Joaquín Arango
La reforma de una ley en su contexto
(Página Abierta, 205 noviembre-diciembre de 2009)

          Transcribimos aquí una intervención pública (*) de Joaquín Arango con su amable beneplácito, aunque sin la revisión suya de este texto (**). De esa charla recogemos, por una parte, su visión de la evolución de las políticas de inmigración desde la primera “ley de extranjería”, la de 1985, hasta la actualidad. Por otra, una breve reflexión sobre la orientación de fondo, el paradigma, que ha venido imperando en esas políticas. Y por último, un extracto de su opinión sobre la presente reforma de la ley de 2000 y sus reformas sucesivas. 

Nota preliminar de Página Abierta

Una somera valoración de la reforma legislativa

          Para Joaquín Arango no supone ningún cambio en la política de inmigración la reforma de la ley de extranjería (*). En su opinión se trata de un conjunto de cambios de poca envergadura, algunos de ellos, no obstante, interesantes, otros más bien lamentables. «Es una ley continuista que no cambia los términos básicos de la realidad migratoria y ni siquiera se lo propone. Un conjunto de retoques a lo ya existente». Y se lamentaba, a la par, del escaso alcance del debate público, de su pobreza, de la oportunidad perdida para una reflexión de mayor calado y para, como dijo quien presentó el acto, María Gascón, «abordar algunos de los problemas de los que adolecen las políticas de inmigración en España, que requieren una mirada de más largo plazo».

          Al hablar de esta reforma se detuvo muy someramente –el tiempo no daba para mucho– en lo que él llamó los cambios más importantes o los que mayor atención pública han recibido.

          En primer lugar citó la ampliación a 60 días del plazo máximo de internamiento, recordando que era una exigencia de la policía que sostenía que con 40 días muchas veces no era suficiente para identificar a las personas. Su valoración era negativa, pero insistía en que nada tiene que ver con la famosa directiva europea “de la vergüenza”: «Aunque vaya en la mala dirección, hay que decir que sigue estando en la banda baja de este tipo de plazos. Hay países que tienen de plazo 180 días o que tienen 6 o 12 meses». Y señaló, por otro lado, las mejoras que la reforma de la ley introduce para el control de esos centros de internamiento (**).

          Se sumó a la extensa crítica de los límites mantenidos para la reagrupación familiar: la reagrupación de ascendientes a personas de más de 65 años, y sólo lo permite a reagrupantes que tengan permiso de residencia permanente, es decir, que tengan por lo menos 5 años de residencia legal en España. Además de recoger ejemplos de situaciones absurdas que se puedan dar, concluía que, siendo el porcentaje de reagrupados ascendientes verdaderamente escaso, los efectos sobre la realidad son mínimos y no se entiende muy bien esta decisión.

          Veía, sin embargo, en materia de reagrupación familiar avances considerables. «La pareja de hecho se equipara al cónyuge a efectos de reagrupación. Si la cónyuge es víctima de violencia de género podrá tener un permiso de residencia independiente que autorice a trabajar. Pero sobre todo, y por encima de todo, la autorización de residencia por reagrupación familiar para los cónyuges e hijos de entre 16 y 18 años, que habilitará para trabajar sin ningún otro trámite, cosa que antes no ocurría». Esta incorporación automática al derecho a trabajar, según Arango, «resolverá muchos problemas, sobre todo para jóvenes de 16 a 18 años que no quieren seguir en la escuela o que han abandonado la escuela, y que se quedan en un limbo absolutamente. Y limbo aquí significa calle, con todo lo que ello pueda suponer. Están deseando entrar a trabajar, pero no están autorizados a participar en cursos de formación ocupacional, hasta ahora, con lo cual es muy difícil que consigan un contrato fijo».

          Y apuntó sin más algunos otros cambios positivos en los derechos fundamentales, «alguno en materia de educación, bastantes en asuntos relacionados con tráfico y trata de seres humanos, violencia de género, algo en menores no acompañados...».

(*) Al hilo de este calificativo, enseguida confesó el desagrado que le produce que se siga hablando de leyes de extranjería: «Me parece completamente inadecuado. Parece que vemos este asunto desde el punto de vista de la extranjería, y calificamos a los venidos de fuera como extranjeros, muchos de los cuales, por cierto, dejan de ser extranjeros para convertirse en miembros, ciudadanos, del Estado».
(**) El control ahora estará sometido a dos jueces: uno especial para los centros de internamiento, y otro el juez del lugar, que también es competente en lo que ocurre en los centros; además, las ONG tienen derecho a vigilar, solicitar seguimiento de las condiciones, etc.

 

Joaquín Arango
El modelo de política de inmigración

          La Ley de Extranjería de 1985 nació en fecha temprana para la extraordinaria juventud del fenómeno entre nosotros, cuando prácticamente no había inmigrantes en España, 200.000 como mucho, y en un momento en el que, desde luego, esta cuestión no estaba en absoluto en las agendas políticas ni sociales. Tal vez, materia de curiosidad, pero no iba más allá. Podría parecer sorprendente que entonces se promulgase una ley. La explicación hay que encontrarla, por un lado, en el desarrollo de la Constitución: una más de las leyes que había de desarrollar la Constitución. Por otro, y sobre todo, en la inminente entrada de España en las comunidades europeas, que iba a producirse en 1986. Y una de las condiciones más o menos explícitamente puesta a los nuevos miembros ibéricos era que ajustasen su legislación de extranjería para no convertirse en lo que una famosa revista inglesa calificó como “el bajo vientre débil o blando de la Unión Europea”, el coladero de la Unión Europea.

          Por tanto, ésa era una ley elaborada, fundamentalmente, desde los ministerios del Interior y de Justicia. Era una ley básicamente policial, que lo que trataba era de fortalecer las fronteras, definir las sanciones, facilitar las expulsiones, etc. Una ley muy restrictiva, en un momento en el que no había inmigrantes en España y sí una muy elevada tasa de desempleo (sobre el 20%). No es de extrañar que, en la parte correspondiente, esta ley procediera a una regulación extraordinariamente restrictiva del acceso de los inmigrantes al mercado de trabajo. Eso se veía como innecesario, perturbador, y que, en todo caso, sólo debía admitirse en términos de excepcionalidad y temporalidad. Y allí se establecía, con máxima severidad, lo que podía considerarse el principio de la reserva nacional del mercado de trabajo: el trabajo es un bien escaso, para el que deben tener absoluta preferencia los nacionales y para el que apenas quedaba hueco para los venidos de fuera.

          Paradójicamente, esa fecha coincidió con una recuperación de la economía española, con la terminación de la larga crisis iniciada a mediados de los años 70 y la reaparición de la demanda de trabajo. Una demanda de trabajo que también se dirigía hacia el exterior y también reclamaba el concurso de trabajadores de otros países. Pero el acceso legal de éstos al mercado de trabajo era prácticamente imposible.

          En los años siguientes, verdaderamente empezó a percibirse la presencia de inmigrantes, no ya europeos que venían a tostarse al sol y a comer boquerones, sino de trabajadores: marroquíes, dominicanos, peruanos, polacos, etc. Una nueva cara de la inmigración estaba apareciendo. Y prácticamente todos ellos llegaron irregulares y así se mantuvieron porque casi era imposible estar en situación legal.

          A principios de los años 90 empieza a abrirse paso la otra orientación, la situada fundamentalmente en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, y más precisamente en la Dirección General de Migraciones, que era heredera del viejo Instituto Español de Emigración, con los mismos funcionarios. Personal que se había dedicado a proteger a los emigrantes españoles en el exterior y que ahora trasladaba esa misión, más proemigrante, a los que venían a España, a los inmigrantes. Veían las cosas de otra manera y les preocupaba, en primer lugar, la alta tasa de irregularidad y las fortísimas restricciones contenidas en la ley. Seguramente pensaron que no era posible, que no era prudente, revisar y reformar la ley, pero acometieron una serie de reformas sin cambiar el marco legal pero con intención de transformarlo.

          Esta segunda etapa, digamos, comenzó con una proposición no de ley aprobada en el Congreso de los Diputados por práctica unanimidad –una propuesta de IU– y concluyó con una declaración que pretendía asentar los principios de una política de inmigración que tenía un cariz completamente distinto al de la ley, y que hablaba de integración y que veía a los inmigrantes como futuros ciudadanos. Incluso la primera frase decía: «España es un país de inmigración», en un momento en el que en España debía de haber unos 300.000 o 400.000 inmigrantes (1). 

          Poco después se produjo la primera regularización importante, que alcanzó a 110.000 trabajadores. Y se decidió entonces crear el Foro para la Integración de los Inmigrantes, el Observatorio Permanente de la Inmigración. Por fin, en 1994, se aprobó un Plan para la Integración Social de los Inmigrantes, muy retórico, muy declarativo, pero que, en todo caso, indicaba una actitud diferente.

          En esa época, en 1993, se inventó una figura que sería muy importante y que ha persistido: el “contingente”, el contingente de permisos de trabajo para personas venidas de fuera. Y en 1996, una reforma del reglamento aprobó permisos permanentes. Pero el invento más importante, seguramente, fue el contingente. El Ministerio de Trabajo observaba que en la sociedad española, en la economía española, había numerosos puestos de trabajo que no cubrían los españoles ni los comunitarios, y que tenían que ser cubiertos por inmigrantes. Y no había posibilidad de que eso se hiciera legalmente. Por tanto, había que inventar un procedimiento, una figura legal, para que pudieran cubrirse legalmente.

          Esta figura, el llamado contingente, consistía en un número anual de permisos de trabajo que el Gobierno aprobaba después –se supone– de una elaboración de las necesidades laborales, de los puestos no cubiertos en las 50 provincias, y de negociación con los interlocutores sociales. Y esos puestos de trabajo se ofrecían a inmigrantes, preferiblemente para que fueran reclutados en origen, sobre todo en 7 u 8 países con los que España había firmado convenios bilaterales. En todo caso, las premisas básicas eran, aparte de las que he mencionado, que la principal justificación para admitir inmigrantes es que cubriesen puestos de trabajo vacantes. Por tanto, ésa es la principal función de la inmigración también, en la concepción de nuestros responsables. La cobertura se debía hacer en origen, desde el exterior, para que no fueran previamente irregulares, para que no estuvieran aquí irregularmente.

          Sin embargo era ésta una visión un tanto ingenua, difícil de llevar a la práctica, como inmediatamente se comprobó. Es un mecanismo muy lento, muy burocrático. La evaluación de las vacantes en el mercado de trabajo es cualquier cosa menos fácil. Y la contratación en el exterior, desde luego, para pequeñas y medianas empresas y para hogares no es razonable en absoluto. Frecuentemente se tardaba un año en cubrir un puesto de trabajo, y la mayoría de las empresas y hogares no pueden esperar ese tiempo.

          Pronto se vio que el contingente no funcionaba. Y hubo una adaptación pragmática y realista: si es muy difícil contratar en el exterior, contratemos en el interior, esto es, a personas que ya están aquí irregularmente, y utilicemos el contingente para legalizarlas. Durante los años 90, el contingente, principalmente, cumplió esa función de regularizar discretamente, en términos individuales, a irregulares que ya estaban aquí. Como en aquel tiempo la demanda de trabajo no era demasiado fuerte, el número de los inmigrantes no demasiado elevado, el contingente permitía ir tirando sin llamar la atención, discretamente.

          Esta segunda orientación favorable a la inmigración continuó durante la segunda mitad de los años 90. Se podría decir que culminó con los trabajos del dictamen de una subcomisión parlamentaria, a la que se encargó en los años 1997 y 1998 que evaluase la situación y que hiciera propuestas. Las propuestas eran extraordinariamente favorables a la inmigración, a una comprensión integral de ella, a la integración social, etc. Y este documento terminaba recomendando la reforma de la ley. La ley de 1985 estaba claramente obsoleta, era inadecuada completamente; había que reformarla. Y empezaron a producirse proyectos de ley de IU, de CiU, del Grupo Mixto, y pronto se pusieron de acuerdo para unificar esos proyectos. Estábamos ya en tiempos de la primera legislatura del PP, que no tenía mayoría absoluta. Entonces, la oposición elaboró un proyecto de ley que podríamos calificar de extraordinariamente progresista, desde luego sin parangón en Europa.

          En un primer momento, el Gobierno del PP –en aquel tiempo ocupaba  Pimentel el Ministerio de Trabajo– era más bien partícipe de esta misma cultura, y dejó hacer, hasta que en un momento dado se encendió una luz roja, exhibida por Mayor Oreja, ministro del Interior, que se impuso. Pimentel dimitió,  y el centro de gravedad, en Trabajo, donde se estaban gestionando estos asuntos, pasa a Interior. Intentaron entonces cambiar el proyecto de ley en el Senado, donde sí tenía mayoría absoluta el PP. Presentaron 120 enmiendas, enmiendas a todos los artículos. El Congreso no las aprobó, y el Senado sí. Pero al final se impuso la oposición por mayoría en el Congreso y en enero de 2000 se probó la Ley 4/2000 in extremis (2), que era extraordinariamente progresista (3).

          Inmediatamente se disolvieron las Cortes y el PP anunció que si en las elecciones de marzo tenía mayoría absoluta, cambiaría la ley. Y así ocurrió. En diciembre, en el mismo año 2000, se aprobó una ley que se llamó 8/2000 que, en buena medida, pero no completa, significaba una contrarreforma. Pero era una contrarreforma parcial, y bastante torpe, porque, por ejemplo, incluyó cuatro artículos, concretamente, que suspendían derechos fundamentales a los inmigrantes en situación irregular –los derechos de reunión, asociación, sindicación, manifestación, etc.–, lo cual era perfectamente inútil, porque los inmigrantes siguieron sindicándose, reuniéndose, manifestándose, etc., y no pasó nada. Y, sin embargo, por ejemplo, mantuvo un principio fundamental, que es el del empadronamiento, abierto a todos los ciudadanos, con independencia de su estatus legal, y, por tanto, también a los irregulares. Y la obtención de derechos muy importantes, como el derecho a la salud, a la tarjeta sanitaria, a la matriculación en los establecimientos educativos, servicios sociales, etc.

          Pero más importante que eso es que significó un giro profundo en la política que se había venido siguiendo durante los años 90. También, y de manera muy importante, en lo que se refiere al mercado de trabajo. El PP consideró que ya había bastantes inmigrantes en España, basándose en que en el Inem aparecían 100.000 inmigrantes desempleados. Por tanto, eso probaba que ya había suficientes y que no se necesitaban más. Y trató de segar las vías legales para el acceso al mercado de trabajo. Eliminó una figura que se llamaba el Régimen General y decidió que el contingente sólo pudiera usarse para la contratación en origen. Muchas veces sobraron puestos de trabajo. En el año 2003, el contingente estaba cifrado en 30.000 permisos de trabajo, de los cuales se usaron 6.000, y luego entraron 300.000 por la puerta trasera. La demanda de trabajo había crecido fuertemente y durante esos años, entre 2000 y 2004, el número de inmigrantes en situación irregular creció exponencialmente, hasta superar la cifra posible de un millón o de un millón y pico en 2004. Por lo tanto, esa política de ley y orden que establecía como máxima prioridad la lucha contra la inmigración ilegal –literal– fue un clamoroso fracaso.

          En 2004, hubo un cambio de Gobierno y un cambio de política. El nuevo Gobierno, en 2004, entendió que las cosas no podían seguir así, que el diagnóstico era completamente equivocado y que había que cambiarlo. Y promovió una reforma bastante amplia que se plasmó sobre todo en el reglamento de la ley. No se cambió la ley, pero se cambió el reglamento, que muchas veces es más importante que la ley. El nuevo Gobierno promovió una reforma que tenía como primer eje la ampliación de los cauces para el acceso legal al mercado de trabajo, para facilitar la contratación razonablemente rápida y amplia de trabajadores inmigrantes, a través del Catálogo de Ocupación de Difícil Cobertura.

          Esta figura consiste en que cada tres meses, el Gobierno, previo estudio y análisis de los servicios públicos de empleo y negociación con los sindicatos de trabajadores y las confederaciones patronales, publica una lista de ocupaciones en las cuales hay vacantes que no se cubren por españoles y comunitarios. Ha habido momentos en que esa lista ha llegado a contar hasta 500 ocupaciones, desde, por supuesto, albañiles y trabajadores de la construcción a cuidadores de personas dependientes, o personal de limpieza, o recogedores de fruta, hasta sepultureros.

          El segundo elemento de la reforma era un refuerzo de la inspección de Trabajo y el endurecimiento de las sanciones a los empresarios que contratan a trabajadores en situación irregular. Esto significaba un cambio de orientación. En lugar de perseguir a los trabajadores inmigrantes, se buscaba combatir el empleo informal, la economía sumergida, para disuadir a los empresarios y animarles a que siguieran las vías legales.

          Un tercer elemento menor, que no funcionó, era un visado para la búsqueda de empleo: permitir la entrada a personas para que puedan estar hasta un máximo de tres meses buscando empleo. Era algo que se había establecido por la ley Turco-Napolitano en Italia y que parecía que podía ser una vía interesante.
En cuarto lugar, la figura del arraigo, que tenía como objetivo recuperar a las personas que, a pesar de la mayor amplitud de las vías legales, se encontrasen en situación irregular y no pudieran salir de ella. Hay dos tipos, pero el principal es el arraigo social: alguien que lleve tres años residiendo aquí y que reúna algunas condiciones –inserción en la comunidad o tener una oferta de trabajo, tener a familiares dependientes, etc.– puede solicitar su legalización individual.

          En quinto lugar, había una mayor apuesta, que en el periodo anterior,  por la integración, con la publicación del Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración, que, entre otras cosas, contenía una novedad interesante: el fondo para la integración, es decir, la aplicación de recursos públicos a distribuir entre comunidades autónomas y ayuntamientos para promover la integración. El 40% de ese fondo debía destinarse a educación.

          Este sistema, este nuevo paradigma de política de inmigración, ha estado vigente desde 2004 hasta 2008, durante la primera legislatura reciente de los socialistas. Cabe preguntarse ahora si después de esa primera legislatura, con el cambio de Gobierno de 2008, ha cambiado la política de inmigración. Es una pregunta que surgió pronto, quizá con el nombramiento del nuevo ministro de Trabajo e Inmigración, Corbacho, y que ha tenido respuestas diversas. Desde luego, algunos indicios permiten avalar la idea de que algún giro, alguna inflexión por lo menos se ha producido. En primer lugar, una serie de declaraciones, ciertamente nada brillantes y nada afortunadas, del nuevo ministro de Trabajo e Inmigración. Incluso se pudo pensar que el propio nombramiento de Corbacho ya significaba un intento de imprimir otra dirección a la política de inmigración; pero, al mismo tiempo, esta interpretación entraba en contradicción con el hecho de que el mismo equipo de la Secretaría de Estado de Inmigración se mantuviese intacto. Al final se ha comprobado que el ministro ha sido más bien irrelevante y que la política han seguido haciéndola la Secretaría de Estado y los directores generales.

          En segundo lugar, el plan para el retorno voluntario ciertamente fue desafortunado y pudo mover a la confusión y, digamos, servir de base a esa interpretación de que se había producido un giro. En sí mismo, el plan ampliaba derechos, porque ya no era obligatorio en absoluto el retorno voluntario, y ofrecía capitalizar de golpe en un montante los derechos de desempleo acumulados: percibir el 40% en el momento de la partida y el 60% dentro del primer mes de llegada al país de origen. Pero, simbólicamente, fue visto de otra manera, y la presentación que se hizo de él también permitía esta interpretación negativa. Desde luego, lo menos que se puede decir es que era torpe, inútil, estaba condenado al fracaso, porque se sabe perfectamente que estos planes fracasan sistemáticamente. No entro en detalles, pero ya el propio contenido de este plan digamos que se dirigía a personas con un grado de integración bastante importante, con valiosos derechos adquiridos, que no iban a dejar caer por esa cuantía, al fin y al cabo moderada, de derechos de desempleo.

          Desde luego, se ha ido produciendo durante la crisis una reducción de entradas legales. El Catálogo de Ocupación de Difícil Cobertura se ha ido contrayendo. Pero eso se explica por el alto desempleo. Ahora hay muy pocas ocupaciones para las cuales no haya personas disponibles que las podrían ocupar. Y lo mismo ocurre con el contingente. Por tanto, esto no debería constituir en sí mismo prueba de cambio en la política. Sí, seguramente, una intensificación de controles callejeros, de redadas, que las autoridades del Ministerio del Interior han negado, pero que muchos indicios y muchísimos testimonios individuales y de organizaciones sociales han demostrado. Incluso en algún momento se discutió si el Ministerio del Interior, las comisarías tenían cupos de detenciones.

          Por otro lado, nos encontramos en Europa con dos orientaciones preocupantes. Una es la famosa directiva del retorno, de la expulsión o de la vergüenza, que fue votada por la mayor parte de los europarlamentarios socialistas, con la excepción de tres, que se negaron. Y otra, que ha pasado más desapercibida, es un artilugio denominado Pacto Europeo de la Inmigración y el Asilo, promovido por el ego gigantesco de Sarkozy, que pretendía extender a Europa las políticas lamentables que había practicado en Francia como ministro del Interior, primero, y como Presidente de la República después.

          Sarkozy, muy hábilmente, invitó al Gobierno español a copatrocinar el proyecto de pacto, porque sabía que podía ser el más reacio, el que podía disentir más de las políticas contenidas en este pacto. Y el Gobierno español aceptó. Ello contribuyó a suavizar los peores extremos de este lamentable pacto, pero al precio de aparecer como copatrocinador de él. Lo único bueno que tiene el pacto es que no tiene fuerza legal y que, por lo tanto, con suerte podría quedar en agua de borrajas, como ahora la Presidencia sueca de la UE está intentando. La Presidencia sueca ha elaborado un programa de inmigración y asilo para los próximos cinco años y apenas menciona el famoso pacto que, según Sarkozy, era el que iba a orientar y presidir las políticas de inmigración en Europa.  
                  
          Vamos a ver si la Presidencia española, que es la siguiente, la segunda tras la sueca, prosigue en esta tónica. Hay algún motivo de preocupación porque en algunos sectores del Gobierno me ha parecido encontrar un incomprensible entusiasmo por este desgraciado pacto. Esperemos que de aquí a entonces caigan en la cuenta de lo que significa y de lo desafortunado que es. Seguramente, la explicación habría que buscarla más en consideraciones de política internacional y en un absurdo complejo de inferioridad que ha tenido el Gobierno español ante las críticas que sufrió por parte del Gobierno alemán, del Gobierno francés y del Gobierno holandés, que son probablemente los peores en Europa en esta materia.

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Joaquín Arango Vila-Belda es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y director del Centro de Estudios sobre Ciudadanía y Migraciones.

(*) “La reforma de la Ley de Extranjería, ¿un cambio en la política de inmigración?” era el título de esa charla del pasado 13 de noviembre, organizada por Acciónenred-Madrid en La Bóveda, local de esta ONG.
(**) Lo que aquí publicamos precisa de previa autorización para su reproducción.

(1) Lo digo porque, en esos mismos momentos, Alemania, que tenía 9 millones de inmigrantes, decía: «Alemania no es un país de inmigración». Y lo mismo Suiza, que tenía el 20% de inmigrantes en su población. Es decir, que nosotros casi no teníamos inmigrantes y decíamos que «España es un país de inmigración», reflejando una cultura política diferente de esos otros países.
(2) La oposición logró, a través de un procedimiento de urgencia, que, cuando estaba a punto de finalizar esa legislatura en la que el PP no tenía la mayoría absoluta, se discutiese y se sometiese a votación ese proyecto de ley.
(3) Una ley que, por cierto, había despertado preocupación, alarma, hostilidad, en algunas cancillerías europeas, en particular en Alemania. El Gobierno alemán se movió para intentar que esta ley no se aprobara.

 

J.  A.
El paradigma de la política de inmigración

          El alcance de la reforma es bastante limitado y asuntos de considerable importancia han quedado fuera. Y en particular, uno sobre el que habría que reflexionar seriamente y que en los informes presentados al proyecto de ley por algunos organismos, fundamentalmente el Foro para la Integración Social de los Inmigrantes y el Consejo Económico y Social, se empiezan a apuntar tímidamente. Tiene que ver con el modelo, con el paradigma de política de inmigración, en particular de inmigración laboral, que se ha venido practicando, y que los responsables de la política de inmigración dan como el único existente, como uno que se impone por su propio peso.

          Este modelo concibe la inmigración como complementaria de la fuerza de trabajo nativa y ve su principal función en cubrir huecos, en llenar vacantes en el mercado de trabajo. Vacantes decididas, fundamentalmente, por los empresarios. Sin duda, este modelo, que en un tiempo de expansión económica ha parecido funcionar aparentemente bien,  permitía la llegada de números verdaderamente elevadísimos de inmigrantes –500.00 o 600.000 por año–, en su inmensa mayoría para cubrir puestos de trabajo de baja cualificación, con altas tasas de temporalidad, estacionalidad, precariedad, baja remuneración, etc. Contribuía al crecimiento económico, vía expansión del empleo, y, a su vez, el crecimiento económico traía más inmigración, con lo cual era un círculo virtuoso, todo es fantástico. Estamos satisfechos, todo el mundo lo acepta, la acogida es sosegada, “somos la excepción en el mundo”.

          Sin embargo, creo que es un modelo que debe ser examinado y que puede tener consecuencias, no previstas, importantes que deberían sopesarse. En primer lugar, es un modelo determinado por consideraciones de corto plazo y por necesidades contingentes que regula un fenómeno que produce consecuencias a medio y largo plazo, y que puede producir desajustes brutales, como hemos visto. Nos hemos encontrado con 500.000, 600.000, y llega la crisis, y de repente salta al 27% la tasa de desempleo de los inmigrantes. Muchos de ellos con graves dificultades de recolocación. ¿Por qué? Por los bajos niveles de educación, en algunos casos, o de cualificación, tienen dificultades de reconversión, una versatilidad limitada, etc.

          Es un modelo que tiene graves riesgos de “demandismo”. Es un régimen presidido por la demanda de los empresarios, en un contexto de oferta ilimitada de trabajo que confiere gran poder a los empleadores; puede producir excesos de demanda, ha dado lugar a una verdadera apoteosis del trabajo barato, contribuye a reforzar un modelo de crecimiento intensivo en trabajo barato y no en ganancias en productividad, puede agravar las oscilaciones de un mercado de trabajo tan volátil como el español, que genera mucho empleo en unas épocas de expansión y destruye muchísimo empleo en las épocas de crisis, no resuelve la alta irregularidad, puede contribuir a más precarización y a más desregulación, puede fomentar la consolidación de mercados de trabajo paralelos con grados de etnicización importantes, suele producir un cierto “dumping” social y afectar a las condiciones de trabajo.

          Desde luego, revisar este paradigma es cualquier cosa menos fácil y encontrar alternativas claras tampoco lo es ni mucho menos, pero alguna vez habrá que empezar a pensar en ello. Y quizá la crisis, con la atenuación de flujos y al poner de relieve algunas de las consecuencias no previstas del modelo anterior, sea un buen momento para que se produzca una mayor reflexión. Como también lo puede ser la elaboración del reglamento de la ley.  

                                                                         
              
J.  A.
Dos sensibilidades, dos orientaciones

          Seguramente, en todas partes, pero en distintos grados, en la definición de las políticas de inmigración, son identificables dos sensibilidades distintas, dos almas, dos orientaciones. Una primera ve la inmigración en términos de extranjería y se preocupa ante todo por la seguridad, por el control, por las fronteras; y ve en la inmigración una fuente de problemas, de perturbaciones. La segunda orientación ve a los inmigrantes como trabajadores y como futuros ciudadanos, y se preocupa ante todo por su inserción en el mercado de trabajo y por su integración social. La primera de estas orientaciones suele residir institucionalmente en el Ministerio del Interior, a veces en el de Justicia, y suele ser favorecida por partidos de derecha y partidos conservadores. La segunda orientación se encuentra más, institucionalmente, en el Ministerio de Trabajo y de Asuntos Sociales, en la solidaridad, donde existen, frecuentemente, asociados a ONG  y asociaciones de inmigrantes, o en estrecha relación con ellas, y suele ser más frecuente en partidos de izquierda, aunque la divisoria no es siempre nítida entre unos y otros. Los sindicatos también, frecuentemente y al menos en el sur de Europa, pueden encontrarse más en esta segunda orientación que en la primera.