Javier Villanueva

La reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña.
Todavía hay esperanza

(Página Abierta, 165, diciembre de 2005)

Ante la pregunta de la redacción de PÁGINA ABIERTA sobre cómo se está viendo desde Euskadi lo del Estatuto catalán, se me ocurren algunas reflexiones a tenor de las manifestaciones en los medios de comunicación de un reducidísimo número de personas, preferentemente políticos  o analistas de la vida política.
 
1. Hace año y medio más o menos se acuñó lo de la vía catalana para resaltar unas supuestas virtudes frente al plan Ibarretxe. Tres rasgos subrayaban la diferencia entre dicha vía para la reforma del Estatuto de autonomía y la emprendida en Euskadi (según Ramon Casares e Ignasi Álvarez, PÁGINA ABIERTA nº 144, enero, 2004): a) la necesidad imperiosa de conseguir un amplio consenso político, ya que, según lo exige el actual Estatuto de autonomía, la aprobación de su reforma requiere el apoyo de los dos tercios del Parlamento catalán; b) un procedimiento de reforma respetuoso con las reglas para el cambio de la legalidad estatutaria y constitucional; c) una concepción republicana de Cataluña, como asociación de ciudadanos con voluntad de ser una comunidad política, que no daría pie al discurso “etno-identitario”.           
La conclusión práctica de este planteamiento, añado, es que esta supuesta vía catalana pretendía llevar a buen puerto la reforma del Estatuto. La clase política catalana se embarcaba en un ejercicio realista de racionalidad, pragmatismo y consenso porque quería conseguir que la reforma del Estatuto saliese adelante. Mientras que la vía de Ibarretxe se concibió para otro tiempo, el aznarato, que ya ha quedado atrás, y consistió en montar un aparatoso pulso entre la “legitimidad” democrática-vasca y la “legalidad” española-constitucional que fuese percibido como un combate Euskadi-España para obtener sustanciosos beneficios en los terrenos que verdaderamente más les importaban a sus promotores (hacerle una OPA a ETA, captar el voto de Batasuna, mantener la hegemonía dentro del mundo abertzale y asegurar que las instituciones de la Comunidad Autónoma del País Vasco [CAPV] siguieran en manos de PNV-EA...) aun a costa de quedarse totalmente empantanados en la cosa de conseguir un nuevo Estatuto. El proyecto que puso sobre la mesa era imposible de aceptar por los no nacionalistas vascos y por los partidos mayoritarios del Parlamento español.

2. Esta vía catalana supuestamente diferenciada del plan Ibarretxe ha quedado muy tocada en el tiempo transcurrido desde que se acuñó el término. Su virtud más destacada, el supuesto consenso, ha quedado muy dañada ante la exhibición de un disenso múltiple y reiterado: dentro del Gobierno tripartito, entre CiU y el tripartito, de todos ellos con el PP, dentro del PSC y el PSOE, entre el PSC y el PSOE, entre el PSOE y el PP... El entendimiento final de cuatro partidos (PSC, ERC, ICV, CiU) que apoyaron el proyecto, con una representación del 90% del Parlamento catalán, no disipa el alarde de desencuentro que fueron las votaciones de cada artículo.
Tampoco ha quedado para echar cohetes la pretendida concepción “republicana” y “cívica”. Si bien es evidente la presencia de esta idea, se le han yuxtapuesto en el texto final unas dosis de historicismo y de constructivismo etno-identitario, manifiestamente prescindibles, que lo asemejan en ambos sentidos tanto a la Constitución española como al proyecto de nuevo Estatuto vasco o plan Ibarretxe. Parece un desafío a la lógica que algunos denosten a ese respecto la Constitución española y no los tres textos.
No queda claro, por último, la virtud catalana del pragmatismo ante las enmiendas de última hora (en especial sobre los derechos históricos, el blindaje de las competencias exclusivas de la Generalitat y el sistema bilateral de financiación) introducidas por esa otra mayoría que suman ERC y CIU. El que no las hayan retirado, desoyendo al Consejo Consultivo, que dictaminó muy razonablemente su más que dudosa constitucionalidad, no es una muestra de realismo sino de otra cosa.

3. Los propulsores de la reforma catalana no han alardeado en ningún momento de estar abriendo una vía singular frente al plan Ibarretxe. Todo lo contrario, siempre han mantenido una posición pública claramente solidaria con la vía vasca emprendida por Ibarretxe. Es más, el propio Maragall ha expresado en varias ocasiones un empeño particular en no dejar al plan Ibarretxe aislado y a los pies de los caballos, pese a que sus declaraciones al respecto no casaban nada bien con lo que entonces estaban sosteniendo el PSE o el PSOE.
Esta opción solidaria creo que se ha sustentado fundamentalmente en dos cosas. Una, que el plan Ibarretxe, aparte de ser una referencia obligada para los partidos nacionalistas catalanes ERC y CiU, les ha presionado a ambos a subir el listón de la reforma del Estatuto, especialmente en la parte de las competencias. La otra, que en el tripartito que sostiene el Gobierno catalán ha prevalecido lo que podría llamarse la solidaridad institucional entre las “naciones históricas” del Estado español, entre otras cosas por un cálculo de que en este momento está en juego un amplio campo de intereses comunes. Por ejemplo, el interés común de forzar una interpretación de la Constitución mucho más favorable al principio constitucional proautonomía desde la iniciativa de reforma de los estatutos, ya que hay una relación de fuerzas (por la oposición del PP) que no permite acometer la reforma de la Constitución en ese sentido.

4. ETA y Batasuna apenas se han interesado por las vicisitudes de la reforma estatutaria catalana salvo para reiterar que la vía “neoautonomista” no hará sino “prolongar el conflicto”. Mientras que en el mundo nacionalista representado hoy por PNV y EA se ha seguido la vía catalana con dos sentimientos predominantes. Por un lado, de alivio, al contemplar el desinfle de lo que se presentaba como una alternativa amenazadora. De otro lado, con una mezcla de resquemor y envidia (“¿por qué a ellos sí y a nosotros no?”) o de ansiedad (por ver en qué queda) que trasluce un temor inconfesado a que salga bien y ponga en un aprieto la vía “soberanista”. Pero también se ha expresado, contradictoriamente con lo anterior y de modo marginal, un interés en ver si abre nuevos caminos y aporta fórmulas concretas efectivas a los problemas de la mejora del autogobierno planteados desde las “nacionalidades históricas”.
Con todo, las reacciones, a mi juicio, más problemáticas son las que han insistido, o bien en el dogma nacionalista de que el Congreso es ajeno a la “soberanía” vasca o catalana (Ibarretxe: “¡Que no se toque ni una coma!”; Begoña Lasagabaster, diputada de EA: “¡Que no lo altere una mayoría ajena a Cataluña!”), o bien en el pronóstico de que va a ser desnaturalizado y “descafeinado” por el Congreso de los Diputados (Arzalluz: “Le van a echar tanta agua al vino que va a quedar irreconocible”). Una y otra reacción denota una preocupante incapacidad de salir del unilateralismo o de ver que al otro lado del espejo hay otras gentes con un derecho no menos legítimo que el suyo a mantener otros planteamientos sobre el bien público. Mientras esa doble incapacidad no la remedie, o bien la oscilación del péndulo patriótico al polo más pragmático y realista, o bien la inclinación de una amplia mayoría de la sociedad de la CAPV hacia un separatismo “soberanista”, esto último hoy por hoy metafísicamente imposible, de ahí no sale más que un cocerse y consumirse en un amargo y resentido aislamiento.

5. Tras pasar la primera prueba, la aprobación del proyecto de reforma en el Parlamento catalán, llega ahora la segunda: el examen de la adecuación del proyecto al marco constitucional vigente y su acomodación a él, de forma que pueda superar también la tercera prueba: la ratificación del texto por la sociedad catalana en un referéndum. Ha llegado, por tanto, la hora de la verdad de este proyecto de reforma.
¿Serán capaces de acordar un texto final que merezca la aprobación de los cuatro partidos catalanes de forma que éstos puedan sostenerlo ante su propio electorado en el referéndum? Más allá de las inclinaciones al pesimismo o al optimismo, creo que hay algunas razones para anticipar una posición por parte de ERC y CiU que puede favorecer el acuerdo. La más repetida es contundente: a tenor de las encuestas que vamos conociendo esta semanas, o se lo ponen más fácil a Zapatero o lo tienen claro con el PP. Otra razón, no menos poderosa, es que ahora, en esta segunda fase, ambos partidos disponen de mayor margen de maniobra. Gracias precisamente a que CiU y ERC han manejado bien el peso de sus escaños a lo largo de toda la primera fase de la reforma y han neutralizado ya el que Zapatero o Maragall pudiesen quedarse con casi todas las medallas, ahora podrían prescindirde los brindis al sol maximalistas y podrían atenerse a unas pautas mas razonablemente realistas y pragmáticas.

6. Lo que está sobre la mesa, a mi juicio, es si la actual clase política está madura para acordar un marco de juego mínimamente satisfactorio entre dos intereses divergentes. Uno que reivindica unos hechos nacionales diferenciados del español y que demanda un mayor reconocimiento de ellos y un mayor nivel y garantía de su autogobierno y unas relaciones bilaterales con el Estado, más bien de igual a igual, y –en el caso vasco– un derecho unilateral de decisión... Otro que reivindica el derecho a mantener la capacidad de decisión conjunta de todos los que somos hoy españoles y que demanda la posibilidad de igualdad competencial de todas las comunidades autónomas a la vez que un Estado eficiente y no anoréxico... Aparte de que conjugar ambas cosas es francamente complicado, tengo mis dudas sobre la madurez de la clase política española para encauzar ahora un asunto de tal envergadura. Unas dudas que se acrecientan cuando observo en la mayor parte de la clase política o de los creadores de opinión una notable incapacidad de concebir esa divergencia desde la presunción de buena fe de ambas partes y no desde el prejuicio antinacionalista o anticentralista de una parte frente a la otra.
Pero, por el contrario, tal vez no puedan desplegarse los nuevos conceptos capaces de interpretar la realidad presente, que ya no es la del franquismo o del inmediato posfranquismo, hasta que no haya un marco de acuerdo que permita pensar las cosas de otra manera. Por eso, cabe pensar que tal vez esto ya lo intuyen también algunos de los actuales protagonistas de la negociación en ciernes y cabe esperar, por tanto, que tal vez estén dispuestos ahora a dar un paso práctico decisivo en esa dirección. ¡Ojalá sea así!