José Ignacio Lacasta Zabalza
“Brancosos” portugueses e indignados españoles. El problema
de la participación democrática

Capítulo de la tercera parte del libro Memoria colectiva, pluralismo y participación democrática (Tirant Humanidades. València, 2013).

La crítica de Proudhon al sufragio universal como método insuficiente de obtener la representación política de la nación requiere una reflexión detallada, pues: «Consiste –dice Proudhon– en reunir una vez cada cinco años, o cada tres,  una turba de ciudadanos designados, para hacerles nombrar un diputado, a quien no se da mandato expreso, y que representa no solamente a los que le han dado sus sufragios, sino a los que han votado contra él, no sólo a la masa electoral, sino a todas las categorías de personas que no han votado» (1).

Si esto es así: «Todo nuestro sistema político es una mistificación y una tiranía». Proudhon describe un problema que está lejos de ser resuelto. Que es  el de la participación política de la sociedad en las decisiones que le conciernen. Amén del eviterno asunto electoral del mandato y el control (o descontrol) de los cargos votados. No se crea que Proudhon era contrario al voto o tenía esa enfermedad ácrata (tan del pasado español) de la náusea moral ante las urnas. Él mismo fue diputado de la Asamblea Nacional en 1848 y llamó a votar en alguna ocasión a las candidaturas obreras que tuvieran tal carácter (2).

Pero como el régimen imperial del segundo Bonaparte tenía secuestradas e hipotecadas las libertades, el 29 de mayo de 1863, con motivo de las elecciones generales, Proudhon dirigió una carta al redactor-jefe de La Presse en la que proponía el voto en blanco ante los próximos comicios.

Porque no había garantías democráticas, el juramento de los diputados era una tomadura de pelo o el anuncio de graves perjurios, y nada ni nadie aseguraba el cumplimiento del deber de los elegidos. Lo que desvirtuaba –a juicio de Proudhon– la democracia y el mismo fundamento del sufragio universal. Elecciones importantes, sí, pero que nunca (Proudhon insistió muchas veces en esto) había que confundir con una especie de contrato social.

Esta proposición del voto en blanco, lo recuerda el constitucionalista José Joaquim Gomes Canotilho, es la que ha adoptado el escritor José Saramago en su Ensaio sobre a lucidez. El partido de los –en portugués– Brancosos lo es de los subversivos. Ni Partido de la Derecha, ni de la Izquierda, ni del Centro; pues su opción se decanta por la papeleta electoral blanca, que manifiesta en sí su oposición a escoger entre las oficiales posibilidades ya seleccionadas de antemano o pertenecientes al consabido arco democrático de las tres tendencias (derecha, izquierda y centro) (3).

Bien entendido que no se está en esos momentos ante la misma posición “brancosa” o abstencionista sostenida en un referéndum, pues ello puede significar riesgos contrarios a la participación política, a la democracia deliberativa y al equilibrio político y constitucional. Todo según y cómo sean las circunstancias políticas (dictadura o democracia por ejemplo) de cada consulta concreta.

En cualquier caso, de lo que se trata aquí es de una enmienda a los defectos de la democracia parlamentaria, manifestada, como en la actitud de Proudhon, en la papeleta en blanco emitida durante las elecciones al Parlamento. Si bien Proudhon, como Marx, era completamente contrario al poder ejecutivo desmesurado (lo que le otorga cierta actualidad también), encarnado finalmente además en la personal cabeza de Luis Bonaparte. Proudhon también era muy crítico con la sociedad del juste milieu, la del régimen anterior de Luis Felipe de Orleáns, personaje con el que se mostró bastante benévolo por estimarlo poco o nada corrupto, no obstante disgustarle de modo tremendo la demagogia de ese sistema que encubría el dominio de las altas finanzas sobre todo el panorama político francés.

Alexis de Tocqueville conoció en persona a Luis Felipe de Orleáns y trazó el perfil de un personaje perspicaz y nada antipático, de buen trato pero muy complejo. Con frecuentes idas y venidas desde la aristocracia a la burguesía, y un menudeo de largas estancias en esta última clase social donde se encontraba más a su gusto. Luis Felipe fue el creador de un sistema consistente en: «Infringir la legalidad sin violarla» (4).

O bien: «Falsear el espíritu de la Constitución sin cambiar la letra».

Es entonces cuando nació la expresión del país legal, ajeno a la realidad social, concentrado en las Cámaras parlamentarias, que la opinión pública contemplaba como las disputas de los hijos de una misma familia que se repartía la común herencia; nada escapaba a esa sensación que abarcaba la totalidad de los partidos parlamentarios («Mayoría, centro, izquierda u oposición dinástica», escribía Tocqueville).

De modo que el hartazgo de la política oficial monopolizada por los partidos políticos parlamentarios no es un fenómeno rigurosamente nuevo, surgido de la mente poderosa de José Saramago o de la crítica constitucionalista de José Joaquim Gomes Canotilho. Si bien es el país legal y la moralidad pública del juste milieu, con toda la yuxtaposición de hastío, aburrimiento y contemplación impotente de la inoperancia del poder, lo  que le condujo a Pierre-Joseph Proudhon a votar en blanco en las elecciones generales francesas. Impulsos no muy diferentes de los que llevan a los personajes de Saramago a ejercer el sufragio en el mismo sentido.

José Saramago escribió su aquí citada obra en el año 2004, pero sus posiciones resultaron ser proféticas si se piensa en lo que vino después en Portugal con el movimiento crítico Geraçâo à rasca que, en castellano, habría que traducir como generación para el arrastre, pues rasca en portugués es precisamente la red para arrastrar; si bien metafóricamente quien en esta vida se ve à rasca es que pasa o está pasando por serias dificultades.

Lo mismo se puede decir de España con los indignados y su famoso 15-M. Movilizaciones de cientos de miles de personas, cuyo espíritu aparece ya bien caracterizado
en las líneas del novelista portugués: «Tenemos que organizarnos, pero no sabían cómo se hacía eso, ni con quién ni para qué. Algunos sugirieron que un grupo fuese a hablar con el alcalde, ofreciéndole leal colaboración y explicándole que las intenciones de las personas que habían votado en blanco no eran derribar el sistema y tomar el poder, que por otra parte no sabrían qué hacer luego con él, que si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta dónde llegaba la desilusión… Esto no es democracia ni es nada, señor alcalde» (5).

En España, la consigna de los indignados “Le llaman democracia y no lo es”ha sacado de quicio a los defensores del orden parlamentario establecido de las más variadas tendencias políticas e ideológicas. Algunos quieren ver en esas manifestaciones una pura cuestión de autoridad y de orden público y añoran la mano dura policial que, a su juicio, no se ha empleado hasta ahora. Otros desean, y piensan que así será, la desaparición por agotamiento y falta de ideas realistas de las y los alzados. Y no faltan quienes ven a ese importante sector de la población fuera del sistema. Sistema: una idea muy repetida en el verano del año 2011 que juega un papel nada inocente, pues más allá de sus fronteras se encuentra la falta de eficacia y la denostada utopía carente de operatividad.

Incluso quienes han sabido percibir el enorme potencial crítico de los indignados, su rebeldía llena de salud, no dejan de tener una fuerte desazón por lo lejos que se encuentran de la izquierda parlamentaria: «Lo que sí se observa, sin embargo, y vuelvo sobre uno de mis temas, es que a cada una de las dos grandes ramas de la izquierda –la “sistémica” y la radical por simplificar–, le falta lo que le sobra a la otra. Una, la “sistémica”, está excesivamente pegada a la realidad, al cálculo electoral y a ofrecer propuestas de gestión pura y dura; la otra, por el contrario, se regocija en el espectáculo y en la denuncia de las nuevas injusticias, pero no dice una palabra de cómo transitar desde donde estamos a un mundo mejor sin que todo se derrumbe» (6).

Lo cual no es del todo cierto, ya que, en más señaladas ocasiones de las que se dice, el “sistema” no quiere hacerse eco de propuestas que provienen, con toda su carga en forma de necesidades concretas y empíricas, del mundo de la indignación. Hay que saber ponerse en el lugar de los excluidos –sí, excluidos– para estar bien informados del rechazo de sus proposiciones en favor de una reforma de la Ley Electoral que ponga fin al bipartidismo exacerbado que rige la vida política española. Y no solamente eso, sino que la reforma constitucional del artículo 135 emprendida en el verano del año 2011, ha sido llevada a cabo por los dos partidos principales sin contar para nada con la sociedad civil ni con el resto de fuerzas de las Cámaras parlamentarias. ¿No será también que el “sistema” y la “izquierda sistémica” arrojan fuera de sí las exigencias democráticas y nada utópicas de quienes interesadamente son calificados como utópicos?

Gregorio Peces-Barba, uno de los diputados que redactó el texto constitucional y catedrático de Filosofía del Derecho, opinaba así del fenómeno de los indignados: «Por otra parte, los jóvenes indignados son en general personas de buena fe que denuncian problemas reales, pero que tienen tan alta opinión de sí mismos que no respetan el pluralismo ni otras opiniones diferentes, y que, con una soberbia desmesurada, creen que pueden partir de cero y reinventar una democracia asamblearia, sin partidos ni elecciones por sufragio universal. No creo que con esas premisas tengan ni adhesiones ni futuro. Además, el peligro del fascismo, al menos en sus formas, está también presente» (7).

Por el contrario, nada nos dice de la existencia de formas fascistas un movimiento que rechaza expresamente la violencia y los métodos coactivos, lo cual ha sido una de las causas de su éxito, y la razón de ser de la dificultad de una actuación meramente policial y represiva ante gente que ha tenido siempre, o casi siempre, una deliberada y programática actitud pacífica. La actitud contraria a los partidos políticos, que posee diversas tonalidades, más bien, por lo que se ve en periódicos y televisiones, se centra en los dos partidos políticos principales, PSOE y PP, a los que el mundo español de la indignación hace responsables de la burbuja inmobiliaria, las desdichas sociales posteriores (los desahucios por ejemplo) y los ve autores de una política económica que margina con especial saña a la juventud.

¿Qué ocurrirá en el porvenir con el movimiento de los indignados? Miguel Rodríguez Muñoz ha escrito unas profundas líneas sobre todo esto, donde destaca los lugares comunes, y de brocha gorda, que relacionan las consignas indignadas con el populismo general hoy omnipresente, la falta de representación de los partidos, la corrupción política, la necesidad de regeneración, con expresiones desafortunadas que equiparan en todo al PSOE y al PP o que afirman con simpleza musicada “Que no nos representan, que no, que no”; pero también señala este autor sus aciertos en la crítica al llamado Pacto del Euro o a los excesos financieros y bancarios europeos.  De todas formas, y es importante reseñarlo, sin una perspectiva europea, sin un demos que rompa las identidades nacionales y haga fructificar la indignación organizada en otros lugares de Europa, el porvenir de este movimiento puede verse abocado a la esterilidad (8).

A propósito del ensayo del constitucionalista norteamericano Cass Sunstein y su divulgada obra Republica.com, J. J. Gomes Canotilho realiza  una informada (y a veces desajustada) caracterización crítica de los brancosos más cultivados que es preciso describir. No ven la televisión de los telediarios ni leen los periódicos oficiales, o no se nutren de esa información, sino que ellos mismos son los creadores de noticias, en tanto que cineastas y jefes de orquesta. No olvidan que solamente las dictaduras transmiten un texto único y obligatorio, y por eso se inclinan hacia la duda metódica. Se plantean la posibilidad de domesticar el poder de las grandes corporaciones desde sus redes informáticas que establecen una democracia de la comunicación. Se adhieren a la libertad de los antiguos (en el espacio público de las comunicaciones) y a la de los modernos (amantes de la privacidad e intimidad). Algunos habían estudiado, y los citan, a Kant y Habermas. Pretenden comprender el mundo a través de los premios Nobel Amartya Sen y Joseph Stiglitz, mediante la denuncia del célebre consenso de Washington. Están en contra del libre movimiento de los capitales financieros, de las desregulaciones que encubren el tráfico de drogas, de armas y personas; son también contrarios al desmantelamiento del Estado social que conduce demasiadas veces a un Estado penal regulador. Así que, dice irónico de este relato crítico Gomes Canotilho: «José Saramago recuperó el resuello» (9).

En lo que no acierta en este mismo pasaje G. Canotilho es en el sarcasmo final sobre la aporía de los brancosos, ya que, a su juicio, las multinacionales de la información, lejos de perder el poder (como desean los rebeldes): «Continuarán, para bien de todos, con las revoluciones informáticas. Así lo creemos».

Más con que sin esas multinacionales y corporaciones, lo sucedido en Túnez y Egipto debería hacernos recapacitar. O, sin cruzar el Mediterráneo, con saber lo sucedido en la propia España. Donde el Instituto de Biocomputación y Física de Sistemas Complejos (BIFI) de la Universidad de Zaragoza ha estudiado la cantidad de mensajes transmitidos y la composición de la red que dio lugar a la enorme movilización social. Los grandes nodos de información crecidos de forma descentralizada al calor de los acontecimientos y su popularidad son impresionantes. Lo que no hace sino corroborar el papel del uso masivo de Internet en la descentralizada red como soporte comunicador del fenómeno de protesta social en la calle (10).

El sociólogo Manuel Castells, muy conocido y prestigiado también en Portugal, ha escrito unas reflexivas sensaciones sobre todos estos acontecimientos y la masiva rebeldía española generada el verano del año 2011. En primer lugar hay unas condiciones dadas, objetivas que se diría en la jerga clásica: «En medio de una crisis incesante, 21% de desempleo, 45% de paro juvenil, recortes de vida para muchos y pingües ganancias para pocos, impunidad para corruptos y privilegios para una casta de intocables políticos» (11).

Lo que produjo, en sentido bíblico, que: «El hartazgo se hizo red».

Y habitó entre nosotros, hay que añadir. Porque poco antes de las elecciones del 22 de mayo de 2011, la estructura (de no muy afortunado nombre) nolesvotes.org ya tenía 700.000 usuarios únicos, 154 blogs y 641.000 resultados en Google. De ese ambiente socialmente soliviantado surgió Democracia Real Ya, colectivo nacido en Madrid, y, posteriormente, el conjunto del movimiento conocido por 15-M. Por lo que (¡cómo no recordar la sabiduría anticipadora de José Saramago!), dice ahora Castells, no se trataba ya de los “sospechosos habituales”. Era gente de toda edad y condición, como atestiguan las fotografías, donde deliberadamente no había líderes y quien quería serlo era desautorizado por la asamblea. Cada cual se representaba a sí mismo: «Se debaten propuestas organización y táctica. Debates intensos, conducidos con respeto, creando una nueva dinámica gestual para evitar ruidosas expresiones (revolotean en el aire primaveral las manos que dan el sí o se cruzan hoscos los antebrazos de los noes). Prohibidas palabrotas, etc.».

Esto no es una descripción idílica sino real, tanto como la ausencia, ya destacada, de incidentes violentos y alcohol. Es algo más serio, aunque su futuro, como antes se estudió, es bastante problemático y condicionado a otros aspectos internacionales y europeos del movimiento.

Algunos trabajos académicos, bien conectados con lo que ocurría en la sociedad civil española, ya anticipaban, por sus desvelos, los puntos débiles de nuestro sistema electoral y político. Así, los iusfilósofos Carlos Alarcón y Ramón Soriano editaron un oportuno libro sobre Justicia electoral, que tenía como definitivo subtítulo Un nuevo modelo de elecciones para España. Sabedores como eran del tinte excluyente que tiene el sistema bipartidista español.

De Ramón Soriano también, junto a Luis de la Rasilla, es el libro Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil. Las relaciones y obstáculos de la división de poderes, los límites absurdos del plebiscito y la iniciativa legislativa, las comisiones de investigación, las responsabilidades de la clase política y su débil exigencia, etc., anunciaban muchos asuntos de los que luego se discutieron a lo vivo en plazas y rúas de toda España. Estos profesores no es que fueran una suerte de profetas, sino que simplemente recogieron insistentes alarmas democráticas de la propia comunidad a la que pertenecen y las examinaron a la luz de las teorías jurídicas y políticas actuales.

Así que si se mira este asunto con menos desasosiego que F. Vallespín y G. Peces-Barba, y algo menos de retintín que Gomes Canotilho, el problema no es nuevo y está emparentado con la separación de las instituciones que gran parte de la sociedad ha experimentado en períodos históricos como los ya citados franceses o la Restauración española, en la que nuestro Antonio Machado describía la vuelta de los liberales tras los conservadores como el perezoso retorno de la cigüeña al campanario de siempre. Asimismo puede verse todo este fenómeno, con sencillez, como la desafección que se siente hacia la clase política en no pocos países europeos de la actualidad. Porque, es obvio, vida y política puede que no caminen siempre juntas y este período europeo resulte ser el paradigma de un inquietante divorcio entre ellas.

El historiador portugués António Hespanha, en su oraçâo de sapiência (lección inaugural en las costumbres académicas españolas) de 13 de diciembre de 1991, pronunciada en la Universidad Autónoma Luís de Camôes de Lisboa, criticó con agudeza esta disociación, observable en Portugal y en todas las democracias del ámbito occidental, entre la política y la vida misma o, en sus palabras: «La insatisfacción que sienten tanto los agentes activos de la política como los pasivos por la separación existente entre política y vida real» (12).

La oraçâo de sapiência de Hespanha pecaba de un exceso de antiformalismo; o más bien se dirigía contra el formalismo jurídico con cierta desmesura, pues no tenía en cuenta que las formas son también las garantías del proceso penal, los derechos del imputado y los de toda la ciudadanía ante los posibles excesos del poder (13). Un exceso de microfísica foucaultiana parecía ser el causante de la hybris o falta de proporción en el análisis de corte antiformalista (14).

Pero, en su conjunto, constituía un muy positivo llamamiento a la perseverancia en el carácter despierto y no sometido de los seres humanos. A conjugar la vida concreta de las personas con su proyección política necesaria y cotidiana, a situar las necesidades humanas de todos los días en el centro de la política. Un buen y fundamentado deseo contradicho por la política oficial (también cotidiana) y por –en el punto de mira de António Hespanha– el lenguaje incomprensible de los políticos.

Las inquietudes de António Hespanha, puesta la debida sordina a los sonidos de su retórica foucaultiana y microfísica, no son tan diferentes de las de Proudhon en su tiempo.

Los dos tienen a Kant al fondo de la virtud que exigen e incluso Proudhon es, como se dijo, un kantiano francés con fuerte sentido social. Y ambos coinciden al señalar al Estado unitario, nacional y absorbente, autoproclamado –al igual que la doctrina que lo ensalza– como centro único de racionalización de las relaciones sociales, en tanto que portador de una especie de verdad estatal-oficial con pretensión de transmitir a los cuatro vientos que fuera de la misma no hay salvación jurídica ni política posible.

António Hespanha acertaba en 1991, mostrándose en esto bien moderno o actual, al criticar los proyectos desreguladores y deslegalizadores promovidos por los poderes gubernamentales y extragubernamentales de los USA. En el mundo de la justicia, con el pretexto de la resolución de conflictos, la devolución sin paliativos a la sociedad de fuertes capacidades jurídicas de decisión ha provocado:  «Equilibrios sociales menos igualitarios y formas de poder todavía más sofocantes».

Aquellos reclamos neoliberales que decían liberar a la sociedad civil y achicar constantemente al Estado (concebido como obstáculo para la libertad de mercado) constituyen otra dimensión, la de las privatizaciones económicas, que no es la de la falta real de participación política de la ciudadanía en nuestras democracias occidentales. Ahora bien, el Estado ya no es exactamente el mismo que Hespanha contemplaba en 1991. Ya no es más el centro único de poder guarnecido por el sistema positivista de fuentes del derecho, pese a la pervivencia de otros escollos para la democracia indicados por Hespanha, como el descenso del interés ciudadano por la política como algo solamente concerniente a los profesionales de la misma, la contemplación pública de las disputas parlamentarias y partidistas como polémicas sobre la herencia común de los habitantes del país legal que denunciara Alexis de Tocqueville.

Todos esos males parecen concentrarse hoy día en la fuerte abstención electoral, con matices locales, observable en casi toda Europa. Asunto que preocupaba vivamente a Proudhon, quien constataba que, si todo varón mayor de 21 años podía ya votar en Francia, resulta que en 1857 se abstuvo el 36% del censo y el 25% en 1863. De lo que deducía que la capacidad política de todo trabajador no se agotaba ante las urnas, sino que exigía primero de todo «la conciencia de sí mismo como individuo de una colectividad» para después realizar la idea que de ella ha de desprenderse (15).

Así que la historia no es que se repita sino que, pese a la muerte foucaultiana del sujeto (perspectiva que tiene su fundamento pero no explica todo), hay historia efectiva y no supuestas continuidades mecánicas. El 24 de septiembre del año 2000 el electorado francés votó sobre la reducción del mandato presidencial de 7 a 5 años. Fue el récord de la abstención de todas las votaciones francesas habidas (el 69,8%). El voto en blanco ascendió a un 16,1% de los sufragios emitidos y la aprobación por el sí alcanzó un 73,2% del recuento final del referéndum (16).

La discusión sociológica no se hizo esperar y las interpretaciones variopintas tampoco. El voto en blanco, una actitud decididamente urbana y no rural, se dijo que correspondía a un nuevo compromiso político. Es el de una ciudadanía culta a la que le agrada participar, pero desea reflejar la escasa representatividad de los representantes políticos oficiales. Naturalmente, esto tiene sus riesgos; que son el descrédito de la democracia misma, la quiebra de la comunicación entre las diferentes opciones de la política, la ausencia de diálogo entre el poder y la ciudadanía, la contracción de la participación popular y el desánimo general o –en francés– un peu partout.

Todo eso y mucho más se dijo con reproducción de cuestiones que, como la democracia directa o democracia de masas, fueron leitmotiv de los años sesenta y setenta para poner de manifiesto las deficiencias de las democracias occidentales. Lo que se puede aplicar en prolongación a Portugal y España ya en los años noventa del siglo XX, cuando todo transcurría entre los Estados nacionales perfectamente delimitados, concebidos como centros exclusivos de poder auxiliado por el sistema tradicional (con predominio indiscutible de la ley) de las fuentes del derecho, que racionalizaban por su lado todo tipo de relaciones y contradicciones sociales.

Y al llegar al Estado, el raciocinio de la oraçâo de Hespanha de 1991 se convierte en algo poco moderno o un tanto desfasado. Pues habrá que convenir hoy que el suelo se ha movido y con él el vuelo sustentado por aquél; se ha perdido el concepto unívoco de territorio estatal y, en consecuencia, de las funciones soberanas del Estado. La internacionalización del derecho y de las libertades, de las mercancías, servicios, capitales, personas (aún con las prohibiciones vergonzosas para las personas no europeas), nos hablan de un vaciado estatal y de la idea misma de la Constitución nacional.

Las acciones militares fuera de las fronteras (por ejemplo, Líbano o Afganistán para el Ejército español), la presencia de la Unión Europea y sus decisiones que a todos los Estados alcanzan, así como la moneda única o euro, pasan por encima de las antiguas aduanas y del viejo concepto de soberanía. Por decirlo con palabras de Boaventura de Sousa Santos que tienen ya más de una década de antigüedad: «El Estado-nación parece haber perdido su papel central tradicional de unidad privilegiada de la iniciativa económica, social y política. La intensificación de las interacciones que desbordan las fronteras y las prácticas transnacionales minan la capacidad del Estado-nación de iniciar, guiar y controlar los flujos de personas, bienes, capital e ideas de la manera como lo ha hecho en el pasado» (La globalización del Derecho, p. 41) .

En conclusión, el Estado ya no es el mismo que para Hespanha en 1991; y, hay que matizar, el derecho también ha sufrido una fuerte transformación. Hay, en el pensamiento de Gomes Canotilho, una crisis de reflexividad que atañe al concepto mismo de Constitución (la Constitución dirigente) situado en unos márgenes nacionales. No hay ya ese, en el discurso de Hespanha de 1991, «sistema regulativo central» que genere un conjunto de respuestas dotadas de racionalidad frente a la demanda social que desborda con su complejidad los mecanismos del sistema. Esa crisis toca de lleno al antiguo centro político y al sistema de fuentes del ordenamiento jurídico, que ya no está funcionalmente adecuado para potenciar una sociedad de nuestro tiempo. El papel del Estado es, dice Gomes Canotilho gráficamente, el de un héroe local. Carácter lugareño que le da la llamada globalización y la política europea de carácter supranacional.

Ya no es precisamente novedoso que el Tratado de la Unión Europea sea obligatorio para los Estados suscriptores ni que el incumplimiento de las obligaciones comunitarias esté sometido al control del Tribunal de Justicia de la Comunidad. Y ya hay un deber nada discutido de los legisladores internos para acatar y desarrollar las directivas comunitarias, con un guardián de las mismas que es el mencionado Tribunal de Justicia de Luxemburgo. Un órgano que legisla para el futuro, por medio de disposiciones generales obligatorias que tienen el valor de ley. Sus decisiones pueden ser por mayoría, pero no se explican los votos particulares. Ha sido una poderosa palanca para el impulso de la libre circulación de capitales, servicios y mercancías, pero ha restringido el uso de valores de interés general o salud pública, y ha favorecido así tanto las privatizaciones como la rebaja de los estándares sociales y servicios públicos; con cuya actuación ha puesto especialmente de manifiesto la ausencia de un verdadero poder constituyente popular europeo, al tiempo que ha plasmado su efectivo papel preponderante como motor constituyente y técnico de un proyecto neoliberal con la aureola de su supuesta independencia (tal y como lo critica el jurista portugués Miguel Poiares Maduro y lo retoma el constitucionalista Gerardo Pisarello) (17).

No hay que pensar en el esquema clásico de Montesquieu de la división de poderes para explicar el funcionamiento de los órganos europeos. El Parlamento Europeo no es propiamente un poder legislativo, aunque tenga ciertas funciones de veto y de ratificar o no algunas decisiones presupuestarias: «Sin embargo, su falta de poder normativo efectivo, su escasamente deliberativo funcionamiento interno y su pobre proyección pública han contribuido a que los índices de participación en las elecciones donde se escogen a sus miembros hayan decaído de manera progresiva desde su creación».

Pese a todo, no hay que creer que una especie de terremoto mundial haya acabado con todos los elementos que componen lo que llamamos el Estado. Eugenio del Río, que sigue en esto los análisis de Vicenç Navarro y otros, recuerda que las políticas públicas de los Estados occidentales no dependen de modo único del lugar que ocupan en la economía globalizada, sino también, y decisivamente, de factores internos, de cada política de cada país, dentro de la cual las tradiciones pesan lo suyo y, a mayor componente socialdemócrata en el pasado, mayor mantenimiento y desarrollo de la capacidad social del Estado en aras de una mejor redistribución y de la justicia social. Es así que: «La globalización económica no diluye la cuestión del Estado; la modifica. Bajo nuevas formas y ámbitos, no pierde importancia el problema de la relación entre lo político, lo económico y lo social» (18).


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(1) Contradicciones políticas, pp. 167-168.
(2) Eugenio DEL RÍO, Poder político y participación popular, Talasa, Madrid, 2003, pp. 42-43.
(3) José Joaquim GOMES CANOTILHO, “Brancosos” e interconstitucionalidade. Itinerarios dos discursos sobre a historicidade constitucional, Almedina, Coimbra, 2008, pp. 335-345.
(4) Alexis de TOCQUEVILLE, Recuerdos de la Revolución de 1848, edición de Luis Rodríguez Zúñiga, Editora Nacional, Madrid, 1984, pp. 67 y 116.
(5) José SARAMAGO, Ensayo sobre la lucidez, Ediciones Santillana, Madrid, 2006, p. 123.
(6) Fernando VALLESPÍN, “Tener la razón no basta”, El País, 16.9.11.
(7) Gregorio PECES-BARBA, “Los indignados y la democracia”, El País, 12.9.11.
(8) Miguel RODRÍGUEZ MUÑOZ, “El incierto futuro”, Página Abierta, n° 215, julio-agosto de 2011, pp. 4-7.
(9) “Brancosos” e interconstitucionalidade, pp. 337 -344.
(10) Francisco CASTEJÓN, “El 15-M como una red compleja”, Página Abierta, n° 215, julio-agosto del año 2011, p. 40.
(11) Manuel CASTELLS, “#Wikiacampadas”, La Vanguardia, 29.6.2011.
(12) António HESPANHA, La Gracia del Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pp. 323-334.
(13) Para una crítica de estas posiciones de António Hespanha, el artículo de José Ignacio LACASTA ZABALZA, “Antiformalismo jurídico fin de siglo”, IUS FUGIT, n° 34  de
1994/95, pp. 437-456. Aunque este artículo todavía está bajo el síndrome del Estado soberano y la Constitución dirigente, sobrepasados ambos por procesos tales como la globalización o la consolidación jurídica de la Unión Europea.
(14) Microfísica, emociones y pasiones, que el mismo António Hespanha ha corregido metodológicamente al introducir también la exposición de la doctrina jurídica y política, la universitaria y la de la Administración pública, la parlamentaria y la de la lucha política, en su excelente reflexión sobre la forja del Estado decimonónico portugués. Guiando a mâo invisível, pp. 10-11.
(15) La capacidad política de la clase obrera, pp. 30-31. 
(16) “Brancosos” e interconstitucionalidade, pp. 309-311.
(17) Gerardo PISARELLO, Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático, Trotta, Madrid, 2011, pp. 180-190.
(18) Poder político y participación popular, pp. 76-77.

Sipnosis

El libro Memoria colectiva, pluralismo y participación democrática es un análisis del pluralismo en varias dimensiones históricas, ideológicas, constitucionales y jurídicas. Comienza por un estudio de la formación del concepto de memoria colectiva y su difícil nexo con la sociedad plural de nuestro tiempo. Aborda las raíces y proyecciones del pluralismo actual, que el autor encuentra en el relativismo axiológico, en Kant y en el neokantismo, por lo que presta una especial atención a Kelsen, Radbruch, Stammler, Arnold Brecha y otros, debido a su crítica hacia las verdades absolutas y a su propuesta democrática de relación bien entendida entre mayorías y minorías. Pero un autor domina sobre todos en este libro: Pierre-Joseph Proudon.