José Álvarez Junco
Nuestra primavera árabe
(El País, 24 de febrero de 2016).

 

No esperemos un líder fuerte y honrado. Toda democracia que no se asiente sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos será de mala calidad.

Allá por febrero de 2011, creímos ingenuamente que la democracia estaba a punto de florecer en el mundo árabe. Cayeron Ben Ali en Túnez, Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia y empezaron las rebeliones en Yemen y Siria. El mundo árabe despertaba, al fin. Todos deseábamos que aquellos festivos ocupantes de plazas céntricas triunfaran; queríamos ver expulsados, encarcelados o incluso algo peor a aquellos criminales chulescos tantas veces fotografiados cargados de oropeles. Arrancando la costra de las dictaduras, aparecería en aquellos sufridos países la sonrosada carne de la democracia.

Han pasado cinco años. Solo sobrevive una democracia, y frágil, en Túnez. En Egipto ha vuelto la dictadura militar, ahora bajo otro espadón. Salvajes atentados periódicos ahuyentan en ambos países el turismo, fuente esencial de sus divisas. Y en Libia y Siria siguen dos terribles guerras civiles para las que no se vislumbra final.

Y es que la democracia no es una planta que crezca de manera espontánea. Al revés, es antinatural, pues está pensada para desviar y reprimir la innata tendencia humana a imponer por la fuerza nuestra voluntad a los demás. La democracia hay que aprenderla, y no como una lección teórica, sino en la práctica. Requiere siglos.

Hasta aquí, es posible que el lector esté de acuerdo conmigo. Pero ahora llega el escándalo, porque estoy pensando en España. Y oigo alzarse protestas ¿no estará usted comparándonos con esos “moros”?

Pues exagero un poco, porque aquí la democracia está estabilizada, pero es de mala calidad. Y tampoco se implantó con facilidad. Si contamos desde la primera revolución liberal, durante la guerra napoleónica, hasta la Transición posfranquista, ha habido media docena de constituciones, varias dictaduras y guerras civiles, un sinnúmero de pronunciamientos, a lo largo de —se dice pronto— 170 años. Los últimos cuarenta, bajo una dictadura francamente —nunca mejor dicho— despiadada. La gente aprendió a obedecer, sí, pero solo porque quien se desmandaba sentía el látigo en su espalda, no porque interiorizaran que convivir exige normas.

Y el látigo, de repente, desapareció. Llegó la democracia, esta vez sin grandes traumas. Pero se entendió el término en un sentido demasiado estrecho: elecciones cada cuatro años que decidían el próximo Gobierno. No había que esforzarse más. Era, incluso, divertido, como apostar en las carreras de caballos, ver a los políticos esforzarse por atraer votos y adivinar quién ganaría la próxima competición. Nos creímos, así, europeos, demócratas, sin nada que envidiar a nadie. Que no hubiera auténtica división de poderes, que el respeto a las libertades de los otros a veces fuera escaso o que la conversión de terrenos rústicos en urbanos enriqueciera siempre al cuñado del alcalde, eran peccata minuta.

Con la democracia había llegado, además, la abundancia. Venía, en realidad, de los sesenta, aunque duela reconocerle méritos al antiguo régimen. Pero, tras la crisis del petróleo, volvimos a crecer casi al 5% anual. Éramos la octava economía del mundo, las empresas españolas se expandían por Iberoamérica, íbamos a alcanzar a los italianos, pronto competiríamos con británicos y franceses... Si es que somos muy buenos, solo hacía falta dejarnos actuar. Y el 92 celebramos pomposamente la puesta de largo de la España moderna.

Pero no se pasa del hambre y la dictadura a la opulencia y la democracia así como así. Un cambio auténtico exige pedagogía. Se dice que una vez le espetó Joaquín Costa a Giner de los Ríos su célebre diagnóstico “necesitamos un hombre” y que don Francisco le replicó: “lo que necesitamos es un pueblo”. Tenía razón. Él había visto demasiados cambios repentinos, de esos en los que una multitud entusiasmada arranca la lápida de la plaza real para llamarla plaza de la libertad o de la Constitución y se va a casa tan ancha. Y sabía que un cambio político auténtico, profundo, de los que no admiten marcha atrás, se debe apoyar en una base cultural construida previamente. Es cierto que en el antifranquismo clandestino se creó una cierta cultura democrática, pero cargada de rasgos jacobinos e intolerantes. Nos seguía fascinando el castrismo, seamos sinceros. Y, a la vez, nos creíamos de repente como los ingleses, que han aprendido la convivencia en libertad, con muchos traspiés y rectificaciones, a lo largo de siglos.

Aunque estas cosas se absorben mejor en la familia y en el trato diario que en la escuela, una función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la denostada Educación para la Ciudadanía. Pero aquella asignatura se enfocó por otros derroteros más sofisticados, provocadores frente a la moral católica tradicional, olvidando lo que aquí hace falta: enseñar a practicar la libertad de manera responsable, a respetar y escuchar al discrepante. Exactamente lo contrario de lo que vemos hoy en los debates televisados, donde todos gritan a la vez intentando imponerse.

Ahora, el pueblo, la gente, el electorado, está confundido, decepcionado, furioso. Y ha encontrado el chivo expiatorio en los políticos, que son deshonestos, que “roban mucho”. ¿Por qué no pensar en quienes les hemos votado, incluso después de surgir los primeros indicios de corrupción? ¿No serán un reflejo de nuestra sociedad, donde evadir impuestos es un arte muy admirado? No pongamos nuestras esperanzas en la aparición de un líder fuerte y honrado. Toda democracia que no se asiente sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos será de mala calidad.

La democracia española no ha volcado suficientes esfuerzos en la modernización radical de nuestro sistema educativo, que sigue siendo anticuado, memorista y, encima, desnortado hoy, porque no puede ser ya autoritario. Los profesores que enseñan, fundamentalmente, a pensar, son minoría. En cuanto a la investigación, la formación de élites científicas, los Gobiernos han demostrado sobradamente que podemos prescindir de ella, lo que nos condena a seguir siendo un país de albañiles y camareros. Y el electorado, que se indigna cuando el equipo español no llega a la fase final de un campeonato mundial de fútbol, acepta con normalidad que ninguna universidad española figure entre las 150 mejores del mundo, o solo tengamos dos premios Nobel en ciencias duras en toda la historia de este galardón.

No es que educación e investigación sean suficientes. Como explica Carlos Sebastián, en un libro luminoso (España estancada, Galaxia, 2016), más grave es la debilidad institucional, o la forma en que se ejerce el poder, la invasión de las instituciones por los partidos políticos, el clientelismo o el exceso, inestabilidad e incumplimiento de normas y regulaciones. Nuestra democracia solo será fuerte y auténtica cuando eliminemos estos rasgos. Y esto no lo hará un dirigente o partido redentor, sino una sociedad fuerte y consciente de sus derechos.
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José Álvarez Junco es historiador.