José María Mardones
La magnanimidad de las víctimas
(El Correo, 16 de abril de 2006)

            Esta vez parece que va en serio: ETA ha declarado el alto el fuego y terminaba su proclama afirmando que quería dar pasos hacia la paz en el País Vasco. Es una buena noticia. Muy trabajada por el mundo político a juzgar por los indicios que vamos conociendo. Muy deseada por todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
            Estamos ante el inicio de un proceso que todo el mundo prevé largo y difícil. Los antecedentes del IRA muestran un camino erizado de dificultades. A pesar de todo, respiramos más tranquilos y la esperanza de la paz nos aparece un fruto accesible.
            Mucho más difícil todavía será el proceso de sutura de heridas, de la pacificación de los corazones y sensibilidades desgarrados durantes estos cuarenta años de violencia y terrorismo. La reconciliación brilla en el horizonte como la culminación de la paz, pero semeja una utopía lejana, un don mesiánico fruto del Resucitado. Pero los dones también piden apertura, disposición y actitud receptiva.
            La reconciliación de una sociedad tan desgarrada como la del País Vasco es una tarea para dicha sociedad en primer lugar y, también, de todos los españoles. Todos hemos sido afectados; todos hemos participado, de algún modo, en el desgarro que produce la violencia. Por esta razón es una empresa que nos incluye a todos.
            La violencia terrorista ya enseñó a muchos vascos y españoles que aplaudieron algunas muertes de ETA, que el uso de la sangre y la muerte no es un buen camino para una sociedad democrática. No se puede legitimar la violencia como camino de humanización. Habrá, en todo caso, que lamentarlo siempre y pedir, como hacía B. Brecht, disculpas y perdón. La violencia como arma política ha sido tan usada y ha llevado a tantos excesos y a tanta destrucción y muerte en los últimos tiempos, que hoy miramos horrorizados al que se atreve a considerarlo siquiera un mal necesario. Más que nunca aparece como una de las plagas apocalípticas.
            Hay que preparar el proceso de reconciliación; hay que disponerse para él. La reconciliación será un trabajo que exigirá más tacto, cuidados y precauciones que el logro político de la paz.
            La reconciliación exigirá una reconversión mental. Han sido muchos los vascos que durante mucho tiempo han vivido bajo la indoctrinación de que la violencia era la partera de la historia de la libertad. Se ha embrutecido a más de una generación con la creencia de que la vía de la construcción social pasaba inexorablemente por el conflicto violento y la exclusión. Hay una infección mental de violencia en muchos cerebros que será necesario extraer, sustituir y curar. Hay que ir educando a jóvenes y ciudadanos en la convicción de que hay ideas que matan el alma. La sociedad humana, democrática, pluralista, se construye no matando, sino creando un clima de respeto, tolerancia y apertura.
            La reconciliación exige una reconversión de actitudes y prácticas. El cambio en las ideas tiene que venir sustentado y fortalecido por las prácticas. Se necesita proseguir la tarea de afincar en la realidad de cada día los comportamientos que conducen a la convivencia: el diálogo, que puede acabar en el disenso pero jamás en la exclusión del otro; la diferencia, que mantiene lo propio como un valor pero que no desprestigia ni desconoce lo valioso del distinto; la convicción, que no está exenta de matices ni de la comprensión y aún aceptación parcial de la postura del interlocutor.
            La reconciliación pide una grandeza de corazón. Hay un momento en que las sociedades heridas profundamente, como la vasca, piden una gran magnanimidad, es decir, un gran espíritu para limpiar heridas y curarlas. Este es un tema muy delicado y exigente.
            No se podrá alcanzar la reconciliación con la mera petición de justicia. Especialmente si la justicia se reduce a reivindicación jurídica. La reconciliación está más allá de lo jurídico, aunque esto no debe ser marginado. El tema de las víctimas no puede ser una memoria para mantener sangrante la herida. Tampoco para cerrarla en falso.
            Por esta razón, la reconciliación en Euskadi está solicitando la presencia de los testigos morales, de las víctimas que comprenden que la justicia sola no reconcilia. Las víctimas serán muy importantes para la reconciliación de la sociedad vasca. El comportamiento y los gestos de las víctimas serán decisivos. Por ello, también, las actitudes e ideas de todo su entorno. Quien entienda que al final está un paso que no se puede exigir a nadie, pero sí desear, quizá esté dispuesto al perdón.
            Se dirá que el perdón no se puede dar sin que el victimario no pida antes perdón. Sin duda la reconciliación social solicita este paso por parte de los que mataron. De ahí la importancia de la conversión mental y actitudinal. Una sociedad sana requerirá de este reconocimiento. Pero sabemos -el ideal cristiano del Crucificado que muere perdonando, nos lo recuerdan estos días-, que la víctima puede perdonar sin esperar nada a cambio. Sencillamente por traducción positiva y de grandeza de corazón del rechazo de lo inhumano. El perdón deja al descubierto, de una forma desnuda y sin paliativos, la injusticia y deshumanización de la violencia y la muerte. Y crea las condiciones para que el victimario cambie, reconozca su error y se convierta realmente a la cultura de la paz.
            La reconciliación en Euskadi es tarea que nos emplaza a todos en ideas, actitudes y comportamientos. Estamos ante la posibilidad real de constituir una sociedad verdaderamente democrática y humana. Para ello necesitamos de testigos morales y de mucha magnanimidad por parte de las víctimas.