Joseba Arregui

Hagamos memoria
(El Correo, 7 de octubre de 2008)

            José Ibarrolas podría decir, sin riesgo de equivocarse demasiado, que buena parte de la política actual, en todas las sociedades y también en Euskadi, se ha convertido en el arte de borrar huellas. Decisiones y apuestas políticas que han fracasado vuelven a ser empaquetadas con nuevos ropajes, aunque el envoltorio no afecte para nada al núcleo fundamental del proyecto fracasado, sino que consista directamente en el esfuerzo por dotar de racionalidad posterior a lo que no la tuvo en el inicio. Se trata en última instancia de hacer aparecer como algo distinto a lo que fue, dotándole de una argumentación aparentemente inexpugnable, pero con el fin de mantener lo ya fracasado. 

            Los nacionalistas que defienden el plan Ibarretxe, la consulta popular, lo hacen con el fin de borrar las huellas de lo que constituyó la fracasada apuesta de Estella-Lizarra -la constitución de la nación vasca sólo con nacionalistas, dejando fuera del proyecto político que afecta al conjunto de la sociedad vasca a todos los no nacionalistas-, recurriendo a un doble argumento, elaborado y utilizado con frecuencia por el propio Ibarretxe y que está presente en la misma estructura de las preguntas incluidas en el proyecto de consulta.

            El argumento dice: el futuro de la sociedad vasca se tiene que definir a través de un proyecto decidido por la mayoría de los ciudadanos vascos, aunque sólo sea la mayoría de un único voto, siempre que esa definición cumpla con el requisito de incluir un principio ético y un principio democrático. El principio ético está formulado como la exigencia a ETA de que cese en el uso de la violencia terrorista. Y el principio democrático se formula como el derecho a decidir: no hay nada más democrático que el derecho de un pueblo, de una sociedad, a decidir su propio futuro.

            En realidad, este doble argumento no es más que una aparentemente hermosa envoltura para esconder una historia fracasada y una apuesta peligrosa; para revestir una apuesta unilateral radical con un manto ético democrático. Y se puede afirmar que no es más que un envoltorio que no afecta para nada al núcleo antidemocrático de la apuesta nacionalista de Estella-Lizarra, porque siempre que se protege una decisión política, siempre que se confunde intencionadamente una cuestión política con el manto de la ética, conviene ponerse en guardia. De la misma forma que conviene ponerse en guardia cuando alguien argumenta que la democracia se reduce al derecho a decidir, sin más precisiones ni matizaciones.

            Si el Estado de Derecho es el monopolio legítimo de la violencia -y sin ese monopolio legítimo no existe Estado de Derecho- no hace falta recurrir a la ética y a la moral para condenar el uso ilegítimo de la violencia. Y todo terrorismo es uso ilegítimo de la violencia. El Estado en su ejercicio puede recurrir a la violencia: detener a los ladrones, privar de libertad a los asesinos de mujeres, condenar a penas de privación de libertad a los pederastas, cobrar impuestos, imponer prohibiciones de todo tipo. Todo ello implica ejercicio de violencia, de fuerza. Nadie va cantando a la cárcel, nadie paga impuestos si no le fuerzan a ello.

            Pero el Estado sólo puede recurrir a la violencia a partir de la legitimidad que posee. Y posee legitimidad sólo en la medida en que no actúe oponiéndose a la voluntad popular, pero sobre todo sometiéndose al imperio del Derecho y de la Ley. Es la defensa de los derechos fundamentales, de los derechos ciudadanos, y el sometimiento a las leyes que, desde esa defensa garantista de los derechos fundamentales se van proclamando por los órganos competentes, lo que dota de legitimidad al monopolio de la violencia en la que se fundamenta todo Estado de Derecho.

            Se niega que España sea un Estado de Derecho, o no hace falta recurrir a la ética para condenar la violencia terrorista de ETA. Ésta y su entorno político lo saben muy bien: argumentan siempre desde la ilegitimidad del monopolio del poder que ejerce el Estado. Pero el resto de nacionalistas gobiernan desde la legitimidad del Estado de Derecho que es España. Y no pueden recurrir a la ética para condenar a ETA. A no ser que lo hagan porque arrastran algún tipo de complejo por no haberse distanciado a tiempo y suficientemente de la violencia terrorista de ETA, que necesiten de la ética para llegar a condenar a ETA, con lo cual lo único que hacen es dejar al descubierto su propia desnudez: ejercer poder sin creer en la legitimidad del poder que ejercen y de cuyos privilegios gozan.

            La otra cara del argumento-envoltorio está en el derecho a decidir. Dicho así, sin más, parece de una evidencia tan cegadora que nadie lo aplicaría a su vida diaria, pues todo el mundo sabe que muy pocas cosas serias de su vida individual dependen de su capacidad de decisión en solitario: ni en su casa puede decidir solo si vive en compañía, ni en su comunidad de vecinos, ni en su barrio, ni en su puesto de trabajo... En democracia, en un Estado de Derecho, el derecho a decidir está normado y regulado según espacios, según sujetos y según asuntos. Ni un ciudadano vasco puede intervenir con su voto en la elección del presidente de EE UU, ni Murcia puede declarar la tercera guerra mundial. Pero, sobre todo, cualquier constitución que realmente sirva a los fines de establecer un fundamento sólido para el desarrollo de instituciones democráticas, un marco estable para que el principio de mayorías pueda funcionar, debe ser decidida por acuerdo y consenso amplios. Por eso, todas esas constituciones se votan a modo de refrendo: refrendando acuerdos previos entre representantes de las diferentes visiones de una sociedad.

            Así se decidió la Constitución, así se decidió el Estatuto de Gernika. Pero no existe un derecho abstracto a decidir el futuro político de la sociedad vasca desde una simple mayoría del 50% más un voto. No lo ha existido en ningún lugar. A no ser que queramos equipararnos a Bolivia y a Ecuador con todos sus problemas. El derecho a decidir que proclaman los nacionalistas es el intento de poner en práctica el principio de la mayoría que, para poder funcionar, requiere un fundamento de consenso y acuerdo amplio que no existe. Se trata de un círculo vicioso: convoquemos un referéndum, y convocándolo hagamos como que existe un sujeto político que en realidad no sabemos si existe tal y como quisiéramos que existiera. Tiene que ver más con magia que con el ejercicio responsable de la política.

            El doble argumento esconde la historia real, borra las huellas de la apuesta fracasada de Estella-Lizarra. Era la opinión de uno de los actores principales de aquella historia: ETA no se acabará si no se reconocen el derecho de autodeterminación y el principio de territorialidad. En el acuerdo de Estella los nacionalistas se juntan para proclamar que ETA se va a terminar porque todos los nacionalistas van a apoyar conjuntamente ambos principios, ambos derechos. De lo que se trataba era de la virguería suprema: acabar con ETA consiguiendo los ideales máximos del nacionalismo, de todo nacionalismo. Vincular la paz a la conquista de las metas nacionalistas. Con dos consecuencias inevitables: la exclusión de los no nacionalistas de cualquier definición del futuro político de Euskadi, y la declaración de nulidad para el Estatuto de Gernika y todas las instituciones de él derivadas.

            Nada ético ni nada democrático todo ello. Y por eso, para seguir con el mismo caramelo negro envenenado es preciso encontrar envoltorios más atractivos, un papel de caramelo blanco, a ver si cuela. El doble argumento del principio ético y del principio democrático sólo es el papel blanco que intenta ocultar la negrura y el veneno de la apuesta de Estella-Lizarra, que en cualquier caso terminan por aparecer siempre, cada vez que un nacionalista vuelve a decir que la consulta es el mejor camino para acabar con ETA.