José Ignacio Lacasta Zabalza
El desarrollo de los Derechos Humanos1
(Hika, 200-1zka, 2008ko iraila)

a) No todos fuimos siempre jurídicamente humanos

            En todas las épocas de las civilizaciones ha habido grupos o personas que tenían derechos y privilegios. Hegel decía bastante irónico que en el antiguo Egipto sólo un hombre, el Faraón, era libre. Lo que nos sirve, de entrada, para asegurar que todas las demás personas no lo eran en ese gran imperio ni en otros semejantes.
            En las ciudades de Grecia se creó la democracia, filosófica y prácticamente, pero una gran parte de la población vivía en la esclavitud. Y ese régimen de iniquidad, en el que los esclavos no eran seres humanos sino cosas, instrumentos o instrumentum vocale (herramienta que habla, en el viejo Derecho Romano y en la filosofía de Aristóteles), duró, en España y Portugal, sin ir más lejos y con respecto a sus colonias, hasta fines del siglo XIX. De paso, cabe honrar aquí a diputados e intelectuales liberales españoles, como Argüelles y muy especialmente José María Blanco White, que ya en los momentos de las Cortes de Cádiz y la guerra contra Napoleón, se propusieron seriamente la abolición de la esclavitud con enormes oposiciones provenientes de los criollos cubanos sobre todo y de la nula colaboración de la Iglesia en pro de las tesis abolicionistas.
            Es lógico comenzar por la esclavitud pues supone una declaración de inexistencia de muchos seres humanos como tales y, consecuentemente, de sus derechos. Hoy día, la jerarquía de la Iglesia católica habla mucho –con motivo de la Constitución europea- del papel del cristianismo en la promoción de los derechos humanos. Con el filósofo del derecho alemán Hans Welzel, todavía se hace preciso denunciar que las doctrinas de Tomás de Aquino (católica) y de Lutero (protestante) se dedicaron a legitimar la esclavitud en el medioevo y posteriormente con las mismas razones que las tradicionales de Aristóteles. Actitud que duró siglos y que, en el XIX, solamente se conmovió por la obra de políticos (parlamentarios franceses e ingleses en un inicio) y de autores (como los citados españoles) que consiguieron finalmente acabar institucional –que no realmente- con esa deleznable condición.
            Frente a la esclavitud, como sucede hoy con los derechos de las mujeres, la Iglesia católica oficial y los también oficiales cristianismos europeos, con diferentes tonalidades, intensidades, e incluso mediante meritorias rectificaciones en algunas iglesias protestantes (que no en la católica que continúa sin admitir el sacerdocio para las féminas), no han hecho sino ir a remolque de los avances de la sociedad civil. Así que no es nada clara esa ecuación que el Vaticano suele establecer entre cristianismo = humanismo = derechos humanos. Porque, en la realidad histórica –y en hermosa metáfora de Hans Welzel sobre la esclavitud- fue el árbol laico de la Razón y no el religioso de la Revelación el que dio por fin sus frutos liberadores al considerar a todas las personas dignas de los derechos humanos sin distinción.
            Ante todo esto no hemos de creer que finalmente hasta las iglesias se convencen de la irresistible marcha del progreso o algo semejante. La esclavitud, incluso la infantil, existe en grandes cantidades en el mundo, si por tal situación se incluye a personas que dependen de otras que les mandan trabajar sin ninguna retribución a cambio y en condiciones de vida infrahumanas. Los organismos internacionales defensores de los derechos humanos así lo testifican en pleno siglo XXI.
            El desarrollo de los derechos humanos es lo menos parecido a la inercia o al progreso constante e ilimitado. Es, ante todo, una lucha por abrirse camino en medio de durísimas dificultades. Con avances, pero así mismo con retrocesos y estancamientos, han hecho falta muchos siglos para que se admita que mujeres y hombres seamos iguales o que las personas jamás podamos ser consideradas como cosas sino como fines en sí mismas (según la preciosa fórmula de Immanuel Kant).
            Que la vigente Constitución de Colombia de 1991 recuerde en su artículo 17, de hermoso y encomiable modo, la prohibición de la esclavitud, no impide, desdichadamente, que no pocos seres humanos de esa sociedad (mujeres, hombres y niños) vivan como esclavos a merced de otros seres humanos en pleno siglo XXI. Y el caso de Colombia, por desgracia, no es un hecho aislado, ya que la esclavitud todavía manifiesta su peor rostro inhumano en tantas y tantas zonas depauperadas de todo el globo terráqueo.

b) Los privilegios no son Derechos Humanos y la
tolerancia no significa -todavía- libertad

            En épocas pasadas, en la Edad Media sin ir demasiado lejos en el tiempo, hubo grupos y miembros de los mismos que tenían sus derechos, incluso de carácter relevante, que evocan las actuales formas democráticas. «Nos, que valemos tanto como vos, y que todos juntos somos más que vos» era el comienzo de la fórmula del juramento que las Cortes aragonesas y sus compromisarios exigían nada menos que al Rey y titular de la Corona. En el medioevo también se hablaba de libertad y libertades («pro libertate patriae, gens libera state» reza la divisa de los Infanzones de Obanos que aún hoy mismo puede leerse inscrita como está en el edificio de la Diputación de Navarra).
            Esas experiencias pasadas lo que nos dicen es que una parte pequeña de la población, los nobles de diversas categorías, el estamento nobiliario, poseía sus derechos. A veces estos han inspirado los modernos procedimientos democráticos y la protección de los derechos humanos. El famoso habeas corpus y el paso a la disposición del juez en un determinado plazo de toda persona detenida, se recreó durante cientos de años en Inglaterra y allí ha sufrido hoy día evidentes violaciones en relación con la promulgación reciente de una bárbara legislación antiterrorista que permite las detenciones indiscriminadas y arbitrarias. Con todo, el origen del habeas corpus, según varios historiadores, no era inglés y procedía de varias disposiciones del viejo Fuero de Aragón conocidas en toda Europa (el Decreto de Firma y la Manifestación de Personas), por las que el Justicia aragonés podía reclamar para su jurisdicción y en sus propias cárceles a nobles imputados por delitos varios.
            Dicho sea de paso, y para que se vea donde pueden ir a parar los derechos en la historia, es bastante sabido que Juan de Lanuza, Justicia de Aragón, otorgó su amparo jurisdiccional a Antonio Pérez, perseguido entonces por el rey Felipe II. El resultado fue que Felipe II ordenó decapitar públicamente a Juan de Lanuza; lugar de la decapitación y víctima que dieron oportuno nombre a una conocida plaza de la ciudad de Zaragoza.
            Pero lo que interesa deducir de estas experiencias medievales y posteriores es que se trataba de derechos de una porción mínima de la sociedad, los nobles, que junto a los eclesiásticos (quienes también tenían su propia jurisdicción o fuero) eran el núcleo del poder político y económico de aquellas sociedades en las que la exclusión jurídica y extorsión de los más amplios sectores (siervos, vasallos, pecheros, criados, menestrales y no digamos judíos y moriscos o esclavos negros e indios de América) era la auténtica regla.
            Hubo, también en aquellos tiempos, situaciones de verdadera tolerancia. De la que no hay que crear ningún mito, sino refrescar que el origen etimológico de la palabra (de la que hoy se usa y abusa) es bastante negativo, algo nada activo sino una conducta precisamente pasiva. Tolerare en latín es aguantar en castellano y con eso ya está dicho casi todo sobre la idea.
            Soportaban –según numerosos testimonios históricos- los cristianos de los reinos peninsulares la presencia de las abiertas mezquitas y sinagogas hasta que ascendieron al poder los Reyes Católicos. Períodos que no se han de idealizar, pues los pogroms y los bárbaros movimientos antisemitas (acompañados de saqueos y asesinatos) no fueron infrecuentes en ciudades castellanas y andaluzas. Con todo, el mudejarismo, que así se describen las circunstancias del poder cristiano que tolera la conducta y culto de judíos e islámicos, fue una realidad y un estilo de vida, un auténtico modus vivendi cotidiano según el excelente trabajo “La tolerancia medieval y la nuestra” del especialista e historiador Francisco Márquez (Claves de Razón Práctica, nº 183 del 2008, pp. 4-6). Las gentes de las poblaciones, y no sus líderes religiosos ni políticos entre los que abundaban lo que hoy llamamos fundamentalistas, veían con claridad las ventajas de una vida así. Que era motivo de disgusto permanente para el Vaticano y numerosos reyes cristianos europeos2. El soporte económico mudéjar consistía en una muy consolidada división del trabajo, mediante la que los moros trabajaban la tierra y las huertas, los judíos se dedicaban a diversos oficios de inteligencia (traductores y médicos) o al comercio y los cristianos detentaban el poder político, administrativo y militar. Para hacerse una pequeña idea, aquel mundo de las ciudades medievales apenas podía moverse económicamente sin la conjunción de musulmanes y judíos, puesto que el trabajo manual estaba mal visto entre los cristianos (o estaba tan prohibido como determinados oficios) y el préstamo con interés era pecado mortal (y hasta grave delito para un bautizado).
            El mudejarismo fue precedido por su verdadera causa: la de los mozárabes. Los cristianos bajo dominación árabe que tenían sus propios emires y califas, practicaban con libertad su culto y debían pagar el impuesto religioso (como los judíos sefardíes de Marruecos lo hicieron hasta los años setenta del siglo XX). Todo tenía su arranque en la dhimma o protección de las religiones monoteístas a la que el Corán obligaba a los musulmanes. Lo que no tiene nada que ver con la yihad ni la fe por la espada, pese a lo que dijo Benedicto XVI en Ratisbona sobre las tradiciones belicosas en la historia de todo el Islam. La experiencia previa y tolerante de los árabes en Oriente parece que fue decisiva para lo sucedido con los mozárabes, debido al enriquecimiento islámico por la incorporación de recursos económicos y cuadros procedentes de los cristianos arrianos y no trinitarios que huían de Bizancio3.
            Todo esto no quiere decir que el Islam fuera más tolerante que el cristianismo o el judaísmo. En la realidad histórica, las tres religiones del libro, cuando han puesto o ponen su particular idea de la verdad por delante han hecho desaparecer frecuentemente los derechos humanos y hasta las personas físicas que los sustentan. A lo que se dedicó obsesivamente -hasta entrado el siglo XIX- la Inquisición española. Y, en la actualidad, no está de más recordarlo, el sector islámico que ahora se impone en Egipto persigue a los cristianos coptos que han sido tolerados durante muchísimos siglos, arremete contra los intelectuales egipcios seguidores del filósofo Averroes o ha propiciado algún atentado grave contra los escritores y escritoras que se han atrevido a dar una visión democrática e igualitaria de la mujer en aquel país árabe.
            Decididamente: la tolerancia no es la libertad religiosa ni la de conciencia, presupuestos imprescindibles para el desenvolvimiento de los derechos humanos. Lo que no quiere decir que no fuera mejor para los hombres y mujeres de carne y hueso el mudejarismo o la ubicación social de los mozárabes que la Inquisición. Voltaire, en su Diccionario filosófico, imaginó un diálogo entre un lord inglés de mente audaz (Boldmin) y un conde español llamado Medroso al servicio, además, de la Inquisición. En un momento de la conversación, el inglés reprocha al español su feo oficio y le dice: “Erais cien veces más dichosos bajo el yugo de los moros, que os dejaban sumiros libremente en todas vuestras supersticiones, y que, a pesar de ser vencedores, no se arrogaban el derecho inaudito de tener encadenadas las almas”.
            Pero esta Razón de Voltaire que empieza a imponerse a las supersticiones es del siglo XVIII, de una Ilustración que ya declara inadmisible el control del pensamiento y la existencia misma de la Inquisición (por cuyo desmantelamiento abogó este filósofo francés repetidamente en sus obras).
            En los siglos XVI y XVII se afianzó en Europa otra tolerancia derivada de las guerras de religión entre católicos y protestantes. Como la confrontación entre las diferentes verdades parecía inacabable, se llegó en Holanda y en zonas germánicas o del norte europeo a una solución pragmática: la religión oficial era la del monarca de turno y las demás eran toleradas. Por supuesto, esta tolerancia no comprendía a los ateos sino a ciertas iglesias cristianas y con condiciones. También podía permitirse la libertad de culto a los judíos. La confesión mayoritaria u oficial tenía un trato privilegiado con respecto a las demás (que nunca estaban en un plano de igualdad). Y esta es la situación consustancial a la tolerancia: una religión dominante y las demás toleradas, esto es, consentidas en sus límites fijados por el poder.
            Esta tolerancia europea de los siglos XVI y XVII, que es la que ha consagrado en buena medida el concepto, tenía dos características muy negativas: a) no presuponía la laicidad, un Estado laico, neutral, que garantizase el derecho a tener o no tener la religión que se quisiera por parte de la ciudadanía (eran todavía súbditos y no ciudadanos); b) no existía la libertad religiosa, que implica a su vez la libertad de conciencia, para desplegar la igualdad entre todas las diferentes opciones ideológicas y religiosas existentes en una sociedad.
            O dicho de otra manera: en nuestra historia de la cultura occidental, cuando el credo religioso deja de ser un factor de discriminación, estamos ya ante el Estado laico, aconfesional, y ante el derecho fundamental a la libertad de conciencia.

c) El surgimiento de los Derechos
Humanos y su despliegue

            Los Derechos Humanos, tal como los conocemos, nacieron de una feliz conjunción entre las filosofías ilustradas (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, etc.) y la puesta en práctica de las mismas por la Revolución francesa desde 1789. La tolerancia de Voltaire no es ni de lejos la del medioevo ni la de las guerras de religión europeas, sino que ya incluye una defensa activa de los derechos a profesar cualquier religión y a no ser discriminado o condenado por ese motivo. El contrato social de Rousseau ha pasado a integrar una cultura del dominio público: a) cada ciudadano cede parte de su libertad al depósito común llamado voluntad general; b) y de esa voluntad general, y de ningún otro lugar (lo que sustenta las teorías de la soberanía nacional y popular) nace la legitimidad de las leyes.
            Este artefacto filosófico de Rousseau pasó a ser el catecismo de los revolucionarios y las clases populares. Como puede verse en la bien informada históricamente –y muy revolucionaria- película de Renoir titulada La Marsellesa. Incluso los detractores de la Revolución francesa reconocen su eficacia y fuerza contractual (Hyppolite Taine entre otros). El instrumento rousseauniano tiraba por los suelos la legitimación divina de la monarquía y, finalmente, la propia monarquía. Lo que no procediera de la voluntad general, es decir, de la nación o del pueblo, tenía los días contados.
            Pero la filosofía de la Ilustración era mucho más. Era el triunfo de la Razón en todos los ámbitos y la crítica completa de todas las supersticiones hasta las más sagradas. Tuvo su apoyo en otra empírica y experimental filosofía de la ciencia, en Fontenelle y su pluralidad de los mundos, en Newton, en Bacon. Sapere aude! dijo Immanuel Kant que era el emblema de toda la Ilustración. Hay que atreverse a saber y pensar con la propia cabeza, abandonar los comportamientos gregarios propios del Antiguo Régimen y las monarquías tiránicas, lo que no es –en palabras kantianas-sino «la minoría de edad de la humanidad». Con la autodeterminación de toda persona, que no ha de seguir servilmente la guía de nadie y un concepto de la libertad kantiana que no tiene más límites que la libertad de los demás y la ley general (hoy se diría Constitución), Kant ha inspirado de manera decisiva la promoción de los derechos humanos. Con todos sus defectos, como su actitud ante las mujeres o la pena de muerte, cuya crítica desborda el limitado propósito de este artículo que se encierra en su título.
            Y, sobre la pena de muerte, contra la pena capital, contra la tortura, un italiano conmovió –y algunos intentamos que aún conmueva- el mundo. Cesare Beccaria publicó en 1762 su libro –que siempre hay que releer- De los delitos y de las penas. Allí está condensada la crítica a la política criminal de la monarquía absoluta, cuando los cargos comprados o heredados impartían una justicia que dependía muchas veces –escribía con sorna Beccaria- de la buena o mala digestión del juez. Allí establece Beccaria el importantísimo principio de la presunción de inocencia, las garantías –hasta del jurado- del que ha sido imputado, la finalidad de la pena (evitar y prevenir la comisión de nuevos delitos), las pruebas, la sujeción del juez al imperio de la ley, el rechazo del tormento con criterios a la vez prácticos y humanistas… Ni qué decir tiene que el Vaticano y sus obispos combatieron este libro siempre que pudieron y lo incluyeron en su célebre listado de libros prohibidos.
            Que la pena de muerte no ha sido erradicada al completo, en demostración de las paradas en su curso y agresiones que sufren hoy los derechos humanos, nos lo dice todos los años Amnistía Internacional y el conocimiento público de los miles de ejecuciones en China, USA, Irán, Arabia Saudita, etc.
            El momento más relevante en el inicio del razonamiento de los Derechos Humanos fue la conexión de todas estas y otras ideas ilustradas con la revolución francesa. Que ha sufrido actualmente notorios ataques historiográficos conservadores (en Francia François Furet y en España Eduardo García de Enterría, entre otros). La revolución francesa trajo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Ideario y programa que ha sido el más influyente, más que el de la revolución americana que dio forma jurídica mediante la independencia a un régimen social preexistente, debido a las intensas transformaciones que provocó en materia constitucional y en la forja de los Derechos Humanos. La división de poderes, la consagración de los derechos subjetivos, las garantías procesales, la presunción de inocencia, la libertad religiosa, ya estaban en los libros de los ilustrados, pero, mediante esa Declaración, pasaron a las leyes y a todo el despliegue posterior de los Derechos Humanos en todo el mundo. Todo el liberalismo –en el mejor de los sentidos- es deudor de esa Declaración y su legado, que no hubiera sido factible sin la profunda transformación de todos los órdenes que introdujo la revolución francesa.
            Complementariamente, el derecho a decidir como hoy se dice, la autodeterminación de los pueblos, nació en la cuna de la independencia norteamericana frente a Inglaterra y en las doctrinas revolucionarias de la soberanía nacional francesa. Que ahora no se van a estudiar y merecen un comentario autónomo derivado de trabajos como el Diccionario de Javier Villanueva y los muy interesantes de Carlos Fernández Liesa en los tomos ya citados en la primera nota de este artículo.
            La gran revolución gala tuvo sus pros y sus contras, en los que tampoco se va a entrar en este artículo porque sobrepasaría su natural dimensión. Los revolucionarios franceses fueron capaces de lo mejor y lo peor. Robespierre es autor de un maravilloso discurso a favor de todos los derechos de los negros (ciudadanos de color) de las Antillas francesas. Y, durante su mandato, fue guillotinada Olympia des Gouges, que quiso –y no pudo- obtener el reconocimiento de todos los derechos políticos para las mujeres. Hubo excepciones defensoras de las mujeres, como Condorcet y en el derecho civil de familia Camille Desmoulins. Hubo avances (investigación de la paternidad, divorcio, abolición de la autoridad paterna y marital, prohibición de la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos…). Y se dieron también retrocesos, pues el Código de Napoleón de 1804 abolió todas esas conquistas, prohibió la investigación de la paternidad (por iniciativa personal del propio Napoleón), dejó al divorcio con tantos requisitos que parecía imposible, sometió a la mujer al control del Consejo de Familia y bajo la tutoría del marido, etc. Todo lo cual pasó –y esa mentalidad paternalista sobre la mujer- a los Códigos civiles españoles.
            Y, más que nada, no existe una especie de santidad de todas las revoluciones. El mismo nombre de revolución tiene algo de mágico o mítico, el cambio de todas cosas, la mutatio rerum de San Agustín, el cataclismo necesario, y, si se mira la historia con imparcialidad, las más de las veces ha sido algo muy negativo para los seres humanos implicados y sus derechos. Que se lo pregunten a los millones de chinos eliminados físicamente por Mao después de la toma del poder, a las víctimas del régimen sin libertades de la URSS en todas sus etapas, a la locura de Pol Pot en Camboya. Y a tantas revoluciones que están en el debe y no en el haber de los Derechos Humanos. Aunque tampoco toda revolución es negativa, como lo demuestra, con todos sus fallos e insuficiencias, la propia revolución francesa.
            En muchos sitios de Latinoamérica todavía tiene un prestigio indebido lo revolucionario y el sólo nombre de la revolución. En Euskal Herria aún hay sectores de la sociedad civil que padecen esa enfermedad, de una manera incomprensible y desvariada en un lugar del mundo más desarrollado donde no hay precisamente hambre ni dejan de estar satisfechas y bien colmadas las necesidades básicas (alimento, salud, educación, vestido) de toda la población. Por lo que hablar de opresión resulta geográficamente hasta un soliloquio irresponsable en el mundo de desigualdades en que vivimos. Donde se dice que no se pueden expresar las ideas y que esto es igual que el franquismo, y se publica el Gara o se da una rueda de prensa o se inicia una manifestación. Falta un análisis inductivo, empírico, práctico, de las condiciones materiales de vida y sus libertades en Latinoamérica (y en Euskal Herria); falta en Latinoamérica un análisis serio de las revoluciones, de lo que han dado y de lo que han quitado a las gentes trabajadoras de aquellos países. De cosas tan sencillas como si hay pluralismo político en Cuba (que no lo hay sino un solo partido) o si allí están –que lo están- los presos de conciencia como en España en tiempos del general Franco.
            Con respecto a Latinoamérica y su historia, está bien toda crítica actual al poder español y sus excesos en el pasado, está muy bien toda afirmación afrodescendiente e indígena que rememore sus identidades y lo que se hizo con ellas, pero permítase esta pregunta provocadora que necesita su correspondiente respuesta: ¿qué han hecho los poderes criollos e independientes de España durante doscientos años? Y es que, en esta vida, cada cual es responsable de sus actos.
            De todas formas, los revolucionarios jacobinos franceses, con Robespierre a la cabeza, dejaron el poso fundamental de una cultura contraria a los Derechos Humanos, así mismo extendida en Latinoamérica, que se ha de criticar: a) la idea de la dictadura necesaria por un tiempo limitado hasta sanear la sociedad (que inspira la dictadura del proletariado posterior); b) sustentada por una proposición mucho peor: que el fin revolucionario justifica cualquier medio, incluso la eliminación física de los enemigos de la revolución. Pensamientos crueles que, llevados a la práctica, no engendran más que dolor y obstáculos a veces insalvables para una acción social apoyada en la observancia de los Derechos Humanos.
            A partir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los autores han distinguido entre varias generaciones sucesivas de los Derechos Humanos. La primera generación es la de los derechos políticos y civiles (desde el sufragio y la libertad de expresión al divorcio), la segunda es la de los derechos sociales y económicos (a igual trabajo igual sueldo, ese sueldo fijado por convenios colectivos, salario mínimo, el derecho laboral y sus reguladas relaciones, etc.). Y la tercera es la de muchos derechos como el derecho al medio ambiente, que han surgido al calor de nuevos problemas como el del desarrollo sostenible.
            La distinción generacional es útil por su descripción cronológica. Siempre que no nos creamos que unos derechos son menos importantes que otros. Que, por su ubicación en la Constitución española como principios rectores (que no son derechos exigibles como tales), el derecho a la vivienda no es algo tan humano o fundamental como el derecho a la educación; o que el derecho al medio ambiente no es algo tan exigible –que legalmente no lo es- como la presunción de inocencia. Que la Constitución española establezca esa diferenciación de categorías (derechos exigibles y principios rectores que no se pueden exigir), no quiere decir que haya que reverenciarlo ni que lo admita la legislación internacional.
            Hay una nota característica en toda la evolución de los Derechos Humanos que es preciso destacar definitivamente. Es la más importante y consiste en su universalidad. Se predica de todas las personas sin excepciones. No hay Derechos Humanos para unos cuantos seres humanos. El derecho a la vida, a la paz, a la libertad de conciencia, etc., pertenecen a todos los y las habitantes del planeta. Los regímenes que niegan o persiguen sistemáticamente estos derechos (como la República Popular China que tan de moda está) son propiamente tiranías y así hay que decirlo.
            Una idea nefasta, que hizo terrible furor en nuestra guerra civil, se dirige precisamente contra ese carácter universal de los Derechos Humanos. No poca militancia de izquierdas postuló en 1936 la siguiente propuesta: la democracia solamente es para los demócratas. Como lógicamente no había un Registro republicano de demócratas (sino una Constitución que admitía el pluralismo político y sindical), cada grupo o partido decía quiénes lo eran y quiénes no. Las consecuencias, como haber votado a la derecha en las elecciones, podían costar al calificado como facha nada menos que la vida. Y quien se crea que esto es una exageración, puede leerse el magnífico y documentado libro de José Luis Ledesma, Los días de llamas de la revolución (Fernando el Católico/C.S.I.C, 2003), que demuestra los arbitrarios desmanes de las izquierdas en los primeros días de la guerra civil.
            Entonces, ¿los fascistas han de tener derechos? Que el pensamiento no delinque es una vieja máxima liberal que, a mi juicio, posee todo su valor. Este territorio está demasiado invadido por el pensamiento políticamente correcto, que introduce en los Códigos penales hasta las ideas revisionistas del nazismo. Una persona, toda persona, puede tener las ideas que le vengan en gana y hasta decir que los campos de concentración de Hitler son un montaje de Hollywood (lo que he tenido que escuchar personalmente hace pocos años de una boca, para mi desazón, juvenil). El límite debería estar siempre en la acción externa, en si eso lleva consigo que se propugne y practique la violencia, la coacción, los insultos, las agresiones, las amenazas, las injurias y calumnias y demás repertorio delictivo contra las personas y sus bienes contenido en el Código penal.
            Conviene, pues, hemen eta orain, criticar las violaciones de la universalidad de los Derechos Humanos. Porque la actividad de ETA, que asesina por pensar diferente y por poseer el carnet de un partido político (como hizo con Isaías Carrasco), continúa las peores tradiciones de la izquierda española en la guerra civil y sus asesinatos a ilícita mano airada.
            Por supuesto que hay que criticar también la práctica de la tortura, cuando la hay y así se demuestra, los indultos –que los hay- a los torturadores condenados por sentencias firmes, el torcimiento de la legislación penal en procesos como el 18/98, etc. Pero hay que oponerse a la idea, tan enraizada en zonas de la izquierda abertzale, consistente en negar los derechos de los demás y diferentes, en creer que la pena de muerte solamente la practican los poderes públicos (cuando el poder español la ha desterrado meritoriamente hasta de la legislación militar), en quebrar, en suma, la universalidad de los derechos de todas las personas y abogar por su inhumana y más que retrógada parcialidad.

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1. Como no me considero nada del otro jueves y mucho menos me gusta adornarme con plumas ajenas ni apropiarme de lo que no es mío, considero imprescindible decir que he extraído buena parte de este trabajo de los cuatro tomos de la Historia de los derechos fundamentales coordinada por Gregorio Peces-Barba y publicada por Dykinson. Los filósofos clásicos se citan por sus obras. Y aquí se sigue el orden cronológico de los mencionados libros dirigidos por Gregorio Peces-Barba.

2. Lo que era visible hasta en el uso de los trajes, pues los nobles cristianos de los reinos peninsulares gustaban vestirse a la morisca. Es bien conocida la anécdota –difundida por Jiménez Lozano- correspondiente a Carlos V emperador cuando trabó el primer conocimiento directo de sus súbditos nobles de Castilla. A todo su séquito flamenco y borgoñón le chocó que vistieran los castellanos “como Reyes Magos”.

3. Lo que también da cuenta de la gran presencia, durante muchos siglos, de cristianos griegos y armenios en altos cargos de la administración y la política del Imperio turco.