Joseba Arregi

Los nuevos mitos políticos
(El Mundo, 3 de enero de 2004)

No hace demasiado tiempo que en el debate político español se criticaba la existencia de un pensamiento único. O por lo menos se achacaba al partido en el Gobierno la voluntad de imponer el pensamiento único, especialmente en los temas referidos al tratamiento de la violencia y de las víctimas del terrorismo, y en las cuestiones relacionadas con la visión de España.
Sería erróneo pensar que porque el PP ya no esté en el poder la tentación del pensamiento único ha desaparecido por completo del debate político español. Existe una forma de pensamiento único que puede ser más peligrosa que aquella que se detecta con cierta facilidad en algunos gobernantes: se trata del imperio que ejerce lo políticamente correcto. En determinados ambientes, en determinadas circunstancias, en determinados espacios se lleva lo políticamente correcto, que no tiene por qué ser definido de igual forma en cada espacio, circunstancia o ambiente. En el conjunto de la sociedad cada momento viene acompañado de su especial corrección política. Y la corrección política en el pensamiento es un pensamiento único camuflado, y por ello mismo más peligroso.
Pero existe una tercera forma de pensamiento único, diferenciado del pensamiento políticamente correcto, y en buena medida anterior a éste. Un político, un comentarista, alguien lanza una idea, introduce un vocablo, da carta de naturaleza en el debate político a un nuevo término y de repente todo el mundo se siente obligado a utilizar ese término, a construir su discurso en torno a esa idea, a adornar sus frases con ese vocablo. Por debajo incluso de la corrección política existe el dogma de los temas que son importantes y de lo que se da por supuesto.
Así surgen los nuevos mitos políticos. Y algunos de éstos están ligados en España a los discursos nacionalistas periféricos. Quisiera presentar algunos de estos nuevos mitos políticos. El primero es el que se refiere a la pluralidad de España. Ningún político hablará actualmente de España sin hacer referencia de una manera u otra a su pluralidad: de lenguas, de culturas, sin referirse a la diversidad, a la no homogeneidad de la nación española. Las fórmulas pueden ser diversas: España Estado plurinacional, nación de naciones, o conjunto de comunidades nacionales.
Parece que lo único plural que hay es España, el Estado, la nación española. Y parece que de esa pluralidad se deben extraer las consecuencias necesarias para el reparto territorial del poder: la España plural y diversa necesita ser policéntrica en el ejercicio del poder. La España plural se caracteriza porque el poder tiene muchos centros, y no uno único.
Sin entrar a discutir, no porque no lo merezca, sino por falta de espacio, todos los problemas ligados a este discurso de la España plural, el mito consiste en hacer creer que es España la única realidad política plural, mientras que los demás elementos políticos, Cataluña, Euskadi, Galicia, son entidades homogéneas. El mito político, el dogma que no se cuestiona es el de la pluralidad de España en su aislamiento, sin tener en cuenta que si plural es España, no menos plural es, digamos, Euskadi. Y plural en el mismo sentido que se predica de España: porque son plurales los sentimientos de pertenencia a Euskadi, porque son plurales las formas de sentirse perteneciente a la realidad Euskadi, independientemente de que se le llame nación, nacionalidad, comunidad nacional u otra cosa. Con una diferencia: que existen espacios territoriales bastante amplios en los que el sentimiento de pertenencia a España es bastante o muy homogéneo, mientras que en Euskadi no existe un kilómetro cuadrado en el que se dé esa homogeneidad en el sentimiento de pertenencia.
Y si de la realidad plural de España es preciso extraer consecuencias jurídicopolíticas, Título VIII de la Constitución, no menos preciso es extraer consecuencias jurídicopolíticas de la pluralidad de la sociedad vasca y de la sociedad catalana. Pero esta segunda parte pasa desapercibida. Víctima de una forma disimulada de pensamiento único y de corrección política.
Un segundo mito es el que se refiere a la vinculación de autogobierno y bienestar. Cuando los nacionalistas que plantean algunas propuestas radicales se ven sometidos a la acusación de nacionalismo puro y duro, frecuentemente recurren al argumento de decir que ellos no plantean exigencias nacionalistas, sino que reclaman autogobierno porque es bueno para el bienestar de sus ciudadanos.
No cabe duda de que en muchos aspectos la cercanía en el ejercicio del poder y de la administración es más efectiva que un centralismo lejano. Nada que objetar. Es cierto también que los grandes avances de España en los últimos 25 años se deben a Europa, a la democracia y al desarrollo autonómico. Pero es objetable derivar de esa constatación que el autogobierno es elemento invariable de cualquier ecuación política: todo se puede tocar menos la ecuación autogobierno igual a bienestar.
Y ahí radica el mito: porque es impensable concebir en democracia el bienestar sin garantía del ejercicio de la libertad. La libertad pertenece, en cultura democrática, al núcleo mismo del bienestar de los ciudadanos. Y la libertad exige que cada ciudadano esté referido a distintos ámbitos de decisión, y no encerrado y entregado de pies y manos a un único ámbito de decisión. Pero si el autogobierno es elemento invariable de la ecuación política, los ciudadanos quedan cada vez más atrapados en un ámbito único y exclusivo de decisión. Y la libertad ciudadana va, a partir de cierto punto, menguando en la misma medida en que va creciendo el autogobierno. La libertad concreta necesita de centros de poder autonómicos. Pero en la misma medida necesita de ámbitos más amplios, superiores a la autonomía, para seguir siendo libertad. El bienestar está en un buen equilibrio entre ambos, no en desequilibrar la balanza en una dirección.
Un tercer mito es el de que todos deben felicitarse porque en Cataluña todos los partidos son catalanistas. En Euskadi es motivo de celebración que el PSE sea vasquista, y se pide que el PP dé pasos en esa dirección, pero el españolismo sigue siendo necesariamente malo. Al catalanismo y al vasquismo se les juzga por contextos históricos de persecución y por ser víctimas de agresión política. Al españolismo se le juzga por lo mismo, pero a la inversa. Y es cierto que esos contextos no deben ser olvidados. Pero tampoco deben servir esos contextos para ocultar nuevas situaciones, en las que las tornas pueden haber cambiado. Es cierta la asimetría de dimensión, pero también se están dando asimetrías de legitimación.
Un cuarto mito es el que se refiere a que los cambios en el sistema constitucional y en los estatutos de autonomía sólo pueden ser unidireccionales. Como si la incorporación a Europa, como si el desarrollo del Derecho europeo, como si el nuevo tratado constitucional de la Unión Europea exigiera adaptaciones en una única dirección: más autogobierno. Es cierto que los nuevos contextos reclaman adaptaciones. Pero sería muy extraño que las adaptaciones exigidas por los nuevos contextos europeos tuvieran que ser sólo en la dirección del aumento de las capacidades de autogobierno de las autonomías. Suena mucho a mito. Las autonomías necesitarán nuevas competencias. Y el Estado como conjunto necesitará nuevas capacidades para poder hacer frente a situaciones mucho más complejas.