Josetxo Fagoaga

Tres momentos con Mario
(Hika, 147zka., 2003ko iraila)

La muerte de Mario Onaindia, además de la inevitable tristeza que suele acompañar la desaparición casi siempre de todas las personas a las que conoces. aprecias y has mantenido con ellas unas relaciones de cierta amistad, ha traído a mi memoria los tres momentos en los que tuve ocasión de tratar a Mario Onaindia con un mínimo de intensidad, en ningún caso mucha, necesaria como para hacerse alguna idea de la personalidad de la persona con la que tratas. Tres momentos muy distintos y algunos de ellos muy lejanos también en el tiempo. Pero que, tiendo a pensar, en ellos se reflejaron bien algunos de los rasgos más destacados de la personalidad política y humana de Mario. Y, al mismo tiempo, algunas facetas de cierto interés de nuestra historia política.

Mi primer encuentro con Mario tuvo lugar en las postrimerías del 67 o en los comienzos del 68, no lo recuerdo bien. Coincidimos en los locales de la Sociedad Recreativa Arrate (¿era éste su nombre preciso?) de Eibar, locales utilizados, como era relativamente habitual en aquellos oscuros años postreros del franquismo, para diferentes actividades, algunas no tan recreativas como deberían ser. Es este caso se trataba de un cursillo sobre economía marxista o algo así: (quizá a los más viejos de la tribu nombres como Paul M. Sweezy, Paul A. Baran o Maurice Dobb les digan algo) en el que un servidor era quien daba la vara.

Sin embargo, antes de seguir adelante conviene referirse alguna circunstancia concreta sin la cual seguramente hoy en día no recordaría en absoluto mi encuentro con Onaindia. En aquellos momentos estaba todavía muy reciente la escisión que tuvo lugar en ETA alrededor de su V Asamblea que dio origen a ETA Berri y ETA Zaharra, nombres ciertamente efímeros ya que, pasado no mucho tiempo, ETA Berri dejaría de ser ETA para convertirse en Komunistak primero y luego en MCE-EMK, y ETA Zaharra seguiría, sencillamente, siendo ETA. Y la mencionada escisión dio origen a la que sería seguramente la primera violencia de persecución que desde el mundo abertzale (de ETA, pero no sólo) se emprendía contra una corriente que no aceptaba la ortodoxia nacionalista vasca tras la guerra: la persecución de los felipes o de los españolistas (mucho peor todavía que los españoles, porque ocultaban su perversa naturaleza de fondo para engañar a los verdaderos vascos). Esta violencia de persecución no adoptó formas tan dramáticas como las de hoy en día, pero no hace falta ser muy malpensado para imaginar que fue más por falta de recursos de todo tipo que de ganas: piénsese que los dos principales dirigentes de ETA Berri (Patxi Iturrioz y Eugenio del Río) fueron formalmente sentenciados a pena de muerte en una reunión de la cúpula de ETA celebrada en Tolosa. O en el intenso boicot social que sufrieron los españolistas, sobre todo en los pueblos pequeños y medios, por parte de la mayoría de las corrientes nacionalistas vascas, llegándose, por ejemplo y es sólo un caso, a rescindir el contrato a una joven andereño que trabajaba en una ikastola de Gipuzkoa por “españolista, comunista y atea”. Por supuesto, las actividades más o menos clandestinas patrocinadas por ETA Berri sufrían muy a menudo el boicot radicalmente activo de las gentes abertzales más combativas que actuaban en ellas como verdaderos reventadores profesionales armando unas trifulcas muy considerables.

Así que cuando llegue a los locales de la mencionada sociedad eibarresa y me dijeron que se había apuntado al cursillo “uno de ETA Zaharra” me preparé para los habituales rifirrafes. Y allí apareció Mario Onaindia, que resultó ser un joven trabajador más bien tímido y con cara de buen chico. Aguantó el rollo con una envidiable paciencia y cuando llegó la parte de la discusión participó en ella con toda la educación y bastante buen sentido. Tanto es así que. al terminar el acto, nos quedamos a charlar un buen rato. Estas discusiones y conversaciones las seguimos manteniendo los demás días del cursillo estableciéndose entre nosotros una amistad no muy intensa, claro, pero si bien fundada en el respeto, en el deseo de entenderse y de buscar la unión y no el enfrentamiento. Esto era algo tan absolutamente insólito en el clima de persecución antiespañolista existente que grabó en mi conciencia una imagen de Mario profundamente positiva.

Luego volví a oír hablar de él a raíz de las caídas de Artecalle y Mongrovejo y todavía más, claro, como consecuencia del juicio de Burgos. Pero no coincidí con él hasta el otoño de 1977, diez años después de nuestro anterior encuentro.

Había vuelto hacía pocos meses del singular extrañamiento que sufrieron algunos de los etarras amnistiados ese año. Había concluido la Marcha por la Libertad y Mario estaba incorporado a la dirección de EIA. Nos encontramos en las reuniones de la dirección de la Euskadiko Ezkerra de aquellos momentos, a la sazón formada por EIA, EMK (más tarde se incorporaría OIC) además de un conjunto de gentes llamadas independientes. En aquellas reuniones hablamos de muchas cosas, pero hay una cuestión que suscita mi recuerdo de un modo particular y es la actitud de Mario ante ETA; ante ETA militar y ante ETA político-militar. Eran tiempos en los que la acción armada de ETA, sin alcanzar la intensidad que adquirió pocos años después, sí representaba ya un fenómeno político, social y ético de primera magnitud. Recuerdo que quienes representábamos a EMK planteamos a nuestros socios de coalición la necesidad de que Euskadiko Ezkerra, en tanto que tal, expresara algún punto de vista, no simplemente condenatorio sino de análisis más o menos crítico, sobre las acciones armadas que estaban teniendo lugar. Los debates fueron repetidos y la conclusión era siempre la misma: sobre ETA no se podía decir ni pío.

Esta inflexible y rígida posición era contemplada con tristeza por Mario Onaindia que, durante el tiempo que participó en estas reuniones, no dejó de manifestar, de manera clara e inequívoca, su coincidencia de fondo en torno a la necesidad de valorar críticamente (seguramente, más crítica de lo que hubiera podido proponer EMK) la línea político-militar ambas ramas de ETA pero. al mismo tiempo, su impotencia para que poder materializar esa necesidad. Al final lo logró, pero tuvo que esperar unos cuantos años antes de poder hacerlo. Y yo siempre me he preguntado: ¿cuál es el plazo de espera razonable para poder ejercer la libertad de opinión en ese tipo de situaciones –o en otras paralelas– a las que tantas veces nos aboca la vida política realmente existente? Y tengo que reconocer que nunca he encontrado una respuesta clara y plenamente satisfactoria.

Mi tercer encuentro con Mario tuvo lugar también muchas años después del anterior. Fue en Gasteiz y el motivo era el hacerle una entrevista para esta revista (que se publicó en su número 99, de mayo de 1999). Había sufrido recientemente una grave dolencia cardiaca pero aparecía relativamente recuperado y con la misma cordialidad sencilla que yo siempre he apreciado en él. Hablamos, como es lógico, de muchas cosas una parte de las cuales, las más interesantes, se refleja en la mencionada entrevista. De ella extraigo un par de sus frases: “Nosotros conseguimos resolver de manera práctica los problemas concretos que todo proceso de ese tipo [el abandono de la lucha armado de una organización político-militar] plantea, no sólo el de los presos –que constituye una cuestión básica–, sino muchos más: tu puedes llegar a la conclusión que la lucha armada que haces no es viable, que incluso es negativa, pero no quieres quedarte colgado, tienes que vivir de algo, tienes que encuadrarte socialmente en algún sitio. Son problemas muchas veces complejos y delicados que, yo creo, logramos resolver acertadamente”. Y para subrayar esto, un poco off the reccord, comentó: “Por no pedirnos, no nos pidieron ni que entregásemos las armas”. Y, concluyendo ya nuestra conversación apuntó también: “El problema de la violencia, tal y como lo hemos vivido hasta ahora, yo creo que, antes o después, va a terminar por desaparecer. Lo que me preocupa a mi, y pienso que es el verdadero reto al que nos enfrentamos a partir de ahí, es que este proceso se desarrolle sin que mucha gente, de uno y otro lado, quede amargada y resentida. Que la ausencia de violencia vinculada a la política no sea la simple secuela del lógico temor a la acción represiva de la justicia sino la consecuencia de la extensión, de manera muy amplia, de una conciencia colectiva nueva, basada en la convicción de que los problemas que tenemos pendientes desde hace mucho tiempo se han resuelto. O, por lo menos, están en vías solventes de solución.”

Amen.