José Ignacio Lacasta-Zabalza
Memoria y consejos de guerra
(Hika, 181zka. 2006ko urria)

            A preguntas de Izquierda Unida en el Parlamento, el presidente Rodríguez Zapatero dio su opinión sobre ciertos contenidos de la Ley de Memoria Histórica que es preciso comentar y criticar. Por lo que sabemos, la ley va a limitarse a la reparación moral y económica de las víctimas, lo que no es poco si se recuerda que hasta ahora no se ha hecho prácticamente nada. Pero Rodríguez Zapatero también se ha mostrado contrario a la anulación de las sentencias de los tribunales de excepción franquistas (El País, 14.9.06).
            Importa, pues, detenerse en los motivos esgrimidos por Rodríguez Zapatero. En primer lugar se remite a la transición como herencia que inspira la Ley de Memoria Histórica. Extemporánea inspiración, por cierto; porque si el olvido pudo ser conveniente en un momento dado en el que la oposición democrática no poseía aún fuerza suficiente, no lo es ahora en absoluto. La transición no fue un camino de rosas y la amnistía del año 1977 para todos los delitos contra las personas cometidos por los funcionarios franquistas, creó un clima de impunidad y caradura moral bastante incompatibles con una democracia debidamente madura y asentada. No es otro el espíritu de las leyes de punto final que vinieron después de las dictaduras chilena y argentina; pero que, con más valentía cívica que por estos territorios, la judicatura y la sociedad civil de esos países han conseguido derogar al menos en importante parte.
            Por cierto, ¿cuántos miles de personas fueron víctimas de los consejos de guerra franquistas? Conocemos algunas cifras: todavía en 1978 la jurisdicción militar condenó a 148 paisanos, entre los cuales se encontraba Albert Boadella y su compañía de teatro Els Joglars. Y los castigos no eran suaves: dos años de prisión por injurias a los Ejércitos. Con anterioridad y por ejemplo, 1.266 civiles eran castigados en consejo de guerra en 1954. En los años sesenta desciende la cantidad, que aún arroja el saldo de 529 víctimas en 1959, para mantenerse en unas trescientas personas de media penadas por lo militar durante todos esos años. Por no hablar de los miles y miles de asesinados y sentenciados a reclusión mayor durante los años cuarenta (unas 50.000 personas ejecutadas después de la guerra, según el documentado historiador Julián Casanova). Lo que también puede extraerse del capítulo correspondiente al franquismo en el conocido y muy citado libro de Manuel Ballbé sobre Orden público y militarismo en la España constitucional.
            ¿Y qué procedimientos empleaba un consejo de guerra? Con razón dijo en el siglo XIX un gran jurista alemán que la justicia militar guarda la misma relación con la justicia que la música militar con la clásica. Los tribunales militares franquistas condenaban por “insulto a Fuerza Armada” o “insulto a centinela” la mera desobediencia a la Policía Armada o a la Guardia Civil, considerados soldados a todos los efectos; figuras delictivas que fueron palanca, también, de exculpaciones indebidas por desmanes de esos agentes policiales sometidos al -para ellos- benigno fuero militar.
            Hay que dejarlo claro: el Ejército español se dedicaba a reprimir lo que hoy son derechos fundamentales de asociación, reunión y expresión sobre todo; y lo hacía mediante la brutalidad de un consejo de guerra. Como el que llevó a la cárcel el 13 de junio de 1960 a Jordi Pujol por un delito de rebelión militar. ¡Menuda rebelión consistente en entonar el Cant de la Senyera y difundir unas hojas volanderas con ideas catalanistas! En otras muchas ocasiones la cosa fue bastante más seria. Como los fusilados por rebelión y auxilio a la misma, cuya acción real había sido justamente la contraria. La de permanecer fieles a la Constitución legítima de 1931. No en vano se le llamó el delito de viceversa por parte del gran penalista –y socialista- Jiménez de Asúa. O como en el supuesto de todas las víctimas de la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo, cuyo Juzgado Especial, al mando del coronel Eymar, estuvo actuando desde 1940 hasta la creación del Tribunal de Orden Público en 1962.
            Un caso sangrante en 1974 fue el del asesinado por garrote vil de  Salvador Puig Antich, que recientemente se ha reflejado en una oportuna película contra la amnesia. Pero jurídicamente tiene especial interés el fusilamiento de Julián Grimau, porque el redactor de la sentencia, el comandante Manuel Fernández Martí representante del Cuerpo Jurídico militar, no tenía siquiera el título de Licenciado en Derecho y solamente había aprobado tres asignaturas de su carrera universitaria. El fraude se descubrió, el comandante fue sancionado, pero no se anuló el juicio de guerra viciado de nulidad completa según el propio Código de Justicia Militar franquista, que exigía la titulación jurídica de uno de sus componentes. Asimismo, se le imputó en 1963 a Grimau un delito de rebelión presuntamente cometido más de veinticuatro años antes; es decir, absolutamente prescrito a tenor de las mismísimas normas franquistas. Como su suerte ya estaba echada, el consejo de guerra y el ponente falsario Fernández Martí, enviaron a Julián Grimau al paredón con la arbitraria excusa de haber cometido éste un delito continuado.
            No acabó ahí el drama de Grimau y su familia. Ya en plena democracia, la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo se negó a revisar la injusta sentencia contra Grimau. Adujo esa Sala una comparación funesta e inhumana: dijo que la sentencia de Grimau era como el matrimonio celebrado ante un juez que no lo es y ha usurpado sus funciones, esto es, una decisión totalmente válida. Como si la hipótesis del recubrimiento legal, por un falso funcionario, de la unión voluntaria entre un hombre y una mujer fuera lo mismo que quitarle la vida a un ser humano con nombre y apellidos.
            Ya no parece oportuno reclamar responsabilidades por todas esas barbaridades. Aunque hay quien opina y no sin fundamento, como el magistrado Martín Pallín, que habría que derogar las leyes de amnistía de 1977. Tal y como se realiza con el debido coraje cívico en Argentina y Chile. Pero, de todas formas, se hace urgente una revisión de todos esos juicios. No solamente para reparar (¡qué menos!) a quienes los padecieron. Sino para que el gran público conozca cuántos se realizaron, contra qué derechos hoy fundamentales se practicaron, los nombres de quienes compusieron esos órganos jurisdiccionales militares y su graduación. Y que no se esgrima oportunistamente –como a veces se ha hecho- un supuesto derecho de intimidad al que las víctimas, tantos años silenciadas e invisibles, prefieren con seguridad cambiar por la publicidad correspondiente.
            Por eso es inadmisible la razón de Rodríguez Zapatero, tan acertado en otros asuntos clave de la guerra y la paz, sobre que una revisión completa de esos consejos de guerra (dijo textualmente) “supondría una ruptura del ordenamiento constitucional, del ordenamiento jurídico”. Supondría por el contrario reconocer de una vez por todas que la legislación de excepción franquista carecía de la legitimidad y concordia con el sufragio universal y los derechos humanos que poseía la Constitución de 1931. Supondría al mismo tiempo una verdadera adecuación a la Constitución de 1978, cuya Disposición Derogatoria 3 declara anuladas todas las anteriores disposiciones contrarias a ese texto constitucional. ¿O es que se quiere hacer pasar por legalidad ordinaria la normativa genocida contra la masonería y el comunismo? Además, ¿a qué viene a estas alturas tanto temor a que la opinión pública conozca la verdad de lo acontecido? ¿Por qué tanto miedo a lo que diga la derecha? Porque mientras no haya estadísticas y datos contrastados junto a una versión verdadera –y difusión pública- de lo sucedido después de la guerra, entre 1939 y 1977, el revisionismo histórico, los inmorales rostros duros cual cemento de nuestra derecha nada civilizada, la ignorancia y el olvido general, camparán a sus anchas.