José Miguel Martín

Vivir en la multiculturalidad


             “Tenemos el deber de defender la masa común de valor que permite y avala nuestras formas de convivencia moral y política. De mantener abierta una sociedad capaz de registrar cambios y avances, el mayor de los cuales es probablemente la posición de equidad entre varones y mujeres. Laicismo y feminismo son grandes conquistas que caminan juntas y no son del gusto de los tradicionalismos religiosos, cristianos, musulmanes o cualesquiera otros, cuya manera de ver y organizar el mundo han combatido; con sensibles mejoras allá donde han conseguido fundar su tabla humanista de valores.”

Fadela Amara (1)

             “El mundo iría mejor si no hubiera tantos grupos que creen tener línea directa con Dios”

Woody Allen

            El propósito de estas notas no es otro que el de poner por escrito una serie de principios, ideas generales, que en opinión del autor pudieran ayudar a orientar una actuación política en la nueva polis compartida, en las recientes y no tan recientes sociedades multiculturales que estamos conociendo y en las que parece tan necesario y hasta urgente afianzar criterios. Ésta es por tanto una modestísima aportación a tan colosal esfuerzo.
            A mi juicio, las personas que abogamos por la construcción de sociedades justas y libres nos debemos ocupar en profundidad de los debates acerca de la multiculturalidad como fenómeno de hecho ya real, presente y eminentemente positivo, a nuestro juicio, y el multiculturalismo (2), la integración, fusión, o cualquier otro modelo de organización y gestión de la diversidad cultural en nuestras sociedades, sobre todo cuando éstos remiten a conflictos entre los derechos, libertades y valores comúnmente aceptados y las ideas y prácticas de algún grupo étnico o comunitario. Adelanto que participo de la idea general de que el multiculturalismo es, entre todos estos modelos, uno particularmente problemático por, entre otras cosas, su promoción de la diferencia en el seno de la sociedad; su concepción parcelaria de la misma, que camina en dirección contraria a la cohesión social; la puesta en práctica de una mirada conservacionista de las comunidades, cuando no de las tradiciones, costumbres, etc. como eje articulador de la vida en común; sus innumerables flancos abiertos a las demandas en cuanto a la diferencia de derechos; la defensa del fundamento por el cual la igualdad de oportunidades tiene que ver sobre todo con el reparto de las mismas atendiendo a criterios de origen; su asignación del rol de representantes comunitarios a lobbies de dudosa representatividad y/o legitimidad; su insistencia en encasillar al individuo en una comunidad de origen sin orientar suficientemente su acción hacia los valores compartidos de la sociedad de destino...
            Abundando en esto, creo que no ayuda precisamente confundir todos estos debates con otros también relacionados con la diversidad -las tradiciones, las costumbres, el folklore, la gastronomía, los modos y usos en el vestir...- si éstos no tienen que ver con los derechos y libertades (3). Sin restar importancia a estas últimas cuestiones, pienso que las primeras son las cruciales. La diversidad cultural ya existente, considerando exclusivamente estos asuntos laterales, parece anunciar cosas eminentemente positivas y enriquecedoras, pero por sí sola no puede representar un argumento de peso para los debates que aquí queremos sucintamente tratar.
            Reconocer que pueda haber determinadas personas, o grupos de personas, que se sientan discriminadas por el hecho de tener una identidad diferente a la mayoritaria u original en un territorio (4), no nos debe ser ajeno, para lo cual parece buena idea defender una concepción del individuo en tanto que sujeto activo de una sociedad, que detenta unos derechos y ejerce unas libertades, iguales para todos, y cuya procedencia, origen étnico, comunidad identitaria, etc. son, en el mejor de los sentidos, secundarios. Esto también debiera valer para aquellos individuos que puedan sentirse constreñidos en sistemas de normas y valores comunitarios, susceptibles de ser más restrictivos que los del resto de la sociedad, y aspiraran a una relajación de los mismos, cuando no a simplemente vivir fuera de su “comunidad de referencia”. Dicho de otra manera: situar asuntos como compartir una determinada procedencia étnica como la tarjeta de presentación del individuo ahonda en la dirección de considerar a la persona como portadora de unos valores y esencias inmanentes, heredados de sus antepasados, que comparte con sus compatriotas contemporáneos, cuyo deber es transmitir hasta el fin de los tiempos y, por último, implicar a la sociedad y sus instituciones en esta última tarea. Cabe por tanto criticar también al multiculturalismo, como modelo y en sus diferentes variantes estadounidense, británica, holandesa, canadiense,... el que pretenda encerrar a los individuos (y a sus hijos, nietos, bisnietos,...) permanentemente en el cajón de la identidad. De igual forma, es deleznable utilizar el origen o pertenencia a una comunidad determinada como coartada para la discriminación e injusticias de todo tipo. Por tanto, relativicemos, todos, sin obviarlas, la importancia y fortaleza de nuestras respectivas identidades culturales, poniendo el acento en los puntos de encuentro que poder compartir.
            Resulta obligado detenernos aquí en el concepto de cultura que se suele utilizar en estos debates y reflexionar acerca de la fuerte carga ideológica que conlleva en múltiples ocasiones, ocultando relaciones de poder y dominación, que sólo pueden suscitar nuestro rechazo. No me refiero a la cultura como “saber acumulado de una sociedad, individuo,...” ni como “manifestaciones artísticas”, etc., sino a la misma entendida como sinónimo de tradición o directamente para referirse a las normas y valores a los que antes me refería. Se dice “en mi cultura, es normal que esto se haga así,...”. Y sobre la base de afirmaciones como ésta se apuntala un principio de legitimidad más que discutible, que no debiera operar en una sociedad de individuos libres. En este último caso, no podemos dejar de ver las citadas relaciones, en las que suelen asentarse discriminaciones de todo tipo. Desconfiemos también, por tanto, de este uso de la palabra cultura (5).
            Nuestras sociedades occidentales, con sus innumerables problemas y conflictos, han conseguido en los últimos dos siglos, gracias al empeño y sacrificio de hombres y mujeres de toda condición, un catálogo de derechos y libertades del que desgraciadamente no disfrutan ciudadanos/as en muchas zonas del mundo. Por extraño que parezca, hay personas que no comparten esta afirmación, incluso aquí; pero, si estamos de acuerdo en esto, convendremos en que parece un objetivo interesante colaborar a extender dicho catálogo allí donde se pueda (6) y protegerlo, conservarlo y ampliarlo en nuestras propias sociedades, por ejemplo no permitiendo el que determinados individuos, grupos, comunidades, etc. queden al margen del mismo. Resta además la urgente tarea de que a estos derechos y libertades se le unan pronto, allí donde no los hubiera ya, mecanismos de integración social de todo tipo que eviten la percepción, muchas veces acertada, por parte de individuos pertenecientes a estas comunidades, de ser ciudadanos de segunda y/o tercera categoría, o simplemente “no ciudadanos”, en medio de un “bienestar generalizado”.
            Por descontado, es razonable pensar que el empeño de reforzar y ampliar la base de derechos y libertades en nuestra sociedad encontrará la resistencia y la oposición de tradicionalismos de todo tipo, puesto que así fue (y en algunos casos sigue siendo) en Occidente en el pasado (7). Menos razonable resulta dar aliento a los mismos, apoyándonos en supuestas excepcionalidades o relativizando la utilidad y/o conveniencia de dichos derechos y libertades. No parece aceptable plantear que lo que fundamenta gran parte de nuestro bienestar no deba o no pueda ser compartido por la población de otros países o la población inmigrada en Europa. Rizando el rizo: se da a veces entre personas y colectivos, progresistas y frecuentemente comprometidos, un cierto “complejo de inferioridad o culpa” basado en la idea de que Occidente ha hecho mucho daño por la vía del imperialismo, neo-colonialismo, etc. a los países empobrecidos, de donde procede gran parte de la inmigración que actualmente conocemos en Europa. Apoyados en este argumento, no debiéramos ser “prepotentes” y considerar nuestros valores, en los que basamos gran parte de nuestro bienestar, como dije arriba, “superiores” ni exportables (8). De la mano de esto, suele venir una consideración de las diferentes comunidades como espacios carentes de conflicto, armoniosos en su interior, no mancillados por la mano impura del hombre blanco (9). No falta el argumento más elaborado: “No somos quienes para juzgar lo que hacen otras culturas, pues éstas son inconmensurables y nuestros criterios y valores no son necesariamente válidos para enjuiciarlas, etc.”. Sin querer hacer tabula rasa de la actuación de las potencias coloniales en el pasado y el presente, detestable en muchísimos aspectos, esto no parece suficiente para justificar una actitud pasiva, apocada y hasta indiferente en este presente que nos ha tocado vivir y ante las cuestiones que ahora nos ocupan. Además, sería deseable una capacidad de empatía y una solidaridad mayores con aquellos sectores de población, aquí y allá, que no disfrutan de los derechos y libertades que todos nosotros, estas personas y colectivos también, disfrutamos. No se puede entender cómo el miedo a aparecer como prepotentes o falsamente superiores ciegue a personas honestas y combativas ante las evidentes situaciones de disminución de derechos que nos encontramos.
            Por otro lado, soy de la opinión de que no debiéramos permitir que estos pequeños pero influyentes tradicionalismos sirvan de coartada para la estigmatización y discriminación de las personas, grupos, comunidades, etc. foráneos, entre otras vías, erigiéndose en sus representantes. De igual manera, sólo estas ortodoxias comunitaristas pueden sacar tajada de actitudes provocadoras o hirientes que pudieran darse, enmascaradas bajo una discutible interpretación de la libertad de expresión. En medio de estas polémicas, se suele abrir paso una derecha occidental que, bajo un disfraz falsamente liberal, enarbola la bandera de los valores de la Modernidad para levantar nuevas fronteras infranqueables desde la que justificar la segregación, combatir la inmigración, asociarla indefectiblemente con el terrorismo, la delincuencia, etc.: una derecha especializada en el “haz como yo digo, no como yo hago” que calla y/o apoya los tradicionalismos vernáculos de todo tipo e igual de rechazables. Son los esforzados defensores de la existencia del “inintegrable cultural”: “algunas culturas no pueden ni quieren integrarse en nuestros sistema de valores y no debemos perder demasiado tiempo con eso, desechemos cualquier posibilidad de convivencia” (10). Bien, pues desconfiemos de estos adalides que le han salido a la Ilustración, que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, que se rasgan las vestiduras ante los “atentados a la libertad de expresión” y han callado y disfrutado ante las más ignominiosas expresiones autoritarias y dictatoriales que hemos padecido en Occidente en el pasado. Sólo en una concepción inclusiva de la ciudadanía, dotada de significados abstractos y concretos, apoyada en prácticas de justicia social, donde nos podemos encontrar para evitar situaciones de discriminación de todo tipo: por parte de la sociedad receptora, si no acepta al otro en condiciones de igualdad, y por parte de aquél que tratara de construir una frontera infranqueable desde la que poder perpetuar dominaciones y servidumbres inaceptables.
            En este mismo sentido, la conculcación de derechos, la negación de libertades... en familias, barrios, comunidades,... son señales suficientemente graves como para que las personas interesadas en construir una sociedad basada en fuertes valores éticos estemos alerta. Si no confundimos estas señales con, por ejemplo, la sana y enriquecedora exteriorización de signos culturales propios, estaremos de acuerdo en que el consenso no es ni demasiado útil ni suficiente para atajar estos problemas. El consenso es la decisión en la que todos están de acuerdo; en una negociación, todas las partes ceden hasta llegar a un punto más o menos satisfactorio. Preguntémonos, en concreto, ¿en qué derechos y libertades estaríamos dispuestos a ceder para dar contento a los tradicionalistas que dicen representar a algunas comunidades así como a fervientes relativistas? (11) ¿En qué lugar dejaría esto entre otras cosas a las leyes que en democracia ordenan la convivencia y que son fruto de la decisión de la mayoría de una sociedad? ¿No tendría el Estado nada que hacer ante todo esto, como por ejemplo garantizar los derechos de aquellos en peor condición para ejercerlos? (12)
            Otra cuestión no poco importante: si bien hay que admitir que es un terreno en el que aún hay muchas batallas que dar, también parece razonable la exigencia de que ningún discurso religioso fundamente el debate político. Cada cual tiene derecho a decir “practico tal o cual religión” en la arena pública, pero no a pretender que la sociedad se rija por las normas, tradiciones o mitos de aquélla, y muchísimo menos a pretender que cualquier religión se convierta en un ámbito vedado a los derechos y libertades que compartimos. De igual manera que no nos apoyamos en el Antiguo Testamento para fundamentar una política acerca de, por ejemplo, la exclusión social, ni consultamos la Tora para desarrollar la política urbanista, no parece lógico que se acuda al Corán para fundamentar o negar, por ejemplo, los derechos de las mujeres o reformar el Código Civil (13). La exigencia debe ser la del mantenimiento en el ámbito privado de las diferentes confesiones, además de no dar por supuesto que todo el mundo practica una religión o que el hecho de venir de un determinado país o pertenecer a una determinada comunidad te convierte automáticamente en creyente. No estamos obligados a convertirnos en exégetas para tener criterios acerca de cómo queremos vivir nuestras vidas ni los exégetas deben creerse en la obligación de regularlas (14).
            Y, de paso, constatar la evidente situación de discriminación, inferioridad y hasta segregación que padecen sectores, no la totalidad, de la población inmigrada en Europa nos obliga a denunciar estas situaciones en concreto y empeñarnos en el trabajo de base en nuestra sociedad en el camino de la construcción de alternativas que atajen las desigualdades, el racismo, la xenofobia,... Sin embargo, no nos obliga a dar por buena cualquier manifestación de protesta contra estas situaciones u otras, ya sean quemas de coches, ya sean atentados terroristas,... constatando la enorme diferencia que existe entre todas ellas. Por un lado, no parece que lo más efectivo para protestar por la degradación de los barrios en los que se concentran algunas comunidades inmigrantes sea precisamente quemar sus equipamientos, además de los coches de sus convecinos. Por otro lado, no debemos dejarnos engañar por más vanguardias iluminadas: ninguna de las bestialidades a las que nos referimos como “terrorismo de nuevo cuño”, por ejemplo, lleva como objetivo la construcción de una sociedad más justa, sin diferencias, etc. sino la instauración de una sociedad teocrática cuyas tinieblas abandonamos por estos pagos hace siglos, aunque ésta pudiera aparecer remozada con cierta pátina revolucionaria, anti-imperialista, etc. Flaco favor hacemos al bienestar de las personas que han venido a vivir a nuestros países si insistimos en identificarlas con lo peor de sus comunidades.
            Una mirada sana y abierta hacia la diversidad cultural, que ya se da en mayor o menor medida en todas nuestras sociedades, no va necesariamente de la mano de una concepción entreguista o timorata acerca de las conquistas sociales, de derechos y garantías, de las que hoy nos enorgullecemos. Se hace preciso recuperar el viejo slogan: “Defendamos todas las diferencias, combatamos todas las desigualdades”. O este otro: “por un razonable derecho a la diferencia, en contra de la diferencia de derechos”. No es cierto que tengamos que elegir entre la falsa contradicción “homogeneidad cultural y derechos para todos o heterogeneidad cultural y rebaja de derechos”. La homogeneidad cultural ya no existe, acaso nunca existió. La existencia de diferentes comunidades, formadas por personas y ojalá que ciudadanos/as, no da carta blanca a una sociedad en la que los derechos estén estratificados, en la que determinadas personas por el hecho de haber llegado después o sentirse vinculadas a una comunidad de origen ocupen los lugares más bajos de la escala social y no accedan al disfrute de todos los avances que años de progreso y lucha social han traído. Tampoco el destino del individuo está vinculado desde la cuna hasta la tumba a una determinada comunidad, ni éstas son inmutables o perpetuas (15). A los tradicionalismos de todo tipo les gustaría abocarnos a ese callejón sin salida pero es de esperar que una sociedad madura no se deje acorralar tan fácilmente.
            Finalmente, para avanzar hacia estos objetivos, apoyar y solidarizarnos con aquellas personas, sectores, corrientes,... más proclives a compartir este tipo de ideas parece de lo más conveniente, dejando claro que esto no debe ser una “puerta de atrás” por la que se escapen y/o se rebajen los derechos y libertades a los que he estado aludiendo, sino una alianza desde la que superar y derrotar a los tradicionalismos de todo tipo, autóctonos y foráneos, antiguos y de nuevo cuño. Estas gentes están también deseando recibir nuestra solidaridad, sin falsos paternalismos pero también sin ambages ni dobleces, en la que poder apoyarse para dar las batallas que aquí se libraron hace ya tiempo y en las que nosotros nos seguimos apoyando para construir una sociedad más justa y libre (16). Forjar estas alianzas nos invita a, desde la firmeza de los criterios propios, poner en pie prácticas y experiencias de trabajo común, de conocimiento mutuo, desde las que poder dar respuesta a los desafíos presentes y futuros a los que nos enfrenta la creciente complejidad de nuestras sociedades. Contribuir muy modestamente en este empeño era el ambicioso propósito de estas líneas que aquí terminan.

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NOTAS

(1) Amara, Fadela, Ni putas ni sumisas, Cátedra, Valencia, 2004, p.17
(2) Una definición aséptica, no problematizadora, del término: “Principios básicos del multiculturalismo son el respeto y la asunción de todas las culturas, el derecho a la diferencia y la organización de la sociedad de tal forma que exista igualdad de oportunidades y de trato y posibilidades reales de participación en la vida pública y social para todas las personas y grupos con independencia de su identidad cultural, etnoracial, religiosa o lingüística” en Malgesini y Giménez, Guía de conceptos sobre migraciones, racismo e interculturalidad, Madrid, 2000, Cátedra, pp.291-292.
(3) A veces se encuentra uno con dificultades para exponer sus puntos de vista críticos con, por ejemplo, el multiculturalismo, sin toparse con acusaciones del tipo “estás en contra del mestizaje y la riqueza de las diferentes culturas”.
(4) Y por supuesto cuando de ésta se derive una discriminación económica, social...tantas veces soslayada.
(5) Una definición útil sobre la cultura en el sentido aquí utilizado: “Las creencias o puntos de vista que sostienen los seres humanos  sobre el sentido y significado de la vida humana, así como respecto de las actividades y las relaciones que forman parte de ella, [y que] configuran las prácticas en torno a las cuales estructuran y regulan sus vidas individual y colectivamente” en Bhikhu Parekh, Repensando el multiculturalismo, Istmo, Madrid, 2005, p.218
(6) No se me escapa la dificultad de este propósito ni los numerosos debates colaterales que abre, imposibles de tratar con detalle aquí. Sí me interesa no dejar pasar la oportunidad de resaltar la importancia de este objetivo. Una visión original sobre este asunto en particular la recoge Javier Muguerza: “la internacionalización de nuestros derechos humanos moderno-occidentales no sólo no tendría que parecernos repudiable, sino que –como alguna vez se ha dicho- podría oficiar a la manera de un saludable contrapeso con que paliar las desastrosas consecuencias inducidas en sociedades dependientes y subdesarrolladas por la expansión no menos etnocéntrica de la economía capitalista de mercado, con la secuela del imperialismo de los mercados financieros envuelta hoy en el fenómeno de la globalización”. Vicente Serrano (Ed.) Ética y globalización. Cosmopolitismo, responsabilidad y diferencia en un mundo global, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 103
(7) Un ejemplo real: En un pueblo de una región concreta de un país occidental no se permite participar en igualdad de condiciones a las mujeres en las fiestas locales, relegándolas a un papel más que secundario, aunque muy tradicional, eso sí. Me parece un buen ejemplo de que nadie está completamente a salvo de los tradicionalismos y que éstos no sólo tienen que ver con las comunidades inmigradas.
(8) ¿Significa esto que todas las sociedades han alcanzado un mismo nivel en lo que hace a derechos y libertades? ¿Omán igual que Francia? ¿Aceptarían estas personas de buen grado vivir en algunos de estos países renunciando a cuestiones por lo visto tan superficiales como el voto, la autonomía de las mujeres, la separación de poderes, un grado más o menos aceptable de laicidad,...? ¿Lo que es bueno para nosotros no lo es para los demás?
(9) Sin embargo, una mirada más atenta, por ejemplo, a la producción cinematográfica de países de fuerte tradición migratoria como Reino Unido y Francia, nos devuelve innumerables ejemplos de conflictos intracomunitarios de carácter generacional, de valores, de identidad, etc. Baste citar Inshallah, Sólo un beso, Quiero ser como Beckham, El odio,...
(10) Sorprendentemente, estos “inintegrables” demuestran una sorprendente capacidad para ser integrados en algunos de los espacios menos recomendables de nuestras sociedades, como por ejemplo, la economía sumergida.
(11) A este respecto, desde las filas más militantes del multiculturalismo británico, se ha llegado a proponer el que la Seguridad Social británica se haga cargo de las operaciones de ablación del clítoris que practican a día de hoy en la clandestinidad o en sus países de origen algunos grupos comunitarios. ¿Podría ser esto un ejercicio de consenso que compartir?
(12) Régis Debray afirma a propósito de esto último y su relación con la igualdad de hombres y mujeres “L’opposé de la laïcité n’est pas la religion (...) mais le laisser-faire laisser-passer, la viscosité du coutumier et l’emprise aggresive des convictions, exacerbée dans les sectes. L’egalité entre l’homme et la femme, pour ne citer qu’elle, n’est apparemment pas une “donnée sociétale”, ni son respect, le premier mouvement du mâle au naturel. Aussi bien doit-elle être érigée en principe, et faire l’objet d’une sourcilleuse institution” en Ce que nous voile le voile. La République et le sacré, Gallimard, Paris, 2004, p.49
(13) En este sentido, no es de recibo que algunos países occidentales apliquen a determinadas comunidades inmigradas los “Códigos Civiles” del país de origen, incluyendo prácticas claramente discriminatorias contra las mujeres.
(14) ¿Cuál es la legitimidad democrática de sacerdotes, rabinos, imames, pastores evangelistas, ...?
(15) Una sana apertura hacia la diversidad también en el interior de algunas de estas comunidades, como valor a compartir en toda la sociedad y no sólo por parte de algunos, no parece mala idea en la perspectiva de compartir la responsabilidad en la tarea de una convivencia sana.
(16) A este respecto, resulta especialmente esclarecedor el llamamiento realizado por la feminista argelina Wassyla Tamzaly en “Feministas: os escribo desde Argel”, disponible en www.pensamientocritico.org