José Abu-Tarbush

La instrumentalización del conflicto de Oriente Próximo
tras el 11 de Septiembre
(Disenso, nº 39, marzo de 2003)

El 11-S ha marcado un importante punto de inflexión en las relaciones internacionales de la posguerra fría. Su impacto ha sido tan fuerte que numerosos comentaristas internacionales consideran que el siglo XXI se inició —simbólicamente — el 11 de septiembre de 2001. Después de más de un año de tan trágica fecha todavía sigue siendo prematuro conocer todo el significado de su impacto: si realmente cambió el mundo o simplemente es una fecha más en la historia. La propia definición del 11-S condiciona —en buena medida— nuestra visión de la política mundial: si fue un atentado terrorista sin precedentes por sus dimensiones o si fue un acto de guerra. Dependiendo de la respuesta adoptada se abrirán nuevos interrogantes. Aquí se considera que el 11-S no fue una guerra ni —mucho menos— una guerra del Islam contra Occidente. Pese a la dimensión de la catástrofe, el 11-S fue un acto de terrorismo internacional y el mismo debe ser contemplado en el marco de la política mundial, y no en el de un supuesto choque de civilizaciones.
Pero de lo que no cabe ninguna duda es que el 11-S ha establecido un antes y un después en las relaciones internacionales de la posguerra fría. Este nuevo período se ha caracterizado básicamente por la incertidumbre en las pautas de la política internacional. De hecho, se ha pasado del duopolio al monopolio del poder en el tablero mundial. El paradigma bipolar —por inexacto que fuera— daba cuenta de la pautas de comportamiento en el sistema internacional, al menos de las que sostenían las dos grandes superpotencias. Sin embargo, actualmente se carece de un paradigma semejante, por lo que buena parte de las especulaciones en torno al 11-S responde también a ese vacío conceptual en la búsqueda de las claves de funcionamiento de la política mundial.

ALTERACIÓN DE LA AGENDA. Una de las consecuencias más inmediatas del 11-S ha sido la alteración de la agenda internacional. La seguridad ha pasado a ocupar el primer puesto en las preocupaciones de los EE UU y —por extensión — de una parte importante de los miembros de la sociedad internacional. La lucha contra el terrorismo es ahora —teóricamente— la prioridad en la política exterior de Washington. Esta reordenación en los temas de la agenda mundial fue rápidamente implementada en la campaña de represalias contra los talibanes y los miembros de Al-Qa’eda en Afganistán. Otras controversias internacionales en la escena internacional se han visto igualmente afectadas: escalada bélica de Israel contra la sublevación palestina en Cisjordania y Gaza, incremento de la tensión entre Pakistán e India en torno a Cachemira, recrudecimiento de los combates entre las guerrillas de las FARC y el Gobierno de Colombia, y crecientes amenazas de guerra de EE UU contra Irak.
El argumento de combatir el terrorismo es el nuevo denominador común de todos estos conflictos tras el 11-S. El principal problema que plantea la nueva estrategia de “la guerra global contra el terrorismo” es la indefinición del “terrorismo” en sí o, dicho de otro modo, la ausencia de un consenso internacional en torno al mismo. La tentación de su instrumentalización es muy fuerte —sobre todo por parte de aquellos poderes establecidos injustamente — para descalificar, condenar y legitimar el combate de toda oposición o resistencia política. Paradójicamente, este estratagema lleva a caer en la misma práctica que presuntamente dice combatir: se puede pasar del terrorismo individual o de grupo al de Estado. La vía libre que ha obtenido Rusia para la represión en Chechenia es un triste ejemplo de ello.

LA INSTRUMENTALIZACIÓN ISRAELÍ. Pero, sobre todo, ha sido el Gobierno israelí de unidad nacional —presidido por Ariel Sharon — el primero en obtener los dividendos de esta nueva coyuntura mundial. Al establecer un símil entre los ataques terroristas de los que era objeto su población civil con los sufridos por la de los EE UU el 11-S, el nuevo ejecutivo israelí lograba neutralizar —parcialmente— las críticas internacionales que recibía por su represión de la segunda Intifada palestina. Es más, la “ausencia de toda estrategia” en la dirección de la Autoridad Nacional Palestina (ANP)1 facilitó que la resistencia armada llevada a cabo por algunos grupos palestinos (Hamás, Yihad Islámica y las Brigadas de los Mártires de al-Aqsa, vinculadas estas últimas a la joven guardia de Fatah), y —de manera particular — los ataques de terroristas suicidas procedentes de sus filas, contribuyeran a reforzar esta vinculación: Sharon llegó a calificar a Arafat del Osama bin Laden al que se enfrentaba Israel.
L a violencia palestina ha sido descontextualizada de la violencia estructural que supone la ocupación militar israelí en la vida de los hombres y mujeres palestinos que la vienen soportando desde hace más de treinta y cinco años. Nada se ha dicho de la brutalización que supone la violencia del colonizador sobre la del colonizado. Todo el conflicto quedó nuevamente reducido a un problema de seguridad para una de las partes, la israelí. De hecho, las condiciones de Sharon para reanudar las negociaciones de paz con los palestinos exigen que la otra parte —la palestina — ponga fin a la violencia. Pero el cese temporal de las hostilidades ha resultado igualmente insuficiente para Sharon, que sistemáticamente ha elevado el umbral de exigencias hasta límites que hacen prácticamente imposible la vuelta a la mesa de negociación. La propuesta saudí de paz, respaldada por la Liga Árabe en la Cumbre de Beirut (28 de marzo de 2002), insistió en una salida negociada y global para la zona. Pero ésta no entraba en los cálculos de Sharon , que la despreció al día siguiente con su escalada bélica en Cisjordania2.
En esta tesitura, la campaña militar israelí en los territorios palestinos fue justificada como un acto de legítima defensa a semejanza de las operaciones de EE UU en Afganistán. El Ejército israelí emprendió toda una serie de acciones supuestamente preventivas (asesinatos selectivos, ejecuciones extrajudiciales, arrestos masivos, reocupación de las áreas autónomas palestinas, cerco y hostigamiento a las ciudades, corte de los servicios de electricidad y agua, bloqueo de la entrada de los suministros básicos de alimentos, medicinas y ayuda humanitaria, congelación de los fondos de la ANP, asedio a la presidencia palestina, aislamiento e incomunicación de los territorios palestinos, etcétera). Desde entonces, la represión israelí se ha cobrado un importante saldo humano (muertos, heridos, encarcelados, deportados), material (demoliciones de casas, tala de árboles, devastación de infraestructuras civiles) y político (quebranto de la ANP, principalmente). Pero no ha logrado que Israel sea más seguro; por el contrario, Israel sigue siendo tanto o más vulnerable que antes en la región. Su fortaleza procede de su poderío militar, pero no del entendimiento político con sus vecinos, particularmente con los palestinos a los que ocupa militarmente desde hace más de tres décadas. Dicho de otro modo, Israel “vence, pero no convence”. Aún así, el Estado israelí desea ser aceptado en la región no a regañadientes —como un poder fáctico —, sino con los brazos abiertos, con el reconocimiento de su legitimidad3. Pese a los pasos dados en esa dirección por la central palestina en su momento —la OLP—, cabe temer que es la propia ocupación militar israelí la que mina los fundamentos del Estado israelí e incluso los de su sistema democrático, hipotecado por la prolongada situación de apartheid en la que mantiene los territorios palestinos.
Sin embargo, el conflicto nunca tendrá una solución militar, sino política. Empeñarse en las respuestas militares es prolongar innecesariamente los sufrimientos de palestinos e israelíes. El mito israelí de conciliar su ocupación militar con el disfrute de seguridad y paz no puede mantenerse por más tiempo. Se trata de una estrategia cortoplacista o escapista que no resolverá el problema, sólo lo prolongará. En el mejor de los casos, podrá atenuar momentáneamente la intensidad del conflicto, pero éste terminará inexorablemente rebrotando con nuevas fuerzas y expresiones. La pérdida de control de la Intifada por la ANP —si es que alguna vez lo tuvo— es un ejemplo entre otros de lo que puede deparar el futuro.

LA INSTRUMENTALIZACIÓN DE EEUU. Desde su llegada a la Casa Blanca, la nueva administración norteamericana presidida por George W. Bush había mostrado poco interés en reconducir el descarrilado proceso de paz en Oriente Próximo. El temor a cosechar un fracaso semejante al de Bill Clinton —pese a la considerable implicación personal de éste en las negociaciones israelo-palestinas— pareció inhibir al equipo gubernamental de Bush a emprender nuevas iniciativas en esta dirección. Pero este comportamiento cambió a partir del 11-S. La presidencia norteamericana debía implicarse necesariamente más en la zona, máxime si tenía que recabar apoyos para su campaña militar en Afganistán. En un gesto destinado a congraciarse con el mundo árabe e islámico, anunció su disposición a reconocer un Estado palestino ante la Asamblea anual de la ONU a finales del 2001. Sin embargo, una vez concluidas sus operaciones en Afganistán, los EE UU volvieron a inhibirse del conflicto en el que —cabe recordar— Israel goza de absoluta supremacía militar. Es más, durante la ofensiva israelí —denominada “Muro Defensivo” — los EE UU aplicaron un dejar hacer que fue interpretado como una carta blanca a la política represiva de Sharon contra los palestinos. Paralelamente, amenazaron con ejercer —y ejercieron — el uso del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU impidiendo cualquier intervención internacional en la zona, por muy humanitaria, tímida y limitada que ésta fuera.
No obstante, para eludir las presiones e incluso críticas —externas e internas— ante tamaña pasividad y —en el mismo sentido— neutralizar su imagen de inmovilidad, la administración estadounidense envió diferentes emisarios a la región: el general Anthony Zinni, el director de la CIA, George Tenet, y el Secretario de Estado, Colin Powell. La sucesión de iniciativas que barajaron, concentradas en poner fin a las hostilidades, tuvieron como denominador común su incumplimiento o ausencia de implementación. Al mismo tiempo que seguían cargándose las críticas en el lado palestino, concentrándose cada vez en el presidente de la ANP, Arafat. El esperado discurso de Bush sobre el conflicto, pronunciado el 24 de junio de 2002, despejó las crecientes dudas en torno a si los EE UU tenían realmente un plan de paz para Oriente Próximo. Pese a no ser la única proposición de resolución del conflicto puesta sobre la mesa, es la que más expectativas suscitaba por la condición estadounidense de única superpotencia con una notable influencia en esta área del sistema internacional. Pero la propuesta del presidente norteamericano introdujo nuevos interrogantes, dada su ausencia de concreción, calendario y puesta en práctica4.
En síntesis, la iniciativa de Bush se basa en la solución de los dos Estados. Esto significa que el existente Estado israelí deberá retirarse de los territorios palestinos que ocupa desde 1967 —sobre las bases de las resoluciones 242 y 338 de la ONU recogidas en su discurso— para dar lugar a la formación de un futuro Estado palestino. El principal escollo reside en las condiciones que deberá cumplir la parte palestina —renovación del liderazgo, instituciones y acuerdos de seguridad — para que los EE UU apoyen un Estado palestino. En principio, el grueso de la sociedad palestina no se opone frontalmente a las mencionadas reformas. Por el contrario, numerosos palestinos han abogado por una reforma sustancial de la ANP mucho antes, más auténticamente y por razones bien diferentes a las que los EE UU exigen ahora. No obstante, conviene matizar que muchos otros palestinos pueden rechazar estas medidas porque proceden del exterior —pasivo o complaciente con la máquina de guerra israelí — o bien porque no quieren ser identificados con los EE UU e Israel. Pero el problema básico que plantea las reformas es su implementación bajo un régimen de ocupación militar en el que el margen de maniobra es muy escaso por no decir que nulo. De hecho, en el reñido balance entre el sistema internacional y la política nacional sólo se reconoce la primacía —determinante— de la política exterior sobre la interior en los casos de ocupación militar5.
En cualquier caso, el Estado palestino que apoyan los EE UU será un “Estado provisional” hasta que “la cuestión se resuelva en el marco de un acuerdo final para todo Oriente Medio”. ¿Qué significa esto? Básicamente que los EE UU se reservan una medida de presión para contener tanto a los dirigentes de ese futuro Estado como a su sociedad durante la fase esencial del proceso en la que se volverán a negociar los temas más espinosos del mismo: fronteras, refugiados, asentamientos, estatuto de Jerusalén, seguridad, etcétera. De esta forma, los EE UU contarían con una influencia ilimitada sobre la parte palestina que evite un fracaso semejante al de Camp David II, en el que la delegación palestina osó rechazar la —supuestamente generosa — oferta israelí de transformar los territorios palestinos en pequeños bantustanes.
Al centrarse en las reformas palestinas y dejar libre de todo compromiso a Sharon, los EE UU sitúan la carreta delante de los bueyes. Sin un gesto israelí —congelación de los asentamientos, desbloqueo de los fondos de la ANP, retirada de las áreas palestinas ocupadas desde el inicio de la segunda Intifada, etcétera—, las reformas de la ANP no gozarán de credibilidad alguna ni encontrarán el eco social requerido. Por el contrario, serán percibidas como un requisito más en las condiciones de rendición impuestas por los EE UU e Israel a los palestinos. Los EE UU han invertido los términos del conflicto. Con ser estas medidas necesarias, resultan insuficientes. Las prioridades de la sociedad palestina no están tan centradas en las reformas de sus debilitadas instituciones políticas, económicas y judiciales como —básica y principalmente— en ver el final de la ocupación militar israelí. Éste es el problema real. Es la raíz de la que se alimenta la inseguridad en la zona, tanto para los israelíes como —no menos — para los palestinos; y es siempre susceptible de ser transnacionalizada por la manipulación que los contendientes —de uno y otro lado e incluso ajenos a esta contienda como Al- Qa’eda— hacen de ella.

CONCLUSIÓN. Durante la persistencia del sistema internacional bipolar establecido después de la Segunda Guerra Mundial, los EE UU han sido Los EE UU siguen considerando Oriente Medio un área de su exclusiva influencia por su alto valor geoestratégico Los EE UU aplicaron un ‘dejar hacer’ que fue interpretado como una carta blanca a la política represiva de Sharon el actor estatal que más influencia ha ejercido mediante su intervención —directa o indirecta — en el subsistema mundial de Oriente Medio. Esta supremacía no ha hecho más que aumentar tras el fin de dicho sistema bipolar. Nada hace pensar que la estrecha alianza estratégica entre los EE UU e Israel vaya a cambiar. Pese a su condición de única superpotencia —sin rival real ni potencial en la zona ni fuera de ésta—, los EE UU siguen considerando Oriente Medio un área de su exclusiva influencia por su alto valor geoestratégico.
Si la segunda guerra del Golfo —a principios de los noventa— fue interpretada como una oportunidad por George Bush padre para imponer su nuevo orden internacional en la región, una década más tarde —aproximadamente— el 11-S y la guerra global contra el terrorismo representan otra nueva oportunidad para reconfigurar el mapa geopolítico regional. En estas coordenadas, la resolución del conflicto de Oriente Próximo pasa inexorablemente por la construcción de un Estado palestino que —traducido en la práctica— significa el fin de la ocupación israelí. La pregunta es si los EE UU están dispuestos a resolver su eterno dilema: no forzar a Israel —tanto por razones de política doméstica como internacional— a retirarse de dichos territorios, al mismo tiempo que lograr con los Estados árabes y los palestinos un compromiso que ponga fin definitivamente al conflicto.
Peor aún es que en el actual momento de primacía estadounidense, Washington no conciba este mencionado dilema y ni siquiera contemple la posibilidad de compensar su desequilibrada política en la región. Por el contrario, en su empecinamiento por gobernar la política mundial en lugar de liderarla con el ejemplo, como ahora el propio ex-presidente Bill Clinton reconoce la paja en ojo ajeno6, la intervención de los Estados Unidos en Oriente Medio —y de manera inmediata en Irak— no hace sino confirmar la profecía que se cumple a sí misma: al concebir el mundo árabe e islámico como una amenaza civilizacional lo maltrata y humilla innecesariamente hasta la saciedad, estableciendo su máximo agravio comparativo con el trato protector que brinda a la no menos maltratadora y humillante ocupación militar israelí, y sembrando violentas cosechas en el futuro que justifiquen su posterior comportamiento imperial, al mismo tiempo que con un cierto aire de inocencia o apariencia de ingenuidad se preguntarán —una vez más— “por qué nos odian tanto”.
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(1) Yezid Sayigh, “Arafat and the Anatomy of a Revolt”, Suvirval, vol. 43, núm. 3, 2001, pp. 47-60.
(2) Para un análisis de los acontecimientos que han rodeado a ésta, véase Isaías Barreñada, “¿Palestina o ‘Palestinistán’?”, Papeles de cuestiones internacionales, núm. 78, 2002, pp. 23-32.
(3) Tal como plantea el ex-ministro israelí de asuntos exteriores, véase Shlomo Ben Ami, ¿Cuál es el futuro de Israel? Barcelona: Ediciones B, 2002, pp. 11-25.
(4) Khalil Shikaki, “A Roap Map, A Timetable. We Could Use Them - Now”, The Washington Post, 21 de Julio de 2002.
(5) Véase Peter Gourevitch, “La ‘segunda imagen’ invertida: los orígenes internacionales de las políticas domésticas”, Zona Abierta, núm. 74, 1996, pp. 21-68.
(6) Véase Bill Clinton: “Estados Unidos debería liderar, no gobernar”, El País, 19 de diciembre de 2002, p. 11