José Ignacio Lacasta-Zabalza

Revival de Ortega y Gasset
(Hika, 163 zka. 2005ko otsaila)

Los suplementos culturales de El País y ABC, Babelia y Blanco y Negro, han anunciado y comentado extensamente la reciente edición de las Obras Completas de José Ortega y Gasset. En realidad se trata de los dos primeros tomos de las mismas, que alcanzan su producción intelectual y política desde 1902 a 1916 (Fundación Ortega y Gasset/Taurus, 2004). Lo que ha ido acompañado de entrevistas al presidente de la Fundación Ortega y Gasset (Garrigues Walker), artículos varios y ninguna crítica –salvo algún tenue matiz sobre el estilo orteguiano- de los muchos y variados admiradores de este filósofo.

En casi todos ellos se da una patente contradicción. Se han quejado y se suelen doler del trato adjudicado a Ortega por Gregorio Morán en su sólido trabajo El maestro en el erial (Tusquets, Barcelona, 1998). Libro que, aunque un tanto justiciero, pone las cosas en su sitio y circunstancias con respecto a la actitud de particular connivencia –y ciertas diferencias- con el franquismo del citado filósofo. Pero reprochan a Morán que esto no fue un erial, porque en la Universidad española de esos años franquistas también había una labor cultural importante (cosa que ya había dicho con anterioridad Julián Marías). Erial o sacristía, en la versión conocedora de Vargas Llosa (que parece la más ajustada), eso es lo realmente existente por estos caminos y andurriales universitarios en los años cuarenta y cincuenta.

Los mismos que quieren rebatir por exagerada la metáfora del erial, sin embargo, sitúan entre los méritos de Ortega el haber dado a conocer un pensamiento nada clerical, laico, enraizado en la cultura europea, en unas circunstancias tan poco propicias para acceder a unas lecturas no pasadas por la censura y el catolicismo ortodoxo. ¿En qué quedamos, por tanto? Pues en una versión quizá más equilibrada, pero al mismo tiempo más incómoda: en una Universidad dominada por el fanatismo religioso y político, no pocos colaboraron por conveniencia o pasión con la dictadura, otros se quedaron paralizados por el más que humano miedo, en tanto que algunos otros se pusieron manos a la obra, investigaron por su cuenta y escribieron trabajos decorosos y presentables. De los que Elías Díaz ha dado noticia fehaciente en su Pensamiento español en la era de Franco (1939-1975). En ese contexto, y en el de los años sesenta, la escritura de Ortega y Gasset era una de las pocas que podía leerse. En los dos sentidos: podía ser leída porque no era el nauseabundo franquismo apocalíptico de Fray Justo Pérez de Urbel (entonces en el candelero) y porque algunas de sus obras habían sido reeditadas por Austral y Revista de Occidente.

Ortega filósofo y buen conocedor metafísico, sociólogo (de altura en algunas páginas), historiógrafo (regular en otras ocasiones), periodista de estilo discutible y en ocasiones insufrible, notario mundano de usos y costumbres, filólogo a veces y hasta comentarista taurino. Demasiadas cosas que, en la versión acrítica oficial, no son convenientemente separadas y se suelen ensamblar con su pensamiento político. Del que hay cuestiones inaceptables, como su idea de España en clave de Castilla y Reconquista, su falta de sensibilidad hacia la civilización islámica y su cerrazón hacia las conciencias nacionales plurales de la península ibérica. Aspecto este último, bien criticado en profundidad por Xacobe Bastida en su obra de 1998 La nación española y el nacionalismo constitucional.

Ignacio Sánchez Cámara es colega de profesión (y de nada más) de quien esto escribe. Es un orteguiano de pro y fiel como pocos al maestro. Durante treinta y cinco años ha frecuentado la obra de Ortega y Gasset. Y además, lo narra en su artículo –muy significativo del ideario de la derecha española que lee- “Razones para leer a Ortega” (Blanco y Negro Cultural/30.10.2004). Es una lástima que Sánchez Cámara no se haya acordado aquí de la apología de Ortega de la guerra, belicismo que en otros momentos ha intentado promocionar desde el ABC. Para lo que, ciertamente, hace falta valor y otras cosas si miramos hoy la cotidiana muerte de inocentes en Irak sin ir más lejos. Pero a Sánchez Cámara no le gusta la ONU, al fin y al cabo instrumento de la paz, del mismo modo que a Ortega tampoco le agradaba en su hora la Sociedad de Naciones.

Sánchez Cámara no está de acuerdo con la crítica de Ortega a la Restauración borbónica y el edificio institucional de Cánovas y Sagasta. La derecha española tiene fijación con ese período de los dos partidos nada distintos y el borboneo del rey verdadero. Debe ser para ellos la felicidad política, como el régimen de Aznar, sin nacionalismo vasco, gallego, catalán, sin más partidos que los dos de la nación española, sin pluralismo político, vamos. Pero Ortega –en la senda de Joaquín Costa, todo hay que decirlo- criticó el carácter fantasmal del sistema político que daba vida a caciques y oligarcas durante la Restauración.

Sánchez Cámara quiere convencer al público –a su público- de la inequívoca alineación de Ortega y Gasset “en defensa de la libertad y contra los totalitarismos”. Como si el apoyo de Ortega (y el de Marañón o Pérez de Ayala) al 18 de julio de 1936 no fuera sino una auténtica vergüenza por parte de los mismos que reclamaron la venida de la República en los años treinta. Y como si Franco no hubiera combatido al lado de Hitler y Mussolini.

Sánchez Cámara, coherente con estos análisis, sitúa entre los méritos de Ortega su disidencia “hacia los desastres de la República”. Qué cosas, porque lo mismo dijo José Antonio Primo de Rivera en su célebre artículo “Homenaje y reproche a Don José Ortega y Gasset “(Obras Completas, 1959). Donde José Antonio se declara discípulo de Ortega y ansioso de cumplir “la misión de vertebrar a España”.

Visto ahora, el temprano distanciamiento de Ortega de la República es un acto de falta de compromiso ético con el régimen naciente o, si se apura la idea, de cobardía moral. Tras haber contribuido a la caída de Alfonso XIII, a los siete meses de instaurada la República, Ortega le da la espalda en su discurso de 6 de diciembre de 1931 (publicado en La Vanguardia, 12.8.04). En su “Rectificación de la República”, Ortega y Gasset propone una República donde la idea de la nación, sin asomo de pluralismo político, sin partidos políticos (lo que debió entusiasmar a Primo de Rivera hijo), predominase sobre todo lo demás. De hecho, a Ortega, hasta 1933, no le gustó gran parte de las ideas modernizadoras de la República. Según Manuel Azaña, ese malhumor contra lo republicano se debió a la derechización de Ortega: contra la reforma agraria, contra los Estatutos de Autonomía y la separación de la Iglesia del Estado (artículo 26 de la Constitución de 1931). Salvo el aplauso de Ortega a la reforma militar de Azaña, casi todo el giro social y democrático de la República le merecía denuestos constantes. Tal y como lo recoge Manuel Azaña en sus Diarios 1932-1933 (1997, p. 31).

Finalmente, y es algo que sorprende, Sánchez Cámara encuentra en Ortega y Gasset móviles religiosos. Lo que halla Sánchez Cámara en la obra orteguiana es nada menos que lo siguiente: “la verdad eterna e inmutable existe, aunque de ella sólo podamos tener una visión fragmentaria, limitada y circunstancial”.

Decididamente, la bondad de las segundas partes es harto discutible. Y cada cual puede creer en verdades inmutables o en lo que desee. Pero, desde luego, Ortega y su obra eran bastante más laicos que algunos de sus pretendidos discípulos.