José Miguel Martín
¿Silencio amordazado?
 
El 30 de enero se produjo en Santa Cruz de Tenerife un lamentable hecho: el catedrático de Filología de la Universidad de Las Palmas Maximiano Trapero fue agredido por dos jóvenes que no pudieron soportar oírle hablar sin acento canario.
Nuestro gran poeta soñó con “una isla que no sea silencio amordazado”, feliz metáfora del fin de aquel tiempo de injusticia y negación de derechos que nuestras islas, y el resto del Estado, padecimos durante casi cuarenta años. Cantaba García Cabrera, y su canto era de todos, a la necesidad y a la certeza de hacer de nuestras islas un lugar donde las lágrimas de rabia, las heridas, la carne viva... alumbraran en fecunda paradoja horizontes y manos de esperanza, la alegría del mar, en fin.
La razón que me impulsa a escribir estas líneas, desgraciadamente, nos aleja de esa isla quimérica, que tanto tiempo ha habitado el imaginario isleño –acaso nuestro San Borondón, país presentido para Morales– y nos retrotrae a la oscuridad de tiempos que creíamos ya olvidados. Me refiero, quizás el lector lo adivine ya, a la agresión sufrida por el catedrático  de Filología de la Universidad de Las Palmas y experto en tradición oral canaria, Maximiano Trapero, el pasado 30 de enero (paradojas del destino, Día Escolar por la Paz y la No Violencia) en Santa Cruz de Tenerife.
Canarias, nuestro pequeño país atlántico, ha sido lugar de encuentro de culturas y pueblos a lo largo de la historia. Lejos de ofrecer aquí una visión complaciente de nuestra historia, es justo reconocer que el mismo hecho fundacional canario fue producto del casi exterminio de los primitivos habitantes de las islas; que nuestros sucesivos encuentros no siempre han sido todo lo idílicos y fructíferos que la historiografía oficial, del franquismo pero no sólo, ha querido divulgar; que las relaciones de los canarios de siglos pasados con sus vecinos africanos, por citar un ejemplo, no siempre han sido cordiales y amistosas. Ahora bien, el siglo XX, y especialmente las tres últimas décadas de democracia y creciente autogobierno han dado a luz a un pueblo maduro y tolerante, consciente de su inmensa pluralidad, preparado para afrontar con altura de miras las nuevas y viejas tareas que salen a su paso, entre las cuales no es la menor, la de gestionar una comunidad de valores democráticos, cívicos, en el marco de una progresiva soberanía.
¿A qué viene entonces esta agresión a una persona de origen peninsular por causa de su acento? ¿Qué justifica el que dos jóvenes canarios la emprendan a golpes e insultos contra un ciudadano? Rastreando esa otra isla virtual que hoy es internet, donde también forzosamente hay de todo, uno encuentra demasiadas veces intentos de justificación de los cuales la conciencia ética y ciudadana de una persona no puede salir indemne: “algo habrá hecho”, “seguro que no nos están contando la verdad”, “ese tío es un facha y un godo”, “si no quieren violencia, ley de residencia”, “hay mucha gente que lo pasa mal por culpa de la invasión española”, “estas reacciones son síntomas de una enfermedad llamada colonialismo” y demás lindezas. Junto a éstas, justo es reconocer la existencia de comentarios que vienen a subrayar la aberración de los hechos acaecidos.
Llamo la atención sobre los primeros: espero y deseo que sean una expresión muy minoritaria del antipluralismo, autoritarismo y totalitarismo que uno encuentra en otras sociedades y que desea que desaparezcan para siempre de la faz de la tierra. Parece especialmente oportuno que llevemos en mente lo peor de los últimos cuarenta años de historia en Euskadi, la desgraciada brecha que ayer y hoy separa la sociedad norirlandesa, los intentos de imposición que se dan en fundamentalismos religiosos de todo tipo, los fascismos que ha conocido Europa en el siglo XX... y nos preguntemos colectivamente: ¿Estamos ante un brote aislado que como tal debe ser tratado o es ésta una de las derivas de un nacionalismo mal entendido? Quiero pensar que estamos ante lo primero pero no obvio la posibilidad de que más bien nos hallemos ante lo segundo. En cualquier caso, no me resisto a expresar aquí lo evidente: ni uno solo de los problemas que existen en Canarias puede servir de excusa para justificar un hecho de esta naturaleza.
Si de nacionalismo estamos hablando, alguien debería recordar, o decir, puesto que tal vez no lo hayan vivido, que las páginas más hermosas en defensa de la paz en Canarias han sido escritas precisamente por la izquierda nacionalista. Traigo aquí a colación no sólo la campaña por el No a la OTAN, sino la lucha contra las tropelías de la Legión en Fuerteventura, contra la militarización de la isla de El Hierro, por la neutralidad de Canarias... Alguien debería recordarles la filiación anarquista e internacionalista de Secundino Delgado, padre del nacionalismo canario, y fiel amigo del anarquista español Fermín Salvocheca. ¡Qué flaco favor hacen estos “patriotas” a los altos ideales que el nacionalismo de izquierdas siempre defendió con su vil comportamiento! Éste no merece sino nuestro desprecio.
Si de nuestra sociedad estamos hablando, alguien debería decir bien alto y claro, que una sociedad que mira a otro lado cuando suceden hechos de este tipo, es una sociedad que se degrada moralmente, que acaba pagando caro el precio de su silencio. Urge que ésta se pronuncie sin ambigüedades de ningún tipo, condenando el hecho, solidarizándose con Trapero y cerrando el paso a quienes tengan la tentación de convertir en un hecho “justificable” políticamente lo que no es sino una salvajada, propia de quienes parecen empeñados en mostrarnos sólo lo peor del género humano. A mi juicio, la tibieza con que, hasta hoy, se han pronunciado las instituciones canarias no está a la altura ni de los hechos ni de la conciencia democrática que debe impregnar nuestra vida pública. Uno esperaría declaraciones y gestos más evidentes (desconocemos si se han producido en el ámbito privado, lo cual no excluye lo que defiendo)  en los que se dejara bien patente lo que es claro: que en una sociedad democrática como la canaria no caben este tipo de comportamientos, que sólo degradan a quienes los cometen, a quienes los jalean y a las ideas que dicen defender.
Cortar el mal de raíz supone poner en primer lugar la solidez y firmeza de los valores democráticos en los que se asienta la aceptación del otro, su reconocimiento como igual, la consideración hacia su diferente identidad o proyecto político si lo tuviera... La negación de todo esto, o nuestra indiferencia, nos pone en rumbo de otras islas ya transitadas por la Humanidad. Sin querer ser alarmistas, sí queremos ser responsables y, a nuestro juicio, la responsabilidad ante este hecho hoy pasa por ser del todo claros en mostrar nuestra denuncia y repulsa. Seamos merecedores de esa isla “que no sea silencio amordazado”.