José Ignacio Lacasta Zabalza

Elecciones en Colombia

 

Este último fin de semana han tenido lugar las elecciones presidenciales de Colombia. Ha ganado Juan Manuel Santos con 7.816.537 votos (lo que supone el 50,9 % de los votos emitidos) frente al derrotado Óscar Iván Zuluaga, que ha obtenido 6.904.939 votos, es decir el 45,0 % de los sufragios. Claro que este es en realidad el resultado de la segunda vuelta, porque en la primera ganó Oscar Iván Zuluaga con 3.759.784 votos (el 29, 3%), en tanto que Juan Manuel Santos logró 3.300.020 (el 25, 7%). Como es lógico en el sistema constitucional a dos vueltas, y ocurre a menudo en Francia, otros candidatos de la primera se aprestaron a apoyar a uno de los dos principales en la segunda oportunidad (datos todos estos extraídos de la revista colombiana Semana en su número del 15 al 22 de junio de este año). Personalidades de la izquierda, con bastante sentido común en esta ocasión, han llamado a cerrar filas, a concentrar los esfuerzos en apoyar a Santos, con la convicción de estar ante el dilema de la guerra (encarnada por la ultraderechista lista de Zuluaga y su inspirador Uribe) y la paz, llevada adelante por el presidente Santos bajo la forma de las negociaciones de La Habana con las FARC y los recién iniciados tratos oficiales con el ELN. Y así se explica la victoria de Santos en Bogotá, donde por tradición tiene fuerza social la izquierda colombiana. Gustavo Petro, alcalde de Bogotá, fue el primero, pero luego Carlos Gaviria, Antonio Navarro, Clara López con todo el respaldo electoral que recibió en la primera vuelta el Polo Democrático, Piedad Córdoba y su ascendiente entre el movimiento campesino e indígena (todas las colectividades indígenas han votado por Santos). El Polo como se dijo, pero también la Marcha Patriótica y la Unión Patriótica, así como personalidades del Partido Verde se sumaron al voto por la paz. Y lo hicieron activamente, pues la maquinaria de Petro, que se dividió Bogotá por distritos de actuación militante, explica en buena medida que Santos pasase en la capital de 450.000 votos en la primera vuelta a más de 1,3 millones en la segunda. La izquierda dejó muy claro que el respaldo a Santos lo era a las conversaciones de la Habana y no a su política gubernamental de la que se distancia. En este sector hubo quien prefirió votar en blanco, que alcanzó la cifra de cerca de medio millón de votos (menos que en otras ocasiones).

Con todo, la abstención endémica colombiana fue aproximadamente del 50% cuando lo habitual es de un 60%. Dos siglos de un sistema muy similar al de la Restauración española (Rafael Núñez su fundador y Cánovas del Castillo son almas gemelas), liberales y conservadores dirigidos por un modelo de reparto del pastel (la “mermelada” en el idioma político colombiano), con exclusión de la izquierda social y política, hacen que se reproduzca constantemente el triunfo de aquello que el aragonés Joaquín Costa denominó para siempre Oligarquía y caciquismo. Como es lógico, gran parte de la población colombiana ve todo el sistema político como una maquinaria electoral cavilada para engendrar a perpetuidad la corrupción, y por eso desconfía y se abstiene.

Pero, ¿quién es Santos? Es un político de derecha neoliberal que quiere la paz. Así es de sencillo y así de complejo. Los Santos son una familia de la rosca (así se le dice en Colombia), dueños hasta hace poco del periódico El Tiempo, su tío abuelo fue presidente de la República; bogotanos, poderosos, y por eso este vástago se educó como economista en Harvard y en la London School of Economics. Está claro que no todos los colombianos pueden hacer esos estudios ni pagárselos, también que Santos pertenece a una exclusiva oligarquía, muy española de hábitos, raíz católica y con doscientos años en el machito. Es la vieja oligarquía criolla, tan española ella. Por todo eso hay un dicho humorístico y sarcástico colombiano que reza: “lo peor de la rosca es no estar en ella”. Políticamente, Santos es un hombre pragmático que se apoya también en ideas de Felipe González, Anthony Giddens y Tony Blair, quien prologó un libro de Santos titulado significativamente Tercera Vía (Élber Gutiérrez Roa, El Espectador, 16.6.2014). Su gobierno ha conseguido reducir la pobreza en más de un millón de personas, lo cual no es una fruslería, pero no tiene una política sólida para resolver los gravísimos problemas de la educación, la sanidad convertida en negocio y una justicia sometida a los vaivenes del reparto de la “mermelada”. Porque es neoliberal y no pone en práctica la fuerza que ha de tener el Estado social consagrado en la Constitución colombiana de 1991.

Pero Santos ha apostado decidido por la paz y la izquierda se ha agarrado, con buen criterio, a ello. ¿Y quién es Zuluaga? Pregunta que nos remite a otro personaje: Álvaro Uribe. Que es quien maneja los hilos de Zuluaga y de todo el uribismo. Es más, los chistes habituales de la prensa presentan a Zuluaga como una polichinela que baila al son de Uribe. El uribismo tiene una fuerza nada desdeñable y muy peligrosa. Esta tendencia es partidaria de la guerra, de la derrota militar de las FARC, y han hecho una campaña deleznable, montada sobre bulos, que, sin embargo, ha calado en no pocos millones de votantes y hogares colombianos. Así, han dicho hasta la saciedad que Santos es castrochavista. Mentira para la que hace falta más imaginación que Stalin cuando decía que Trotsky –o cualquier disidente de izquierdas- era agente del capitalismo. Aún es esto más ridículo si se piensa en lo que tiene que ver, absolutamente nada, un líder oriundo de la exclusiva rosca bogotana con Castro, con Chávez o sus seguidores. Han dicho así mismo que Colombia se va a unir a Venezuela, lo que no logró ni el gran Simón Bolívar con toda su inteligencia; y hoy no es más que un disparate sin fundamento. O que se van a disolver la Policía y el Ejército si triunfa la paz, lo que ha hecho mella en las bases policiales y en las asociaciones de militares retirados.

Más enjundia tiene la acusación del uribismo sobre que Tymochenko (un dirigente guerrillero que lleva el nombre de un general de Stalin) no va a pagar por sus crímenes y se va a sentar en el Senado. Una imagen que resulta insoportable no solamente para los seguidores de Zuluaga, sino para gran parte de la sociedad civil colombiana. A eso responde la consigna uribista de “paz sin impunidad” porque han hecho creer a muchos, con éxito, que ya se ha pactado el que no va a haber castigo penal por los crímenes de la guerrilla. Todo eso, cuando todavía no se ha acordado siquiera el punto de la justicia transicional en los acuerdos de la Habana. Podemos imaginar, pues, el ruido que hará el uribismo cuando este punto de la negociación salga adelante.

“Paz sin impunidad” con la que machacan con cinismo las meninges de la ciudadanía los mismos, los uribistas, que sí consiguieron durante su mandato gubernamental altas dosis de impunidad para todo el paramilitarismo.

Uribe y los suyos han empleado todas las tácticas de lucha, legales e ilegales, contra la paz. Un hacker, ahora en la cárcel, espiaba para la candidatura de Zuluaga nada menos que los teléfonos de los miembros de la mesa de La Habana. Han fracasado por ahora, pero ese enorme apoyo electoral los vuelve temibles.

Entonces, ¿qué pasará? La paz ha pasado su primera y exigente reválida, pero su futuro es incierto y tiene numerosos y bien apostados enemigos en la política y los medios de comunicación. Pero, por otra parte, un examen sociológico de los respaldos de Santos constituye un muestrario tan variado que va desde los grandes empresarios y sus asociaciones, a las comunidades indígenas (principales víctimas de esta guerra junto a las comunidades afrodescendientes). Le hace falta desde luego a la causa de la paz más impulso didáctico y propagandístico en lo que hoy todavía está en el amplio mundo social de la abstención. Las espadas están en alto y la izquierda colombiana, esta vez, ha sabido situarse en estas elecciones a la altura de las circunstancias.

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José Ignacio Lacasta Zabalza es catedrático de Filosofía del Derecho.