José Álvarez Junco
Hora de repliegue
(El País, 20 de julio de 2016).

Hace dos siglos y medio, los colonos americanos que acababan de derrotar a Su Majestad Británica se reunieron en una “convención” constituyente para redactar las bases de su nueva convivencia independiente. Era la primera vez que tal cosa ocurría en la historia humana y el debate sobre la construcción de una entidad política nueva se hallaba rodeado de dificultades e incógnitas. Porque entre aquellos rebeldes dominaba la división y muchos temían la anarquía, que según las teorías políticas en vigor era el final previsible de una república establecida sobre un territorio demasiado extenso.

Se dudaba, para empezar, sobre quién era el sujeto en cuyo nombre podían hablar los reunidos: ¿las antiguas colonias inglesas, los nuevos Estados independientes de América…? Parece que fue a James Madison a quien se le ocurrió la crucial idea de iniciar el preámbulo constitucional con un: We, the people of the United States… Basó así todo el edificio político en una identidad colectiva nueva, diferente y superior a las 13 colonias, ahora Estados. Algo decisivo porque, como explicó clásicamente Bernard Bailyn, en toda unidad política “debe existir en alguna parte un poder último, indiviso y singular, con mayor autoridad legal que cualquier otro  poder, no sometido a ninguna ley, siendo él ley en sí mismo”. Y la convención hizo radicar esa autoridad soberana en un mito fundacional, una colectividad hasta entonces inexistente: un “pueblo”, el estadounidense. A partir de ahí, se pudo redactar una Constitución, esquema de un Estado, en lugar de un mero tratado internacional entre 13 Estados independientes, que era lo que querían los defensores de la visión confederal. Estos últimos no quedaron conformes y mantuvieron su escepticismo sobre el nuevo sujeto político. Y 80 años después adujeron la soberanía de los Estados del sur para negarse a aceptar la legislación que emanaba del poder central. Sólo una cruenta guerra civil acabó imponiendo la idea de que la soberanía pertenecía al conjunto y no a los Estados por separado.

Un salto del tipo del que dio la Convención de Filadelfia es exactamente lo que necesita la Unión Europea: dejar de ser una colección de Estados soberanos y basar su poder supremo en un sujeto o comunidad superior a ellos. Alguien, algún dirigente imaginativo, prestigioso y con convicción, debe dar un paso al frente y defender que el pueblo europeo constituye un cuerpo electoral único, del que emanan tanto el poder ejecutivo como el legislativo, los cuales actúan en nombre del conjunto y no de sus países de procedencia. Alguien debe declarar que Europa, el pueblo europeo, existe. Es una ficción, porque hoy día somos un variado mosaico de paisajes, lenguas y culturas. Pero hay que inventarla y creer en ella. Porque si no, el futuro irá hacia donde anuncia el Brexit (y tantos otros indicios, como el referéndum convocado en Hungría para decidir si aceptan o no —y va a ser que no— la cuota de inmigrantes que les ha asignado la Comisión Europea; lo que significa que las grandes decisiones sobre Hungría las toma el pueblo húngaro y no la Unión Europea).

Estamos, pues, entrando en una fase de repliegue. Se ha agotado el impulso de la utopía europea, el intento de superar el Estado nación, de suprimir fronteras, establecer una moneda única, un pasaporte único, una supervisión conjunta de los procesos judiciales o los desafueros presupuestarios. Una utopía que ha sido el más interesante intento de avance en la convivencia humana de los últimos siglos. Pero la historia, reconozcámoslo, no siempre marcha en sentido progresista. Viéndolo con perspectiva amplia, es indiscutible que desde la Edad de Piedra, o desde la era medieval, los humanos hemos elevado enormemente nuestro confort material e incluso hemos racionalizado bastante nuestras normas de convivencia. Ha habido, sí, progreso. Pero ese progreso ha seguido un camino largo, tortuoso, lleno de curvas y retrocesos frustrantes. Y han existido momentos o fases, a veces muy largos, de marcha atrás. En los mil años que siguieron a la caída del Imperio Romano de Occidente, por ejemplo, el mundo mediterráneo vivió mucho peor que bajo Trajano o Marco Aurelio. Y en la primera mitad del siglo XX dominó un clima de coacción política e irracionalidad ideológica mucho más duro que el del siglo anterior. Nada nos garantiza hoy que el bienestar humano aumentará con el paso del tiempo, que nuestros hijos necesariamente vivirán mejor que nosotros y sus hijos mejor que ellos.

Al revés, ahora parece que toca uno de esos periodos en que los gobernantes —elegidos por nosotros, cuidado— pierden la cabeza, desprecian los avances previos y proponen retroceder. Aunque Nigel Farage nunca ocupe el 10 de Downing Street, puede hacerlo otro dirigente del UKIP; como puede que Marine Le Pen viva en el Elíseo o Donald Trump en la Casa Blanca; que Norbert Hofer presida Austria; que en Budapest domine el Movimiento por una Hungría Mejor; en La Haya el Partido por la Libertad; en Berlín la AfD; en Atenas Amanecer Dorado o en Copenhague el Partido Popular Danés; hasta puede que Berlusconi, momificado ya, cabalgue en pos de la presidencia de la República Italiana. Estos gobernantes que aparecen en el horizonte son mucho peores que quienes concibieron y dirigieron la Europa de hace medio siglo. Si son fieles a sus promesas electorales, relanzarán las monedas propias y las tarifas aduaneras; no dejarán entrar a inmigrantes e incluso expulsarán a los actuales; enseñarán de nuevo en las escuelas los mitos nacionales más infantiles y pueblerinos; y hasta reactivarán viejas disputas fronterizas o proyectos de expansión territorial.

Todo lo cual demostrará que somos incapaces de aprender del pasado, que hemos olvidado los desastres que sacudieron a Europa, de la mano del nacionalismo, entre 1870 y 1945, que despreciamos la palpable realidad de que ha habido mayor crecimiento económico cuando más nos hemos abierto al exterior (en el caso español, en 1850-1890, 1960-1974 y de 1985 en adelante). Y las generaciones siguientes, escarmentadas, tendrán que desandar nuestros pasos y volver a pensar con humildad, cordura y grandeza de miras.

Esa Europa desunida tendría, además, un triste futuro en un mundo dominado, no ya por Estados Unidos sino por otras potencias emergentes (China, Rusia, India, Brasil, Japón, Sudáfrica), muchas de ellas dotadas de poderosos ejércitos —bomba atómica incluida— y que, sin embargo, no siempre son democracias consolidadas.

Qué diferencia entre este futuro y aquel otro con el que soñaba Víctor Hugo, donde brillaría una nación grande, libre y amistosa hacia las demás. Esa nación se llamaría Europa, aunque sólo durante algún tiempo porque más adelante habría de llamarse Humanidad. La Humanidad, la nación definitiva, que iniciaría, según Hugo, Europa.

____________
José Álvarez Junco es historiador.