacionalismo vasco. Una, la rupturista, exige unos cambios más profundos apoyándose en la deslegitimación del estado y de sus fuerzas de seguridad en la sociedad vasca. La otra se identifica por su compromiso en poner en pie las nuevas instituciones autonómicas. Dentro de esta guerra política, la alusión a la autodeterminación es una de las cosas que más marcan sus fronteras. Unos la omitirán, porque “no toca” en ese momento. Otros, la pondrán en el centro de su discurso político porque es la “marca” de un nacionalismo “consecuente”, porque atrae la atención sobre aquellas cuestiones que el estado no es capaz de asumir pero que son imprescindibles para un pueblo que exige su pleno reconocimiento. De manera que en toda la década de los ochenta, y sobre todo cuando tras la escisión del PNV se desata la competencia entre las fuerzas abertzales (PNV, EA, EE y HB), la autodeterminación se convierte en un campo de batalla de la misma y en una medida de su abertzalismo.

En esos años, además, se advierte la influencia del nuevo nacionalismo etnicista que surge en los sesenta y setenta en la Europa occidental, por ejemplo, de Guy Heraud, un planteamiento que también está presente en los escritos de Txillardegi o en el trabajo del jesuita J.A. Obieta sobre el derecho de autodeterminación publicado en 1980. La retórica de esta corriente -que concibe el derecho a la autodeterminación como un derecho colectivo universal, ilimitado, incondicionado, irrenunciable, permanente, y cuyo valor es fundamental y previo a los derechos individuales-, una retórica por tanto de inequívoco aire maximalista, cala hondamente en sectores de la izquierda abertzale y en especial en el colectivo y movimiento sacerdotal que edita la revista Herria 2000 Eliza. Las gentes de esta revista serán precisamente las organizadoras en 1985 del “Congreso sobre los derechos colectivos de las naciones minorizadas de Europa”, cuyas ponencias fueron publicadas ese mismo año en dos tomos, con el título Autodeterminación de los pueblos. Un reto para Euskadi y Europa. 

En ese contexto de los años ochenta se produce un curioso efecto-dominó pro-autodeterminativo. Tal efecto-dominó se da, primeramente, en HB, que, presionado por lo que está a su izquierda: EMK y LKI, cada vez se apoya más en la autodeterminación como marca y frontera de su “nacionalismo consecuente”. Luego, EA, interesada en acentuar su radicalidad respecto al PNV y en no dejar espacios a HB, la esgrimirá como punto destacado de su programa. Mientras que toda esta presión le coge a contrapié al PNV, entonces sumido en otras preocupaciones, como sostener su alianza de gobierno con el PSE. Al final de los ochenta, coincidiendo con las conversaciones de Argel y con el hundimiento de la URSS, HB lleva a cabo un gran despliegue propagandístico a favor de la autodeterminación que populariza el término y su demanda.

La declaración pro-autodeterminativa del Parlamento Vasco el 15 de febrero de 1990, consensuada al final entre PNV, EA y EE, significa el final definitivo de las reticencias del mundo abertzale. Todo él está ya a favor de la autodeterminación. Aunque, en ese momento, todavía son claras y considerables sus diferencias con HB a ese respecto.

Que recuerde, nadie menospreció el párrafo inicial de dicha declaración, donde se   afirma que el pueblo vasco tiene derecho a la autodeterminación: la potestad para decidir libre y democráticamente su status político mediante un marco propio o de compartir su soberanía con otros (Documentos/p.170-171). Pero el disenso de la izquierda abertzale afectaba a todo lo demás: a) a la interpretación gradualista de la autodeterminación, entendida como proceso dinámico, gradual y democrático del conjunto de decisiones adoptadas por los ciudadanos vascos; b) a todo lo que se decía del estatuto, “resultado de un pacto refrendado libremente y expresión legítima de la voluntad del pueblo vasco”, “punto de encuentro de la voluntad mayoritaria”, “marco jurídico de la convivencia pacífica”, etc.; c) a la afirmación de que el Parlamento vasco y demás instituciones representativas “son los únicos legitimados para impulsar su ejercicio”; d) a que se trata de un texto que no contemplaba el ejercicio efectivo de la autodeterminación ni lo regulaba por tanto.

Examinada desde una perspectiva más neutra, cabe decir, por el contrario, que fue en su día una “virguería” dialéctica para conciliar varios intereses a la vez: no cuestionar  el estatuto y no alterar la estabilidad social ni romper el pacto de gobierno con el PSE, presionar al gobierno central y al PSE, quitarle a ETA y HB el monopolio de la autodeterminación, bloquear las alternativas más radicales de ETA y HB.

A mitad de los noventa se da una novedad indiscutible: la unanimidad abertzale. Todo el nacionalismo vasco pone el derecho de  autodeterminación, su afirmación y reclamación, en el centro de su discurso político e ideológico. Todo el nacionalismo vasco coincide en los argumentos básicos de la retórica pro-autodeterminativa asimismo.

En lo político, todo el nacionalismo vasco coincide en particular en el argumento de que el reconocimiento de la autodeterminación es la “clave de una solución justa y democrática del problema vasco”. Y aquí se entiende por problema vasco, de forma ambigua, el final de ETA  y la viabilidad legal de los proyectos abertzales “máximos” si cuentan con un apoyo democrático suficiente. Se da por supuesto en esta argumentación que el reconocimiento de esa viabilidad legal, que es lo mismo qyue aceptar la posibilidad de un “derecho de salida” del estado, resolvería básicamente el “contencioso vasco” y que ETA no podría persistir ni un día más a tal reconocimiento.

Mientras que en lo ideológico, se ha ido fraguando asimismo una coincidencia de todo el nacionalismo vasco en los “atributos” fundamentales de la autodeterminación:

A) Se define la autodeterminación como equivalente de soberanía nacional o de poder constituyente, como derecho a decidir sobre la forma de existencia política de un pueblo sin injerencias extrañas, con estas cinco facultades: 1) autoafirmación: es un Pueblo o Nación soberana; 2) autodefinición: quiénes son sus ciudadanos; 3) autodelimitación: cual es su territorio; 4) autodeterminación interna: qué régimen político desea darse; 5)  autodeterminación externa: qué relación desea mantener con otros pueblos o estados (por ejemplo, EA, 1990/p.15-18).

B) La autodeterminación tiene un sentido rotundo e ilimitado. Se defiende una y otra vez el principio de que “las decisiones que afectan a la vida colectiva de los vascos corresponde adoptarlas a los propios vascos, sin que pueda hacerse dejación de tal principio” (por ejemplo, EA, 1990/p.42).

C) Se invoca a un Pueblo Vasco unívoco, que comparte sin fisuras un proyecto común, como si compartiera una única conciencia colectiva y una voluntad uniforme de forjar un proyecto político común (por ejemplo, EA, 1990/p.42).

D) Su verdadero fin es el de ratificar la independencia, esto es, para ratificar la formación de un Estado vasco reunificado e independiente, pero asociado al proceso de construcción europea desde su libre determinación. No es para quedarnos como estamos ahora. Como se ha dicho agudamente, no se saca uno el carnet de conducir para andar en bici.

E) Se predica un único e indiscutido sujeto-titular del derecho: Euskal Herria, con lo que significa ese concepto hoy día de pueblo y territorio a la vez.

El núcleo duro de la versión pro-autodeterminativa común a todo el mundo abertzale, que concentra tanto lo político como lo ideológico, podría resumirse en estas tres proposiciones: 1) es el derecho de los vascos a decidir sobre las cosas que les afectan, 2) el estado nos lo niega por la fuerza, de forma arbitraria e injusta, 3) su reconocimiento, por tratarse de un derecho humano fundamental para la vida de una colectividad , es una cuestión básica de la democracia tanto vasca como española, verdadera precondición de la democracia, 4) es inseparable de la soberanía nacional y popular.

Pero es obligado reseñar que no todo es unanimidad y todavía subsiste un campo de diferencias. Una buena parte de la izquierda abertzale, y ETA en particular, todavía no aceptan que se distinga el sujeto-titular y el sujeto-ejerciente; esta distinción, para muchos demasiado “escolástica”, el grueso del nacionalismo vasco, incluyendo Patxi Zabaleta, la considera necesaria para reconocer un  hecho democráticamente irrebatible a estas alturas: que son los ciudadanos de cada una las tres instituciones -navarras, de la CAV, y de Iparralde cuando dispongan de ellas- quienes habrían de ejercer en todo caso la autodeterminación cuando y como lo considerasen oportuno. Todavía hay quien exige en un mismo lote autodeterminación y territorialidad, como hace ETA en su Alternativa democrática de 1995 en nombre del reconocimiento de Euskal Herria (Documentos/p. 128-183), mientras que otros consideran un contrasentido eludir el problema de la determinación libre de los navarros (o de los ciudadanos de Iparralde) si se habla de autodeterminación. Todavía hay quien considera que la autodeterminación es un derecho irrenunciable y que, por tanto, no está sujeto a mayorías y minorías, mientras otros entienden que si no tiene que ver con el derecho de mayorías ya no estamos hablando del derecho de autodeterminación.  

Conclusiones  

1. La autodeterminación es hoy día el mito más importante tal vez del nacionalismo vasquista, si se entiende el término de mito en el sentido en que lo acuñó Georges Sorel, esas ideas-fuerza que son motores de amplios movimientos sociales, esto es, que movilizan a las gentes y les dan argumentos y les señalan una meta, un horizonte...

Hoy día, la autodeterminación equivale ante todo y sobre todo al reconocimiento de la nación vasca y de su soberanía, lo que ha sido siempre y sigue siendo hoy una de sus metas principales. En segundo lugar, es de un valor ideológico cotidiano inestimable para el mundo abertzale, en la medida en que sustituye a la clásica autoafirmación nacionalista y la reviste de lógica democrática y de superioridad ética:  el nacionalismo vasco acepta lo que decida la voluntad mayoritaria expresada de forma democrática mientras  que estado español no lo acepta. Tercero, es de un alto valor práctico, es un poderoso motor del movimiento nacionalista  (al que moviliza, da argumentos, señala un horizonte...) y a la vez el método preferente y más eficaz de su presión al estado, el camino más efectivo para acceder a sus metas. En cuarto lugar, tiene un indiscutible valor político, es la demanda de mayor valor “pacificador” y “normalizador” tanto en este momento como en una perspectiva de más largo plazo; sea para la “pacificación” sea para culminar la “normalización”, el caso es le señala un horizonte de espera o una meta que suscita la ilusión de un gran cambio, cosa que a estas alturas tiene un valor inmenso en el mercado político. Por último, su mayor fuerza estriba precisamente en la evidencia de que no es posible pensar en una mínima lealtad correlativa del nacionalismo vasco hacia el sistema constitucional y político español sin una declaración de reconocimiento y respeto por parte de este último hacia la demanda autodeterminativa del nacionalismo vasco.

Hoy por hoy ningún otro concepto ideológico-político es capaz de condensar un lote de virtudes tan potentes como éstas.

2. Hay una explicación razonable de que esto sea así. A mi juicio, la razón más poderosa para que se haya dado tal éxito de la autodeterminación en el propio mundo abertzale está en que ha facilitado la adaptación del nacionalismo vasco a las nuevas  circunstancias de la democracia y de la pluralidad. El nacionalismo vasco se ha sentido presionado por la lógica del sistema democrático y, a su vez, ha descubierto, las notables ventajas que le reporta la sencilla operación de revestir el discurso abertzale con el argumento democrático: que el pueblo vasco decida, que el estado escuche y atienda la demanda de autodeterminación vasca, que unos y otros acaten la voluntad y la decisión de la sociedad vasca... Aparte de reforzar el discurso abertzale, le permite obtener otras “plusvalías”: a) patrimonializar una idea política democrática elemental y sencilla: que sea el propio pueblo vasco quien decida si está conforme o no con su actual permanencia al estado español; b) plantear una exigencia de democratización a un estado como el español que se considera propietario del territorio vasco al margen de la voluntad de las gentes; c) manejar una fórmula más imprecisa, ambigua y flexible que la independencia y por tanto con más capacidad de adaptarse a circunstancias como las presentes que obligan al mundo abertzale a mantener una indeterminación en cuanto a su definición estatal.

3. Este viaje por la autodeterminación a lo largo de un siglo desvela un nacionalismo muy permeable a las corrientes políticas e ideológicas del pensamiento europeo y estrechamente influido por las vicisitudes europeas. Respecto a la permeabilidad, en la primera generación predominan las influencias del romanticismo alemán y de los nacionalismos europeos más fundados en la herencia étnica (y biológica) recibida de los antepasados, en la de la postguerra en cambio predominan las ideas iusnaturalistas, mientras que la generación presente ha depurado lo uno y lo otro y ha hecho una síntesis funcional a su medida. En cuanto a la influencia de los acontecimientos europeos, basta recordar, a modo de ejemplo, tanto el debut oficial de la autodeterminación en el PNV, en diciembre de 1918, con ocasión de la Conferencia de París, como la Declaración del Parlamento vasco de 1990, con motivo de la caída del Este.

4. En la actualidad, el nacionalismo vasco ha conseguido ser algo más que una corriente que se manifiesta a favor de la autodeterminación. Hoy día, el nacionalismo vasco ha hegemonizado el territorio conceptual de la autodeterminación y es quien da sentido al significado social de la autodeterminación vasca con sus propias ideas y contenidos. Fruto de esta ocupación de su significado, se puede decir que el nacionalismo vasco ha absorbido por completo la versión de la autodeterminación que durante los años sesenta, setenta y ochenta era la que le daba el significado social entre las amplias minorías “militantes” que la manejaban. Me refiero claro está, a la versión “leninista”. El por qué ha sido posible este trasvase merece una reflexión que desborda este trabajo.

5. El sentido o la función actual de la autodeterminación, según el nacionalismo vasco, es fundamentalmente simbólica, profundamente simbólica, más que política. Lo que le coloca en un terreno que va más allá de la política y es mucho más poderoso que la política: el campo de los anhelos, deseos, sentimientos, horizontes... Aunque puede tener un alto valor político, cuando venga bien y sea menester, sea como método de afirmación y legitimación y, en consecuencia, de presión, o sea como procedimiento de ratificación. Pero en cualquier caso no equivale a un referéndum sobre la permanencia o no en España, como planteaba la generación de la post-guerra bajo la influencia de la doctrina de la ONU (o también la versión leninista). Según el canon abertzale, la autodeterminación vasca sólo tiene sentido para confirmar el triunfo de las posiciones abertzales. Y si ha acudirse a alguna consulta, será para ganarla, no para ver cuántos están a favor de una cosa y cuántos a favor de otra.

6. Termino con una reflexión más crítica. Creo sinceramente que el nacionalismo vasco se equivocará si no penetra en la otra cara de la luna: las limitaciones y debilidades de la autodeterminación vasca; si se detiene de forma autocomplaciente en las virtudes que acabo de resumir; si no tiene en cuenta seriamente el hecho evidente de que falta un consenso mínimo en la sociedad vasca sobre el valor, la oportunidad y la necesidad de la autodeterminación; si no advierte el auto-engaño de considerar la autodeterminación como un punto de partida indiscutible cuando en el mejor de los casos no puede ser sino un punto de llegada; si no reconoce que el mundo pro-autodeterminativo coincide más o menos con el mundo que se confiesa abertzale; si no reconoce que a extramuros del mundo abertzale está la “otra” parte, para la cual -por muy invertebrada que esté en comparación con la comunidad abertzale- la autodeterminación le resulta una propuesta que o bien no le dice nada de nada respecto a sus necesidades vitales o bien le parece artificiosa, innecesaria, ajena, extraña o puramente nacionalista...

El nacionalismo vasco tiene razones de sobra para no apearse de su definición de la autodeterminación. Pero reconózcase también que hay razones y evidencias de sobra como para concluir que el nacionalismo vasco es sólo una parte de la sociedad -de una sociedad plural, compleja y hasta demasiado escindida todavía en cuestiones fundamentales para cualquier comunidad política- y que no debe postularse por ello como “la medida de todas las cosas”. Sólo en una sociedad monoteísta cabe esto de que haya un único pensamiento.  

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