Josetxo Fagoaga

La ley del silencio: Torturas, evidencias y querellas
(Hika, 142zka, 2003ko martxoa)


Es, seguramente, uno de los aspectos más inquietantes, y ha habido muchos, de todo lo que ha rodeado al cierre de Egunkaria: las torturas denunciadas por su director Martxelo Otamendi y, casi tanto como esto, las reacciones que dichas denuncias han suscitado, en primer lugar en los diferentes estamentos del aparato del Estado, especialmente en el Gobierno y en la Magistratura, como también, no conviene perderlo de vista, en el principal partido de la oposición, en el PSOE.

IMPONER EL SILENCIO. La reacción de Gobierno, no por previsible ha sido menos estremecedora. El ministro del ramo, Ángel Acebes, tras conocerse la denuncia y como primera providencia, niega tajantemente cualquier posible verosimilitud de las gravísimas acusaciones formuladas por el director de Egunkaria aduciendo para ello que, como es sabido, el libro de estilo de ETA aconseja malévolamente a sus miembros que tras los interrogatorios policiales denuncien haber sufrido torturas a manos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado aunque éstas los hayan tratado a cuerpo de rey. A partir de ahí, la lógica no puede ser más perversa: ETA dice a sus miembros que denuncien malos tratos, al margen de que los hayan sufrido o no; luego todo el mundo que denuncie torturas, especialmente si pertenece a círculos más o menos abertzales, no sólo miente cuando denuncia torturas sino que se convierte casi automáticamente en un presunto terrorista como lo demostraría el hecho de seguir tan al pie de la letra los dictados de la organización armada. Y, para completar la faena, al cabo de pocos días, es el propio ministro del Interior quien plantea una querella a Martxelo Otamendi por injurias contra la Policía.

Se cierra así el primer círculo del silencio. La denuncia de torturas, no sólo es inútil judicialmente (ningún juez ha tenido el detalle de tomar nota de las declaraciones, públicas y publicadas, hechas por Otamendi y abrir de oficio, como debería ser su obligación, unas diligencias encaminadas a esclarecer los hechos denunciados) sino que, además, se comprueba que puede resultar bastante peligroso: lo más probable es que, al hecho de ser considerado de entrada presunto terrorista, haya que añadir una querella por injurias presentada el ministerio correspondiente, en este caso el de Interior.

SILENCIAR LA INDEFENSIÓN. Y es que la práctica de la tortura suele ser una realidad relativamente difícil de probar a nada que el gremio de los torturadores adopte unas ciertas precauciones. Es cierto que estas precauciones limitan un tanto los recursos de los que dispone el torturador, tanto en calidad como en cantidad: la picana, por ejemplo, deja unas evidencias que ni la incomunicación actual (de cinco días) ni la que, si nada ni nadie lo remedia, se está preparando para un futuro más o menos inmediato (la reforma del Código de Enjuiciamiento Criminal –en su artículo 509– establecería que la incomunicación podría prolongarse hasta trece días) pueden borrar. Por otra parte, no hay tantos frentes de luchas clandestinas como antaño que hagan pertinentemente eficiente el recurso sistemático a la tortura en una escala importante: nuestra pequeña guerra del Norte y poco más.

Es lógico, pues, que, si comparamos la situación que, desde esta perspectiva, existía en el Estado español hace como un cuarto de siglo, la cosa haya ido a menos. Afortunadamente. Ha ido a menos, pero no ha desaparecido. Y ahí están para probarlo las sentencias condenatorias dictadas por tribunales ordinarios a lo largo de, pongamos, los quince últimos años por torturas y otros delitos conexos (detenciones ilegales, secuestros, etc.) contra diversos funcionarios policiales de todas las categorías: desde ministros hasta simples agentes de unos u otros cuerpos de seguridad de Estado. Y ahí están también los indultos que ha otorgado alguno de los gobiernos presididos por Aznar a algunos de estos condenados, como puede verificarse con la simple lectura del Boletín Oficial del Estado de 3 de agosto de 1999 o del 2 de enero del año 2001).

Pero lo realmente preocupante es todo aquello que no se ha ni juzgado ni condenado, pero que ha podido perfectamente ocurrir. Podría añadir que quienes vivimos en el Norte (o, y se trata de otro aspecto totalmente diferente del mismo problema, en contacto con inmigrantes indocumentados y otros sectores socialmente muy desfavorecidos) sabe perfectamente qué ocurre. Pero no es necesario. Basta, simplemente con que pueda ocurrir. Con que pueda ocurrir sin que suceda absolutamente nada.

La actual legislación antiterrorista, que impone una prolongada incomunicación y permite los interrogatorios sin asistencia letrada, posibilita la práctica de determinadas formas de tortura y de malos tratos (la que el director de Egunkaria afirma haber sufrido, la del amago más o menos prolongado de asfixia con bolsa de plástico parece ser una de las más usuales) a los detenidos, sin que exista ninguna posibilidad de demostrar tal hecho posteriormente.

Es evidente que si el Estado quisiera dejar sin sentido el manual de ETA sobre la conveniencia de hacer falsas declaraciones de haber sufrido torturas tenía a mano un recurso de lo más fácil, barato y demandado, por otra parte, por algunos organismos internacionales de bien ganado prestigio democrático (Amnistía Internacional y el Comité de la ONU contra la Tortura): someter a videovigilancia al detenido durante toda su permanencia en las dependencias policiales y que tales grabaciones estuvieran a disposición de las partes en caso de una denuncia judicial, sea por torturas o sea, como la planteada hace unos días por el ministerio del Interior contra Martxelo Otamendi, por injurias contra las fuerzas de seguridad del Estado. La solución es tan sencilla que, el hecho de que no se ponga en práctica es casi una confesión de culpa.

EL SILENCIO DE LOS OTROS. La denuncia de Otamendi, la indiferencia judicial ante la misma y la posterior querella del ministerio de Interior ha suscitado tan pocas reacciones en los otros como para que ese silencio casi abrumador no lo interprete uno como un silencio paralelo al que una parte importante de la izquierda abertzale acostumbra a mantener ante los crímenes de ETA. No se trata de hacer comparaciones estrictas; hablando de estas cosas con cierto rigor, casi nada es comparable.

Pero la imagen de la simetría de las reacciones es intuitivamente inevitable. ¿Por qué tanta gente, por lo general sensata y bien informada, mira hacia otro lado cuando Otamendi habla de torturas en lugar de exigir su inmediato esclarecimiento? ¿Por qué la dirección del PSOE, que conoce muy bien el paño, se ve obligada a desautorizar a Pasqual Maragall (y de paso a algunos otros socialistas que demuestran suficiente independencia de criterio como para opinar libremente) por boca de su portavoz parlamentario? ¿Por qué el legítimo grito de ¡Basta ya! sólo se alza ante un determinado tipo de tropelías y no ante otros? Y viceversa.