José Ignacio Lacasta Zabalza
El «estado de excepción» por motivos financieros
(Página Abierta, 238, mayo-junio de 2015).

 

Este texto es parte del artículo “Portugal y España: el ‘estado de excepción’ por motivos financieros”, escrito para ser incluido en el Boletim de Economia de la Universidad de Coimbra, en homenaje a António Avelâs Nunes, catedrático de esta universidad. De él recogemos algunas reflexiones contenidas en los dos grandes capítulos en los que se divide: “La quiebra del contrato social” y “Carl Schmitt revisitado…”

En España existía un contrato social, apoyado en una sanidad pública y una educación que funcionaban de modo razonable; el paro no alcanzaba las terribles proporciones de hoy día, y la sociedad veía en Europa un modelo a seguir y un cierto faro democrático. Todo eso ha cambiado. El desempleo, los ataques al Estado social y las privatizaciones,  el retroceso de los salarios e ingresos familiares, la toma de decisiones extraterritoriales pero que afectan a la vida cotidiana, la lejanía de la UE con respecto a  su legitimación democrática o –si se quiere– su más que remota relación con la voluntad general, han hecho que algunos economistas –se supone que más pendientes de las estadísticas y de la aritmética que las profesiones jurídicas– hayan consolidado precisamente la metáfora de la fractura del contrato social para describir o diagnosticar lo que pasa en España.

El contrato social no es una categoría formalizada en un documento signado por los  titulares de la voluntad, sino que es un acuerdo, expreso o tácito, que, como indicaba Martínez García, da por supuestas las certezas. Desde una perspectiva histórica, Hippolyte Taine, tan crítico de la Revolución francesa, se maravillaba del idilio ciudadano, de la fiesta jurídica y política que traía consigo el contrato social (Taine,  1986, pp. 467-469): «Pues no solamente sus principios han pasado a las leyes y su espíritu anima la Constitución completa, sino que además la nación parece que ha tomado en serio su lance ideológico, su ficción abstracta». 

Así que el contrato social se hizo carne y habitó entre nosotros. Taine es certero cuando lo describe como «efectivo y espontáneo» [...]. De que esté vivo en la cotidianeidad, con un consentimiento expreso o tácito de las diversas voluntades, depende la paz de la sociedad civil. Su representación teórica se hace más fácil de entender cuando falta o se rompe ese negocio jurídico metafórico, cuando aparece el conflicto social con toda su crudeza o la crisis social que puede ser algo mucho más grave (Antón Costas, El País, 2-2-2014): «El discurso político sobre el final de la crisis puede ser percibido como ofensivo y hasta provocador para aquellos ciudadanos que, después de cinco años de sacrificios, no les queda nada ya en la despensa. Es posible, entonces, que aquellos que soportaron estoicamente una mala gestión de la crisis económica no toleren ahora una mala gestión de la recuperación. Si es así, es muy probable que a la crisis económica le siga la crisis social. En manos de los Gobiernos está el evitarlo».

El contrato social despliega la idea y el valor constitucional de la igualdad; si esta se da en proporciones razonables, casi todo se puede soportar, incluso los sacrificios económicos. Pero si se hace visible una desigualdad notoria, sin justificación alguna, esa ruptura del pacto social puede llevar consigo graves consecuencias, dice Antón Costas en el citado artículo: «La razón es que la tolerancia social a la desigualdad cambia a lo largo del transcurso de una crisis. Esa tolerancia es elevada cuando las cosas están mal para todos. Pero puede cambiar de forma brusca cuando una parte de la población percibe que el vaso de la recuperación no rebosa y ellos no se benefician. La indignación moral con esta falta de equidad puede provocar la aparición de la crisis social».

Estas tesis las toma Antón Costas del también economista –y politólogo– Albert O. Hirschman, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (recientemente fallecido). Esas paradojas sobre la tolerancia de la desigualdad […] explican las situaciones explosivas que comienzan a percibirse en España, en unos momentos en los que el comercio exterior parece que va bien y la famosa prima de riesgo se ha aquietado en sus niveles menos agresivos.

Según el economista Antón Costas, tres son los obstáculos para un despliegue equitativo y progresivo de la economía tras la crisis financiera del 2008. El primero, el gigantismo o macrocefalia del sector financiero con respecto al resto de la economía. El segundo, los grandes desequilibrios comerciales globales, como el de Alemania con el resto de la zona euro [...]. Pero el tercero es la desigualdad, que, pese a no repararse demasiado en ello, es el más peligroso para la supervivencia de la  propia democracia y del mismo sistema […]. No solamente porque esa situación corrompe los fundamentos éticos de una sociedad, sino porque pone de manifiesto algo que se veía en las novelas de Charles Dickens y parecía ya olvidado: que las clases ricas se sienten diferentes e impasibles frente a los sufrimientos de todos los demás.

De todas formas, para lo que aquí nos inquieta (Costas, El País, 29-9-2013): «La desigualdad polariza la sociedad en dos grupos, no solo de renta, sino también de expectativas de futuro. El resultado es un aumento del malestar y de los conflictos sociales de todo tipo: protestas, manifestaciones, huelgas y violencia social y política. Esto hace imposible la existencia del contrato social que toda sociedad necesita para funcionar».

La acre y sostenida desigualdad puede poner fin al contrato social y eso puede ser gravísimo. Algo que no se resuelve con medidas de orden público como parece creer el poder político español, que ha vuelto a resucitar las multas económicas contra todo lo que se mueve, de un modo semejante a como actuaban los gobernadores civiles de tiempos de Franco y ahora lo hacen los delegados del Gobierno (Martín-Retortillo, 1975). Represión que, como ya ocurrió bajo la dictadura –y está visto que hay quien no lo ha aprendido todavía–, no detiene sino que incrementa las movilizaciones, extiende la solidaridad con los represaliados y enfada todavía más a las personas sancionadas. 

Las circunstancias no son para tomárselas a broma [...]. No está de más, pues, que recurramos a un historiador de primera  fila, Julián Casanova, que diagnostica lo que hay en las clases dominantes españolas tras el manifiesto miedo del Gobierno a la protesta social, para la que no tienen más respuesta que la vieja «mano dura». La tesis de Casanova es que estamos al final del paradigma del consenso entre capital y trabajo que surgió en Europa tras la II Guerra Mundial y que en España contribuyó a asentar la democracia. Nada más y nada menos que el fin de un tiempo en el que se dividían las esferas de influencia de partidos y sindicatos, a cambio de beneficios sociales, distribución de la renta y democracia política. Eso se ha acabado, y también Casanova recurre al resquebrajamiento del pacto o acuerdo social (Casanova, El País, 10-3-2012): «Al romper el amplio acuerdo en torno al crecimiento económico, los beneficios sociales y la distribución de la riqueza, el nuevo orden acabará excluyendo y echando del sistema a muchos ciudadanos que ya lo habían asimilado. Pese a las lógicas ganancias que eso proporcione a las élites políticas y financieras, auténticas beneficiarias de este nuevo orden, el resultado puede ser un nuevo período de confrontación, con algunos niveles de conflicto violento extrainstitucional. Una vuelta, por otros medios, a la cultura de enfrentamiento que dejó arruinada Europa no hace mucho tiempo». […]

El ataque al contrato social no ha venido del lado de sus contratantes mayoritarios, clases medias y trabajadoras, desempleados, pensionistas. Ha sido un plan llegado desde arriba, desde donde se cuecen los grandes negocios, se dominan los medios de comunicación y los Gobiernos. […]

En España esto se tradujo en los famosos recortes, que el Gobierno se empeñó –con  poco éxito– en llamar eufemísticamente «reformas» y en la devaluación programada de las pensiones, con el soslayo del Pacto de Toledo, auténtico acuerdo de Estado, hasta entonces vigente, de todas las fuerzas políticas y sindicales para preservar el valor de las jubilaciones. […]

Si decimos que todo esto ha sucedido por esa palabra de conjuro, crisis, nos  quedamos bastante cortos. La idea tiene una raíz médica, clínica, hipocrática, anunciante de una evolución definitiva: el paciente se muere o se salva. El concepto tiene mucho de artificioso y posee sus limitaciones –como lo ha puesto de manifiesto Luis M. Lloredo, inclusive para la Filosofía del Derecho (Lloredo, 2013, pp. 109-133)–. Además, señala António Hespanha, esto ha creado un auténtico discurso que bloquea cualquier argumentación, pues se mueve entre el tópico de la inevitabilidad (la  necesidad) y el de la urgencia de las soluciones (la salvación pública), dificultando sobremanera el uso de argumentos racionales (Hespanha, 2012, pp. 9-80). 

¿Cómo se llegó hasta aquí? Hay explicaciones convincentes, pero no tantas. El neoliberalismo trajo consigo también con su triunfo la figura del intelectual y profesor domesticados, la gloria efímera del antiguo crítico convertido a la apología del mercado, concebido éste como única fuente de libertad económica y política, según ya lo veía hace más de diez años António José Avelãs Nunes (Avelãs Nunes, 2003, p. 63).

Con  todo, hoy en España existen al mismo tiempo algunas narraciones sólidas, hasta desde un punto de vista bastante elemental, pedagógico o didáctico, divulgador en todo caso, tal y como lo ha logrado el libro de éxito Hay vida después de la crisis (Díez, 2013). Aunque es un libro que abusa de las crisis cíclicas o de las metáforas naturalistas (tsunami), tiene suficiente información y espíritu autocrítico como para comprender lo acontecido en España.

El historiador Josep Fontana nos ha dado un concepto clave no por conocido menos importante: desregulación; algo que arranca de lejos, de la década de los setenta, cuando en los EE.UU. se abandonó la preocupación por el pleno empleo y quebró la relación directa entre la mejora de la productividad y los salarios, capaz de estimular a su vez el impulso económico por la vía de la demanda de bienes de consumo. Se reemplazó el modelo por la expansión del crédito, la contención de los salarios y el desmantelamiento de las protecciones sociales de trabajadores y trabajadoras. Esta tendencia alcanzó su cénit con la Ley de Modernización de los Servicios Financieros de 11 de noviembre de 1999. Con esta ley de Clinton se derogaron todas las normas sobre controles de los poderes financieros (algunas del tiempo de F. D. Roosevelt) y la prohibición de los bancos para especular con los ahorros de los clientes (Fontana, 2011, pp. 932-933). Lo que hizo el desregulado capital financiero en los EE.UU. y en Europa fue precisamente eso, especular.

Y la socialdemocracia –incluso sus terceras vías, así llamadas– se plegó a esa política económica y luego, con algunos matices, a la austeridad dominante (Sevilla, 2011, p. 456). Hubo quien pensó que «ante el fracaso de los mercados desregulados había llegado nuevamente el momento para la socialdemocracia. Sin embargo, pronto se pondría de manifiesto el error de dicho pensamiento ante la realidad de las medidas adoptadas, que serían el reflejo, en negativo, del enorme poder de las grandes instituciones financieras…».

Y en el pensamiento iusfilosófico español, hay quien exige a la socialdemocracia que retorne al concepto de “justicia social” (Rodríguez Prieto, 2012, pp. 292-322).

Las instituciones financieras colocaron, también con Gobiernos socialdemócratas, en posición genuflexa a las sociedades civiles […]. Y llegaron, desde la persona ficta Europa (*), su BCE y el FMI, las directrices que exigían un rebaje de los salarios y pensiones. Como esto no se podía hacer en el nombre de la Constitución ni del contrato social que le da soporte, ni mucho menos desde nuestras soberanías respectivas, se ha recurrido a lo que António Hespanha ha caracterizado como un estado de excepción,y aquí se le añade que por motivos financieros. Una situación que no está prevista en la Constitución española, pues los estados de alarma, excepción y sitio se derivan de otros supuestos fácticos y tienen otros condicionantes y procedimientos (artículo 116 de la Constitución española).

Tampoco es el clásico estado de sitio que desarrollaron Saint-Just y Maximilien Robespierre (Cruz Villalón, 1980, pp. 130-131 y 280-282), pues la categoría del interés público,al que se subordinan expresamente las pasiones y los intereses privados, en la distribución del pan y el desabastecimiento, por ejemplo, está por su justicia social en las antípodas del fundamentalismo de la austeridad actual que prescinde del sufrimiento de la mayoría de la población […]. Hespanha describe con puntería otro modelo que puede resultarnos más próximo y comprensible, que es el de Carl Schmitt. 

Alguna idea puede darnos, para ver el alcance de lo sucedido sobre todo en los años 2010 y 2011, la crítica de Naomi Klein, cuya labor propagandística ha sido recogida en exitosos documentales televisados. Según esta autora, los poderes financieros y sus vicarios gubernamentales aprovechan el momento peor de las crisis, cuando reina el miedo y el desconcierto, para imponer mediante un shock su política contraria a las rentas del trabajo y su austeridad fundamentalista (Klein, 2007, p. 27). Eso es cierto que ha acontecido, pero solo puede explicar la coyuntura o coyunturas (presiones de todo tipo, propaganda malintencionada, mercados desbocados, alza de la prima de riesgo, el rescate en el caso de Portugal, etcétera). Hay que ir más al fondo constitucional del asunto y por eso António Hespanha se ha acordado de Carl Schmitt.

Efectivamente, la teoría de la excepción de Carl Schmitt, expuesta en su Teología  política,arranca con una crítica a la Ilustración, a su voluntad general, a la racionalidad de sus leyes; su reproche total es el siguiente (Schmitt, 1975, pp. 65-67): «El racionalismo de la época de la Ilustración no admite el caso excepcional en ninguna de sus formas». Y, sin embargo, la excepción es más importante para Carl Schmitt que la regla, pues, desde su política teologizada: «El estado excepcional tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la Teología». Ya se sabe que el milagro es decisivo para las cuestiones de fe. Pero hay más; ya que el Derecho del Estado democrático no es sino una pura repetición formalista (1975, p. 45): «En la excepción, la vida real con su energía hace saltar la cáscara de una mecánica anquilosada en pura  repetición».

La Constitución con pretensiones de norma de Hans Kelsen le parece una prolongación del raciocinio formalista y generalizador de la Ilustración, así como el espejismo de considerar al Estado como «algo puramente jurídico, algo normativamente vigente» (Schmitt, 1975, pp. 48-49). El Estado se ha de pensar al margen del Derecho si procede, nunca han de atarse las manos estatales a las normas, sino que es un concepto yuxtapuesto a éstas. En todo caso, al no existir para Carl Schmitt (1975, pp. 35 y 97) la soberanía popular (su voluntad general, su contrato social): «Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción». […]

Por lo demás, el estado de excepción de Carl Schmitt es algo existencial, no se refiere a un momento, a un instante, a unas circunstancias extraordinarias, sino a la necesidad de la vida real de invadir todos los territorios que falta hiciere, dentro o fuera de las instituciones («la excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo; no sólo confirma la regla, sino que ésta vive de aquella», escribe Carl Schmitt en su citada Teología política, p. 45). Es una autoridad irresistible, como la naturaleza, que no conoce límites para quien detenta la soberanía, el poder completo y último, fabricante del mismo estado de excepción.  

En España, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero ha publicado un libro, titulado El dilema, cuyo subtítulo, 600 días de vértigo, nos habla de las circunstancias financieras extraordinarias aquí tratadas, pero sobre todo de un estado de excepción nada coyuntural, nada limitado, que se ha convertido en existencial, tal y como, quería Carl Schmitt (Rodríguez Zapatero, 2013).

Dejemos aparte el balance exhaustivo de la acción de este político español (que también tuvo sus momentos positivos). Su política económica ha sido la de toda la socialdemocracia occidental: la incorporación del neoliberalismo financiero, con algunos matices políticos en el plano de las libertades.

En cuanto al libro, éste nos describe a la perfección cómo se instaló en España ese estado de excepción schmittiano: a) El 5 de agosto del 2011 el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, escribe una carta «estrictamente confidencial» al presidente del Gobierno español, al que le exige la adopción urgente del estado de excepción por motivos financieros; b) el Gobierno pone en práctica los deseos del BCE, aunque ya había existido (mayo del 2010) una impopular rebaja de los derechos sociales adquiridos; c) los dos partidos principales, PSOE y PP, acometen al unísono una reforma constitucional que instala de modo permanente en nuestro sistema la unilateral filosofía de la austeridad, suceso gravísimo, pues estos dos partidos políticos desde 1978 siempre mantuvieron que no había que tocar la Constitución.

La carta de Trichet pone de manifiesto quién detenta la soberanía (Rodríguez Zapatero, 2013, pp. 405-408). Es una epístola propia del rey sobre la que reflexiona Kantorowicz, en concreto de uno de sus dos cuerpos, el político, que tiene el don legal de la ubicuidad, pues no conoce fronteras. Trichet le indica a R. Zapatero lo que tiene que hacer y legislar en España; entre otras cosas: restricción de la negociación colectiva, flexibilización del contrato de trabajo o despido libérrimo, reducción salarial general en lo público y lo privado y –es Trichet quien lo escribe en negrita– sostenibilidad de las finanzas públicas, con los recortes generales presupuestarios por todos conocidos. La finalidad es (Trichet dixit): «Recuperar nuevamente la confianza de los mercados».

El PSOE y el PP se pusieron manos a la obra e incluyeron la cláusula de oro (tan cara a Merkel y Sarkozy) en el artículo 135 de la Constitución española, que encarga a todas las Administraciones públicas españolas someterse al principio de estabilidad presupuestaria fijado por la Unión Europea para sus Estados miembros. El volumen de deuda pública española no podrá superar lo fijado en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Fijémonos que, entre la carta de Trichet (agosto del 2011) y la publicación en el Boletín Oficial del Estado del artículo reformado (27 de septiembre del mismo 2011), transcurre poco más de un mes. El Banco Central Europeo manda y España obedece, en una manifestación clara tanto de falta de legitimidad democrática del señor Trichet (¿quién le ha elegido?) como del carácter servil de la decisión española.

Rodríguez Zapatero asegura que el procedimiento adoptado para la reforma constitucional es el del artículo 167 de la Constitución por «no afectar a materias protegidas por la Carta Magna» (Rodríguez Zapatero, 2013, p. 260). Y no se sometió a referéndum porque el PSOE y el PP (que estaba feliz, pues esa cláusula figuraba en su programa) no quisieron, ya que para ello habría que obtener el apoyo del 10% de senadores y diputados. PSOE y PP cerraron filas para que no se consultase al pueblo español, que es quien, teóricamente, detenta la soberanía (artículo 1 de la Constitución). Pero de facto es Trichet quien domina la excepción, quien está al mando, el que detenta la soberanía por razones financieras, dándole así la razón a Carl Schmitt. 

Ya escama e indigna que los partidos principales nos escamoteen la discusión pública y la votación popular en algo tan decisivo para nuestras vidas. Pero es que, además, eso no es constitucionalmente correcto. El procedimiento adecuado debió de ser el del artículo 168 de la Constitución, que exige el referéndum […], porque es una  reforma que concierne al artículo 1.1 de la Constitución (el Estado social de Derecho). Esa norma se ubica en el Título Preliminar, y toda reforma que afecte a ese Título ha de someterse a referéndum. Y esto no es una cuestión de interpretación, porque la propia Ley (BOE de 27-9-2011) que reforma el artículo 135 dice lo siguiente en su Exposición de Motivos: «La estabilidad presupuestaria adquiere un valor verdaderamente estructural y condicionante de la capacidad de actuación del Estado, del mantenimiento y desarrollo del Estado Social que proclama el artículo 1.1 de la Ley Fundamental y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los ciudadanos». 
Estabilidad presupuestaria, fundamentalismo del déficit y austeridad, que ha condicionado seriamente nuestras vidas, menguado nuestra prosperidad presente, y esperemos que no se  prolongue en la del futuro.

José Ignacio Lacasta Zabalza escatedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza.


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(*) Persona ficta:concepto desarrollado en la Edad Media para referirse al sujeto o ente que, no disponiendo de cuerpo y alma, como la persona física, asume, sin embargo, derechos y obligaciones. Persona moral o jurídica.

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