Jorge Rodríguez Guerra

La exclusión social, un problema recurrente del capitalismo
(Disenso, 44, julio de 2002)

La globalización en, ante todo, un proceso de remercantilización de los procesos socioeconómicos que habían sido total o parcialmente desmercantilizados por el desarrollo del Estado de Bienestar (1). Esto ha tenido enormes consecuencias sobre la cuestión social, cuyo análisis a partir de los años ’70 comenzó a estar focalizado en el fenómeno de la exclusión social. De él me ocuparé en el presente artículo, no sin antes someter a crítica el propio concepto de exclusión social, a la luz de lo que es considerada como su causa fundamental: la llamada “crisis del empleo”.

¿QUÉ SE ENTIENDE POR EXCLUSIÓN? El de exclusión social es un concepto cuya utilización generalizada es relativamente reciente. De hecho, es a partir de mediados de los años ’70, y sobre todo en las décadas de los ’80 y los ’90, cuando se convierte en el fenómeno que va a focalizar la dimensión social de la crítica a la sociedad capitalista y a la globalización.
Pese a la preponderancia alcanzada en los últimos decenios no puede decirse, sin embargo, que el concepto haya sido objeto de una detenida elaboración y precisión teóricas. Continúa siendo ambiguo, de uso impreciso e incapaz de designar realidades sociales claramente acotadas y definidas. Esto permite su utilización laxa y explica en buena medida que se haya convertido en sinónimo de pobreza y marginación del tipo que sean. No pretendo abordar aquí esa tarea de clarificación teórica (2), pues no es el objeto de este trabajo y, además, excede de los límites del mismo; no obstante, trataré de clarificar alguno de sus usos más habituales.
            Por exclusión social se entiende generalmente el apartamiento de grupos de individuos –por razones diversas, aunque fundamentalmente económicas- de la corriente principal de la sociedad (3). Aquí se plantean varios problemas.
Primero: ¿Qué significado tiene ese apartamiento? Si se tomara el término exclusión social en su literalidad podría entenderse que grupos de individuos quedan fuera de la sociedad. Esto no ocurre en ningún caso. Ni siquiera Robinson Crusoe en su isla desierta está fuera; tiene una cultura, unos sentimientos, rescató del barco algunos objetos y herramientas, etcétera. Todo ello es sociedad. Ningún ser humano, si obviamos la excepcionalidad del “buen salvaje”, queda fuera de la sociedad. Otra cosa es que la sociedad no sea un todo homogéneo. Por tanto, los diferentes individuos tienen diversos grados de conexión social, están insertos en distintos ámbitos, las características de su medio social son distintas (rico-pobre, poderoso-débil, asistido-desasistido…), etcétera. Por esta razón, la metáfora “dentro-fuera” con la que frecuentemente se trata de explicar la exclusión social es muy equívoca. Definir la exclusión como lo contrario de la inclusión no aclara mucho, porque todos los individuos están incluidos en algún ámbito social. El problema es que nuestras sociedades están fragmentadas, y mucho más desde que la actual fase de globalización ha cobrado toda su intensidad. Los distintos grupos de individuos están insertos en diversos fragmentos sociales; por tanto, no se puede afirmar que ninguno de ellos esté fuera de la sociedad, salvo que consideremos sociedad sólo aquellos fragmentos que son ricos, poderosos, etcétera. Pero esto supondría ignorar gravemente la complejidad de la sociedad capitalista.
            Segundo problema: ¿Cuál es la corriente principal de la sociedad? ¿La mayoritaria que comparte las normas y valores dominantes y que dispone de unos recursos económicos por encima de un determinado umbral? ¿La que es dominante? ¿La que posee recursos económicos derivados de su esfuerzo personal y/o de la posesión de propiedad? La respuesta que se dé a cada uno de esos interrogantes cambia el significado de la exclusión social. Si es con respecto a la mayoría de la sociedad, en los términos en que la hemos conceptuado, la exclusión social, en la mayoría de las sociedades del capitalismo avanzado, es un fenómeno minoritario, localizado y, en general, bajo control. Esto no nos dice nada, sin embargo, de las enormes desigualdades existentes tanto en el seno de la mayoría como en el de minoría. No está en la misma situación una ecuatoriana empleada doméstica, aun con papeles y contrato, que aquellos que la han contratado. Ambos pueden estar incluidos pero su situación es radicalmente distinta. De igual manera, no está en la misma situación un inmigrante subsahariano sin papeles de ningún tipo, encerrado en las instalaciones de El Matorral, que un joven nacional absolutamente descualificado con un contrato precario en la construcción, y ambos pueden considerarse excluidos. Por otra parte, hay sociedades en las que los excluidos son mayoría (pensemos en la práctica totalidad de los países latinoamericanos). Si mantenemos el criterio de la mayoría, resulta que los excluidos serían los miembros de la minoría oligárquica que domina esas sociedades. Absurdo.
            Si por exclusión se entiende el apartamiento de grupos individuales de las posiciones de dominio y control económico, político, cultural, etcétera, resulta que los excluidos serían la mayoría de la sociedad –de cualquier sociedad capitalista-. El problema aquí está, una vez más, en que ello no nos diría nada de las desigualdades existentes entre la mayoría de excluidos ni tampoco de los incluidos y volveríamos a perder de vista la complejidad de la sociedad capitalista y las verdaderas raíces del problema. Qué decir de la consideración de incluidos de aquellos que obtienen por sí mismos los recursos necesarios para vivir por encima de un cierto umbral, que por otra parte queda siempre impreciso. ¿Y las diferencias entre empresarios y trabajadores? ¿Ya no existen las clases sociales?
            Tercer problema: ¿Quién es el responsable del apartamiento? ¿Los propios individuos por su incapacidad física o mental, por su desidia, por su falta de cualificación, por su no disponibilidad para aceptar cualquier trabajo, por no estar dispuestos a transigir con las normas y costumbres dominantes en la sociedad? ¿O es la propia sociedad la que, por su organización y estructura, expulsa a grupos de individuos de esa corriente principal, definamos ésta como la definamos? Este es un asunto que nunca queda muy claro. En todo caso, la respuesta suele depender de la perspectiva ideológico-política en que nos situemos. En general, para la derecha los propios individuos son los responsables de la exclusión y para la izquierda suelo serlo la sociedad.

SITUACIÓN HETEROGÉNEA. Debe añadirse a todo lo dicho que la exclusión no designa una categoría social precisa, sino una situación heterogénea compartida en diversos grados por distintos individuos (4). Todo ello, en fin, nos remite al viejo problema de la desigualdad, pero no al problema de la desigualdad de oportunidades al que algún autor, de forma simplona, pretende reducir la exclusión social (5), sino a la desigualdad derivada de la intensa división del trabajo y de la división de la sociedad en clases. La desigualdad derivada, en definitiva, de la explotación. Otra cosa es que se tenga que revisar el concepto de explotación (6). Éste, como más adelante se verá, ya no explica –en realidad nunca lo explicó- la totalidad de los problemas de la desigualdad y de la opresión social. Lo paradójico de la situación actual es que la no explotación, entendida ésta en su acepción clásica desarrollada por el marxismo, está siendo el factor esencial de exclusión social. Me ocuparé de esto en el próximo apartado.
            Tentativamente la exclusión social podría ser considerada entonces como una manifestación extrema de desigualdad social en la que diversos colectivos heterogéneos de individuos quedan, por causas estructurales –esto es, no debidas a su propia voluntad-, imposibilitados para obtener por sí mismos y de forma honesta los recursos necesarios (de todo tipo, aunque esencialmente económicos) para poder establecer planes autónomos de vida digna. (Esta aproximación tampoco está exenta de problemas, pero en este momento debemos dejarla aquí.)
            Y este es un problema recurrente del capitalismo. En este sentido, tal vez no sea adecuado hablar de una nueva cuestión social. Formas extremas de desigualdad se han dado durante toda la andadura del capitalismo, como nos lo han puesto de manifiesto los clásicos (Smith, Marx, Mill..) o como retrata perfectamente buena parte de la literatura decimonónica (paradigmáticamente, los casos de Ch. Dickens o V. Hugo). Incluso de la existencia de al menos dos sociedades distintas en el capitalismo nos da cuenta un personaje tan poco sospechoso de anticapitalismo como B. Disraeli (7). Con todo, tal vez quien con más precisión y detalle analiza y describe los procesos de exclusión en el desarrollo del capitalismo es R. Castel en su obra La metamorfosis de la cuestión social.
            Que no se pueda hablar de una nueva cuestión social no quiere decir que ésta tenga hoy los mismos rasgos que hace cien o ciento cincuenta años. La cuestión social ha cambiado, al menos en los países capitalistas avanzados, que es a lo que básicamente se circunscribe mi análisis.
            Hay al menos dos fenómenos que me parecen esenciales en este cambio y ambos tienen que ver con transformaciones en el mundo del trabajo.

EMPLEO Y EXCLUSIÓN SOCIAL. Desde finales del siglo XIX se han ido poniendo en marcha mecanismos para mantener bajo control la desigualdad social y que ésta dejara de ser en potencia explosiva social y políticamente. Este movimiento cristaliza a partir de los años ’50 del siglo XX en el desarrollo del Estado de Bienestar. Mediante él se logró que las sociedades capitalistas estuvieran más articuladas, cohesionadas y legitimadas. No es que se redujera realmente la desigualdad, sino que al producirse un reparto del crecimiento económico aumentó el bienestar general, se establecieron unos ciertos niveles de protección social a los débiles y un mínimo nive4l de vida. Para la inmensa mayoría social la desigualdad extrema –la exclusión social- quedó notablemente atenuada y, en cualquier caso, bajo control relativo. Es de destacar que el empleo –el pleno empleo Adulto y masculino- es el eje alrededor del cual se constituye el andamiaje en torno al Estado de Bienestar. Todo esto lo podemos simplificar siguiendo a Castel en su análisis del paso de los trabajadores del contrato al estatuto. Los procesos de desmercantilización llevados a cabo por el Estado de Bienestar hicieron que la cuestión social pasara a un segundo plano y la crítica al capitalismo quedara enormemente debilitada.
            Todo esto empieza a cambiar a finales de los años ’60. El modelo de acumulación postbélico –fordismo y Estado de Bienestar- comienza a dar muestras de agotamiento, que en los ’70 da lugar a una verdadera crisis económica. La reestructuración subsiguiente del capitalismo afecta esencialmente a la organización del trabajo, al empleo y al conjunto de regulaciones que en torno a él  se habían ido estableciendo en la décadas anteriores. La flexibilidad, eufemismo tras el que se ocultan el desempleo y la precarización y degradación del empleo, se convierte en el principio rector de las formas emergentes de organización del trabajo y de utilización de la fuerza de trabajo. Esto, entre otras cosas, ha dado lugar a la llamada “crisis” del Estado de Bienestar –en ningún caso a su desmantelamiento-, y la cuestión social, al aumentar enormemente la desigualdad social, volvió a reaparecer con toda crudeza, sólo que ahora transmutada en exclusión social.

LA EXPLOTACIÓN, UN CONCEPTO EN CRISIS. La segunda novedad que considero necesario destacar aquí para definir los rasgos actuales de la cuestión social es la de algunos cambios ocurridos en torno a la explotación. El marxismo es quien único ha elaborado este concepto. Muy sucintamente, lo define como el proceso a través del cual alguien se apropia de trabajo ajeno. Ésta era la base de la crítica marxista a la sociedad capitalista: hay desigualdad, y en distintos grados, porque una clase social (los propietarios de los medios de producción) se apropian en diferente medida y bajo diversas condiciones del trabajo del resto de las clases sociales. En esta perspectiva, la desigualdad extrema coincide con la explotación extrema. Sectores sociales malviven en los márgenes de la sociedad porque unos pocos se benefician extremadamente de su trabajo; los trabajadores perfectamente integrados en la sociedad eran igualmente objeto de explotación. De esta forma, tanto los que estaban dentro como los que estaban fuera tenían una misma razón para oponerse al sistema social que los oprimía: la explotación. Ésta fue la base sobre la que se fue construyendo el movimiento obrero hasta convertirse en la vanguardia del conjunto de los oprimidos y marginados de la sociedad capitalista, vanguardia que ha luchado históricamente -y ha conseguido notables avances- por la transformación estructural de la sociedad capitalista. (Es preciso tener muy en cuenta a este respecto que la vanguardia del movimiento obrero estaba constituida, generalmente, por los proletarios más cualificados y mejor situados en el sistema de producción capitalista.) Todo esto fue posible, entre otras cosas, por la propia voracidad del capitalismo que hasta prácticamente los años ’70 del siglo XX desplegó un enorme esfuerzo para incorporar al mercado de trabajo –para explotar- a la totalidad de los individuos, fundamentalmente los varones, en condiciones de trabajar. De esta voracidad sólo escapaban los que por razones de incapacidad física o mental –los “pobres inválidos”- eran inempleables.
            Esto quiere decir que en coyunturas económicas determinadas, particularmente las crisis económicas, no fueran expulsados del proceso de producción porcentajes elevados de trabajadores. Pero esto venía siendo, al margen de lo que Marx llamó el “ejército de reserva”, un problema de carácter más bien coyuntural. En cuanto la crisis económica era superada, se producía la integración al proceso de producción de los expulsados debido a aquélla, más los nuevos elementos que se hubieran incorporado a la población activa. Este fenómeno se puede observar fácilmente si tenemos en cuenta el proceso creciente de asalarización de la fuerza de trabajo (en la actualidad está por encima del 80 %) al que hemos asistido desde los inicios del capitalismo.
            Ahora bien, lo que ha ocurrido en las últimas décadas es que el capital, impulsado por la necesidad más urgente que nunca de obtener el plusvalor relativo, ya no parece necesitar para nada a porcentajes crecientes de los “pobres válidos”: los que no logran encontrar un empleo, los parados de larga duración, etcétera. De hecho, en la actualidad el éxito en la acumulación de capital parece depender de no dejar entrar y/o expulsar del proceso de producción de bienes y servicios a colectivos cada vez más numerosos de individuos con plenas facultades físicas y mentales y deseosos de emplearse en lo que sea. Desde hace cuatro o cinco lustros se ha ido produciendo un proceso de selección de la fuerza de trabajo mediante la cual se han ido descartando a los menos móviles, a los menos adaptables, a los menos diplomados, a los demasiado viejos, a los demasiado jóvenes, a los originarios, del Norte de África, del África negra, etcétera (8). Estos colectivos son los que, si analizamos la literatura sobre el tema, se consideran los excluidos por excelencia de nuestra sociedad. En la medida en que no trabajan para otros no son explotados; nadie parece tener interés en apropiarse de su trabajo. Se ha roto el lazo que los unía con los trabajadores integrados y conectados socialmente. Y ésta no es una cuestión coyuntural derivada de una crisis económica que en cuanto sea superada hará desaparecer el problema (la de los ’70 se remontó sin que las tasas de desempleo, aun maquillándolas, descendieran notablemente), sino que es un problema estructural: dado el nivel actual de desarrollo de las fuerzas productivas, sobra fuerza de trabajo cuando el trabajo tiene como única finalidad obtener beneficios económicos por parte de los empleadores, como es el caso general en esta sociedad.
            Con todo, para tener una comprensión cabal del problema no sólo debe tenerse en cuenta el elevado porcentaje de desempleados totales y de larga duración. A ellos habría que sumar, como certeramente hacen muchos autores, el también creciente número de trabajadores precarios, contingentes, sumergidos, a tiempo parcial indeseado, mal pagados y considerados, etcétera. Como se sabe, esta es una de las características esenciales que ha venido definiendo el empleo en las últimas décadas. Buena parte de los trabajadores en esta situación están rotando constantemente del empleo al desempleo y sin tener acceso a los derechos sociales derivados del empleo debido a los recortes anteriormente esbozados. Esos trabajadores suelen ser explotados en grado máximo, aunque intermitentemente.
            El conjunto, diverso y heterogéneo, de los excluidos no ha hecho más que crecer desde los años ’70. Esto se explica porque la salida a la crisis se consiguió precisamente gracias a la expulsión del proceso de producción de contingentes cada vez mayores de trabajadores. Y las dificultades económicas de este inicio de centuria parecen exigir para su solución capitalista un aumento aún mayor del número de excluidos. El problema, como se decía, es pues estructural. La exclusión social es una necesidad de la actual fase de desarrollo capitalista –de la globalización-, de la misma forma que hasta cierto punto lo fue la inclusión social en la fase anterior.

CAMBIAR LOS PRINCIPIOS DE LA SOCIEDAD. Siendo esto así, el problema no se resuelve focalizando –aunque haya que hacerlo a corto plazo- la atención social en los pobres, desempleados, subempleados y marginados, por muy masivos y generosos programas asistenciales que se pongan en marcha. “Se deben cambiar los propios principios de la sociedad que llevan a esta situación” (9). De no ser así, ocurre lo que agudamente señala Castel: “Para muchos la inserción ya no es una etapa sino que se ha convertido en un estado” (10).
Estos cambios en la cuestión social, expresados actualmente mediante la  problemática de la exclusión social, plantean al menos dos cuestiones a la crítica social al capitalismo que es preciso abordar. Aquí me ocuparé sólo de enunciarlas.
            La mayoría de los excluidos o no son explotados o sólo lo son periódicamente y, paradójicamente, sólo están incluidos cuando son explotados a tiempo completo y de forma duradera. Esto nos lleva, a su vez, a dos cuestiones. Por un lado, aparentemente nadie se beneficia de la exclusión social, al menos de la mayor parte de los excluidos. Nadie, por tanto, parece tener interés en ella. Nadie puede ser responsabilizado, salvo los propios excluidos o el azar, el destino o la fatalidad. La exclusión social se nos presenta, pues, como una historia sin sujeto o cuyos sujetos son sus propias víctimas. Desde esta perspectiva, en cualquier caso, podría afirmarse –como hacen los defensores de la globalización- que la exclusión de colectivos sociales es el precio que hay que pagar por el progreso. ¿Cómo luchar contra esto, teniendo presente, además que el asistencialismo no hace otra cosa que consolidar la exclusión social, aunque sea una exclusión asistida? El problema se agrava si consideramos que las instituciones que por excelencia han venido defendiendo a los explotados –los sindicatos- se encuentran prácticamente inermes -sin entrar a discutir ahora la existencia de voluntad o no para ello- frente al problema, porque los excluidos o no son trabajadores o lo son marginalmente; es decir, no son explotados o sólo lo son de forma contingente. El vínculo que durante casi dos siglos venía uniendo al conjunto de los oprimidos se ha roto. Esto tiene relación directa, además, con el hecho señalado de que los excluidos no conforman una categoría social precisa. La consecuencia de esto es que de los excluidos no emerjan formas claras de concienciación (11) y que, por tanto, aparezcan ante la sociedad como un problema y no como un actor social (12) con voz y capacidad de lucha.
            Por otro lado, la solución convencional, más allá de la pura asistencia, que se plantea a la exclusión social es la de la inserción; inserción que no es otra que en el mercado de trabajo. Esto es, la solución a la exclusión social es la explotación en el trabajo, que es la causa fundamental de la desigualdad social, de la miseria de amplios sectores sociales, de la precariedad, del riesgo personal, de la opresión… Podría plantearse si no es peor el remedio que la enfermedad. Esto nos remite de nuevo a la conclusión ya adelantada de que la exclusión social sólo podrá resolverse si se atacan sus causas estructurales. La conformación de esta sociedad como una sociedad salarial es probablemente la razón estructural fundamental. Es necesario replantearse el hecho de que el empleo, tal y como es definido en esta sociedad, sea el eje en torno al cual giren tanto la inclusión como la exclusión social. Esto implica, entre otras cosas, repensar radicalmente la organización del trabajo necesario a la sociedad y que el empleo deje de ser el mecanismo por excelencia de asignación de lugares en la estructura social y de distribución de riqueza a los carentes de propiedad. Urge, pues, replantearse el problema de la exclusión social y enfocar su solución en la dirección de la salida de la sociedad salarial. En ese sentido, una vía interesante a explorar es la de la propuesta del ingreso ciudadano (13).
            El segundo problema que quería enunciar, finalmente, es que el nuevo planteamiento de la cuestión social sustituye de hecho, utilizando las metáforas espaciales al uso, el “arriba-abajo” de la crítica social tradicional al capitalismo por el “dentro-fuera” en que parece centrarse aquélla en la actualidad. Esto presenta una grave dificultad ya esbozada: oculta las desigualdades tanto entre los que están dentro como entre los que están fuera; hace parecer a los que están dentro como unos privilegiados que en cierta forma son responsables de la exclusión de los de fuera, ignorando que en su mayor parte son objeto de la explotación y opresión del sistema capitalista, y en definitiva niega de hecho la existencia de clases sociales con intereses propios cada una de ellas, normalmente contradictorios con los de las demás. El discurso dominante en torno a la exclusión social estaría coadyuvando, pues, al empeño neoliberal en que las clases sociales han desaparecido o, cuando menos, ya no conforman una categoría sociológica relevante para el análisis social.




(1) Vid. Rodríguez Guerra, J.: “Los procesos de remercantilización y su efecto sobre el pacto social de posguerra”, Disenso, nº 41, 2003.
(2) Un esfuerzo notable en esta dirección es el de Tezanos, J. F.: Tendencias en desigualdad y exclusión social, Ed. Sistema, Madrid, 2002. (3) Vid. Giddens, A.: La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia, Ed. Taurus, Madrid, 199. R. Lo Vuolo plantea la cuestión en los términos siguientes: “La inclusión social significa englobar al conjunto de la población en el sistema de instituciones sociales, concierne tanto al acceso a sus beneficios, como a la dependencia del modo de vida individual con respecto a los mismos. De aquí, exclusión social refiere a todas aquellas condiciones que permiten, faciliten o promuevan que ciertos miembros de la sociedad sean apartados, rechazados o simplemente se les niegue la posibilidad de acceder a los beneficios institucionales”.  (“A modo de presentación: los contenidos de la propuesta del ingreso ciudadano”, en Lo Vuolo, R. (Comp.): Contra la exclusión. La propuesta del ingreso ciudadano, Ed. Miño y Dávila, Buenos Aires, 1995, p. 15.)
(4) Vid. Dubet, F. y Martucelli, D.: ¿En qué sociedad vivimos?, Ed. Losada, Buenos Aires, 2000, p. 175.
(5) Este es el caso de F. Gil Villa en La exclusión social, Ed. Ariel, Barcelona, 2002. El concepto de igualdad de oportunidades no es ni siquiera sometido a análisis, como si designara una realidad unívoca y con iguales consecuencias para todos los individuos. Para un análisis detallado y lúcido del concepto, sus variantes principales y sus distintas consecuencias sociales, puede verse Roemer, E.: “Igualdad de oportunidades”, Isegoría, nº 18, 1998.
(6) Un ejemplo interesante, aunque tal vez no demasiado afortunado, de intento de revisión puede encontrarse en Boltanski, L. y Chiapello, E.: El nuevo espíritu del capitalismo, Ed. Akal, Madrid, 2002, pp. 445 y ss.
(7)  Vid. Disraeli, B: Sybil, Ed. Debate, Madrid, 2002
(8) Ibidem, p 343.
(9) Lo Vuolo, R.: “A modo de presentación”,  op. cit., p. 18.
(10) Vid. Castel, R.: La metamorfosis de la cuestión social: Una crónica del salariado, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 347.
(11) Vid. Martínez, M.: “Proceso histórico y causas estructurales de la pobreza, la marginación y exclusión”, en VV. AA.: La sociedad de la desigualdad, Ed. Tercera Prensa, Donostia, 1992, p. 129.
(12) Vid. Dubet, F. y Martínez, D.: op. cit., p. 170.
(13) Vid Gorz, A.: “Salir de la sociedad salarial”, Disenso, nº 22, 1998; Offe, C.: “¿Pleno empleo? Para la crítica de un problema mal planteado”, Disenso” nº 22, 1998, y Lo Vuolo, R. (Comp.): op. cit.