Joaquín Arango
Diez años después del 11-S: la securitización
de las migraciones internacionales

(Vanguardia Dossier, 11-S El mundo diez años después, nº 41, Octubre-Diciembre de 2011, pp. 54-59).

            Los diez años transcurridos desde los atroces atentados del 11 de septiembre de 2001 (en adelante 11-S) han sido cualquier cosa menos buenos para las migraciones y los migrantes internacionales. En su curso las políticas de inmigración y asilo de no pocos estados se han hecho más restrictivas; la obsesión por la inmigración irregular ha crecido hasta rayar en el paroxismo, sin que a cambio se hayan ensanchado las puertas para la inmigración legal; ha tomado cuerpo una nueva concepción de las políticas de integración, que tiende a condicionar ésta a la superación de diversas pruebas más que a allanar los obstáculos que la dificultan; el populismo xenófobo ha ganado apoyos sociales y electorales en una docena de países; se ha extendido la islamofobia; y, en general, el clima social y político en el que se desenvuelven la inmigración y la integración ha tendido a enrarecerse. Las actitudes hacia la inmigración, tanto las de numerosos gobiernos como las de amplios segmentos sociales, se han deteriorado considerablemente. Es obvio que todas esas tendencias no pueden cargarse en el exclusivo debe del 11-S, ni en el de las reacciones que tales hechos generaron, pero no es menos claro que uno y otras han contribuido a aquéllas.

            En pocas esferas de la vida social ha sido tan notorio e intenso el impacto de los atentados del 11-S como en las migraciones y la movilidad internacionales. En la identificación de tales impactos conviene distinguir los derivados de los atentados terroristas en sí mismos --los de Nueva York, pero también los que tendrían por escenario Bali, Madrid y Londres, por mencionar sólo los más importantes y graves-- de los provocados por las reacciones que siguieron a aquéllos. Los atentados han contribuido a extender y agravar los sentimientos hostiles a la inmigración, lo que a su vez ha tenido otros efectos en cadena. Por su parte, los impactos de las reacciones, pueden sintetizarse en una palabra, no reconocida por el diccionario de la lengua castellana pero difícil de sustituir: securitización. Por securitización cabe entender la tendencia a ver algo desde el punto de vista preferente de los riesgos que puede entrañar para la seguridad. Pues bien, la inmigración se ha securitizado, o, más precisamente, lo ha hecho en mucho mayor medida que antes de esa fecha. Tal óptica no puede sino propiciar una visión más negativa de las migraciones, al entenderlas más como un riesgo que como un fenómeno complejo, multifacético y generador de múltiples efectos, a la vez que como una realidad que ni puede ni debe ser impedida.

La securitización de la inmigración y la movilidad

            Aunque también se ha dejado sentir en otros países, los vientos de la securitización han soplado con especial fuerza en Estados Unidos. Ello es comprensible, por cuanto los de Nueva York y Washington fueron los mayores y más graves atentados, los que más muertes provocaron y también los más espectaculares. Y fueron obra de extranjeros que entraron en el país con ese propósito y sin impedimento. Como las investigaciones posteriores pondrían de manifiesto, no sólo fallaron los servicios de prevención del terrorismo, en primer lugar la CIA y el FBI, sino también los responsables de la expedición de visados y del control de la veracidad de los documentos de viaje. Que ello provocara una profunda reflexión, seguida de drásticas medidas, era sólo natural. En ese sentido se pronunciaría en 2004 la comisión nacional de investigación de los atentados, conocida como 9/11 Commission, en su pormenorizado Informe.

            Las medidas adoptadas supusieron cambios de envergadura en la arquitectura institucional de la gestión de la inmigración, en las prioridades asignadas a ésta y en los mecanismos de control de las fronteras y de la movilidad internacional de personas. Esos cambios se plasmaron en primer lugar en la ley conocida como Homeland Security Act, aprobada un año después de los atentados, por la que creó el Department of Homeland Security (DHS), una especie de gran Ministerio del Interior y de la Seguridad. En él se subsumió la gestión de las migraciones y el control de fronteras que desde hacía décadas venían siendo desempeñados por el famoso Servicio de Inmigración y Naturalización (INS en sus siglas inglesas). Ello no sólo supuso una profunda mutación en la estructura administrativa sino un radical cambio en la concepción de la inmigración, reflejado tanto en las denominaciones de uno y otro organismo como en la ubicación de las competencias en la materia. En efecto, el INS situaba la inmigración en la vecindad inmediata de la adquisición de la nacionalidad, que se veía como la secuencia natural y mayoritaria de aquélla; y había estado ubicado, él o sus antecesores, sucesivamente en los ministerios de Hacienda, Comercio, Trabajo y finalmente Justicia desde 1940. Desde 2002, la inmigración no sólo reside en el Ministerio del Interior, cosa que ocurre en muchos países, sino en un macro-departamento definido como responsable de la seguridad y la lucha anti-terrorista.

            Pasando de la organización a la acción, la respuesta al 11-S ha entrañado un notable endurecimiento de los controles de entrada al país, en dos ámbitos: los relativos al perímetro fronterizo, con especial acento en la frontera Estados Unidos-México, y los que tienen que ver con aeropuertos y tráfico aéreo. En ambos terrenos, la orientación adoptada ha entrañado un fuerte énfasis en el uso de medios tecnológicos.

            Por lo que hace a la vigilancia de las fronteras terrestres, al refuerzo de los cuantiosos medios previamente existentes se ha añadido la pretensión de erigir una suerte de “muro virtual” susceptible de detectar, mediante una amplia gama de refinados instrumentos, la cercanía de personas a zonas de la línea fronteriza no susceptibles de cruce legal. En cuanto a las entradas por vía aérea y marítima, las medidas adoptadas se han dirigido, por un lado, a mejorar la eficacia de los controles en puertos y aeropuertos y, por otro, a controlar preventivamente a los pasajeros en origen, antes de que emprendan el viaje. Lo primero requiere métodos, sobre todo biométricos, para comprobar que los documentos se corresponden con la identidad de la persona. Por su parte, el control deslocalizado en el punto de partida exige la cooperación de los países de origen, en especial la de los de la Unión Europea y de otros pocos cuyos ciudadanos gozan de exención de visados para visitas de corta duración a Estados Unidos. Para tales viajeros ello se ha traducido en la doble exigencia de dotarse de pasaportes biométricos y de enviar sus datos personales días antes de embarcar, a efectos de obtener la pertinente autorización; y para ellos y los restantes, el control de los diez dedos de las manos y la toma de una fotografía in situ a la llegada. 

            Que la reacción de las autoridades fuera contundente resulta fácilmente comprensible. Pero cabe discutir si las respuestas han sido o no proporcionada y adecuadas; en qué medida han reforzado la seguridad; y qué otras consecuencias no deseadas, de vario tipo y en varias esferas, han producido en relación con la gestión de la movilidad humana en general y de la migratoria en particular. En otras palabras, si las reacciones han tenido más beneficios que costes o si el balance es más bien el contrario.   

            Para empezar, han supuesto un enorme aumento del gasto público, en tecnología y en personal. Los medios técnicos para el control de fronteras han sido tan espectaculares y sofisticados como caros, pero su efectividad no está fuera de dudas, hasta el punto de que el principal programa al efecto ha sido recientemente suspendido y puesto en cuarentena. Desde luego, la eficacia de las medidas y los instrumentos desplegados para frenar la inmigración no autorizada es muy dudosa, como competentes estudios ponen de manifiesto. No parecen haber disminuido las entradas irregulares, y si lo han hecho ha sido por la crisis. Lo que sí ha aumentado es el número de muertes en los intentos de cruce, al desplazarse a puntos cada vez más peligrosos, y los precios cobrados por los intermediarios. 

            Pero las dudas no se limitan al terreno de la eficacia. Algunas prácticas han sido seriamente cuestionadas por no respetar la privacidad de los datos personales y causar perjuicios a numerosas personas inocentes, y más en general por la posibilidad de que vulneren libertades y derechos.

            Además, las medidas adoptadas para reforzar la seguridad están repercutiendo negativamente sobre la inmigración legal, ralentizando no sólo la concesión de visados – con la consiguiente agravación del crónico retraso en el proceso de las solicitudes—sino también la expedición de permisos de residencia permanentes para personas que ya residen en el país. Algunas voces sostienen que la orientación adoptada a partir del 11-S ha cambiado los seculares objetivos de la política migratoria de Estados Unidos, tradicionalmente abierta y favorecedora de la inmigración, sustituyendo la prioridad tradicional de facilitar la inmigración legal y reducir la irregular por la de prevenir el terrorismo.

            Por supuesto, las reacciones a los atentados del 11-S no quedaron restringidas a Estados Unidos. Pronto se extendieron a otros países, y en particular a la Unión Europea, que en fecha tan temprana como 2003 creó el Foro Biométrico Europeo. La reacción europea resultó en parte de la propuesta de cooperación internacional que las autoridades norteamericanas formularon como una de sus estrategias de incremento de la seguridad. Ello se plasmó en un acuerdo de recolección y transmisión de los nombres de los pasajeros, en función del cual las aerolíneas recogen la información y la transfieren a los gobiernos. La exigencia norteamericana fue inicialmente bien aceptada por la parte europea, pero más tarde dio lugar a cierta controversia. En todo caso, el énfasis en la identificación biométrica constituye un objetivo de la política común de inmigración y asilo de la UE, como atestigua el vigente Programa de Estocolmo, adoptado en 2009. Además de la UE, diversos estados europeos adoptaron medidas restrictivas en nombre de la seguridad, incluyendo el aumento de las deportaciones. La reacción fue especialmente vigorosa en el Reino Unido, antes y después de los atentados sufridos en sus propias carnes.
 
            Para situar las cosas en sus justos términos, hay que decir que los salvajes acontecimientos del 11-S dieron un fuerte impulso a la securitización de la inmigración, pero no la crearon: la tendencia venía de antes. No es difícil encontrar ejemplos que sustenten tal aserto: entre otros pueden mencionarse el Gatekeeper Program adoptado en 1994 por el gobierno de los Estados Unidos, que tenía por objeto el radical fortalecimiento, con erección de muros, de los pasos fronterizos de San Diego y El Paso; y, en el caso de la entonces Comunidad Europea, el establecimiento a mediados de los 80 del grupo Trevi, de naturaleza eminentemente policial, que situaba a la inmigración en la incómoda compañía del terrorismo internacional o el tráfico de objetos de arte robados.

Impactos indirectos

            Más allá de las medidas concretas que constituyeron la respuesta directa al 11-S en materia de inmigración y movilidad, los atentados y las reacciones que éstos provocaron han abonado un terreno propicio para el florecimiento de una deriva fuertemente restrictiva en el terreno de la inmigración. Estos efectos indirectos han contribuido a enrarecer el clima en el que se desenvuelve la inmigración y han propiciado un conjunto de medidas restrictivas. No puede afirmarse que tal deriva sea consecuencia directa de la securitización, pero sí que la influencia del 11-S las ha favorecido.

            Especialmente llamativo ha sido el cambio de atmósfera registrado a lo largo de la década en Estados Unidos, por tratarse de un país que siempre había destacado por su amplia aceptación de la inmigración, entendida como una faceta estructural de su paisaje. En algunos momentos del pasado se habían registrado períodos de florecimiento de actitudes adversas hacia la inmigración, a los que se alude con el término backlashes, pero ninguno de ellos puede compararse al actual en intensidad y duración. En los diez años transcurridos desde el 11-S la cuestión migratoria ha alcanzado un grado de crispación y politización como quizás no se había registrado anteriormente, en especial entre las filas republicanas y, más aún, entre los partidarios del movimiento ultraconservador conocido como Tea Party.

            El chivo expiatorio sobre el que se proyecta ese estado de ánimo, con verdadero encono, es la inmigración irregular, una realidad crónica en Estados Unidos que en otros momentos era tratada con indiferencia o con lo que se denominaba descuido benigno. Desde el 11-S han proliferado las iniciativas legislativas --incluso por parte de pequeños municipios que carecen de competencias en la materia-- para endurecer el tratamiento de la inmigración irregular, reforzar las fronteras y declarar el monopolio de la lengua inglesa. La muestra más acabada de tal orientación fue la Ley sobre la protección de fronteras, el anti-terrorismo y la inmigración ilegal, conocida como Ley Sensenbrenner, por el representante republicano que la auspició. Aprobada en 2005 por la Cámara de Representantes, aunque no por el Senado, contiene una veintena de medidas entre las que destacan la ampliación en un millar de kilómetros del muro existente en partes de la frontera con México; el encargo al DHS de un estudio para la posible creación de un muro en la frontera canadiense; la criminalización de cualquier forma de ayuda prestada a un inmigrante irregular, incluyendo la de alquilarle una vivienda o darle alojamiento; la eliminación de la tan conocida como peculiar lotería de la diversidad, en virtud de la cual cada año se sortea entre extranjeros un considerable número de permisos de residencia; y la obligación a los empresarios de verificar electrónicamente el número de seguridad social de sus trabajadores, para luchar contra el trabajo informal.

            La viciada atmósfera generada tras el 11-S ha impedido que arribaran a puerto diversas iniciativas encaminadas a regularizar la situación legal de buena parte de los doce millones largos de inmigrantes irregulares que residen en Estados Unidos, a pesar de que el presidente Bush parecía abierto a ello al inicio de su primer mandato. Entre las iniciativas frustradas tuvo especial resonancia el proyecto de ley presentado en el Senado por dos figuras tan dispares y destacadas como Kennedy y McCain. Diez años después del 11-S, la cuestión sigue pendiente, y aunque Barack Obama ha anunciado en 2011, cuando se acerca el fin de su primer cuatrienio, su voluntad de impulsarla, las perspectivas de conseguir los necesarios apoyos parlamentarios parecen escasas. 

            El debate acerca de la posible regularización de inmigrantes en situación irregular pone de manifiesto la existencia de posiciones encontradas, cuando no enfrentadas, en materia de inmigración. Aunque en los últimos años se han multiplicado las pulsiones hostiles hacia la inmigración y los inmigrantes, tal orientación no carece de adversarios en la sociedad y en la esfera política estadounidenses. Buena muestra de la división es el caso de la que es posiblemente la más paradigmática y a la vez la más controvertida de ese tipo de iniciativas: la Ley HB2807 de Arizona, que atribuye funciones a los cuerpos policiales de ese estado, incluidos los locales, para pedir la documentación y detener a inmigrantes ilegales, y que ha sido acusada de inconstitucionalidad y de prestarse al racial profiling o trato discriminatorio en función de la apariencia física. Vetada en su día por la entonces gobernadora de Arizona, Janet Napolitano, actual responsable del DHS, ha sido dejada en suspenso por una decisión judicial.

            Pero si Estados Unidos ha sido el abanderado en la tendencia a asociar  seguridad e inmigración, en esa carrera no le han faltado acompañantes y seguidores. Puede decirse, incluso, que la deriva restrictiva en las políticas de inmigración y asilo es más aguda en la Unión Europea. La tendencia a la securitización también es acusada a este lado del Atlántico, hasta el punto de estar marcando con su signo la trabajosa construcción de la política común. Aunque la preocupación securitaria estaba presente desde los mismos inicios de la europeización de las políticas de inmigración y asilo, los atentados del 11-S fueron decisivos en su consolidación. Sólo habían pasado tres meses cuando la Comisión Europea declaró que la lucha contra el terrorismo constituía una prioridad a cuya luz debía revisarse la naciente legislación europea en materia de inmigración y asilo. Más allá de las declaraciones, el 11-S contribuyó decisivamente al cuestionamiento por parte de influyentes  estados-miembro del esperanzador programa de construcción de la política común de inmigración y asilo enunciado en la cumbre de  Tampere en el otoño de 1999 y a su gradual devaluación. La cumbre de Sevilla de 2002 ratificó el nuevo estado de ánimo al erigir la “lucha contra la inmigración ilegal” como estandarte de la política común europea. Desde entonces, las políticas de la mayoría de los países han experimentado un sostenido deslizamiento hacia orientaciones crecientemente restrictivas. El temor al auge de los partidos populistas xenófobos de extrema derecha se ha aducido no pocas veces como justificación de tal deriva, pero a tenor de los resultados parecería más bien que les haya servido de combustible.

            Entre las contadas excepciones al énfasis securitario y al endurecimiento de las políticas de inmigración, seguramente ninguna es tan llamativa y notable como la representada por España. Y lo es por dos razones: en primer lugar por la serena respuesta dada por la sociedad y por los poderes públicos a los gravísimos atentados de marzo del 2004 en Madrid, separando radicalmente terrorismo e inmigración; y en segundo porque sus políticas de inmigración e integración se han mantenido inmunes a los vientos restrictivos que han soplado en la mayor parte de Europa, no obstante ser el país que registraba el mayor aumento en el número de los venidos de fuera.

Un difícil equilibrio

            Al igual que ha ocurrido en otros muchos terrenos, el terrorismo y la delincuencia se han globalizado. Resulta conveniente, por ello, dar cabida a consideraciones de seguridad en el diseño e implementación de las políticas que tratan de regular la movilidad humana. Pero encontrar las fórmulas apropiadas para que esas consideraciones no ensombrezcan otros legítimos y relevantes objetivos en materia de movilidad y migraciones, no arrojen un injustificado manto de duda sobre éstas, respeten los derechos humanos y las libertades y no produzcan graves consecuencias no previstas es cualquier cosa menos fácil.

            No parece que ese deseable equilibrio se haya alcanzado en los años transcurridos desde el 11-S. Las reacciones que siguieron a tan trágica fecha han magnificado la tendencia a ver la inmigración y la movilidad a través de la lente preferente de la seguridad. Esta óptica ha dado lugar a la adopción de numerosas medidas que en ocasiones rozan los límites de derechos y libertades y que han supuesto grandes aumentos de gasto público. No está claro que, a cambio, hayan elevado significativamente el listón de la seguridad. Es cierto que no se han producido nuevos atentados en Estados Unidos, pero tampoco se han repetido en un país como España que no ha participado de esa pulsión securitaria. Indirectamente, la securitización de la inmigración ha prestado un manto de justificación para la adopción de políticas fuertemente restrictivas de los flujos migratorios. Finalmente, la visión negativa y defensiva que la acompaña dificulta la integración y el buen funcionamiento de la sociedad diversa.

            No obstante, sería erróneo pensar que la securitización ha sido como la piedra que agita las hasta entonces tranquilas aguas de un lago. Las aguas de los sentimientos anti-inmigración ya bajaban revueltas. En realidad, las relaciones causa-efecto entre securitización y sentimientos hostiles a la inmigración son bidireccionales: la securitización contribuye a la visión negativa de la inmigración y los sentimientos negativos hacia ésta abonan el terreno de la securitización. La combinación de una y otros contribuye a que, diez años después del 11-S, no vivamos buenos tiempos para las migraciones y los migrantes internacionales.

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Joaquín Arango es Presidente del Foro para la Integración de los Inmigrantes, Director del Centro de Estudios sobre Ciudadanía y Migraciones, Catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, Director del programa de Doctorado en Migraciones Internacionales, Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset.