José Alejos García


Identidad étnica y conflicto agrario en Chiapas

(Les Cahiers ALHIM, 10, 2004)


La identidad se ha convertido en un tema central de las discusiones contemporáneas en ciencias sociales, al vincularse a una cuestión crítica de la agenda de una multiplicidad de movimientos sociopolíticos, particularmente de las reivindicaciones feministas, étnicas, nacionales y antiliberales. El temor a la pérdida de identidad propia, o a ser objeto de la imposición de identidades ajenas anima las más heterogéneas reacciones individuales y colectivas.
Una búsqueda a veces casi desesperada de identidad aparece como una respuesta ante los cambios vertiginosos del mundo actual, una reacción a los procesos de globalización que experimenta buena parte del planeta. Sin embargo, ante este escenario, las ciencias sociales se muestran poco preparadas para enfrentar los retos teóricos y metodológicos planteados por la emergencia de esta nueva temática. En particular la antropología parece necesitar con urgencia instrumentos conceptuales más precisos y ajustados a las realidades cambiantes. Y es que no es suficiente hablar de la identidad de un grupo y mostrar aspectos de la misma mediante datos fácticos para entender el fenómeno, si se carece de una clara visión teórica para su comprensión. Un problema epistemológico vinculado a esta situación consiste en que el concepto identidad proviene de un campo más amplio del conocimiento científico, el de la filosofía concretamente. En efecto, la antropología, al igual que ocurre con otras disciplinas, se alimenta activamente de la filosofía, sin que muchas veces se reconozca esta filiación, ocurriendo entonces que se utilicen conceptos de manera poco rigurosa, sin el pleno reconocimiento de su significado en el interior de la concepción filosófica de origen. El problema se complica al considerar que en el interior mismo de la filosofía se encuentran doctrinas de pensamiento divergentes, con concepciones de mundo diversas, en donde el concepto de identidad adquiere por lo mismo significados contrastantes.
El positivismo es una de las doctrinas filosóficas que ha influido profundamente en el pensamiento contemporáneo, y cuya concepción de la identidad se encuentra fuertemente instalada en las ciencias sociales y en la sociedad en general. Se trata de un concepto que busca la identidad del ser, en su interioridad, en su esencia, en su materialidad. La identidad aparece así como un fenómeno cuya definición se centra en la esencialidad del ser, y en donde lo exterior, la otredad, se entiende como algo ajeno, que no participa en la identidad de aquel, o en donde aparece como un referente de contraste, como aquello que no se es. Entendida de esa manera, la identidad de una persona o de un grupo social se reduce a lo propio, al ser en sí mismo, y la búsqueda de su comprensión o de su explicación se limita igualmente al descubrimiento de los componentes propios, a lo “observable empíricamente”, excluyendo por principio lo perteneciente al otro.
Pero, a pesar de la vigencia de esa concepción positivista de identidad, convertida ya en una especie de verdad de sentido común, la misma es objeto de severos cuestionamientos en el pensamiento crítico contemporáneo. La identidad está siendo considerada ahora en su complejidad en tanto que fenómeno social, como un efecto de la multifacética relación entre yo y el otro, entendidos ambos términos como abstracciones de orden general1. El otro, la alteridad, viene a ser reconocido como un participante necesario de la identidad del yo, cuya presencia es mucho más compleja que la de oposición o contraste.
Se trata de una nueva visión de la identidad, relacional en el sentido descrito, pero asimismo relativa, en la medida en que no se trata de un fenómeno estático ni permanente, inmutable a los cambios del entorno, sino por el contrario, dependiente de la situación específica de la interacción, la cual incluye por supuesto, las otredades concretas2. Esto quiere decir que la identidad de un individuo o de un grupo social no la conforman esencias inalterables, ni elementos absolutos, fijos. Todo esto no invalida la existencia de ordenamientos sociales y estabilidades de sentido de largo plazo, que permiten la comunicación social, siendo la lengua y la mitología buenos ejemplos de ello.


Identidades étnicas en Chiapas


Hasta tiempos recientes, las investigaciones antropológicas en Chiapas se centraron en los pueblos indígenas, los mayas en especial, respondiendo a una fascinación por el exotismo de los llamados “primitivos”, interés largamente cultivado por la cultura occidental, cuna de la disciplina antropológica. Otra razón que impulsó ese tipo de antropología fue la certeza de encontrarse frente a culturas autóctonas en vías de desaparición ante la incontenible expansión de la modernidad occidental. La premura por el rescate etnográfico de los rasgos culturales distintivos de los mayas contemporáneos obedecía a la convicción de ser éstos supervivencias fragmentarias de la asombrosa civilización precolombina, revelada en sus cuantiosos vestigios arqueológicos. Congruente con el pensamiento positivista de la época, esta particular orientación arqueoetnológica condujo a los antropólogos a construir imágenes identitarias de los indígenas en términos de “rasgos esenciales”, “elementos diacríticos”, “núcleos duros”, etcétera, mientras que la gente del entorno, considerada no indígena, fue absolutamente ignorada, o en todo caso, vista sólo como un contraste, como lo “no indio”. De allí que la población mestiza, conocida como “ladina” en Chiapas y Guatemala, al igual que las diversas minorías de origen extranjero, hayan sido invisibilizadas en aquel programa de investigación.
Es sorprendente que la presencia de gente y cultura occidentales entre los “nativos” no haya despertado mayor interés en los estudios antropológicos sobre Chiapas. Los autores de las etnografías -extranjeros occidentales en su mayoría- no han problematizado esa presencia, ese peso de su propia cultura, esa influencia de sus congéneres capitalistas, sobre las sociedades objeto de sus investigaciones. Estas últimas han sido vistas a fin de cuentas como distintas a lo propio, como ajenas, y así, se ha tendido a minimizar las relaciones entre unos y otros, y a producir imágenes de identidades étnicas sin vínculos con la identidad del otro, aisladas respecto a la cultura realmente dominante. En particular, esos antropólogos han ignorado a sus propios paisanos, a ese tercer actor foráneo de las historias regionales y nacionales. Esa omisión, premeditada o no, ha tenido un efecto de ocultamiento, ha producido imágenes parciales y muchas veces ficticias, distorsionadas, de la realidad social. La sociedad ha sido descrita e interpretada considerando sólo a los actores sociales locales, o “nacionales”, y no a los factores externos que, sin embargo, sí operan en el interior del espacio nacional.
Esa ocultación de lo extranjero es notoria en la etnología del área maya, donde aparte del interés central en la cultura indígena, ha predominado la concepción de una sociedad bipolar conformada por la dicotomía indio/ladino, en donde la gente ladina ha sido asumida como no indígena y contrapuesta a lo indio, en ausencia de una reflexión teórica específica ni de investigación etnográfica al respecto. A esto se suma la exclusión de las culturas y grupos sociales extranacionales, que si bien puedan ser minoritarios, e incluso estar ausentes físicamente, han ejercido un enorme poder en los asuntos internos. Plantear la realidad simplemente en términos de ladinos contra indios no permite ver que, a fin de cuentas, ambos grupos se han creado y se reproducen con relación a un tercero, que es la cultura occidental dominante.
Esta ausencia del factor occidental en las etnografías sobre Chiapas es evidente en la poca atención que se ha dado al papel de las haciendas, mejor conocidas como “fincas” en la región y a sus relaciones intrínsecas con el mundo indio. Ignorar la enorme influencia que las fincas han tenido a lo largo del siglo XX en las sociedades indígenas de Chiapas ha limitado de modo considerable el conocimiento antropológico indigenista3. La perspectiva de “estudios de comunidad” ha llevado a los antropólogos a fijar el límite de su universo en los linderos de la aldea o del municipio indígena. Pocos son aquellos que se han aventurado más allá del poblado para entender a los indígenas en el contexto de sus relaciones sociales más amplias. En términos del historiador García de León, la finca ha sido una institución de primordial importancia en la sociedad chiapaneca tradicional: “como unidad de producción y de reproducción ideológico-social, representa la estructura básica que explica toda la diversidad del comportamiento de las clases en lenta formación. En su interior se reprodujo en pequeño todo el sistema colonial; y a suvez, todo Chiapas operó como una inmensa finca” (1985 (1): 20).
Por último, cabe señalar que el peso de Occidente continúa siendo determinante en Chiapas. Aparte del dominio cultural, su influencia se manifiesta en al inversión de capitales, en la importancia del turismo extranjero, en las diversas organizaciones internacionales que operan en la entidad, así como en la presión política ejercida desde el exterior. Esto último se manifiesta en la amplia simpatía y apoyos de Europa y norteamérica con que ha contado la rebelión armada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)4.


Identidades étnicas y conflicto agrario en Chiapas


En la perspectiva teórica que aquí se plantea, las identidades se construyen en espacios específicos de la interacción social. Un espacio de fundamental importancia en la conformación de las identidades étnicas en Chiapas ha sido sin duda la problemática agraria, pues es allí donde la mayoría de la población realiza su interacción más intensa y conflictiva. Debemos recordar que desde la conquista española hasta el presente, la tierra ha sido el tema de mayor conflicto en la sociedad chiapaneca5. Ahora bien, el valor atribuido a la tierra difiere considerablemente dependiendo del grupo social del que se trate. Para los colonizadores españoles y para su posterior versión del capitalismo nacional y euronorteamericano, la tierra y sus habitantes han significado en gran medida un recurso económico, un potencial de explotación y de ganancia. Para los indígenas chiapanecos, en cambio, la tierra ha tenido un profundo significado cultural, pues además de su valor económico intrínseco, posee una valoración simbólica y religiosa: la tierra es un ser vivo, es la madre que alimenta a sus hijos, es una divinidad mitológica, y es por lo mismo un fundamento de la identidad del indígena.
En efecto, mi investigación con los mayas ch’oles de la Sierra Norte de Chiapas (1994, 1999), muestra cómo la identidad de la persona, del winik, y de la comunidad étnica, se encuentran íntimamente ligadas a la tierra. Los ch’oles se piensan a sí mismos -y también a sus congéneres indígenas- como “la gente”, “las personas”, “los hombres” (originarios, legítimos): son los winik. Hay un sentido profundo del ser indígena de acuerdo al cual los orígenes ancestrales del grupo se encuentran enraizados en un lugar determinado. Del mismo modo, para el maya en general la alteridad social y cultural, el otro, el distinto al nosotros, es el kaxlan, el “castellano”, el extranjero, es todo aquello proveniente de Occidente. En realidad, lo que se considera kaxlan incluye una variedad de culturas, instituciones y grupos con quienes los indígenas se han relacionado históricamente: el gobierno, la iglesia, los “alemanes”, los gringos, los mexicanos, los ladinos.
Existe en la identidad del ch’ol un “yo-para-mí” expresado en la categoría winik, referencial básico que nombra al ego individual y colectivo, al yo, al nosostros, a los hijos-de-la-tierra. El concepto es denso culturalmente, y tiene un significado abierto, al variar según los distintos campos discursivos y según el proceso histórico de que se trate. Winik es un concepto maya vinculado a la vida en el campo, al trabajo agrícola, a una forma de vida campesina, y a un pensamiento ético y moral. Winik es el hombre originario de la tierra, el labrador que gracias a su conocimiento y trabajo agrícola es capaz de mantenerse a sí mismo y a su familia. Es el verdadero “trabajador.
En la narrativa mitológica ch’ol, winik es el héroe, es el personaje genérico que se relaciona con los poderes naturales, sociales y divinos; es quien representa al pueblo, a la comunidad étnica6.
Kaxlan7 es la contraparte, es ese otro polifacético con quien se relaciona intensamente el winik, y por lo mismo, es un referente primordial de su identidad étnica, es el personaje con quien el indígena ha mantenido las relaciones más fuertes y conflictivas a lo largo del tiempo. Como efecto de los siglos de dominación, los mayas viven un entramado de relaciones con el mundo kaxlán marcado por el conflicto, la lucha y la incomprensión. La oposición al otro enemigo ha sido una constante en la construcción de las identidades étnicas; hunde sus raíces en el desafortunado primer encuentro, en la primera guerra entre unos y otros, en las matanzas y despojo de las tierras realizadas por los kaxlanes. En respuesta a esa agresión, explotación y sojuzgamiento, los winik mantienen actitudes contestatarias y de resistencia. Actitudes manifiestas de diversas formas, a veces abiertas, otras ocultas, pero siempre como respuestas dialógicas a los actos del kaxlan.
Pero debe reconocerse que el antagonismo no es lo único, ni siempre el principal factor de la identidad indígena. Para el winik el kaxlan no es sólo el opuesto al yo, ya que en muchos sentidos, ese otro es también parte del yo, es quien en cierta medida me hace ser lo que soy. Así, cuando el winik se reconoce como mozo, ejidatario o zapatista o, cuando desea aquello proveniente del mundo kaxlan, lo hace en función de la presencia, de la fuerza de esa otredad que permea su mundo. Asimismo, en el ámbito de los símbolos, los opuestos también se atraen, y el ser indígena ha construido históricamente su identidad usando los símbolos del otro, apropiándolos como un recurso, un dispositivo para continuar existiendo.


El movimiento indio chiapaneco


El inicio del siglo XX estuvo marcado por importantes cambios en la sociedad rural chiapaneca, resultado de las políticas liberales avanzadas por el estado mexicano. La propuesta de modernización económica condujo a la aplicación de medidas que impulsaron el establecimiento de grandes empresas agrícolas extranjeras en Chiapas, para la explotación de los recursos naturales y la producción de hule y café8. A esto se sumaron medidas legislativas que propiciaron la conversión de los campesinos tradicionales en obreros asalariados rurales, en la mano de obra indispensable para esos nuevos latifundios agroexportadores llamados fincas. Las tierras vendidas a los empresarios pertenecían en muchos casos a comunidades indígenas, que habitaban en ellas desde tiempos muy antiguos, de modo que el venderlas en propiedad privada significaba despojarlas a los indígenas, privarlos de su medio vital de existencia. Eso los colocaba en una situación de subordinación y dependencia respecto a los nuevos dueños de la tierra, obligándolos a trabajar como peones de la finca para lograr sobrevivir. La situación fue generalizada, en especial en la región cafetalera de la sierra norte de Chiapas9.
La implantación del latifundio agroexportador produjo enormes cambios en la población rural chiapaneca. Al verse privados de sus tierras y, en la necesidad de ganar dinero, los indígenas tuvieron que trabajar como peones en las fincas, o en las monterías, campamentos selváticos de explotación de cedro y caoba. Pero otros decidieron abandonar sus poblados y buscar otro lugar para vivir, se convirtieron en migrantes, en colonos de las selvas del noreste chiapaneco.
Por su parte, los ladinos rurales de pueblos como San Cristóbal de las Casas, Comitán y Ocosingo, también fueron atraídos hacia las grandes fincas, que les ofrecían trabajo en oficios como la vaquería, la arriería, la contratación y vigilancia de los peones, entre otros. La llegada de muchos ladinos a sus pueblos fue vivido por los indígenas como una “invasión”. Y es que, aparte de llegar a trabajar para las fincas extranjeras, aquellos migrantes ladinos pronto se establecieron en los pueblos indios, y en poco tiempo acapararon tierras, predios urbanos y posiciones en la administración pública, todo lo cual era parte de la misma política económica oficial.
Esa economía de fincas agroexportadoras creó relaciones interétnicas inéditas: empresarios y personal extranjeros (alemanes principalmente), ladinos locales, migrantes ladinos alteños e indígenas depauperados de diversos orígenes étnicos, aparte de los agentes eclesiásticos y funcionarios del gobierno mexicano. Las relaciones se dieron en un ambiente de mucha tensión y el conflicto social sólo se incrementó con el tiempo.
Sin embargo, algunas reformas sociales derivadas de la Revolución Mexicana llegaron a Chiapas produciendo cambios importantes, en especial durante la administración de Lázaro Cárdenas (1934-1940), la cual promovió una reforma agraria con fuertes implicaciones para la estructura social chiapaneca. El reparto de tierras a campesinos se realizó mediante un sistema de tenencia de la tierra conocido como el ejido, administrado por un aparato burocrático federal, mediante el cual los campesinos que lograron convertirse en ejidatarios, obtuvieron en calidad de posesión para su usufructo una parcela de tierra, con lo que podían disminuir su dependencia de las fincas cafetaleras10. La reforma agraria se realizó en cierta medida a través de la expropiación de latifundios, causando de esa forma la quiebra de muchas empresas extranjeras11.
Todos esos cambios drásticos en la sociedad rural chiapaneca beneficiaron en cierta medida al campesinado indígena, pero favoreció mucho más a los ladinos, quienes luego de haber sido obreros al servicio de los finqueros, vieron en esa coyuntura la posibilidad de enriquecimiento y control político de los territorios indígenas, al retomar propiedades y negocios de los empresarios foráneos, y al convertirse en caciques locales en cuyas manos recayó la administración municipal y la política regional.
Aquella invasión ladina a los pueblos indígenas trajo consigo un endurecimiento de las relaciones interétnicas, una situación de conflicto en el plano económico pero, al mismo tiempo, una mayor interacción entre ambos grupos, incluyendo un proceso de mestizaje y de transculturación. Así como antaño los finqueros extranjeros habían impuesto un complejo de identidades étnicas donde ellos aparecían como los “patrones”, los “dueños”, mientras que los ladinos eran los “obreros”, “migrantes”, “advenedizos”, y los indígenas los “indios”, “mozos”, “peones”, así también, bajo la éjida de los ladinos las identidades étnicas se reformularon al tenor de los nuevos tiempos y de las nuevas relaciones de poder. Los indígenas se tornaron “campesinos”, “agraristas”, “ejidatarios”, mientras que los ladinos regionales se convirtieron en “finqueros”, “comerciantes” “coyotes”, “compadres” y “caciques”, entre tantas otras denominaciones, cada una valorada distintamente según la perspectiva étnica adoptada.
Sin embargo, por encima del entramado de las relaciones sociales locales, los indígenas chiapanecos conservaron una clara conciencia de su derecho a la tierra usurpada, primero por los extranjeros y luego por ladinos y mexicanos, todos kaxlanes para ellos, de manera que a lo largo del siglo XX libraron una sórdida lucha por la tierra y por sacar a los intrusos de su territorio. Esa lucha se dio en diversos frentes, apelando a los derechos consignados en la legislación agraria, mediante trámites interminables de solicitud de tierras, pero también por otros medios más directos y efectivos. Ha sido una lucha larga, violenta, de desgaste, que sólo en tiempos recientes ha obtenido resultados, pues en muchos casos los ladinos están vendiendo sus propiedades y abandonando los pueblos serranos a donde llegaron atraídos por el auge cafetalero de antaño. Eso es motivo de especial orgullo para los indígenas, que experimentan con alegría la reapropiación de sus pueblos.
Vemos pues cómo este largo conflicto agrario en el que intervinieron tanto los indios, como los kaxlanes (ladinos chiapanecos, mexicanos y extranjeros), fue un campo social en el que se construyeron identidades étnicas conflictivas que evolucionaron a lo largo del siglo XX y que han tenido como punto culminante la rebelión armada del Ejército Zapatista de Lliberación Nacional (EZLN).
Aquel despojo de tierras de los pueblos indios efectuado por la empresa cafetalera, seguido de la precaria reforma agraria llevaron al campesinado indígena a un progresivo empobrecimiento, pero también a una enérgica movilización por demandas agrarias y por la búsqueda de tierras en otras regiones. Esto último marca el inicio de otro movimiento social importante en Chiapas, el de la colonización indígena de las selvas, en un inicio de forma espontánea, y más tarde con la participación de otros actores sociales: las iglesias protestante y católica, las organizaciones políticas nacionales y el propio estado mexicano.
Desde la perspectiva de la iglesia católica, su participación en la colonización indígena de la selva fue el de un “acompañamiento” en el “éxodo” hacia una “tierra prometida”, tierra de abundancia y libertad12. Esta “sacralización” de la colonización conllevó la formación de cuadros seculares ligados a la iglesia, catequistas primero y diáconos más adelante, para la organización religiosa y social de las comunidades. Esta actividad se efectuó en competencia con el proselitismo protestante y luego como parte de una reflexión teológica en favor de los pobres, liderada por el obispo Samuel Ruiz García.
Por su parte, una de las medidas políticas del estado mexicano ante las demandas agrarias del país consistió en la apertura de la selva chiapaneca a la colonización agraria, promovida principalmente a mediados del siglo XX13. En aquel momento, esa decisión fue una “válvula de escape” para contener las demandas agrarias generalizadas de todo el país, y de Chiapas en particular. Para los migrantes indígenas, la colonización de la selva implicó el abandono de la comunidad tradicional y la ruptura con la estructura agraria latifundista y caciquil imperante en sus pueblos de origen. En este proceso los migrantes no estuvieron solos, pues por un lado el gobierno, a través de sus instituciones agrarias, tuvo cierta ingerencia en el proceso de colonización de la selva, pero además contaron con el “acompañamiento” de la iglesia católica, y de organizaciones políticas nacionales. Fue este, al decir de varios investigadores, un “caldo de cultivo” de la insurgencia neozapatista que irrumpió en el escenario nacional en enero de 1994. En efecto, la ruptura con la cultura tradicional y con las redes caciquiles de poder regional permitió a los indígenas migrantes reconstruir sus identidades étnicas en un nuevo ambiente, de acuerdo a un concepto compartido de comunidad y al reconocimiento de su situación de pobreza y marginalidad. Ello permitió el crecimiento de una poderosa organización política indígena independiente.
“En particular, la subregión de Las Cañadas fue definida claramente no sólo en términos topográficos sino que en términos de su organización política. A lo largo de los años setentas y ochentas y hasta inicios de los noventas, los habitantes locales de la selva habían formado lo que se denominó formalmente Unión de Uniones. En ese momento esta organización política indígena creció hasta ser muy poderosa, de manera que hacia 1990 extendía su control en un área muy amplia que incluía siete valles. No conozco ninguna otra organización política en Chiapas anterior o contemporánea que haya logrado tanto poder y cohesión” (Leyva Solano 2001:21).
De esta manera, además de la adscripción étnica específica como tzeltales, tojolabales o ch’oles, éstos se identificaron también desde una perspectiva panétnica y política, en tanto que indígenas y campesinos, unificados por una misma situación social y con sus organizaciones propias14. En un estudio reciente sobre identidad maya tojolabal, Mattiace identifica la emergencia de un “sentido compartido de identidad india”, más allá de las especificidades étnicas, de una identidad regional basada en la comunidad y en el fortalecimiento de organizaciones campesinas independientes. La identidad tojolabal, nos dice, ha cambiado “en respuesta a la interacción con otros grupos indígenas y no indígenas del área, a los cambios en la tenencia y el uso de la tierra, y a la creciente regionalización de las políticas campesinas” (2001:75). La investigadora reconoce un significado simbólico importante de las luchas étnicas por la tierra, y considera que éste ha sido un factor que ha unificado a los tojolabales, así como a otros grupos étnicos en Chiapas, aunque por otro lado, también señala que en el presente, el movimiento indio se enfrenta al reto de “fortalecer las identidades regionales y panétnicas precisamente en un momento en que el vínculo con la tierra se vuelve cada vez más tenue” (2001:88).
La fuerte organización política de las comunidades indígenas de la selva, conocida como Unión de Uniones, permitió su vinculación con otros “actores sociales”, entre ellos agrupaciones políticas como el EZLN, cuya presencia en la zona inició en 1983. En este sentido, Nash considera que los indígenas que migraron a la selva Lacandona “proporcionan la principal base de soporte de los zapatistas”. Los colonos “han forjado una identidad étnica reconstituida basada en “normas comunalistas”, es una identidad basada en parte en la pobreza generalizada, misma que ha creado una “solidaridad de clase” que refuerza una identidad étnica más amplia centrada en el ser indígena (J. Nash, citada en Berger 2001:158s).


Conclusiones


Aquella extraordinaria organización indígena generada en el proceso de colonización de la selva culmina con la irrupción del movimiento armado zapatista. El contexto de guerra en Chiapas cambia absolutamente las relaciones políticas en la entidad, obligando a las organizaciones agrarias, y en términos más amplios a la sociedad civil, a polarizar sus posiciones. Según Leyva Solano, la Unión de Uniones se rompe en varias organizaciones en 1994 debido al conflicto armado, perdiéndose con ello la autonomía de que gozaron las comunidades agrupadas en la misma. De hecho, algunas de estas nuevas organizaciones se unen al movimiento rebelde, expandiendo así su perspectiva de lucha a un plano nacional mayor. La autora reconoce que con este cambio se adoptan nuevas ideologías políticas y prácticas, y “agentes externos a la región se involucran en la vida local” (2001:22, 31). Esa irrupción de nuevos actores sociales, así como el posicionamiento de los ya existentes, trae consigo cambios notables en las relaciones sociales, las interétnicas en particular, y con ello, cambios en el juego de las identidades étnicas regionales.
La vida entera de la sociedad chiapaneca ha sido trastocada por el levantamiento zapatista; la problemática agraria se ha complicado enormemente, sobre todo a partir de las multitudinarias invasiones de tierras efectuadas por una diversidad de agrupaciones campesinas, que han encontrado oportuno el momento para ocupar terrenos privados como una medida para avanzar en sus demandas agrarias. Podría decirse que desde entonces, las relaciones sociales se han vuelto cada vez más conflictivas, condensando por un lado las contradicciones acumuladas a lo largo de un siglo de historia agraria, y por otro lado, reflejando el nuevo contexto de globalización.
Es claro que los nuevos actores sociales presentes en Chiapas, los forasteros en especial, han entrado a participar en un espacio sociopolítico caracterizado por el conflicto y la incomprensión intercultural, y su presencia cada vez mayor está trastocando las identidades étnicas regionales, pero también la identidad misma de la nación mexicana.

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Notas
1Esto quiere decir que ambos términos pueden referir, según el caso, a entidades singulares o plurales, femeninas o masculinas, humanas, naturales, reales o ficticias, etcétera.
2Véase en especial la filosofía antropológica de M. Bajtín (1982, 2000), así como autores “dialógicos” que trabajan esta perspectiva: Alejos García (1999), Eriksen 1993, Taylor (2001), Tedlock y Mannheim (1995) entre otros. Las citas de textos en idiomas extranjeros corresponden a mi traducción de los mismos.
3En Alejos García (1999) examino la construcción de las identidades étnicas en el norte de Chiapas en el contexto de la reforma agraria, en donde las fincas cafetaleras alemanas y norteamericanas jugaron un papel protagónico.
4Sobre el tema, véase Alejos García 2001, Berger 2001, Leiva Solano 2001, entre otros.
5En Chiapas la mayoría de la población es rural y practica un tipo de agricultura de baja productividad que la mantiene sumida en la pobreza. Sus problemas agrarios son graves y se carece de políticas de gobierno efectivas para superar la crisis. Al respecto, véase Villafuerte et al (1999).
6Véase Alejos García (1988, 1999).
7Kaxlan, es un vocablo compartido por buena parte de los pueblos mesoamericanos, proviene del término “castellano” del idioma español y refiere a la gente, cultura e influencias españolas y europeas en general.
8Sobre esa época en Chiapas, véase Benjamin (1989) y Alejos García (1999).
9Véase Alejos García en la bibliografía.
10Sin embargo, dejado a la deriva, sin recursos técnicos y financieros, el ejido campesino dio lugar al crónico minifundismo prevaleciente en el campo chiapaneco. Véase entre otros a Villafuerte et al 1999.
11Recordemos que estos cambios en la política agraria del Estado mexicano ocurren en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en que los empresarios alemanes sufrieron la intervención de sus propiedades.
12Este discurso está asociado al relato bíblico del éxodo de los judíos. Véase en especial el capítulo dedicado al tema en De Vos (2002:213-243) y en Leyva Solano (2001).
13Las migraciones indígenas a la selva Lacandona se inician desde la segunda década del siglo XX, pero se intensifican en los años cincuenta y en la década posterior, incentivadas por el gobierno federal. Véase, entre otros, De Vos 2002, Harvey 2000.
14Sobre el tema, véase Berger (2001:158s), De Vos (2002:134), Harvey 2000 (80ss), Leyva Solano (2001:35s), Mattiace (2001:73ss).
Para citar este artículo
José Alejos García, « Identidad étnica y conflicto agrario en Chiapas », Amérique Latine Histoire et Mémoire, Numéro 10-2004 - Identités : positionnements des groupes indiens en Amérique latine , [En ligne], mis en ligne le 21 février 2005. URL : http://alhim.revues.org/document114.html.