José Álvarez Junco

Mater dolorosa
Fragmentos seleccionados por José Uría de la obra Mater dolorosa: la idea de España en el siglo XIX (Editorial Taurus, Madrid, 2001).
(Página Abierta, 157, marzo de 2005)

En los postreros años del franquismo y durante el complejo y todavía inacabado proceso de construcción del Estado español democrático, el interés por los llamados nacionalismos periféricos se multiplicó entre ensayistas e historiadores, dando lugar a una abundantísima literatura. Sin embargo, fueron pocas las páginas dedicadas al estudio de la identidad española, como si al ignorar tal fenómeno se certificara su inexistencia o, en todo caso, se consiguiera eludir una cuestión incómoda. Corregir ese olvido es la tarea que se plantea en esta sugerente obra, Mater dolorosa, el lúcido historiador José Álvarez Junco.
El objeto preciso de este estudio es el proceso de construcción de la identidad española, «la de mayor éxito de las surgidas en la península Ibérica». Aborda Álvarez Junco la cuestión desde una perspectiva político-cultural y centrándose en el siglo XIX, si bien dedica un espacio considerable a la búsqueda de antecedentes en las etapas históricas anteriores. Y lo hace con el distanciamiento crítico de quien, a la vez que confiesa su aprecio por la cultura en la que nació y se crió, se identifica expresamente con aquel personaje de Joyce que, en su deseo de ser libre, se encuentra con que «el cielo de Irlanda está lleno de redes que le impiden volar: nacionalidad, lengua, religión, (...) yo intentaré zafarme de esas redes».
Álvarez Junco contempla las naciones y los nacionalismos con unos criterios muy definidos, adscribiéndose a lo que llama la visión instrumentalista del fenómeno nacional: frente a las concepciones primordialistas que aceptan las identidades nacionales como realidades naturales y permanentes, tiende a verlas como creaciones artificiales movidas por intereses políticos. Sin embargo, se distancia del radicalismo de Hobsbawm, cuyo racionalismo progresista le había llevado a profetizar la pronta disolución de los fenómenos nacionales en un mundo globalizado: insistiendo en el carácter histórico, creado culturalmente, del sentimiento nacionalista, Álvarez Junco valora la fuerza de la identidad nacional y toma en consideración el hecho de que mucha gente cree en las naciones y se apasiona por ellas. «Lo importante –dice– es entender por qué, a pesar de todo, tienen tanta fuerza, por qué hay tanta gente dispuesta a creer en esos mitos».

El patriotismo étnico

La obra comienza rastreando los orígenes de la moderna identidad española. El Dos de Mayo de 1808 es la fecha fundacional de la nación, equivalente al 4 de julio norteamericano o al 14 de julio francés. En el conflicto bélico de 1808-1814 se utiliza ya un lenguaje cercano a lo nacional: quien hasta entonces se reconocía como “vasallo del Rey de España” comienza a identificarse como “español”. En las Cortes de Cádiz, los términos de “reino” y “monarquía” fueron sustituidos por “nación”, “patria” y “pueblo”. En 1808 existía, pues, algún tipo de identidad colectiva que respondía al nombre de “española”. Tal identidad no es eterna, ni su antigüedad se hunde en la noche de los tiempos, pero tampoco era una invención del siglo XIX, sino que procedía del periodo anterior a la era de las naciones.
En su búsqueda de los orígenes, el autor se remite al Laus Hispaniae, de Isidoro de Sevilla. Con los visigodos, comienza “Hispania” a añadir a su anterior significado geográfico otro étnico. No es extraño, pues, que los ideólogos nacionalistas del siglo XIX vean en los visigodos los creadores de una unidad política que llaman ya “española”. Efectivamente, ya desde el siglo VII, la Iglesia católica se esfuerza por crear una conciencia de identidad colectiva en torno a aquella monarquía. Y poco después, los caudillos astures se declararán sucesores de los reyes godos para legitimar su poder. Un elemento fundamental de aquella primitiva identidad hispana fue el culto a Santiago. La leyenda surge en el reinado del astur Alfonso II, pero su verdadero lanzamiento se produce con Alfonso VI, a finales del siglo XI, cuando penetra en España el espíritu de cruzada de la mano de los monjes cluniacenses. Es entonces cuando se inventa el adjetivo de “español” –y, curiosamente, se hace en Francia– para referirse a los cristianos del sur de los Pirineos.
Para la península Ibérica y sus habitantes se había ido construyendo durante la Edad Media una identidad diferenciada de la de sus vecinos que se designaba con los términos “España” y “español”. Al comienzo de la Edad Moderna, los Reyes Católicos reúnen en sus cabezas la mayoría de las coronas peninsulares para formar una monarquía cuyas fronteras coincidían casi a la perfección con las de la actual España, lo que constituye un caso de estabilidad realmente extraordinaria en los cambiantes mapas europeos del último medio milenio. La identidad española (no la identidad nacional española) posee una antigüedad y persistencia comparables a las más antiguas de Europa. Y la monarquía será, como en Francia o Inglaterra, el eje vertebrador de la futura nación.
La función nacionalizadora de la monarquía se ejercía sobre todo por medio de guerras, que suponían la existencia de enemigos comunes y promovían el surgimiento de una imagen colectiva tanto propia como de lo ajeno. Nebrija, en el prólogo de la primera gramática castellana, establecía el famoso paralelismo entre la expansión del dominio político y la del idioma, lo que adelantaba en varios siglos la conexión entre poder estatal y cultura oficial, típica de los nacionalismos.
Después del paréntesis que supone el reinado de Carlos V, guiado por el ideal de la monarquía universal, se produce una progresiva identificación de la monarquía con España, favorecida por el duro clima político de la Contrarreforma e impulsada por las brillantes generaciones intelectuales del Siglo de Oro. Sobre todo, los grandes dramaturgos del siglo XVII difundieron el orgullo de lo “español” y su identificación con la monarquía y sus pasadas glorias, que se presentan como “españolas”. Especial relevancia tiene también la obra histórica de Juan de Mariana en la construcción de la identidad de lo que él mismo llama la “nación”, y que se convertirá en la referencia fundamental para la historia de España durante doscientos cincuenta años.
Estamos contemplando, pues, el proceso de formación de una identidad colectiva antes de la era contemporánea. Pero todavía no estamos hablando de nacionalismo. Por nación se entendía un conjunto humano que se caracterizaba por haber nacido en el mismo territorio, lo cual le hacía hablar una misma lengua. Sólo cuando se establece una conexión necesaria entre un pueblo o etnia y su dominio sobre un territorio puede hablarse de nacionalismo. Entonces, los Estados, para asegurar su legitimidad, adoptarán como oficial una cultura que consideran identificada con ese pueblo del que se creen representantes.
Pero la nación no se puede inventar o construir ex nihilo. En el mundo premoderno no hay nacionalismos, pero sí identidades colectivas cuyos componentes culturales habrán de ser utilizados posteriormente por los nacionalistas como ingredientes de su propuesta política. A esas identidades antecedentes del nacionalismo, Álvarez Junco prefiere referirse con el término de “patriotismo étnico”. Y ése es el fenómeno cuyo desarrollo rastrea desde el Laus Hispaniae isidoriano hasta la historia de la “nación” del jesuita Mariana.
Este proceso, sin embargo, se vio condicionado y complicado por diferentes realidades. Hay, por una parte, una disyuntiva entre la glorificación del monarca y el desarrollo del patriotismo étnico o ensalzamiento de la identidad colectiva. De hecho, la Corte española va a mantener una actitud ambigua ante el proceso de construcción etno-patriótica, que no fue planeado ni dirigido por ella (ni por nadie), aunque fuese tan útil para sus objetivos de expansión y dominio. Por otra parte, se da una persistencia de las identidades relacionadas con los antiguos reinos medievales o con unidades aún más pequeñas. El resultado va a ser una Monarquía muy descentralizada, llena de excepciones y privilegios, tal y como ocurría, por ejemplo, en los dominios austriacos de los Habsburgo, que fueron incapaces de transmutarse en Estado-nación y estallaron en mil pedazos en la era contemporánea.
No se trata, sin embargo, de exagerar la fragmentación cultural de la Monarquía española. Cuando llegaron los Borbones, dos tercios de sus súbditos hablaban castellano, lo que supone una mayor homogeneidad que en Francia o Inglaterra en la misma época. La política centralizadora de Felipe V no fue sólo administrativa, sino también cultural y lingüística, con la creación de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia. Las élites ilustradas colaboraron con entusiasmo en ese proceso de homogeneización cultural, especialmente cuando la invasión napoleónica puso en sus manos los destinos del país.

La construcción de la nación

A partir de 1808 puede hablarse en España de nacionalismo: el patriotismo étnico pasó a ser plenamente nacional, al menos entre las élites. Y ello fue obra indiscutible de los liberales. Las élites modernizadoras aprovecharon la ocasión para intentar imponer un programa de cambios sociales y políticos; y el método fue lanzar la idea revolucionaria de la nación como titular de la soberanía. El mito nacional resultó movilizador contra un ejército extranjero y contra los colaboradores de José Bonaparte, en tanto que no españoles (afrancesados). Los liberales españoles recurrieron a la identificación entre patriotismo y defensa de la libertad: como declaró el diputado asturiano Agustín Argüelles al presentar la Constitución de 1812, «españoles, ya tenéis patria».
Pero España no era una comunidad con esa homogeneidad lingüística y cultural que sueñan los nacionalistas. En realidad, la perfecta coincidencia entre culturas y unidades políticas no es más que una fórmula de laboratorio. Se hace necesaria, pues, una etapa de afirmación de identidades culturales. La tarea comienza habitualmente por la imposición de fronteras, que terminan generando una conciencia de diferenciación cultural. Pero, además, un grupo necesita símbolos identificadores: lengua, formas de vestir, banderas, himnos, monumentos, que suelen hacer referencia a un pasado ideal mitificado, una edad de oro que es necesario recuperar. Se procede entonces a lo que Hobsbawm llama la invención de la tradición. En los diversos países europeos, las élites artísticas e intelectuales del siglo XIX dedicarán buena parte de sus esfuerzos a cultivar la identidad cultural. El ministro italiano Massimo d’Azeglio, una vez alcanzada la unidad política,  expresó con rotunda claridad cuál era la tarea del momento, cuando dijo que habían logrado hacer Italia, pero ahora era preciso «hacer italianos».
También en España las élites tenían que ponerse a trabajar. Lograr la identificación y la lealtad de los individuos hacia la nación requería no sólo principios, sino también suscitar emociones. Un ámbito prioritario era la Historia: una historia o “memoria colectiva” común era parte esencial de esa cultura que debían compartir los ciudadanos de un mismo Estado. Se trataba de demostrar la unidad y la permanencia de la nación: ésa fue la función que cumpliría, para muchos años, la Historia General de España de Modesto Lafuente, publicada en treinta volúmenes entre 1850 y 1867. La historia nacional se atiene a los tres estadios clásicos de paraíso, caída y redención. A causa de las caídas, las sucesivas “pérdidas de España”, provocadas por la “traición” extranjera combinada con la incorregible división de los nacionales, la personalidad nacional se perdía una y otra vez; pero pervivía el deseo de perpetuarla, lo que demostraba su fuerza providencial. La más importante de las “caídas” fue la invasión musulmana, y la Reconquista, la más destacada de las recuperaciones, principal gesta nacional, culminada por los Reyes Católicos, definitivos forjadores de la unidad política y religiosa de la nación. Quedaba, pues, demostrada la existencia de caracteres nacionales permanentes; y la unidad era consagrada como el criterio supremo, fuerza y poder de un Estado.
La literatura habría de cumplir también un papel destacado. La construcción de la nación supone la invención de narraciones colectivas. Al leer unos mismos relatos, se comparte un universo mental: los nacionales se imaginan a sí mismos de la misma manera, se identifican con los mismos héroes, odian a los mismos villanos. Y, a la vez, se cultiva el idioma, instrumento privilegiado de cohesión de la comunidad imaginada. Quintana será el poeta nacional por excelencia. El romanticismo liberal será el encargado de inventar estéticamente el pasado con el objeto de cultivar el patriotismo de los lectores. La pintura histórica pondrá rostro a los héroes, desplazando los temas mitológicos tradicionales. Y la música nacional, los estudios arqueológicos, la arquitectura historicista... A finales del siglo XIX, los intelectuales habían conseguido completar la construcción de todo un edificio cultural, aprovechando todo lo posible las creencias y tradiciones heredadas. Los mitos nacionales estaban inventados.
El protagonismo en todo este proceso corresponde a una élite urbana, con ambiciones políticas y recursos para crear y difundir símbolos culturales, formada básicamente por funcionarios civiles y militares, profesionales e intelectuales. El nacionalismo español será, además, típicamente estatal, impulsado por élites localizadas en la capital política, conectadas con la burocracia y que ponen todas sus esperanzas en la acción gubernamental. Por el contrario, tienen escasa relación con las actividades productivas dominantes en una sociedad industrial. Contaban con el Estado como instrumento fundamental para la modernización económica y social del país, por lo que uno de sus objetivos era precisamente reforzar ese poder público.
Sin embargo, las élites reformistas habían adoptado un proyecto modernizador que entraba en colisión con la identidad anterior construida en el periodo de la Contrarreforma. Para construir una identidad nacional hay que apoyarse necesariamente en símbolos comprensibles, en redes de comunicación y de poder ya establecidas, en antiguas identidades locales, raciales y religiosas. Las naciones, y las identidades en general, para tener éxito, deben construirse con los materiales culturales adecuados, esto es, con tradiciones y creencias aceptables para el conjunto o una parte significativa de la opinión pública. De lo contrario, el proyecto será rechazado como incomprensible o disparatado. Éste fue el gran problema de los revolucionarios españoles de la primera mitad del siglo XIX: recurrieron a una combinación de elementos incomprensibles para una buena parte de la población.
Pronto se comprobó la incompatibilidad entre el artilugio cultural propuesto por los liberales y el mundo mental popular, esencialmente campesino. Esto puso a las élites liberales en una situación desesperada: habían perdido el apoyo regio y no tenían de su parte a la opinión popular. De manera imprevista, se encontraron con el apoyo de sectores del Ejército. Así, el recurso al Ejército se convirtió en su forma habitual de acceder al Gobierno y de vencer las resistencias de las redes clericales. El proceso de construcción nacional se verá sometido a vaivenes y carecerá de suficiente legitimidad, hasta que poetas como Zorrilla e historiadores como Modesto Lafuente elaboraron mitos aceptables para la mayoría de la población.
La tarea tenía que ser complementada por el Estado: a él le correspondía editar manuales, crear escuelas, distribuir reproducciones de cuadros históricos, crear un servicio militar eficaz que transmitiese los valores patrióticos a los jóvenes... El Estado era el primer interesado en potenciar una identidad en la que basar sus demandas de lealtad. Realizará esa tarea con dudas y ambigüedades. De ahí muchos de los problemas del siglo XX.

El Trono y el Altar

En Europa, la rivalidad militar de las distintas monarquías contribuyó a fortalecer los Estados y facilitó los procesos de unificación lingüística, favorecidos por la aparición de la imprenta. El mundo europeo se dividió en lo que Anderson llamó “comunidades imaginadas”. Para hablar de nacionalismo, sin embargo, es necesario esperar a que Rousseau invente la noción de voluntad general, distinta de la suma de voluntades individuales, lo que posibilitaba que ese conjunto se constituyera en sujeto de derechos políticos; y a que Herder y los románticos alemanes atribuyeran a esas comunidades imaginarias una continuidad histórica. Así se llega al principio de las nacionalidades, es decir, la exigencia de adecuación de la unidad política con cada una de las comunidades previamente definidas en términos históricos, psicológicos y morales.
Los Habsburgo españoles tomaron a su cargo la defensa del catolicismo contra el protestantismo, convirtiéndola en el principal argumento legitimador de su poder. Hacia 1600, la intelectualidad española había asumido el catolicismo como aspecto irrenunciable de la identidad colectiva, implicándose a fondo en el combate contra el luteranismo (España, “luz de Trento”). En España, la Contrarreforma desempeñó el papel moldeador de la identidad colectiva que en otros países correspondió a la Reforma protestante.
A comienzos de la Edad Moderna, la península Ibérica era un mosaico de culturas al que la cristiana Europa miraba con incomprensión y recelo por su dudosa identidad. La homogeneización cultural en términos cristianos va a ser un esfuerzo por superar la excentricidad con respecto a Europa: se trataba de  crear una sociedad homogénea, cristiana, blanca, aceptable para el resto de Europa. Para demostrar a la cristiandad que se formaba parte de ella, se recurrió a una solución “moderna”: homogeneizar culturalmente el país eliminando por la fuerza a las minorías (uno de los primeros ejemplos de limpieza étnica en la Europa moderna). Así se fue configurando entre los súbditos de la Monarquía hispánica una identidad popular homogénea basada en el catolicismo de la Contrarreforma.
La Iglesia era en aquel momento una rama de la burocracia monárquica. Pero la imbricación entre Iglesia y Estado no llegó a una unión tan íntima que permita hablar de teocracia en la España imperial. Los teóricos de la Monarquía (Suárez, Vitoria) evitaron una legitimación puramente religiosa del poder, insistiendo en el origen autónomo de la autoridad civil. Podía hablarse de una alianza entre el Altar y el Trono, pero no había teologismo político. La pugna entre monarquía y catolicismo, o entre Estado e Iglesia, saltó con gran virulencia en el siglo XVIII, momento en que las tendencias regalistas de los Estados se generalizaron. En los círculos eclesiásticos que expresaron su oposición a las reformas borbónicas fue donde se desarrolló el embrión del conservadurismo español de la era contemporánea. El sector antirregalista y antiilustrado de la Iglesia comenzó a presentarse como identificado con la tradición española frente a las tendencias extranjerizantes.
La propaganda del clero en la guerra antinapoleónica se basó en la identificación de español con católico y de francés con ateo. Los sectores antiilustrados se habrían podido sumar al ambiente nacionalista, explotando la idea de que ellos eran los verdaderos españoles y expulsando así de la comunidad imaginaria a los liberales, que encarnaban la amenaza racionalista contra el catolicismo. Pero desaprovecharon la ocasión: al insistir tanto en la defensa de la religión, dejaron la nación en manos de los liberales. Para los absolutistas, la patria era un valor positivo, pero evitaban mencionarla y la sustituían por el monarca o la religión. Su incomodidad aumentaba si en vez de España se mencionaba a la “nación”, manera indirecta de dar entrada a la soberanía nacional. En realidad, si a los sectores más conservadores de la Iglesia no les gustaba la nación era por lo que ese mito tenía de fortalecedor del poder del Estado, en detrimento de los privilegios de la Iglesia.
Pronto terminará la luna de miel entre el Altar y el Trono: la fractura se escenifica en la guerra carlista. La Iglesia fue la red movilizadora del carlismo. Frente al “Ejército de la Fe”, las tropas isabelinas se presentaban como “nacionales”. Para los conservadores, la idea de nación suponía considerar depositarios de la soberanía a los hombres y no a Dios: era, por lo tanto, una de las más perversas invenciones de la modernidad. La culminación de esa línea de pensamiento es Donoso Cortés, que representa la lucha del catolicismo contra los demonios de la modernidad, la gran batalla entre la civilización católica y los errores del racionalismo, la defensa de una reacción religiosa, de una dictadura católica, no sólo para España, sino para Europa. En ese planteamiento no cabe la nación.

El nacionalcatolicismo

En la segunda mitad del siglo XIX se produce el gran giro, en virtud del cual nacionalismo moderno y conservadurismo católico acercan por fin sus posiciones. El concordato de 1851 consagra la reconciliación de la Iglesia con el régimen liberal moderado. A medida que el liberalismo se moderaba, el nacionalismo se iba haciendo más respetable. Pero ese proceso no podía completarse sin una reelaboración de los mitos nacionales: ésa va a ser la labor de la segunda generación romántica, el Duque de Rivas y, sobre todo, Zorrilla, quienes van a adaptar el estereotipo nacional a los principios católicos y monárquicos del conservadurismo, contribuyendo decisivamente a hacer aceptable en los ambientes conservadores la idea de nación.
Hasta ese momento, reescribir la Historia en términos nacionales había sido tarea de los liberales: idealización de la Edad Media de los fueros y las Cortes frente al absolutismo posterior, responsabilidad de los Habsburgo por haber importado un absolutismo ajeno al carácter español, la Inquisición como obstáculo para el progreso cultural y social, reivindicación de la antigua pluralidad religiosa y cultural, la acción regia y la intolerancia eclesiástica responsables de la decadencia nacional.
La contraofensiva católica tiene como principal inspirador al clérigo catalán Jaime Balmes, quien, al contrario que Donoso Cortés, plantea su defensa de la tradición en términos estrictamente nacionales. Para Balmes, el catolicismo es el fundamento de la nación española. A partir de ahí, se inicia la reelaboración de la historia nacional: el Paraíso se identifica ahora con los reinados de Carlos V y Felipe II, con Trento y Lepanto; la caída, con los monarcas débiles del siglo XVII y, sobre todo, con el reformismo ilustrado extranjerizante; y la redención, con la recuperación de la unidad política y la unidad de creencias basadas en el monolitismo católico.
Para los conservadores de la primera mitad del siglo XIX, la identidad nacional era una invención del anticristo racionalista que pretendía arrebatar la soberanía a los monarcas absolutos representantes de Dios. Para los neocatólicos de finales de siglo, Satanás se encarnaba en el internacionalismo, mientras que los defensores del orden y la autoridad se distinguían por su amor a la nación, a España. Se había llegado a la identificación plena de España con el catolicismo y el orden social conservador, frente a la anti-España, materializada en una subversión de origen internacional.
Será Marcelino Menéndez Pelayo el encargado de dar forma definitiva y brillante a la construcción intelectual del nacionalcatolicismo: España tiene una personalidad cultural distinta a la del resto de Europa e identificada con la tradición católica. En los Heterodoxos, Menéndez Pelayo lanza la idea de la anti-España, identificando así al enemigo interno. Se había completado el proceso de aceptación del nacionalismo, fundido con el catolicismo. A comienzos del siglo XX nace la Acción Católica, de la que se nutrirían las filas de la Unión Patriótica de Primo de Rivera en los años veinte y de la CEDA en los treinta. Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación de Franco, proclamó a Menéndez Pelayo, en plena guerra, base doctrinal del sistema educativo del nuevo régimen.
Pero un programa político tan íntimamente identificado con el catolicismo renunciaba a expandir el Estado por terrenos que la Iglesia creía suyos, como la educación, una competencia crucial en la era de los nacionalismos. El nacionalismo español cargaba así con un lastre antimoderno y antiestatal. La iglesia le disputaría al Estado el control de la enseñanza, es decir, el instrumento por excelencia de nacionalización de las masas. Ahí es donde se revelan los límites del catolicismo como ingrediente de una identidad nacionalizadora.
Los triunfadores de 1939, pese a que se presentaban como “nacionales”, llevaban consigo la carga antinacional del catolicismo. Confluían en aquel régimen los militares y los clérigos que tanto se habían peleado en el siglo XIX: los reforzadores del Estado y sus enemigos. Ésa fue una debilidad que el Estado nacional conservador iba a arrastrar durante toda la dictadura franquista. El régimen rendiría culto a dos dioses: Estado e Iglesia. En sentido estricto, no se puede hablar de fascismo o de totalitarismo franquista, porque el Estado nunca controló, ni aspiró a controlar, todo. Era una grieta: con el tiempo, los responsables de la institución eclesiástica se distanciaron del régimen o se aliaron con los nacionalismos periféricos que cuestionaban aquella “España eterna” que era uno de los principios más sagrados del nacionalcatolicismo.

La “crisis de penetración” del Estado

Casi todos los esfuerzos nacionalizadores del siglo XIX procedieron de las élites intelectuales más que del propio Estado. El siglo nacionalizador coincidió en España con una crónica escasez de recursos públicos y con una permanente crisis política. Hasta 1857 no se aprobó una Ley General de Instrucción Pública (ley Moyano), y las insuficiencias en la financiación llevaron al fracaso educativo, con efectos muy negativos sobre el proceso nacionalizador. Los políticos moderados dejaron la enseñanza en manos de la Iglesia, considerando que formar buenos católicos era más importante que formar buenos patriotas. El Estado no hizo un esfuerzo suficiente para crear las escuelas públicas en donde se “fabricaran españoles”. A diferencia radical con lo ocurrido en Francia, la escuela no consiguió desempeñar un papel central como instrumento de integración nacional.
Tampoco el servicio militar cumplió en España la función unificadora que tuvo en otros Estados europeos: lleno de exenciones que permitían que los ricos se zafasen, no hubo un servicio militar verdaderamente universal que integrase a todos los estratos sociales en un “servicio a la patria”. Los símbolos patrióticos, como la bandera, el himno o la fiesta nacional, se implantan tardíamente y con poco éxito. Resulta significativa la ausencia de monumentos patrióticos en las ciudades, en contraste con la abundancia de monumentos religiosos.
A raíz de la crisis del 98, nace un nacionalismo más activo y eficaz, concentrado en la modernización del país y que incluye un decidido esfuerzo por llevar a cabo la tan postergada “nacionalización de las masas”. En ese clima regeneracionista, germinan las profundas transformaciones experimentadas por España en el siglo XX: crecimiento económico, urbanización, incorporación de la mujer a la vida pública. Es una época de nacionalización intensa, intentando recuperar el tiempo perdido, a la que se sumó tanto el Estado como los intelectuales (Menéndez Pidal). Pero este esfuerzo llegaba tarde. Las generaciones jóvenes, de conciencia política más intensa, empezaban a distanciarse de aquel proyecto secular y se embarcaban en otros, incompatibles con el españolismo: el internacionalismo obrerista y las identidades nacionales que rivalizaban con la española, especialmente el catalanismo.
En España, el proceso nacionalizador no se había llevado a cabo con la fuerza necesaria como para garantizar un final con éxito. El desarrollo de los nacionalismos alternativos en el siglo XX no se debe tanto a la presión centralizadora del españolismo como a su debilidad, a la escasa eficacia del proceso nacionalizador del siglo XIX, cuyo resultado fue una débil identidad española.
Con la aparición de los nacionalismos periféricos, el nacionalismo español encontró un nuevo motivo para su existencia: la defensa del Estado contra los separatismos disgregadores. Es un nacionalismo reactivo, dolido, de resistencia, muy adecuado a la tradicional representación de España como mater dolorosa. Un nacionalismo apropiado por los sectores más conservadores y antidemocráticos, pero en el que también está presente la herencia del jacobinismo decimonónico y del regeneracionismo de comienzos del siglo XX.
Los militares se identificaron especialmente con ese nacionalismo, volcándose contra el enemigo interior, los nacionalismos separatistas y la izquierda revolucionaria, conceptuados ambos como antiespañoles. El Ejército vuelve a intervenir en la política española, pero ya no en defensa del orden constitucional, sino de la nación, contra su disgregación.
El conservadurismo, la defensa del orden existente, se convirtió en el último objetivo del nacionalismo español, objetivo preferido para los grupos católico-conservadores que habían asumido la identidad nacional como dique frente a la revolución. El giro efectuado por la nación era completo: de revolucionario en 1820 pasa a ser la contrarrevolución cien años después.
En los últimos años, el españolismo ha intentado asociarse al “patriotismo constitucional”, a un ideal cívico y pluricultural, distanciándose de sus conexiones con el franquismo. Del éxito de esta asociación depende su supervivencia.