Jesús Urra y Josetxo Arbizu

Que descasen en paz (los fusilados de 1936)
(Página Abierta, nº 136, abril de 2003)

El pasado 10 de marzo, el Parlamento navarro aprobó una declaración a favor de la reparación moral para los 3.000 republicanos fusilados en 1936. En ella se vertían fuertes críticas a la actuación de la Iglesia católica, y fue respaldada por todos los grupos políticos, salvo el partido en el Gobierno foral, UPN, que se abstuvo. En estas líneas se narra cómo se fraguó esta iniciativa.

Por imperativo moral –y con dudas sobre su viabilidad– decidimos en Batzarre propiciar, desde las máximas instituciones navarras, el reconocimiento y la reparación moral de las personas fusiladas en 1936. Una mañana de primavera del año pasado visitamos a los diferentes grupos parlamentarios para exponerles la iniciativa. Apreciamos una actitud favorable en todos ellos, salvo en UPN. Coincidió con un atentado de ETA, y a fuer de ser sinceros, la entrevista con UPN fue tensa y cargada de fuertes reproches. «Os preocupáis más por lo de hace 60 años que por lo de ahora», nos dijeron. «Nuestra profunda discrepancia política con vosotros no está reñida con el rechazo pleno de las acciones de ETA», fue nuestra respuesta. Luego, Batzarre la presentó en la Junta de Portavoces del Parlamento navarro y se aprobó con el mandato de ser trasladada a la Comisión de Convivencia y Solidaridad.
En esos momentos todavía no había comenzado la campaña en pro de la memoria histórica de 1936 desde El País, la cadena SER y otros medios. Esto vino más tarde. Con ello, la iniciativa recibió un espaldarazo importante. Nuestro estilo institucional pretende siempre contar con las personas afectadas; y en este caso, esa obligación autoimpuesta se acrecentaba. Por ello, conectamos con gentes de cada zona, sin pretender algo masivo, que nos superaba. A lo largo del verano, contactamos con Moli, Amelia, el Cubero; y más tarde con Angelita, de Lodosa; con Salva, de Sartaguda (y luego, en una reunión, con 25 o 30 personas más); con las gemelas Mikele y Mirentxu, de Estella; con Tomás Dorronsoro, de Iruña; con la señora Labat, de Villava. Otra gente lo hizo con Moriones y Rocaforte, de Sangüesa; con Pablo y los Alzueta, de Aibar; con Emilio, de Arguedas; con los de Cáseda, etc. Y éstos a su vez avisaron a otros y corrió la voz.
Así hicimos la primera reunión a primeros de noviembre del año pasado. A ella se invitó también a las personas no familiares que habían tenido alguna relación con este asunto; unas acudieron y otras no. Nuestra intención era promover la iniciativa parlamentaria. Allí se añadió la idea de formar una asociación legal.
Desde ese momento la iniciativa quedó en manos de la Asociación de Fusilados, que ha sido la que ha adoptado las diversas decisiones. Se sumaron muchas más personas. Todo comenzó a andar: borrador de declaración; petición de pleno extraordinario; exhumación de cadáveres; escultura en Sartaguda, el pueblo de las viudas, que constituye el símbolo por excelencia, y donde hoy mismo la asociación del pueblo cuenta con 198 asociados. Tras varias reuniones y discusiones se configuró el plan final: recogida de firmas de apoyo del conjunto de la sociedad, contactos con los partidos, entrevista con el presidente del Parlamento, comparecencia en la comisión parlamentaria, acuerdo de esta comisión sobre la base de la declaración de la asociación, nuevo acuerdo del texto final y aprobación en el pleno extraordinario del 10 de marzo.
Era difícil sortear importantes obstáculos para lograr en el Parlamento un “voto conjunto” de fuerzas tan dispares y enfrentadas. El éxito ha sido rotundo. Ni en las mejores hipótesis cabía imaginarlo. El recorrido de los fusilados del 36 ha estado jalonado por varias etapas: exhumación de cadáveres y homenajes en los pueblos tras la muerte del dictador, recopilación de datos editada por Altafailla Taldea, y ahora el reconocimiento oficial desde la máxima institución navarra. El protagonismo les corresponde por entero a los familiares, principales sufridores, y su legado histórico es patrimonio de la sociedad navarra.

Algunas polémicas

En el inicio de esta andadura, temíamos que las posturas antagónicas sobre ETA se convirtieran en dificultad insuperable para el acuerdo parlamentario. Ni siquiera es fácil escribir sobre esta cuestión sin herir sensibilidades. Nada más lejos de nuestra intención. Simplemente pretendemos exponer el debate de ideas. Entre las fuerzas políticas, básicamente, han aparecido dos posiciones opuestas. Está, por una parte, la de los que consideran imprescindible mezclar las muertes del 36 y las de ahora. Por encima de diferencias obvias (el contexto histórico; el ideario muy mayoritario de los fusilados del 36, condensado en República, tierra y libertad, difiere del actual choque de proyectos identitarios; la hegemonía aplastante del conservadurismo en aquella Navarra y la hegemonía progresista de ahora; otro contexto internacional, etc.) y de similitudes parciales (entonces se mataba al otro por tener ideas progresistas; ahora, por significarse en la defensa de una identidad nacional diferente), estas fuerzas –repetimos– preferían que no hubiera reconocimiento y reparación moral para los fusilados del 36 si no se mezclaban ambos hechos. Y, curiosamente, coincide con el sector más cercano ideológica y políticamente a los golpistas del 18 de julio.
Por otra, están los que establecen una diferencia radical entre aquellas muertes (que estaban mal) y las de ahora (que están bien o son inevitables o simplemente merecen el silencio, dicen éstos). A nuestro juicio, aunque se trata de acontecimientos diferentes y requieren un tratamiento distinto, es incoherente rechazar aquello y aprobar o mirar para otro lado ante las muertes políticas de hoy. Se pierde la razón moral, que debe ser la primera razón de una organización emancipadora, según Nelson Mandela.
En esta antagónica y difícil controversia, sin hablarlo explícitamente, se logró un tratamiento ajustado. Se abordaron los fusilamientos o asesinatos de 1936 de modo independiente. Y al mismo tiempo se emitía la principal enseñanza para el futuro: «Ninguna idea puede justificar tamañas barbaridades que deshumanizan a la persona hasta su límite máximo –la muerte–, que asolan de dolor a sus seres queridos, que degradan hasta lo más bajo a sus ejecutores, y que dejan un legado marcado por sufrimientos y odios muy negativos y profundos a las generaciones futuras».
La polémica suscitada por el arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, no entrañaba mucho misterio. Más allá de las expresiones más o menos afortunadas de la declaración auspiciada por la asociación y asumida por el Parlamento, resulta muy decepcionante que este señor no admita lo fundamental: una profunda autocrítica y una petición pública de perdón aquí en Navarra por el papel central ejercido por la Iglesia en el golpe militar y, en consecuencia, en los tremendos sucesos acaecidos, y que, por el contrario, califique textualmente de “discutible” el apoyo otorgado por la jerarquía de la Iglesia al golpe. Ahora bien, algo ha llovido desde la Navarra de 1936 para que tan poderosa voz no deje sentir su influencia en el acuerdo parlamentario. Y los agoreros del “nada ha cambiado” deberían tomar nota de ésta y de otras diferencias ilustrativas entre aquellos días y estos.

Enseñanzas

Que descansen en paz, decimos desde Batzarre, sin odio, sin afán de venganza. Porque no queremos una sociedad marcada por el odio; no queremos experiencias como las vividas en la antigua Yugoslavia, donde las barbaridades de la II Guerra Mundial han pesado tanto en el enfrentamiento interétnico de hoy. Ahora bien, «para poder olvidar, no hay que olvidar la memoria histórica», decía Benedetti, reivindicando con ese juego de palabras el recuerdo de horrores similares para que no vuelvan a repetirse nunca. Asimismo, esta actitud debe ir acompañada de la condena inequívoca del golpe militar, de un planteamiento de justicia, de reconocimiento y reparación moral para quienes defendieron la libertad.
El pleno extraordinario del Parlamento fue un acto emotivo. En aquel silencio roto por las lágrimas a duras penas contenidas y por el largo aplauso se concentraban demasiadas cosas: una victoria moral de la parte que más ha sufrido de la izquierda navarra (la que tanto había aportado y nunca había obtenido un simple gesto de agradecimiento); una ruptura con el miedo ancestral (totalmente comprensible cuando el horror de la represión atraviesa el umbral de la muerte); la ruptura con la injusticia profunda, con la humillación, con el olvido y, junto a ello, el recuerdo amoroso de los seres queridos arrebatados.
Miguel Sanz no supo o no quiso captar lo que allí sucedía. Le faltó altura de miras para, al margen de su cargo de partido, haber cerrado el acto como presidente del Gobierno navarro. Tiene todo el derecho del mundo a recordar a las víctimas de ETA, y seguro que su sufrimiento es sincero. Pero no puede arrojar sus legítimos sentimientos hacia una gente que después de 67 años era el primer reconocimiento moral que recibía por defender la legalidad republicana y la libertad –y por cierto, sin recompensa económica alguna–, tras haber pasado por penurias inenarrables.
Navarra debía saldar su deuda histórica con estas gentes, hacer justicia, conservar la memoria histórica para no olvidar jamás una lección fundamental, que atrocidades así, las haga quien las haga, sea cual fuere la bandera que se ice, cosifican (petrifican, en palabras de Simone Weil, la gran defensora de la no-violencia) a la persona hasta el límite más antihumano: la muerte. Nunca más y para nadie aquellos horrores.

Posdata

El pasado 19 de marzo, el arzobispo de Pamplona publicó otro escrito. Destacan en él varios elementos positivos: un tono más conciliador o menos altivo, la satisfacción por la rehabilitación de los fusilados desde el Parlamento, una cierta petición de perdón, la reivindicación de la memoria de los navarros asesinados en el bando republicano. Pero persiste un fondo absolutamente inadecuado; ¿por qué esa reticencia a reconocer los hechos tan graves como universalmente conocidos cometidos por la Iglesia en lugar de afirmar “si en algo la Iglesia o los católicos [Franco, Mola, los cardenales Gomá y Segura, ¿no eran católicos?], entonces o ahora, hemos sido injustos o hemos ofendido a alguien, pedimos perdón”? Si la Iglesia considera injusta o mal expuesta alguna afirmación de la declaración, ¿este hecho justifica la falta de reconocimiento del apoyo inequívoco y central al golpe militar por parte de la Iglesia, del silencio o la colaboración en la represión, de la asociación vergonzosa de la Iglesia con la dictadura, cuyas evidencias de todo tipo son tan palmarias que no es preciso citar, y de estos hechos no se derivan las correspondientes autocríticas claras y sin ambigüedades?