José Ignacio Lacasta-Zabalza

Libertad religiosa.
Es posible un diálogo laico con la Iglesia católica?

(Página Abierta, 185, octubre de 2007)

            Recogemos aquí la mayor parte de la ponencia  presentada por José Ignacio Lacasta-Zabalza, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza, en las Jornadas de Filosofía del Derecho celebradas en Alcalá de Henares (Madrid) los días 28, 29 y 30 de marzo de 2007, dedicada al muy actual problema –aunque endémico en nuestra historia política– de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica, y, más en general, entre el Estado y las distintas confesiones religiosas.

            ¿Se puede hablar, desde la defensa de la perspectiva del Estado laico, con la jerarquía de la Iglesia católica? Porque la primera dificultad que surge para una comunicación sobre esto se sitúa en el uso del lenguaje. Si se recurre al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se ve que éste afirma sobre la voz laico que: «Dícese de la escuela o enseñanza en que se prescinde de la instrucción religiosa» (1). Lo que no sucede cabalmente en España, pues hasta en las escuelas públicas hay enseñanza religiosa y en los nuevos planes de estudio también. Materia en la que el Gobierno español actual se ha mostrado bastante poco laico, según el Diccionario de nuestra propia lengua. Porque carece de tal virtud el acuerdo para que sea el Estado el que pague a los profesores de Religión y quede en manos de la Iglesia la capacidad de despedirlos (2). Siempre que la voz despedir relativa a un empleo sea lo que indica el citado Diccionario sobre tal verbo: «Alejar, deponer a alguien de su cargo, prescindir de sus servicios».
            Cierto que el orden normativo español desde su cúspide puede ser bastante ambiguo y contradictorio, pues el artículo 27.5 de la Constitución concerniente al derecho a la educación recoge diversas ideologías ya manifestadas en el proceso constituyente, que quedan en una dimensión relativamente abstracta, desde donde el Tribunal Constitucional ha querido integrar en su jurisprudencia las proposiciones laicas y las defensoras de la enseñanza religiosa. Dentro de lo que Luis Prieto-Sanchís, así mismo buen conocedor del Derecho eclesiástico, ha calificado como verdadero “encaje de bolillos” (3). Interpretaciones contrapuestas, y posibles, sobre la enseñanza religiosa en los centros docentes públicos a las que da lugar también el
articulado (2.3 y número 3 del artículo 2) de la vigente Ley Orgánica de Libertad Religiosa.
            Pero si se retorna al antes emprendido camino lingüístico, el laicismo es: «Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia ideológica o religiosa». Habrá que fijarse bien en la indicación del Diccionario: “particularmente del Estado”. Y es ahí precisamente donde se ubica con claridad el inicio del artículo 16.3 de la Constitución española cuando dice: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Laicista –siempre tras nuestro Diccionario– es: «Partidario del laicismo». Y Laicizar es: «Hacer laico o independiente de toda influencia religiosa». Pues no se trata de esta o aquella creencia religiosa, sino –ha de quedar constancia de ello– de toda.
            Si bien esa afirmación laica, por aconfesional, del Estado español propia del comienzo del artículo 16.3 se ve debilitada por la mención expresa a la Iglesia católica en el mismo artículo y por el “principio de cooperación” estatal con las confesiones. Cooperación que no es una excepción a la regla, como sucede en el sistema jurídico francés, pero tampoco es algo tan laxo como quiere una nada magra porción de profesores españoles de Derecho eclesiástico y algún filósofo del derecho (4). Como Andrés Ollero, quien ha titulado uno de los apartados de su monografía: “Contra separación, cooperación, con la Iglesia católica al fondo” para que no quepan dudas de esta versión. Cuando la separación de las iglesias, religiones y creencias es un criterio mínimo para el ejercicio de la neutralidad del Estado laico; a partir del cual se puede –y cuando procede, debe– cooperar desde ese Estado. Si bien, más allá ahora de la interpretación sobre lo que pueda dar de sí –o de no, que también puede– el principio de cooperación, la debilitación institucional de lo laico está presente sobre todo por los Acuerdos de rango jurídico internacional firmados en 1979 por el Gobierno español con la Santa Sede, que han supuesto una situación de privilegio de la Iglesia católica para sí misma y, por comparación, con las demás confesiones religiosas.
            Luis Legaz Lacambra publicó en 1972 unas páginas dedicadas a la personalidad jurídica de la Iglesia, que hoy día pueden encerrar un interés que va desde luego más allá del mero recordatorio (5). Legaz parte de una concepción católica de su Iglesia, real y teológicamente extremada: «Fuera de ella no puede realizarse la obra de salvación personal del hombre». Su fundación es divina y no humana. Y su «Sumo Pontífice posee el don de la infalibilidad» sin sumisión a Concilio alguno (6). «La Iglesia posee personalidad jurídica propia y originaria, no precisada de creación o reconocimiento por ninguna instancia distinta o superior: moralis habet rationem ex ipsa ordinatione divina». Si un Estado niega la personalidad jurídica de la Iglesia, ello no afecta para nada a su esencia. Ni si la niega la comunidad internacional, en cuyo caso carecería de personalidad jurídica internacional pero tendría siempre la suya propia. Personalidad jurídica tan indestructible como su jurisdicción, pues ningún Estado o poder de este mundo puede invalidarla dada su raíz divina (7).
            Una institución como la Iglesia, suprema in suo ordine, no puede tratar de tú a tú (valga la metáfora popular) con nadie. Ni, puede añadirse sin ninguna malevolencia, con el Estado. Su soberanía no está limitada por el espacio, el territorio ni el tiempo al ser ella misma una creación de Dios. Pero lo que hay que preguntarse en nuestro tiempo y aquí es otra cuestión en relación con todo lo anterior: ¿cuánto ha pervivido, tras la muerte de Franco, esa mentalidad? Porque si no se equipara la Iglesia a nadie será porque sus dirigentes pueden concebirla –al estilo de Legaz Lacambra– como superior a toda otra religión y a cualquier otro orden jurídico e institucional establecido. Y porque ha habido y hay dirigentes políticos y gubernamentales que han participado o participan de esa misma idea nada democrática de la católica superioridad. Lo que no tiene tampoco nada de laico y genera sus efectos confesionales para todo acuerdo o concordato suscrito por la Iglesia católica.
            Es algo más que una reminiscencia de todo esto lo que se revela en los Acuerdos del 3 de enero de 1979 (la Constitución se promulgó el 28 de diciembre de 1978) suscritos por el Estado español con la Santa Sede. No poca doctrina eclesiasticista considera estos cuatro Acuerdos presididos en un mismo bloque o sistema por el Acuerdo de 1976, éste de indudable carácter preconstitucional (8). Los Acuerdos limitan negativamente la soberanía del Estado español, que se obliga a la responsabilidad por decisiones de la Iglesia que pueden ir hasta en contra de los derechos de la ciudadanía (como ha pasado con los profesores de Religión). No en vano esos Acuerdos poseen el rango de tratados de Derecho internacional, lo que termina produciendo –sostiene Dionisio Llamazares– “un efecto perverso”; el de, hay que agregarlo, una inconveniente superioridad jerárquica sobre la libertad religiosa y el orden constitucional.
            El texto de los Acuerdos está inspirado en que la mayoría de la sociedad española es católica y dispone en consecuencia. Todo lo cual supone una efectiva y permanente distorsión confesional que planea sobre lo laico y la institución del Estado laico en el ordenamiento jurídico español. Distorsión que llega a no ver nuestra sociedad en términos de pluralismo constitucional y rica existencia de muy variadas creencias, religiones o ideas, sino del siguiente modo: «La población española, como es bien sabido, suscribe de modo abrumadoramente mayoritario la fe católica, sin que falten entre otras minorías significativas las vinculadas a diversas confesiones también cristianas» (9).
            Si la población española fuera “abrumadoramente católica”, los partidarios del Estado laico nos sentiríamos realmente abrumados, y no tendrían ningún sentido las quejas constantes contra el laicismo de Benedicto XVI, la Conferencia Episcopal o el mismo profesor Ollero. Aunque hay que insistir en estas líneas en el sentido e interpretación de lo laico. Pues ya de nuevo en la búsqueda de la precisión lingüística y conceptual, fuera de una acepción interna para la Iglesia católica, que considera también laico al lego que no tiene órdenes clericales, la palabra quiere decir lo que dice según su utilización acreditada por la Academia de la Lengua (10).
            Por su parte, y por recurrir a un ejemplo próximo, el Dicionário da Língua Portuguesa asevera que el laicismo es una «doctrina que pretende dar a todas las instituciones gubernamentales un carácter no religioso». Sencilla definición derivada del concepto de lo laico, que es algo “no religioso”. Carácter que la Constitución portuguesa incorpora desde 1976 y por eso queda fuera de cualquier revisión constitucional el principio de la “separación de las Iglesias del Estado” (que es jurídicamente intocable) (11). Pese a que todo esto asemeja caminar en cierto sentido contrario con respecto al nuevo concordato firmado por Portugal con la Santa Sede, que dice tener en cuenta la dimensión “excepcional” de la Iglesia católica en ese país y, al mismo tiempo, sin que «nada entre en contradicción con el orden jurídico portugués».
            Hay, pues, algunas precisiones que hacer sobre el laicismo: a) se trata de un proyecto referido a la enseñanza no religiosa en las escuelas, y primordialmente –antes que a las personas y a la sociedad– al carácter no confesional del Estado y de todas las instituciones, y b) propugna el rasgo “no religioso” de la administración de la docencia y de todos los poderes públicos.

La laicidad para la Iglesia


            La Iglesia católica, fuera de las voces del Diccionario, suele emplear otro vocablo, el de laicidad, para contraponerlo al de laicismo. En opinión de Joseph Ratzinger recogida por La Repubblica: «La laicidad justa es la libertad de religión. El Estado no impone una religión, sino que deja espacio libre a las religiones con una responsabilidad hacia la sociedad civil, y por tanto, permite a esas religiones que sean factores en la construcción de la vida social» (12).
            Por el contrario, y en la misma entrevista: «El laicismo ya no es aquel elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos». Es «una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio a la visión católica y cristiana, etcétera». Es decir, que, para la Iglesia católica, la laicidad propone la neutralidad estatal y el laicismo un programa antirreligioso (especialmente anticatólico y anticristiano). Distinción católica que incluso tiene algún eco en la filosofía del derecho. Neologismo que ha sido aceptado por especialistas en Derecho eclesiástico, y también por el PSOE al hablar del “principio constitucional” de laicidad entendida «como un marco idóneo y una garantía de la libertad de conciencia donde tienen cabida todas las personas, con independencia de sus ideas, creencias o convicciones y de su condición personal o social, siendo por ello requisito para la libertad y la igualdad» (13).
            Incluso hay explicaciones plausibles, desde criterios históricos, que dan cuenta convincente de la diferencia entre laicismo y laicidad (14). Y para la presente intervención y su autor no habría nada que objetar al recurso a ese neologismo si no fuera porque tampoco hay motivo alguno para resistirse a llamar a las cosas por su nombre: laicismo, que viene a ser algo idéntico a lo que suele predicarse de la laicidad. Ya que tampoco hay por qué admitir que el laicismo tenga per se ese contenido negativo que le adjudica la Iglesia católica, haciéndolo por veces sinónimo de ateo (lo que es una ideología parcial y no neutra como lo laico), cuando no de anticlerical, y, de todas formas, presentándolo como algo agresivo y contrario a las religiones. No hay, pues, por qué estar de acuerdo con la conclusión del profesor Ollero, en línea con la jerarquía eclesiástica: «Propugnar el laicismo es sin duda legítimo, tan legítimo, por lo menos, como proponer cambiar la Constitución» (15).
            Planteamiento no muy riguroso, porque no hace falta cambiar la Constitución para nada. Simplemente es preciso desarrollarla en el sentido no confesional del Estado que exige el artículo 16.3 de la misma Constitución. Aunque haya quien piense, extrañamente, que lo laico no puede ser “lo meramente aconfesional” (16). Pues también lo es, y la defensa de la necesidad de un Estado laico, el laicismo, su aconfesionalidad y neutralidad ante todo tipo de religiones y creencias no tiene nada de antirreligioso ni –exactamente igual que ante todas las demás religiones– de anticatólico ni anticristiano. Menos de anticlerical, esa ideología tan italiana y española (y no siempre de izquierdas) que Antonio Gramsci calificó justamente como “tabernaria”. Es igualmente el proyecto de un Estado aconfesional y neutral ante el hecho religioso. Que separa, como quiere la Constitución portuguesa, las Iglesias del Estado. Lo que parecería, en principio, coincidir con esa laicidad que asegura postular hoy día el tradicional casuismo de la Iglesia católica.         Monseñor Elías Yanes, hasta hace poco arzobispo de Zaragoza, en un escrito suyo de julio del año 2004, recordaba que “sana laicidad” fue un concepto introducido por Pío XII en su alocución del 23 de marzo de 1958, y reflexionaba sobre los artículos 16.3 y 27.5 de la Constitución de 1978 con la afirmación siguiente: «Estos textos constitucionales demuestran que el Estado español no es laico en el sentido de hostilidad contra la religión» (17).
Y como el laicismo o la laicidad institucional carece de cualquier hostilidad –ni simpatía– hacia los credos religiosos, resulta indudable el carácter constitucionalmente laico –por aconfesional– del Estado español. Otra cosa son las desviaciones de esa línea constitucional que aquí se han criticado y más adelante se critican. A las que da normativo pie, ciertamente, la ya citada mención especial que de la Iglesia católica se hace en el mismo artículo 16.3 de la Constitución y la discriminación con que se ha tratado a las demás religiones a lo largo de todos estos democráticos años.
            Incluso hay católicos partidarios expresamente del Estado laico, ya que «es el marco político y jurídico más adecuado para el respeto al pluralismo ideológico, para el reconocimiento de la libertad de conciencia y para la protección de la libertad religiosa» (18).
            Tiene sus repercusiones iusfilosóficas esa asociación de lo laico con el necesario pluralismo ideológico. François Gény lo vio en su tiempo, en los años veinte y treinta del pasado siglo XX, con bastante arrojo moral e inteligencia despierta. Gény, católico, tenía que trabajar en un medio intelectual que mayoritariamente no lo era. Su Derecho natural, de intención válida para todas las religiones y personas descreídas, no podía surgir entonces más que desde una perspectiva (así le llamó expresa y correctamente por la variedad ideológica de sus destinatarios) laica (19). Tampoco creía conveniente el predominio de una concepción del mundo propuesta para la construcción de un derecho que es, en su proyección práctica, universal y de todas las personas: «En verdad, como el derecho se dirige a todos y no se puede desarrollar más que por esfuerzos colectivos, no es razonable pensar que depende de una concepción general del mundo, que, de hecho, sería extraña para la mayor parte de los interesados, no se haría aceptar por la mayoría de los jurisconsultos y su exigencia estorbaría cualquier evolución jurídica» (20).
            Claro, que hoy día la Iglesia oficial parece tener una muy otra idea de la laicidad, que resulta finalmente ser una afirmación religiosa sin nada en común con lo laico, esto es: «… Un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, en el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social; y, por otra parte, que afirme y respete la legítima autonomía de las realidades terrenas». Para esta Iglesia incluso no es admisible la laicidad que busque «la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos, oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles» (21). Aspiración eclesial que directamente infringe esa aconfesionalidad estatal exigida por el tantas veces citado artículo 16.3 de la Constitución española.
            Etimológicamente, según fuentes francesas, el término laïcité –de donde puede finalmente surgir laicidad– fue un neologismo inventado en 1871 por Ferdinand Buisson para designar una derivación del adjetivo laico. Adjetivo y derivación que no están en la famosa Ley de 9 de diciembre de 1905 sobre la separación de la Iglesia y del Estado. Que significan en la cultura jurídica francesa la independencia estatal de la Iglesia, del clero y de “toda confesión religiosa” (22).
            De modo que deviene imposible entender a los políticos que repiten que el Estado español es aconfesional pero no laico (23). Lo que llega a ser una suerte de ritornello de las posiciones de Gil Robles y la CEDA ante la Constitución de 1931, al admitir la neutralidad del Estado en materia religiosa pero no su laicidad (24). Si nuestros políticos conservadores dijeran que el Estado español constitucionalmente es aconfesional o laico, aunque en la práctica –y todavía– con muchas mediaciones confesionales, quizá nos acercásemos a un idioma algo común. Pero, en el fondo, a algo también poco comprensible, porque, en la lengua y en el derecho, laico y aconfesional significan exactamente lo mismo. Así que lo único que pone de manifiesto esta discusión es la efectiva discordancia entre la primera propuesta laica del artículo 16.3 de la Constitución española y lo que acontece en la realidad.
            Y la neutralidad del Estado es a su vez condición indispensable para que pueda darse el atributo de esta laicidad y para que se despliegue plenamente la libertad religiosa de su ciudadanía. Lo que hace observar históricamente y a contrario sensu que «no cabe neutralidad en un Estado confesional donde no hay pluralismo ni libertad ideológica» (25).

¿Laicismo inteligente?


            Pero todo esto no es tan sencillo si se leen las opiniones autorizadas de la Iglesia católica, pues a no clarificar todas estas cosas –jurídica y lingüísticamente elementales– contribuye especialmente el ideario exhibido hoy por la jerarquía eclesiástica española. Así, el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, dice que el laicismo es algo muy diferente de lo que aquí se ha expuesto (versión episcopal que, por cierto, no figura en el Diccionario): «Ante una fuerte oleada de laicismo, pero también ante una reconciliación amenazada, descubrimos que, en el fondo, hay un dar la espalda a Dios, a Jesucristo, creer que el hombre se basta a sí mismo, desarrollar un egoísmo personal y colectivo que no quiere llegar al fondo ni del conocimiento propio del hombre, ni del conocimiento de la vida, ni del conocimiento de la Historia» (26).
            El laicismo –en esta interpretación– resulta palmariamente algo negativo. En lugar de ser un programa de garantía para el ejercicio plural de la libertad religiosa, se convierte en algo antirreligioso y anticristiano; no en lo que es, consistente en propugnar para el Estado y sus órganos la ausencia en él de islamismo, judaísmo, protestantismo, catolicismo, etcétera. Sino que se transforma concretamente en una corriente dirigida contra la religión que concibe a Jesucristo como hijo de Dios. Ya no estamos ante su real significado lingüístico ni ante la primera y decisiva proposición del artículo 16.3 de nuestra Constitución que lo exige con respecto al Estado. Estamos ante una versión que se refiere no al Estado, ni a la docencia, ni a las instituciones, sino a la sociedad civil española en general. Donde se confunden dos planos de cuestiones que aquí es preciso separar con nitidez: el estatal y el de la sociedad civil.
            Juan Sisinio Pérez Garzón ha estudiado el desarrollo de la instrucción pública en España durante el siglo XIX. Ha cribado los Diccionarios pertinentes y ha deslindado el problema de la secularización (“hacer secular lo que era eclesiástico”) de la instrucción pública, del laicismo de demócratas y republicanos, quienes, desde el concordato con el Vaticano de 1851, pugnaban por la «separación de la iglesia y el Estado y la consiguiente aconfesionalidad de todo el sistema educativo» (27). Concordato mediante el cual la Iglesia aceptó la secularización (el control estatal del sistema educativo) y, a cambio, se reservó la supervisión de la ortodoxia religiosa en la enseñanza. Aspecto este último que es absolutamente opuesto a cualquier laicidad o laicismo. Fenómenos, secularización y laicismo, que en la historia se superponen sociológicamente pero no constituyen un único concepto o proceso de una sola cara.
            Que el catolicismo tradicional ha perdido peso en la sociedad española no se puede adjudicar cómoda y engañosamente (con autoengaño eclesial inclusive) al Estado ni a su laicismo. En la sociedad coincidimos y trabajamos todas las personas, independientemente de nuestra ideología y religión. Allí concurrimos personas con criterios eminentemente laicos sobre las creencias y las ideologías, porque lo laico no proviene solamente del Estado sino también de la ciudadanía. Como la sociedad española es, con todos sus defectos, abierta y libre, allí se encuentran ideas de origen religioso y otras de marchamo laico o sencillamente valores constitucionales que son el mínimo común denominador para personas religiosas y para las que no lo son; todas esas ideas se rozan y relacionan entre sí, y si el resultado es cada vez más laico, esto es, más acorde con esa ética mínima del Estado que son los valores constitucionales, se trata de algo que no ha de extrañar a nadie porque no es otra cosa que la profundización del pluralismo (como valor constitucional) y la democracia.
            Que el Estado sea aconfesional no quiere decir que no tenga moral. La dignidad de la persona (artículo 10 de la Constitución), los derechos fundamentales y los valores superiores del artículo 1 forman parte de ese cuerpo ético del Estado. Y, por ejemplo, el matrimonio de las personas homosexuales no hace sino desplegar, hacer más amplios, estos principios y derechos, por mucho que la Iglesia católica critique que no se atienen a su particular moralidad. Lo que ocurre, pues, es que ni el Estado español es religioso, ni católico, ni la sociedad tampoco, por mucho que se hable de mayoría católica o de las religiones de notorio arraigo (28). Sociólogos provenientes precisamente de sectores católicos diagnosticaron este asunto hace muchos años pero, a lo que se ve, la jerarquía de su Iglesia no ha hecho mucho caso de sus muy fundamentados estudios. Ya en 1981, Rafael Díaz-Salazar concluyó que la unidad católica de la dictadura franquista era un espejismo, dado que «ahora surge la problemática que se tenía pendiente desde la II República. Cuál es el lugar y la misión de la Iglesia en una sociedad pluralista, democrática y sin unanimidad católica».
            Este proceso, en términos sociológicos, no supone otra cosa que el encuentro de la Iglesia católica con una realidad mucho más variada de lo que se suponía. La cita es larga, pero suficientemente expresiva de lo que las mentes más lúcidas veían venir desde 1981: «Todo este pluralismo tiene un efecto secularizador, que incide en la presencia de la Iglesia en la sociedad, ya que algunas de las consecuencias de este fenómeno son la privatización de la religión y el progresivo debilitamiento de la presencia e influencia de la Iglesia en las áreas de la esfera pública, que van siendo dominadas por otras cosmovisiones. Así, es típico de este clima que se produzcan fenómenos como la separación Iglesia-Estado, caminos hacia una no asignación económica a las Iglesias desde el poder estatal, creciente laicización de las leyes educativas y matrimoniales, pérdida de prepotencia de la Iglesia como foco de la vida social, etc. Es cierto que en la sociedad española no se han cumplido todavía todos estos hechos, pero me parece que, a pesar de todas las resistencias, a medida que avance el proceso de pluralismo se irán cumpliendo» (29).
            De manera que no hay que culpar de lo sucedido veinte años después al Estado democrático ni a sus Gobiernos, sino que, con realismo, es preciso constatar la presencia social de personas agnósticas, ateas, protestantes, judías, y no digamos islámicas, en nuestras vidas cotidianas. Cientos de miles de seres humanos a quienes se puede ver simplemente si se quiere, como al algo más de un millón de personas musulmanas que hay en España. Proceso que no ha sido promovido por un inventado laicismo beligerante del poder político, sino por los movimientos migratorios y, más que nada, por la variopinta evolución ideológica y religiosa de la propia sociedad ante la que el Estado debe ser, en lo tocante a las conciencias individuales de su ciudadanía,  neutro.
            Pluralidad así recogida por el artículo 9 de la Convención Europea de Derechos Humanos y la jurisprudencia de su Tribunal, vinculante para el sistema jurídico español. Norma europea que enuncia: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y religión». Y, desde un mismo derecho, da tanta relevancia al pensamiento y la conciencia como a la religión. Con libertad plena para cambiar de religión, para manifestar las convicciones individuales de cada cual o para celebrar por medio de diversos cultos las religiones correspondientes. Lo que es debido a «una variedad de credos, incluso en el contexto de los países europeos, tradicionalmente ligados con la religión cristiana». Diversidad de credos y «de convicciones y actitudes morales», cuyo equilibrio –como criterio dominante– ha pretendido mantener la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (30). Jurisprudencia y Convenio Europeo de los Derechos Humanos que consideran manifestaciones de una misma libertad las que alcanzan tanto a la religión como a la conciencia y al pensamiento. Criterio hermenéutico de obligado cumplimiento para nuestro Estado, según el artículo 10.2 de la Constitución de 1978 sobre los acuerdos internacionales y tratados suscritos por España en materia de derechos fundamentales y libertades.
            Y ahora de nuevo en lo tocante al confuso y cotidiano lenguaje español, otro eclesial uso indebido de lo laico se lo debemos recientemente al cardenal arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo, quien ha sostenido en diferentes cadenas de radio y televisión, con respecto a las últimas medidas gubernamentales de financiación de la Iglesia católica, que se trata de un laicismo inteligente. Inteligente o no, resulta algo muy discutible. Pero lo que parece fuera de toda duda es que responde a cualquier otra idea menos a la del laicismo o a la de la laicidad.
            Elevar la cuota de financiación a la Iglesia católica –por parte del Estado– del 0,52% al 0,7% va en contra de otros modelos, como el alemán, donde el creyente paga de su bolsillo a su organización religiosa y el Estado hace simplemente de recaudador. Incrementa el gasto presupuestario en detrimento de otros servicios públicos (desde infraestructuras a programas integradores de la inmigración), lo que injustamente afecta a creyentes y no creyentes. Es contrario también a los compromisos de autofinanciación contraídos en el pasado por la propia Iglesia católica. Va directamente contra el principio de neutralidad estatal; aunque haya católicos, y no necesariamente conservadores, que entienden una “cooperación” tan amplia que no deja cabida a la dimensión estatal neutra en materia religiosa (31). Es discriminatorio para musulmanes, judíos y protestantes, como así lo han manifestado sus más destacados dirigentes religiosos. Molesta a sectores católicos que tienen otras percepciones de su propia religión. Y no permite una necesaria autocrítica de la Iglesia católica, la cual sigue creyéndose triunfalmente “mayoritaria” sin querer ver que, según datos de Hacienda, solamente el 22,46% de las personas contribuyentes colocan la cruz en el casillero del IRPF destinado al clero y culto católicos. Cuando hasta entre católicos partidarios de este acuerdo no se deja de percibir que «lo previsible a 10 años vista es que vaya a disminuir sustantivamente el número de personas que ponen el aspa en la casilla de la declaración, dada la sociología del creyente español» (32).

Desacuerdos sustanciales en la memoria


           
Lo que queda, y aquí se critica, es que, en notorios medios católicos, el laicismo ha pasado a ser una doctrina de intencionalidad anticristiana que enlaza sus ideas con las del más añejo anticlericalismo. Incluso sirve para revisar nuestro pasado (en compañía de Pío Moa), como lo demuestra esta conclusión de Víctor Manuel Arbeloa sobre nuestra Segunda República que es preciso destacar: «Las intenciones laicistas y jacobinistas contra la Iglesia del nuevo Gobierno quedaron reflejadas en las sesiones de las Cortes, sobre el proyecto constitucional, donde los debates se plantearon en términos clerical-anticlerical a favor o en contra de la Iglesia y de las órdenes religiosas» (33).
            Los diputados constituyentes republicanos no promovieron la subida a los altares de la diosa Razón como los jacobinos, desde luego. Y su reconocimiento organizativo de los Estatutos de Autonomía, técnicamente nada tiene que ver con la estructuración forzosamente unitaria y centralizada del Estado jacobino. Llevaron al texto constitucional principios laicos y de libertad ideológica que son, hasta en nuestros días, encomiables. Como cuando declara la Constitución de 1931 prohibido cualquier privilegio con apoyo en las “creencias religiosas” y “las ideas políticas”, así equiparadas en su artículo 25. «La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión» quedan garantizados por su artículo 27. Se prohíbe en ese mismo artículo (al igual que el artículo 16.2 de la actual Constitución) declarar oficialmente las creencias religiosas; norma que así mismo otorga carácter civil –y por ende, neutro– a los cementerios. La libertad de cátedra y la promoción de la enseñanza pública, en régimen de igualdad social de acceso a ella, son bienes jurídicos impulsados por las normas republicanas (y no solamente por las normas, como lo prueban las más de 15.000 escuelas levantadas por aquel régimen en una sociedad analfabeta).
            Pero, al lado de estos principios honrosamente laicos, de este conveniente laicismo de ayer y de nuestro tiempo, se inyectó en el texto republicano una fuerte dosis de anticlericalismo y sectarismo que es, aún hoy, totalmente rechazable. Como lo prueban los ordenancistas preceptos relativos a la disolución de la Compañía de Jesús, a las órdenes religiosas o a las procesiones necesitadas de permiso gubernamental previo (artículos 26 y 27, parágrafo segundo). Actitud sectaria no compartida por todos los diputados de izquierda y republicanos, como lo manifiestan las discrepancias de Fernando de los Ríos, entonces ministro de Justicia (34). Constitución de 1931 de la que se puede sostener lo mismo que observa críticamente José Joaquim Gomes Canotilho de la republicana Constitución portuguesa de 1911: pues «un programa laicista no debía confundirse con anticlericalismo» (35).
            Algo que conceptualmente nunca debería confundirse, ni desde una visión laica ni desde el entramado religioso. Lo laico es una cosa y lo anticlerical otra muy otra. [...]
            Así que la Constitución de 1931 no es ese totum revolutum presentado por Víctor Manuel Arbeloa. Ni el Gobierno republicano era un todo monolítico anticlerical sin fisuras propias de políticos perspicaces, sino que en esa Constitución republicana hay un meritorio laicismo (o laicidad para quienes lo prefieran) y un radical anticlericalismo (ideología nada neutral y por tanto nada laica); perspectivas muy diferentes que solamente desde intereses revisionistas de nuestro pasado se confunden de un modo nada inocente.
            Y desde esas posiciones, cuando conviene, se presenta el pasado republicano sin su Constitución y sin las consecuencias anticonstitucionales del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Como se dijo, la República instauró el auténtico sufragio universal al comprender el derecho a voto de las mujeres. En la discusión hubo no pocas voces de izquierda –por razones entre electoralistas y hombrunas– opuestas a ese derecho femenino. Clara Campoamor fue la primera adalid de ese derecho y su pertenencia a las filas radicales entonces queda fuera de toda duda histórica. Pero para el profesor Ollero –que ni la nombra–, lo importante de aquel episodio es destacar el “machismo” de los diputados de izquierda (36). Como si hubiera sido posible siquiera discutir el alcance del sufragio sin el artículo 25 del texto de 1931, que prohibía cualquier “privilegio” por razón de sexo. O como si esto no tuviera que ver con toda la tabla de derechos republicanos y garantías que amparaban a la mujer. Divorcio por mutuo disenso, investigación de la paternidad, prohibición de distinguir entre hijos legítimos e ilegítimos, la desaparición en el ámbito penal de esa vergüenza colectiva llamada vindicta in honore por adulterio (reinstaurada por la legislación franquista hasta la reforma de los años sesenta), etcétera. Derechos de la mujer que el franquismo abolió al completo. Pero, por lo visto, lo que importa es señalar a los diputados de izquierda como “machistas”, con olvido notorio de una importante crítica a ese episodio parlamentario que ya estaba hecha en su tiempo y no desde la derecha precisamente (37).
            Con respecto al inmediato pasado del Estado español, que al autor de esta intervención le parece hoy insuficientemente laico, podríamos (o me gustaría) llegar a un primer acuerdo no difícil de sostener por la institución católica y por quienes nos situamos fuera de esa creencia. Este Estado, democráticamente hablando, es decir, desde el interés general de la ciudadanía, el bien común de las personas católicas y las mayorías de la población social, es bastante mejor para la libertad religiosa –con todos sus defectos– que el Estado español de Franco, que hizo del catolicismo oficial su obligatoria razón de ser. En un programa institucional generador de una especie de teocracia bien poco occidental, que llevaba habitualmente bajo palio a su Jefe del Estado (y a su esposa, según testimonios fotográficos) (38). En suma, que la democracia y el pluralismo favorecen más la libertad religiosa que un coercitivo Estado nacionalcatólico parece hasta una verdad de las de Pero Grullo.

Memoria de las víctimas y reparación


            En España tenemos un problema que no se ha querido (podido, dicen algunas voces) tratar debidamente y que atañe al papel de la Iglesia católica. Ese problema no es otro que el conocimiento público de la verdad de lo acontecido entre el 1 de abril de 1939 (terminada la guerra) y junio de 1977 (cuando tienen lugar las primeras elecciones generales de esta democracia). De la Guerra Civil también se ha de reconocer a las víctimas que no han sido reparadas y hallar los cadáveres no encontrados con el apoyo de todas las instituciones. Pasado bélico que afecta sobre todo –aunque no sólo– a las personas del bando republicano, pues en el lado de Franco ha habido una causa general y la publicidad suficiente de los –así se decía con sus nombres y apellidos en las paredes de las iglesias– “caídos por Dios y por España”. La Iglesia ha llevado a los altares a no pocas personas de los 8.000 clérigos y monjas (es la cifra a la que suele referirse el historiador Julián Casanova) bárbaramente asesinados por gentes de izquierda en nuestra Guerra Civil. Pero no ha tenido el menor gesto hacia las víctimas del franquismo ni hacia sus propios sacerdotes también asesinados por las tropas de Franco, como el canónigo catalán Muntanyola y el vasco Aitzol (José Ariztimuño y Olaso, ordenado sacerdote en 1922), que no fueron los únicos católicos inocentes fusilados por Franco y los suyos (39).
            Es más, a quienes creemos que la ciudadanía española es mayor de edad intelectual y está en condiciones de mirar de frente la verdad de lo acontecido entre 1939 y 1977, la Iglesia nos ha reprochado ejercer una “memoria selectiva”: «Una sociedad que parecía haber encontrado el camino de su reconciliación y distensión vuelve a hallarse dividida y enfrentada. Una utilización de la memoria histórica, guiada por una mentalidad selectiva, abre de nuevo viejas heridas de la Guerra Civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados. Estas medidas no pueden considerarse un verdadero progreso social, sino más bien un retroceso histórico y cívico, con un riesgo evidente de tensiones» (40).
            No hay nada de mentalidad selectiva, sino la necesidad de esclarecer la verdad de lo sucedido. Porque el perdón –al que recurre la Iglesia española en ese mismo documento– no puede concederse si no es desde el recuerdo exacto de la ofensa cometida. ¿Desde dónde, si no? ¿Desde la nada? Y esa piedad compartida que exigen, hermosa y justamente, algunos medios de comunicación tampoco puede practicarse sin una reconstrucción previa de lo que realmente pasó.
            Y aquí cabe apoyarse en las magistrales reflexiones de Paul Ricoeur, él mismo antiguo prisionero de un campo nazi de concentración, según las cuales se puede concluir que la sociedad española vive con respecto al franquismo en el seno de una conciencia evasiva. Hay quien dice incluso que hay que “pasar página” de algo que gran parte de la población –la juventud sobre todo– desconoce. O que es preciso olvidar y así poco menos que se debe no recordar. Tampoco faltan quienes mantienen que lo que interesa es el presente y el futuro, nunca el pasado. Pero si se toma en serio la idea del perdón, se concluye –con Paul Ricoeur– que «no se olvida el acontecimiento pasado, el acto criminal, sino su sentido y su lugar en la dialéctica global de la conciencia histórica». Por otra parte, es imprescindible saber que el perdón siempre «supone la mediación de otra conciencia, la de la víctima, que es la única que puede perdonar» (41).
            Y el actual Gobierno español no ha favorecido precisamente con su proyecto de la memoria el perdón, al intentar dejar en el anonimato a los causantes directos de las muertes que se intentan reparar, lo que ha sido de este modo criticado por el magistrado José Antonio Martín Pallín: «La vergonzante propuesta de ley cuya tramitación se inicia, llega hasta el extremo insólito de vedar la publicación de los nombres de las personas que han intervenido en la comisión de hechos que el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo han condenado como crímenes de lesa humanidad» (42).
            Así que, ¿por qué no preguntar primero a los representantes y familiares de las víctimas? Si quedan sin reconocer asesinados o desparecidos que lo fueron a manos del bando republicano, publíquense los nombres y apellidos de quienes murieron y quienes mataron, y repárese, si no se ha reparado ya, su causa y la de sus familiares. Si bien el quid del asunto no es la Guerra Civil –de la que se sabe bastante– sino lo sucedido inmediatamente después del 1 de abril de 1939 y hasta 1977. En España somos capaces de indicar a la sociedad chilena lo que tiene que hacer con Pinochet e incluso hubo aquí un intento serio de procesarlo. Pero las cifras de Chile, sus asesinados y torturados, los tres mil y pico muertos y desaparecidos que se atribuyen a Pinochet se quedan en mantillas ante lo que pasó en cualquier provincia española al término de la Guerra Civil (43).
            En la sociedad española se ha logrado una rara y preciosa casi unanimidad sobre el reconocimiento de todo tipo que merecen las víctimas del terrorismo etarra y yihadista. Los muchos miles de asesinados mediante consejos de guerra sumarísimos, sin ninguna garantía jurídica y por defender derechos fundamentales (como los de asociación y sindicación) o la fidelidad a la Constitución de 1931, que esos tribunales militares franquistas calificaron de manera inicua como delitos de “sedición”, “rebelión” o “auxilio a la rebelión”, necesitan ser reconocidos como víctimas de una represión ilegítima (44).
            Y resulta bastante torpe recurrir a la “seguridad jurídica” para oponerse a la revisión de esos juicios, si se tiene en cuenta que en muchos de ellos se aplicaron leyes, como la de Represión de la Masonería y el Comunismo (que duró de 1940 a 1962), que técnicamente hoy responden a los parámetros jurídicos del genocidio por motivos religiosos e ideológicos. Máxime si quienes les condenaron a muerte y ejecutaron nada tienen que temer, pues se beneficiaron de ese monumento a la impunidad –quizá hasta necesario políticamente en su momento– que fue la Ley 46/1977 de 15 de octubre, que declaró amnistiados los «delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de la persona reconocidos en las leyes».
            Hay quienes creen innecesario (o agrio y desatador de odios) ese recuerdo, e incluso sintonizan con las inquietudes de los obispos (y no solamente desde posiciones de derecha) (45). Pero parece que es algo de justicia elemental, coraje cívico y madurez social que se conozcan públicamente las dimensiones de lo actuado contra los derechos humanos y contra la vida de las personas por la dictadura de Franco, para que también hablásemos un mismo o parecido idioma democrático. Algo que tal vez una ley no pueda lograr (aunque sí desencadenar movimientos en esa positiva dirección) y requeriría un auténtico acuerdo de Estado.
            No se debiera perder de vista el caso autocrítico de Alemania. Sería deseable en España algo similar a lo que expone Jürgen Habermas: «Piensen ustedes sobre los discursos político-éticos sobre el holocausto o las masacres: han concienciado a la sociedad de la República Federal de Alemania del logro que supone la Constitución. El ejemplo de esta “memoria política” autocrítica (que entretanto no es ya nada excepcional, sino que está extendida también en otros países) demuestra cómo se crean y renuevan vínculos de “patriotismo constitucional” en el ámbito de la política. El término “patriotismo constitucional” significa –en contra del extendido error de interpretación– que los ciudadanos hacen suyos los principios de la Constitución, no sólo en su contenido abstracto, sino sobre todo en su significado concreto dentro del contexto histórico de su respectiva historia nacional» (46).
            Todo lo cual tiene muchísimo que ver con la Iglesia católica española y su maridaje teocrático con la dictadura de Franco (47). Institución eclesial que no ha tenido a bien realizar ninguna autocrítica por ese episodio represor de tan larga duración, como si viniera históricamente de la inocencia (tal y como lo han criticado los profesores Martínez de Pisón y Gregorio Peces-Barba en repetidas ocasiones). Pero la Iglesia sí que ejerce su memoria particular para recordarnos que «superando cualquier añoranza del pasado, colaboró decididamente para hacer posible la democracia, con el reconocimiento de los derechos fundamentales de todos, sin ninguna discriminación». Y «se olvida que la Iglesia y los católicos españoles colaboraron al establecimiento de la democracia y han respetado sus normas e instituciones lealmente en todo momento» (48).
            No está nada mal esa vinculación de la Iglesia con la democracia, que necesita alguna que otra matización (49). Incluso hubo algún importante sector de personas y varias organizaciones católicas emparentadas directamente con el antifranquismo. Sin temor a la exageración, cualquier demócrata que viviera los últimos años de la dictadura y los siguientes no tiene sino un buen recuerdo del cardenal Tarancón. Posteriormente, fueron claras las convergencias eclesiales con los Gobiernos de UCD (no hay más que repasar las listas de sus ministros propagandistas católicos), por no hablar otra vez de los poco constitucionales Acuerdos del Estado español con la Santa Sede en 1979; luego, hubo una coexistencia que tuvo sus más y sus menos con Felipe González, se dio una ulterior convergencia decidida con José María Aznar, y finalmente la franca hostilidad –que incluye a prelados en el legítimo ejercicio del derecho de manifestación en la calle– contra el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Porque la jerarquía episcopal española tiene sus propias preferencias políticas: «Si es verdad que los católicos pueden apoyar partidos diferentes y militar en ellos, también es cierto que no todos los programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la vida cristiana» (50).
            Lo que retrotrae a algunas escenas de las buenas películas italianas de los años cincuenta y sesenta, cuando algún sacerdote desde el púlpito pedía en las elecciones a sus fieles los votos para los partidos políticos que fueran “cristianos” y “demócratas” (y la Democracia Cristiana competía entonces por el poder con los partidos de izquierda). Todo lo cual, ciertamente, es también un animoso ejercicio de la democracia.


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(1) Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 2 tomos, Espasa-Calpe, Madrid, 1999.
(2) Que quienes propugnamos el laicismo institucional no empleamos el mismo léxico que la Iglesia católica, nos lo demuestra a lo vivo y reciente Modesto Romero Cid, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Enseñanza, para quien no hay despidos de las personas docentes de religión, sino un “número de profesores que los obispos han dejado de proponer”. En cuanto a las indemnizaciones correspondientes de los profesores no propuestos fijadas por los Tribunales, se trata de “deudas contraídas por el Estado y reconocidas por reiteradas sentencias dictadas a favor de los profesores que habían
reclamado sus derechos”. El País, 8/12/2006, “Cartas al Director”.
(3) Fruto, escribe Prieto-Sanchís, de un rasgo general de la Constitución de 1978, que «viene a expresar la plasmación de líneas o principios ideológicos heterogéneos y a veces tendencialmente contradictorios que presentan, sin embargo, una idéntica pretensión de validez y de conformación de la sociedad». PRIETO-SANCHÍS, Luis, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, pp. 124.
(4) «Se descarta pues la inhibida no contaminación sugerida por el laicismo para dar paso a un novedoso ámbito de cooperación», opina Andrés Ollero del artículo constitucional 16.3, de forma que el nítido rasgo no confesional o laico con el que se inicia el apartado 3 de esa norma se ve compensado –en sentido favorable a la religión mayoritaria– por lo que viene a continuación, que solamente excluye –a su juicio– «a los creyentes que no han asimilado la doctrina del Concilio Vaticano II, a los creyentes en otras confesiones que se dejen llevar por complejos de inferioridad y a los anticlericales anacrónicos». OLLERO, Andrés, España: ¿Un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Thomson/Civitas, Madrid, 2005, pp. 31-32.
(5) LEGAZ LACAMBRA, Luis, Filosofía del derecho, Bosch, Barcelona, 1972, pp. 828-833.
(6) Ideología infalibilista del Vaticano y la Iglesia que “sigue vigente” según acreditados teólogos. Tiene un alcance expansivo porque, si en principio está acotada “en situaciones bien delimitadas”, de hecho se convierte en infalibilidades para “todas las palabras del Papa”. Lo que dificulta enormemente una autocrítica racional y la petición de perdón, pues la confesión de un “error” no está permitida por el infalibilismo. BOFF, Leonardo, “El mal ejemplo del Papa” [artículo en Internet: 22/9/2006].
(7) LEGAZ LACAMBRA, Luis, op. cit., pp. 828-833.
(8) Así lo critica –y aquí se comparte– LLAMAZARES, Dionisio, en su capítulo “La cuestión religiosa en la Constitución española de 1978”, en el libro colectivo coordinado por PECES-BARBA, Gregorio, y RAMIRO, Miguel Ángel, La Constitución a examen. Un estudio académico 25 años después, Marcial Pons, Madrid, 2004, pp. 195-221.
(9) OLLERO, Andrés, op. cit., p.16.
(10) Laico como “no clerical” y dentro de la Iglesia es la concepción expuesta por el profesor Ollero: «Iglesia clerical es aquella en la que los laicos, meras ovejas del redil, se ven sustituidos en su papel por clérigos metidos a líderes políticos o sindicales». Idea sobre el laicado católico que, al menos así expuesta, posee en mi opinión alguna connotación anticlerical. Lo que se corrobora en su crítica al “clericalismo” entendido como “minoría de edad del laicado” (dentro de la Iglesia), Ibídem, pp. 59 y 63.
(11) Un estudio comparado de los diferentes regímenes constitucionales de “Iglesia e iglesias” en España y Portugal puede encontrarse en LACASTA-ZABALZA, José Ignacio, Cultura y gramática del Leviatán portugués, prefacio de HESPANHA, António, Prensas Universitarias, Zaragoza, 1988, pp. 220-230.
(12) “Entrevista al Cardenal Joseph Ratzinger”, La Reppublica, 19/11/2004. Fuente: Vatican Information Service. 27/12/2006.
(13) PSOE, “Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía”, Manifiesto con motivo del XVIII aniversario de la Constitución, http//www.abc.es, 9/12/2006.
(14) Dionisio Llamazares advierte el origen doctrinal francés, que es el que acuña la distinción entre ambos términos. Indica que su uso indistinto se hace desde ciertas equivalencias conceptuales. Pero que, históricamente, el laicismo nace en una fuerte disputa revolucionaria (la derivada de 1789) contra el poder religioso y los defensores del “origen divino del poder”. El programa que postula la soberanía nacional o popular es incompatible con la idea religiosa del poder, y la separación entre revelación y razón se convierte en una exigencia inaplazable para las ideas revolucionarias. De ahí que ese laicismo rechace cualquier ingerencia, directa o indirecta, del poder religioso en el ámbito político. En cambio, y es un matiz importante, la laicidad es más bien “el objetivo final de ese movimiento” en el que el Estado se separa de las plurales convicciones de su ciudadanía: «La laicidad así entendida es el fundamento del pacto para la convivencia sobre la base de la aceptación de unos valores comunes y de unas reglas de convivencia democrática, entre ellas la del respeto de lo diferente en cuanto no esté en contradicción con el patrimonio axiológico común». LLAMAZARES, Dionisio, “La cuestión religiosa en la Constitución española de 1978”, op. cit., pp. 195-221.
(15) OLLERO, Andrés, op. cit., p. 181.
(16) «De lo contrario, acabarían dándonos por laico lo laicista o, en el mejor de los casos, lo meramente aconfesional». OLLERO, Andrés, op. cit.,p. 182.
(17) YANES, Elías, “Estado ‘laico’, ‘laicismo’ y ‘laicidad’”, http://www.e-libertadreligiosa.net. 9/10/2006. Y Benedicto XVI también ha recurrido al concepto de Pío XII: «La sana laicidad comporta que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se debería confinar sólo al ámbito privado. Al contrario, la religión, organizada en estructuras visibles, tiene que ser reconocida como presencia comunitaria pública». VÁZQUEZ DÍAZ-MAYORDOMO, Juan Luis, “Benedicto XVI, acerca de la sana laicidad”, Alfa y Omega, nº 524, 14/12/2006, p. 21.
(18) TAMAYO, Juan José, “Estado laico, ¿misión imposible?”, El País, 9/12/2006. Lo que no quita para que el profesor Tamayo realice una serie de críticas –que aquí en general se comparten– a las serias faltas de laicismo o laicidad y no confesionalidad del Estado español. (19) GÉNY, François, “La laïcité du droit naturel”, Archives du Philosophie du Droi et de Sociologie juridique, nº 3/4 de 1933, pp. 7-27.
(20) GÉNY, François, Science et Technique en droit privé positif, París, Sirey, 1922, vol. I, p. 72.
(21) “Benedicto XVI, acerca de la sana laicidad”, p. 21.
(22) http://www.ladocumentationfrançaise.fr/, 27/12/2006.
(23) Mariano Rajoy, entre otros.
(24) MARTÍNEZ DE PISÓN, José María, Constitución y libertad religiosa en España, prólogo de LACASTA-ZABALZA, José Ignacio, Dykinson/Universidad de la Rioja, Madrid, 2000, p. 177.
(25) Ibídem, p. 388.
(26) ROUCO VARELA, Antonio María, “El sí a Dios tiene consecuencias en la vida”, entrevista de ALONSO SANDOICA, Javier, Alfa y Omega, nº 522, 29/11/2006, p. 15.
(27) PÉREZ GARZÓN, Juan Sisinio, “El Estado educador: la secularización de la instrucción pública en España”, en el libro colectivo de SUÁREZ CORTINA, Manuel (editor), Secularización y laicismo en la España contemporánea, Sociedad Menéndez Pelayo, Santander, 2001, pp. 95-119.
(28) La casi ausencia de vocaciones religiosas locales, de sacerdotes autóctonos jóvenes, el vaciamiento de los Seminarios, el incumplimiento de los preceptos eclesiales –la asistencia a misa visiblemente– por parte de los fieles, su cicatería a la hora de colaborar económicamente a través de los impuestos con su Iglesia, el uso –a veces inmoral viniendo de quien ni cree ni cumple– del rito externo sacramental (bodas, bautizos, comuniones, entendidos como una ramplona fiesta social), así como una cierta falta de crédito moral entre sectores de la juventud, revelan una crisis a la que la Iglesia haría bien en mirar cara a cara en lugar de culpar al “laicismo” (tan insuficiente por cierto) del presente Gobierno y de las demás personas
que postulamos lo laico como un territorio pacífico de encuentro intelectual. La imagen de la organización eclesial tampoco es buena entre quienes cavilamos que en cualquier institución deben estar presentes las mujeres y participar en las decisiones (piénsese, por ejemplo, en la visión de un Cónclave para elegir Papa, en su viril y gerontocrática composición o en la propia jerarquía y orden sacerdotal de únicos varones en pleno siglo XXI).
(29) DÍAZ-SALAZAR, Rafael, Iglesia, dictadura y democracia. Catolicismo y sociedad en España (1953-1979),Ediciones HOAC, Madrid, 1981, pp. 380-417.
(30) URETA GARCÍA, Agustín, “Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”, en LASAGABASTER, Iñaki, director del libro colectivo Convenio de Derechos Humanos. Comentario sistemático, Thompson/Civitas, Gobierno Vasco, Madrid, 2004. pp. 328-355.
(31) Por ejemplo, el confuso artículo, defensor de las medidas gubernamentales, de GARCÍA DE ANDOIN, Carlos, titulado con impropiedad “Laicidad incluyente”, El País, 1/10/2006. En sentido propiamente laico, DELGADO RUIZ, Francisco, “La sinrazón de un acuerdo”, El País, 1/10/2006.
(32) GARCÍA DE ANDOAÍN, Carlos, “Laicidad incluyente”.
(33) A. Ll. P, “Hay varias memorias históricas”, Alfa y Omega, nº 522, 29/11/2006, p. 29.
(34) Manuel Azaña, también ministro, opinó de la expulsión de las órdenes religiosas que era una “medida repugnante, ineficaz y que sólo encierra peligro”, amén de “una acción ininteligente”. MARTÍNEZ DE PISÓN, José María, op. cit., pp. 175-179.
(35) GOMES CANOTILHO, José Joaquim, Direito Constitucional e Teoria da Constituiçâo, Almedina, Coimbra, 1999, p. 162.
(36) OLLERO, Andrés, op. cit., p. 59.
(37) «La Campoamor es radical, pero todo su partido, y el Radical-Socialista, se oponen a que las mujeres tengan voto. Yo creo que tiene razón la Campoamor y que es una atrocidad negar el voto a las mujeres por la sospecha de que no votarían a favor de la República (…) Han votado juntos los socialistas y los católicos. Se han enfurecido mucho los perdidosos y, como decía ayer Martínez Barrio, han amenazado con grandes voces no dejar un solo fraile en España». AZAÑA, Manuel, Memorias políticas y de guerra, Grijalbo, Barcelona, 1981, vol I, p. 199.
(38) Américo Castro decía con zumba que el régimen de Franco configuraba un Estado semítico, ya que “el estar soldados la religión y el Estado es un fenómeno semítico (Israel, Marruecos, etc.)” y “no occidental”. CASTRO, Américo, El Epistolario (1968-1972), prólogo de GOYTISOLO, Juan, y edición de ESCUDERO, Javier, Pre-Textos, Valencia, 1997, pp. 58-61.
(39) [N. de R: En esta nota, se citan varias decenas de sacerdotes con nombre y apellidos y circunstancias en las que fueron asesinados por las tropas militares de Franco. Lista que, por razones de espacio, hemos obviado. Puede verse completa, según el autor de este artículo, en Eliza 2000, evitime@euskalnet.net. 27/12/2006].
(40) ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, Alfa y Omega, nº 522, 29/11/2006, pp. 20-23.
(41) RICOEUR, Paul, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, Presentación de GABILONDO, Ángel, Arrecife/Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 1999, pp 62-64.
(42) MARTÍN PALLÍN, José Antonio, “La sombra de Franco es alargada”, El País, 19/12/2006.
(43) Solamente en las tapias del Cementerio del Este de Madrid hubo 2.663 hombres y mujeres fusilados entre mayo de 1939 y febrero de 1944. No era el único sitio de Madrid donde había ejecuciones, como sucedía en todas las ciudades españolas. LACASTA-ZABALZA, José Ignacio, “La idea de la responsabilidad en la actual cultura constitucional española”, Derechos y Libertades, nº 10 del 2001, pp. 117-148.
(44) Aunque también es ilegítimo juzgar militarmente a miles de personas –y enviarlas a la cárcel– por ejercer el hoy fundamental derecho de manifestación o por una simple desobediencia a la Guardia Civil o a la Policía Armada (con fuero militar), delito que se llamaba “insulto a centinela” o “insulto a fuerza armada”.
(45) PRADERA, Javier, “La dictadura de Franco: amnesia y recuerdo”, Claves de Razón Práctica, nº 100 de 2000, pp. 52-61. Sencillamente, no es cierto –como afirma Pradera– que los críticos de la amnesia y la impunidad en España queramos ser “demócratas puros” (por haber resistido al franquismo) frente a los “impuros” que colaboraron y se beneficiaron de esa dictadura. La única pretensión que nos anima es la reconstrucción de la verdad y su público conocimiento, que incluye la reparación de las víctimas y la aproximación de esta sociedad a una ética elemental: a que en esta vida todos somos responsables de nuestros actos (inclusive la Iglesia católica).
(46) HABERMAS, Jürgen, y RATZINGER, Joseph, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, prólogo de RODRÍGUEZ DUPLÁ, Leonardo, Encuentro, Madrid, 2006, p. 34.
(47) Maridaje incluso represivo, como queda de manifiesto en los escalofriantes documentos que son soporte del libro de CASANOVA, Julián, La Iglesia de Franco, Crítica, Barcelona, 2005. Actuación de apología de la dictadura, que no se limita a la Guerra Civil, y explica hechos como la concesión a Franco de la Orden Suprema de Cristo, máxima condecoración del Vaticano, un 25 de febrero de 1954; “La idea de la responsabilidad en la cultura constitucional española”, p. 144.
(48) ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, op. cit., pp. 20-23.
(49) Por ejemplo, a algunas personas intensamente preocupadas por el destino de la democracia en España durante la aciaga noche del 23 de febrero de 1981 nos hubiera gustado de veras que la Conferencia Episcopal hubiera tenido –por decirlo finamente– más reflejos a la hora de rechazar aquel intento de golpe de Estado.
(50) “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, pp. 20-23.