José Iriarte, Bikila
Tortura: Omnipotencia e impunidad
(Hika, 156 zka. 2004ko ekaina)

La publicación de pruebas fehacientes de que las tropas de ocupación aliadas, y sobre todo las de los EUA, torturan, vejan y humillan a los prisioneros iraquíes, está impactando conciencias y creando una importante crisis política que amenaza con poner patas arriba los fundamentos de la guerra y posterior ocupación de Irak. ¿Por qué?
Se me ocurren algunas respuestas. La primera es que una cosa es imaginar, incluso saber que se tortura, y otra visualizar el horror. Uno recuerda el impacto que produjo el testimonio de Andoni Arrizabalaga torturado por la GC a finales de los 60; la fotografía del cuerpo desnudo de Amparo Arangoa convertido en un gran moratón tras su paso por el cuartelillo de Tolosa; la imagen del cadáver de José Arregi, muerto en comisaría y con evidentes muestras de la tortura sufrida; el rostro deformado de Unai Romano, hace tan solo un par de años; o el testimonio de Martxelo Otamendi, por citar solo algunos casos. Y es que la evidencia pone patas arriba la hipocresía. Es lo que ocurrió con el GAL: durante años, denuncias fundamentadas de las implicaciones del Ministerio del Interior en la guerra sucia caían en saco roto (incluso IU miraba hacia otro lado). Hasta que saltó la liebre, sobre todo a partir del descubrimiento de las fosas de Lasa y Zabala.
La segunda tiene que ver con la coyuntura y la oportunidad política. El horror, el rechazo moral tiene en política un efecto muy limitado si con todo ello no se desencadenan mecanismos que pongan entre la espada y la pared a los responsables. En plena euforia patriotera, nadie en los EUA osaba cuestionar la invasión, aun sabiendo que ello producía muertes y horrores sin cuento; eran daños colaterales. No ponían en tela de juicio la causa del bien. Hoy, se duda sobre la justeza de la causa y, sobre todo, sobre su solvencia. Los yankis se creen la encarnación del bien, y resultan ser los que son, y la tortura es sólo una muestra más: unos imperialistas dispuestos a cualquier cosa para llevar adelante sus objetivos.
Y con esto entramos de lleno en lo relativo al fin y los medios. Recuerdo el debate sobre la guerra de Argelia, las criticas del PCF (partidario de la Argelia francesa, pero no por cualquier medio) sobre la práctica de la tortura y la cínica respuesta del general Massu: “quien quiere una Argelia francesa, no tiene más remedio que aplicar todos los medios a su alcance”. La brutalidad del militar pone al descubierto el rostro de la colonización, que deja de ser paternalista en la medida en que se enfrenta a la rebelión de los colonizados.
Tenemos en nuestro caso, (dejo de lado mi punto de vista abertzale y de izquierdas, e intento situarme en una onda democrático constitucionalista) a quienes pretenden defender su democracia mediante la extensión y generalización de leyes y decretos ad-hoc, como la ley antiterrorista, la ley de partidos, las reformas cada vez mas represivas del Código Penal, que al final dejan irreconocible lo que de democrático tiene la Constitución española (no demasiado). Es de esperar que las interrogantes y preguntas que algunos juristas y demócratas empiezan a mostrar sobre lo que ocurre en el Estado español traigan una catarsis democrática, un preguntarse sobre cómo resolver los conflictos, si con más represión o con más democracia.
Todo lo anterior, con ser importante, no alcanza al núcleo duro de la cuestión. Y es que, además de unas causas generales (guerra, represión, invasión), hay elementos concretos que inciden en que el horror rompa todos los diques de contención, ya que se ejerce sobre personas detenidas y sujetas a un régimen de incomunicación y total indefensión. Y lo que es peor, producen y sistematizan la existencia del torturador como producto de una política y una forma reglada de interrogar fundamentado en el relativismo moral más absoluto.
Esta reflexión viene a cuento del interesante artículo publicado en el El País bajo el título La tortura y la política de la ambigüedad, escrito por Michael Manning, que fue interrogador especialista en el 142 batallón de la Inteligencia Militar de la Guardia Nacional del Ejercito de los Estados Unidos. Vamos, por alguien que sabe de qué está hablando. El centro de la argumentación tiene que ver con la ambigüedad consciente con que se entrena a los interrogadores en materia de derechos humanos: se les dice que tienen que respetar la Convención de Ginebra, pero no se les enseña en qué consiste tal Convención y, sobre todo, se les inculca la idea de que, a fin de cuentas, su interpretación debe de ser bastante laxa, y siempre en virtud de las efectividad del interrogatorio. Esto nos lleva a preguntarnos, en general, cómo se educan a los policías en lo relativo a los medios y los fines.
Hay, sin embargo, en el artículo un aspecto que no ha llamado la atención de los comentaristas y que a mí me ha impactado. “La efectividad de un interrogador depende de que pueda convencer al detenido de su omnipotencia (...) sencillamente, el detenido tiene que creer que su suerte está completamente en manos del interrogador”. O sea, el interrogador tiene que asumir el papel de un Dios, que concede a su arbitrio castigo y/o recompensa en función de las respuestas del detenido. El detenido tiene que creer que, al igual que en el infierno de Dante, no hay esperanza... salvo la que le quiera dar el interrogador.
Esa relación puede dar origen a muchas situaciones, desde la simple presión sicológica a los malos tratos, o la tortura más salvaje y despiadada. Porque a la omnipotencia va unida el sentimiento de impunidad. El torturador sabe que para ello tiene que quebrar toda esperanza en el detenido y que, para lograr tal situación, puede hacer lo que quiera. ¿O es que esa omnipotencia le viene de la nada?
El ejemplo más claro, cuando durante las prácticas el articulista se pasa conscientemente y ningún instructor le llama la atención; es más, consiguió la más alta puntuación.
Algo así ocurre cuando los tribunales absuelven la mayoría de los casos de guardias civiles acusados de torturas, o simplemente les imponen una sanción ridícula arguyendo retrasos en su resolución, cuando es público y notorio que ello es debido a la obstrucción que se lleva a cabo desde el Ministerio del Interior.
Ello tiene que ver con la evidencia reiterada de que los políticos y gobiernos defienden sistemáticamente a sus policías, y se niegan a introducir cámaras de video que registren los interrogatorios, a abolir la incomunicación, etc. Y lo que es peor y más flagrante, que un gobierno (como el vasco) que dicen estar en contra de leyes como la antiterrorista, permita que su consejero de Interior se aproveche de las mismas en los interrogatorios de la Ertzantza.
Guerras, invasiones, situaciones antidemocráticas, uso y abuso de leyes de excepción, y unas policías que se creen omnipotentes en su relación con el detenido; y además, casi casi impunes, intocables. ¿O no es así? Dicho de otra forma: no hay omnipotencia sin impunidad.