Javier Villanueva

De la pacificación y normalización
a la pluralidad y el pluralismo
(Disenso, nº 41, octubre de 2003)

Sobre el papel, la cuestión vasca tiene un arreglo sencillo: basta replantear la fórmula de pacificación-normalización con un poco de sentido común. Lo que significa de entrada un par de cosas: una, que la primera y más urgente normalización consiste en que ETA desaparezca del escenario, y la otra, que no se debe confundir esa normalización más urgente con la resolución de un viejo problema que precede a ETA y que perdurará tras ETA. Me refiero a las insatisfacciones del nacionalismo vasco respecto a su actual encaje en el sistema político español.

SEPARAR LOS PROBLEMAS. La clave de esta fórmula es la separación de los problemas en lo referente a su tiempo de solución. Así, se declara de máxima urgencia un primer lote que contiene el final de ETA, el final del todo vale en la lucha antiterrorista y la superación de la ulsterización actual de la vida política vasca, mientras se pospone a la completa resolución de este lote primero el otro asunto político pendiente: el pacto de convivencia entre los vascos y el pacto de convivencia de los vascos con el Estado español.
Esta separación no es arbitraria sino que se apoya en sólidas razones:
En primer lugar, se trata de cosas de diferente naturaleza y diferente tiempo de solución, pues el primer lote reclama una intervención urgente y quirúrgica, porque estamos ante una grangrena o una metástasis que amenaza con extenderse a todo el cuerpo social, si no se ataja a tiempo; mientras que el conflicto político pendiente, por su propia sustancia de conflicto entre dispares, requiere un tratamiento más paciente y prolongado, para que el conjunto social se restablezca y sea capaz de poder adoptar las decisiones pertinentes (como cuando nos aplicamos un tratamiento de dieta equilibrada, ejercicio físico, reducción de las situaciones de stress... y lo ayudamos con complejos vitamínicos, oligoelementos y las prótesis o pequeñas operaciones que haga falta).
En segundo lugar, no es dramático posponer la solución dialogada del contencioso vasco, habida cuenta que hoy día ya está garantizada la supervivencia y la reproducción de lo que se entiende por identidad nacional y cultural vasca mediante el actual grado de autogobierno. Es más, la dramatización hoy día por el nacionalismo vasco de esa posposición forma parte de la exagerada teatralización de la vida política.
Por otra parte, dicha separación es una forma razonable de cerrarle todos los caminos a ETA y de forzarle a adoptar la decisión de autodisolverse incondicionalmente. Tras más de veinte años de experiencia se puede afirmar que con ETA no ha resultado la vía del palo y tentetieso (con el GAL como ejemplo extremo), ni tampoco han funcionado la vía del palo y la zanahoria (que fracasó en Argel) o la del incentivo político para que lo deje (postulada en el Plan Ardanza o en el pacto de Lizarra). De manera que es razonable, por tanto, dar una oportunidad a la única vía que todavía no se ha intentado
Además, tiene sentido que sea así —primero una cosa, después otra— si se tiene en cuenta la experiencia de los últimos años. Si algo se ha demostrado desde el pacto de Lizarra hasta hoy es que mientras esté presente ETA, con su amenaza letal sobre una parte de la población, queda manchado como una pretensión ventajista insoportable todo proyecto político que pueda entenderse como un incentivo a ETA para que desaparezca, o que reciba la bendición de ETA de una u otra forma. Con ETA presente, no hay manera de sacar adelante ningún proyecto de futuro, que ni siquiera se puede discutir en serio.
La clave de esta vía se encuentra en una combinación de claridad, simultaneidad y reciprocidad, de realismo y firmeza democrática, de legalidad y humanidad.
ETA no debe tener ninguna esperanza en obtener un éxito político a cuenta de su retirada del escenario, más allá de poder negociar unas condiciones para su propia integración social que sean razonablemente generosas o de la ventaja de poder cerrar una página negativa y de poder iniciar la recomposición de sus bases sociales.
ETA debe saber que tiene que asumir por su parte cinco compromisos claros al menos: en primer lugar, el cese absoluto de su actividad; en segundo lugar, limitarse a negociar la integración de sus gentes en la sociedad vasca; en tercer lugar, reparar a las víctimas de su persecución y de sus atentados; en cuarto lugar, reconocer el principio democrático y, en consecuencia, reconocer los ámbitos de decisión existentes —Navarra y la Comunidad Autónoma Vasca—, cada uno de los cuales se apoya en la libre determinación política de la mayoría de su población, y en quinto lugar, reconocer y respetar la diversidad de identidades existente en la actual sociedad vasco-navarra y todas sus expresiones: vasco-española, únicamente vasca, navarro-española, española, vasco-francesa, únicamente francesa...

CONTRA EL ‘TODO VALE’. Por otra parte, debe haber un movimiento recíproco del sistema político estatal, lo cual le exige de entrada asumir a su vez unos compromisos como los siguientes: ha de favorecer el cese de ETA, combinando gestos de distensión, firmeza democrática, flexibilidad y humanidad, lo que exige una beligerancia contra el todo vale y una especial atención a respetar el principio de legalidad y a humanizar las leyes; debe facilitar la negociación de su normalización política y de su integración social; ha de reparar a todas las víctimas de la violencia estatal, y debe reconocer, asimismo, el principio democrático y el valor del pluralismo, lo que incluye, entre otras cosas, el reconocimiento y respeto a la expresión nacionalista.
Además, el sistema político estatal no puede eludir la existencia de una demanda de negociación sobre el desarrollo del autogobierno vasco y sobre su encaje en el Estado español. No se trata de entrar ya a resolver ese problema, como así lo exigían el plan Ardanza o el pacto de Lizarra —o ahora lo exige el plan Ibarretxe—, sino de comprometerse de un modo solemne a afrontar esa demanda, desde los principios del diálogo y la negociación, y a hacerlo en un plazo de tiempo acordado.
En ese compromiso hay dos piezas básicas a mi juicio: una, el reconocimiento por las fuerzas políticas pro-estatales, con el Gobierno a la cabeza, de que el principio democrático ampara la aspiración abertzale de poder desencadenar un proceso autodeterminativo, si obtiene el apoyo necesario para ello en las diversas comunidades políticas vascas; otra, complementaria de la anterior, la predisposición a facilitar el que las instituciones de la Comunidad Autónoma Vasca y de Navarra puedan disponer de unas leyes de consulta que permitan realizar esos procesos autodeterminativos, leyes que regulen entre otras cosas el apoyo necesario para desencadenar un proceso autodeterminativo y el apoyo que deberán conseguir las opciones que se propongan un cambio sustancial del statu quo actual. Este doble compromiso debe ser meridianamente claro y persistente. No tiene que haber duda, por realismo y por convicción democrática, de que en una democracia abierta el futuro nada puede estar proscrito ni prescrito.
¿Y si ETA no quiere? ¿Y si ETA se empeña en seguir? Razón de más para no volver a los caminos fracasados del palo y tentetieso o del palo y la zanahoria o del incentivo para que lo deje, pues nada de eso ha sido eficaz, repito. Razón de más para persistir en una acción política distinta, que pretenda achicarle los espacios y que se apoye en los principios alternativos enunciados, principios que resumo ahora en una fórmula: empeñarse en la deslegitimación social más rotunda de ETA, en el rechazo de sus hechos y de sus móviles y proyectos, y empeñarse asimismo en que la presión sobre ETA ejercida desde los diversos poderes estatales —la acción del Gobierno, de los jueces, de toda clase de policías y de los funcionarios de prisiones— se atenga a los criterios de proporcionalidad, humanidad y respeto a la legalidad.

NO HAY RECETA MÁGICA. ¿Cómo se arregla la disparidad tan profunda que existe y que afecta a un campo tan importante? ¿Es posible satisfacer demandas tan contrapuestas a primera vista? ¿En qué puede consistir el nuevo equilibrio?
El asunto es demasiado complejo y correoso como para pretender una receta mágica. No hay tal receta. Ni siquiera hay certeza de que pueda tener un buen arreglo. Si miramos al resto del mundo y lo comparamos con otros casos más o menos parecidos (Irlanda, Quebec, Bélgica, la exYugoslavia) se llega a la conclusión de que no está claro que sea fácil el arreglo ni mucho menos que éste vaya a ser definitivo.
Se puede afirmar con rotundidad, no obstante, que no se arregla desde la unilateralidad, que es como lo ha planteado el PP, y en particular Jaime Mayor Oreja, al tratar de sustituir el equilibrio instaurado en la transición, a su juicio basado en unas concesiones excesivas de los no-nacionalistas, con un nuevo equilibrio ajustado a la nueva relación de fuerzas y en el cual se rebaje lo conseguido hace veinticinco años al ganador de entonces, el nacionalismo vasco. O como lo ha hecho también éste último, al plantear recientemente la propuesta de Ibarretxe, que no se ocupa para nada de la sensibilidad, las preocupaciones y las demandas de la ciudadanía vasca no-nacionalista.
Esos ramalazos pendulares en una dirección unilateral se guían más de la cuenta por la correlación de fuerzas y en lugar de buscar una satisfacción más equilibrada y más justa de las partes involucradas en el conflicto pretenden instaurar un nuevo desequilibrio. Los aspectos más negativos del llamado “espíritu de Ermua” y de la ofensiva del PP para provocar una alternancia en el Gobierno de la CAV, por un lado, o del pacto de Lizarra, por otro, tienen mucho que ver con esto, en la medida en que se plantean o bien como un movimiento revanchista de dar la vuelta a la tortilla o bien como una batalla maniquea entre el bien (la mayoría) y el mal (la minoría), que ha de saldarse necesariamente con ganadores y perdedores.

UN NUEVO ENFOQUE. Personalmente me identifico con otro enfoque, cuyo meollo consiste en poner sobre la mesa otros acentos: primero, reconocer que el problema de fondo es multidireccional, con insatisfacciones contrapuestas de las diversas partes, las cuales han de reconocerse y respetarse, como igualmente legítimas, desde el pluralismo; segundo, buscar un nuevo equilibrio con el criterio de satisfacer las demandas más relevantes de unos y otros, esto es, las demandas nacionalistas que reivindican más autogobierno y más calidad del mismo y las demandas de reconocimiento, respeto y protección provenientes de esa parte de la sociedad que no emite en la onda aberztale, todos han de sentirse ganadores; tercero, concentrar en dos asuntos el objeto de dicha negociación: uno que atañe a los pilares básicos que definen la cultura pública de la sociedad vasca y que posibilitan una mínima integración de la misma, un asunto más bien prepolítico por su naturaleza, y otro referido a las decisiones comunitarias sobre el alcance y la naturaleza del autogobierno vasco, sobre su relación con los otros países de cultura vasca, como Navarra e Iparralde, así como sobre su encaje en el Estado español; cuarto, entender que esta negociación social no se puede llevar a buen puerto sin sentido de la reciprocidad, sin la exigencia de un pleno reconocimiento del otro, sin un lote equilibrado de concesiones o contraprestaciones mutuas, sin un compromiso de lealtad al pacto por unos y otros, pues la reciprocidad es una de las claves del éxito de este enfoque alternativo; quinto, optar por la perspectiva de una integración compleja de la sociedad vasca, basada en la decisión de compartir una mínima cultura pública, que a su vez se fundamente en unos mínimos comunes de convergencia y en la aceptación de la diferencia, lo que permitiría formar una comunidad política y hacer un pueblo a partir de una pasta tan heterogénea como la que constituye la sociedad vasca, y sexto, asumir que esta perspectiva de integración compleja de la sociedad vasca supone un giro drástico respecto a la orientación del nacionalismo vasco y del nacionalismo español, que se han identificado con una perspectiva de asimilación (más o menos forzada) y, en consecuencia, de sumisión de unos a otros.

UN PAÍS INVERTEBRADO. A lo largo del siglo XX la sociedad vasca ha vivido un intenso y conflictivo proceso de integración; pero, como ya he dicho, los resultados de ese proceso están hoy en crisis, cuestionados por unos y otros. Esta crisis ha revelado que Euskadi es un país demasiado invertebrado y que todavía no ha conseguido el consenso mínimo necesario para ser una comunidad política. Esta carencia es un dato muy singular del País Vasco actual. Aún carece del fundamento prepolítico que permite ser un país o una comunidad política en toda regla: qué país somos, cuáles son sus límites territoriales, cual es su identidad política colectiva, qué reglas del juego reconocemos todos... No ha de extrañar, por tanto, que se viva mal la disparidad existente en estas cosas básicas ni ha de extrañar que esta disparidad sea una fuente permanente de conflictos.
Mientras no se conquiste ese previo, hasta las cosas más sagradas —para unos el ser un país con capacidad de decidir su futuro político mediante la autodeterminación o lo que se entiende por “soberanismo”, y para otros el compartir, desde un amplio autogobierno, un proyecto común de progreso y solidaridad con el resto de la sociedad española— no son ideas o preferencias compartidas por toda la población y se quedan en “cosas de los nacionalistas” o en cosas de sólo la parte no-nacionalista de la ciudadanía vasca.
Por el contrario, el logro de un suelo común o compartido, en este sentido prepolítico, permitiría a la sociedad vasca embarcarse en la discusión política sobre el autogobierno vasco y su encaje en el Estado español. Una discusión-negociación que abarca un lote de asuntos de notable envergadura: la reforma del Estatuto para un mayor desarrollo y actualización del autogobierno, las garantías del autogobierno, el encaje en el Estado español y el status de libre asociación y de soberanía compartida, la naturaleza del Estado español y la reforma constitucional, la presencia en los organismos de la Unión Europea, las relaciones con los otros países de cultura vasca: Navarra y el País Vasco-Francés, el sentido concreto de la autodeterminación y la regulación del derecho de salida.

DOBLE NEGOCIACIÓN. Esta discusión política implica una doble negociación: primero, entre vascos, entre nacionalistas vascos y vascos no-nacionalistas, entre independentistas y contrarios a esa fórmula, entre vasquistas y españolistas, entre las fórmulas autonomistas, federalistas y confederales..., y después con un tercero, si la fórmula acordada es de asociación con otros, como es previsible. Vuelvo a repetir que la reciprocidad, el mutuo reconocimiento de las partes, un equilibrio de concesiones o contraprestaciones mutuas, la búsqueda de una cultura pública común básica y el compromiso de lealtad al pacto logrado, son principios que han de presidir tanto una como otra negociación.
A tenor de cómo están las cosas ahora y de los puntos de partida de unos y de otros, tan dispares, no puede decirse sino que hoy es un imposible llegar a ese acuerdo básico, cuya mera discusión ni siquiera puede darse habida cuenta la incomunicación existente. Y de tener que decir algo más, cabe añadir que una negociación de esa clase, sea entre vascos y aún con mayor razón si se trata de negociar con un tercero, o sea, con el resto del Estado español, no puede darse con las prisas y las presiones que intenta el plan de Ibarretxe. Y, por último, quizás quepa añadir que habría que preservar lo máximo posible esta negociación de toda connotación electoral, aunque ha de reconocerse que en una democracia abierta nada queda al margen de la lucha electoral.
Termino con una nota de optimismo a cuenta de la perspectiva europea. La construcción de Europa significa un nuevo marco político de relaciones, desconocido hasta ahora y, por ello mismo, un nuevo marco de posibilidades por explorar que tal vez abran puertas que han estado cerradas.
Sea como fuere, la construcción europea implica una perspectiva de cambio en la cosa estatal. Que afectará a los conceptos básicos de soberanía, territorialidad e independencia. Lo cual, a su vez, por consiguiente, permite pensar el futuro con otra perspectiva: a) de desdramatización del separatismo, y, a la vez, de una pérdida de sentido de la demanda de independencia, salvo que sea un separatismo de Europa, y b) de desdramatización de la distribución de las competencias clásicas estatales entre las instituciones europeas, los entes estatales y los entes sub-estatatales.
No veo que esta doble perspectiva pueda empeorar las cosas, mientras que cabe esperar en cambio que puede ayudar, y no poco, a mejorarlas.