José Uría
El retorno del Jedi

De Seattle a Praga, de Porto Alegre a Gotemburgo, un nuevo fantasma está recorriendo el mundo y dejando un rastro de denuncias y movilizaciones. Una nueva generación de jóvenes audaces e imaginativos toma el relevo en la lucha contra las diversas situaciones de opresión e injusticia. Una nueva palabra -anti-globalización- se convierte en la tarjeta de visita de miles de personas de todos los continentes que expresan su rechazo al orden social existente.

El nuevo milenio no vino con las manos vacías

Después de varios años de sequía, mucha gente recibimos al movimiento anti-globalización como a agua de mayo. Nos seduce su capacidad para revitalizar las movilizaciones sociales y mirar a lo lejos, por encima de los problemas más inmediatos; nos entusiasma su carácter eminentemente juvenil y su eficacia a la hora de lograr la convergencia de gentes muy diversas en edad, ideas y condición social; nos atraen sus métodos de lucha y sus flexibles formas organizativas.
Pero a la vez que nos dejamos arrastrar por él e intentamos aportarle nuestra modesta colaboración, nos parece obligado observarlo con ojo crítico, intentar detectar sus debilidades, distinguir sus aportaciones más interesantes de aquellas otras que lo son menos o no lo son en absoluto.
Venimos de una década durante la cual se derrumbaron muchas ilusiones, los movimientos anti-sistema se debilitaron y, en el mundo occidental, prevaleció la calma social y el conformismo ideológico. Fue una etapa verdaderamente frustrante en muchos sentidos (en muchos aspectos todavía estamos en ella), pero, a la vez, propicia para una mirada critica sobre el pasado y sobre nuestras propias equivocaciones. Tuvimos entonces suficiente perspectiva para ver lo que había sido la izquierda de los años sesenta y setenta, llena de buenas intenciones, abnegada, con algunos valores éticos loables (junto a otros bastante menos presentables), pero también dogmática y sectaria, con escaso sentido de la realidad, cargada de pretenciosidad científica, con una acusada tendencia al inmovilismo intelectual y al autoengaño.
Aquella izquierda se había construido una representación del mundo extremadamente simplista, atravesada de arriba a abajo por la contradicción entre burguesía y proletariado e incapaz, por lo tanto, de concebir la conflictividad social en toda su diversidad. A escala planetaria, existía un enemigo claramente identificado: el imperialismo norteamericano; y frente a él, la triple alianza formada por los países socialistas, la clase obrera occidental y los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo.
A principios de los noventa este esquema se desmorona como consecuencia de las profundas transformaciones de las sociedades occidentales, con la fragmentación de la clase obrera y la aparición de nuevos sectores marginales, y, sobre todo, de los grandes cambios en el panorama internacional: la disolución de la URSS y el fin del sistema bipolar, el debilitamiento de los movimientos revolucionarios y de liberación, la proliferación de conflictos de carácter nacional o religioso...
Estos cambios afectaron a la izquierda, muy particularmente a la izquierda europea. Entre las minorías más ideologizadas cundió el desconcierto, mientras que la amplia izquierda -sindicatos, partidos parlamentarios- se situaba a la defensiva, en la posición de conservar lo que se pudiese de los anteriores logros del estado del bienestar. Ya no había unos modelos con los que identificarse, ya no resultaba tan clara la distinción entre amigos y enemigos, en muchos conflictos ya no era evidente a cuál de las partes había que apoyar... Los grandes relatos de la izquierda, especialmente el marxismo, perdieron interés al quedar desprovistos de su capacidad explicativa y predictiva. Los movimientos sociales tendieron a parcelarse, a especializarse en torno a objetivos de alcance limitado. Se extendió un nuevo concepto de la solidaridad más vinculado a la solución de los problemas concretos.
Ahora, con la antiglobalización, la situación parece estar dando un nuevo giro. Pero no todo es tan nuevo en este movimiento: más bien, al menos en algunos aspectos, supone la reaparición de ideas, estilos, actitudes muy propias de aquella caduca izquierda de los años sesenta y setenta. Como entonces, vuelve a haber un enemigo principal, que no es sino el viejo imperialismo ahora con otros nombres: globalización capitalista, neoliberalismo, Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial; gana fuerza la idea de poner en pie un nuevo movimiento unificador, que supere la anterior parcelación de los movimientos sociales y se convierta en el agente transformador a la manera de los viejos partidos de vanguardia; se rehabilitan las explicaciones monocausales (¡hasta de la opresión de la mujer se le quiere echar la culpa a la globalización!) con grandes pretensiones teóricas; se concibe un horizonte de victoria fundamentado en predicciones catastrofistas -una vez más- acerca de la evolución del capitalismo.
Esta reaparición de viejos estilos de pensamiento con aires de novedad puede ser funcional como mecanismo de autoafirmación de las minorías activistas, proporcionándoles un sentido a su actividad y una mayor seguridad sicológica; puede dar satisfacción a los que todavía sienten añoranza de aquel marxismo que resolvía todos los problemas. Pero también puede paralizar el inicio de reflexión autocrítica que se había iniciado durante la última década; y puede suponer la recaída en la lógica del autoengaño, en la construcción de artefactos vanguardistas alejados de los problemas más inmediatos y con escasa capacidad para sintonizar con sectores sociales amplios.
El reciclaje no es bueno para todo.

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