José María Ruiz Soroa

Estimado señor Imaz
(El País, País Vasco, 7 de enero de 2004)

 Considera el autor que el procedimiento para aprobar la propuesta del 'lehendakari' choca con la idea de que el futuro de Euskadi lo decidan nacionalistas y no nacionalistas

¿No teníamos claro como demócratas que nadie puede decidir cuál es el bien de los demás?

Habrá de diseñarse un mecanismo decisional que no esté al alcance de uno sólo de los grupos

Le he leído en la prensa, recién electo para su nueva responsabilidad en el PNV, diciendo que "en este partido todos tenemos una cosa muy clara: que este país lo tenemos que construir entre todos, nacionalistas y no nacionalistas" y que, además, "ése es precisamente el objetivo de la propuesta del lehendakari". Como creo en su buena fe, sólo puedo explicarme tan llamativa conjunción de esas dos afirmaciones por falta de una suficiente reflexión por su parte, pues de otra forma sería incomprensible la violación del principio lógico de no contradicción en que incurren. Así que, con la misma buena fe que le supongo, voy a intentar demostrarle esa contradicción, convencido como estoy de que ello le llevará a modificar su criterio.

No voy a referirme a tal efecto al contenido del plan Ibarretxe, puesto que en ese terreno sustantivo nos perderíamos probablemente en un debate sobre valores, principios y oportunidades que no arrojaría conclusiones evidentes para un observador neutral. Como pretendo una demostración que pueda ser verificada con criterios objetivos, voy a ceñirme al aspecto puramente procedimental de ese plan. Nada mejor que los procedimientos formales, que son incluso susceptibles de formalización algebraica, para un análisis que pretenda llegar a conclusiones seguras.

Permítame que se lo exponga como si fuera un cuento, la de un hipotético país en el que existían ciudadanos verdes y amarillos, con mayoría de verdes (pongamos un 60-40%). Convivían hasta ayer bajo una determinada normativa, relativamente satisfactoria para ambos grupos y fruto de un antiguo acuerdo entre ellos, pero últimamente los verdes habían propuesto una nueva norma fundamental de convivencia, que juzgaban mucho mejor que la vigente. A los amarillos, sin embargo, no les gustaba nada la norma en cuestión y se oponían a ella firmemente.

Como todos eran demócratas convencidos, rechazaban como inaceptable la idea de que unos pocos, por muy sabios y competentes que fueran, pudieran decidir sobre sus intereses. Por el contrario, estaban todos de acuerdo (y estoy seguro que usted, señor Imaz, también lo estará) en la idea de que nadie es mejor juez de su propio bien e interés que uno mismo, y que la garantía de que su interés sea tenido en cuenta en las decisiones colectivas reside precisamente en su participación en el proceso decisional. Ésta es la justificación subyacente a la democracia tal como la formuló lapidariamente John Stuart Mill.

Los verdes que presentan la propuesta de una nueva norma de convivencia declaran enfáticamente que están dispuestos a discutirla con los amarillos en el Parlamento hasta en su última coma, puesto que desean que la norma recoja los intereses tanto de verdes como de amarillos (el futuro se construye entre ambos colores, dicen). Avisan sin embargo que, eso sí, en caso de no ponerse de acuerdo en cualquier punto, la decisión se tomará inexorablemente por mayoría (el 50% más uno). Caray, observan los amarillos, entonces ganaréis siempre, porque por definición sois más de la mitad. Si realmente queréis que la norma futura responda a los intereses de verdes y amarillos, y no sólo a los vuestros, hay que buscar en esta ocasión otro sistema de decisión. Por ejemplo, podríamos establecer que la mayoría del 50% más uno tuviera que estar integrada como mínimo por la mitad de los verdes y la mitad de los amarillos (un 30% y un 20% del total), de forma que se garantizaría un previo acuerdo intergrupos. O bien podríamos establecer que la decisión debería ser apoyada por una mayoría cualificada, por ejemplo una de dos tercios, lo que garantizaría que tuviera que tenerse en cuenta a una parte de los amarillos, pues algunos de sus votos serían necesarios para llegar a aquel porcentaje. Es más, arguyen los amarillos, precisamente esto es lo que se hace en otros países cuando se trata de aprobar un cambio de la ley fundamental, precisamente para garantizar que el cambio es apoyado por un amplio consenso y no sólo por un partido mayoritario.

Lo sentimos mucho, dicen los verdes, pero no estamos dispuestos a negociar reglas especiales para este plan, a pesar de que reconocemos que es trascendental para la futura convivencia. La regla de decisión parlamentaria será la de mayoría simple, como para cualquier otra ley. Sin embargo, no os preocupéis por eso, porque después del trámite parlamentario celebraremos un referéndum popular y todos los ciudadanos podrán participar. Bueno, responden los amarillos, damos por supuesto entonces que ese referéndum no será al 50% más uno de los votantes, porque entonces ganaréis de nuevo indefectiblemente. Precisamente hay una famosa regla que estipuló un prestigioso Tribunal Supremo de un país que tenía nuestro mismo problema: los plebiscitos en estos casos deben ganarlos mayorías claras, superiores desde luego a la mitad más uno. ¿Qué os parece una de los dos tercios? Así, no podría prosperar la nueva norma si no contase con el apoyo de una parte significativa de amarillos. Y esto garantizaría que nuestros intereses serían tomados en cuenta.

Los verdes asienten: efectivamente, conocen la regla del famoso Tribunal y les merece un enorme respeto. Tanto la respetan que piensan aplicarla en el futuro si alguna vez se plantease cambiar la norma que ahora proponen. Pero en esta ocasión, precisamente para introducir la nueva norma, no la van a aplicar: la consulta popular será por mayoría simple.

Pero entonces, dicen los amarillos, nuestros intereses no serán tenidos en cuenta, puesto que nuestro voto no es necesario para aprobar la norma ni en el Parlamento ni en el referéndum popular. ¿Cómo podéis a pesar de ello afirmar que la nueva norma va a ser construida entre todos? Muy sencillo, responden los verdes, porque nosotros sabemos cuáles son los intereses de todos, tanto de los verdes como de los amarillos, y hemos elaborado la nueva norma pensando ya en el interés de ambos grupos. Ésa es la garantía de que vuestros intereses se respetarán: nuestro conocimiento de ellos.

Al llegar a este punto, los amarillos presienten que la discusión se desliza hacia el absurdo, y que las palabras han dejado de poseer significados unívocos. ¿No teníamos claro como demócratas que nadie puede decidir cuál es el bien de los demás, y que sólo el voto de cada uno defiende su propio interés? ¿Cómo podéis afirmar que se defenderán nuestros intereses al tiempo que diseñáis un procedimiento que garantiza que nuestros votos no cuentan para nada? Y como sucede siempre que las palabras dejan de poseer significados compartidos, estalló la discordia civil.

La conclusión de la triste historia puede también formularse en términos abstractos: la lógica de las decisiones colectivas afirma que si en un proceso decisional se quiere lograr la inclusión de los dos sectores en que se divide un hipotético universo de afectados, habrá de diseñarse un mecanismo decisional que no esté al alcance de uno sólo de esos grupos; sólo de esa forma se garantizará que los intereses del otro serán tomados en consideración.

Aquí termina la demostración, estimado señor Imaz, de la contradicción insubsanable que existe entre el procedimiento diseñado para aprobar el plan y el principio de que el futuro del país lo tienen que decidir entre nacionalistas y no nacionalistas. Desde luego, es usted muy libre de optar por uno u otro, por el plan de su lehendakari o por el principio del consenso entre intereses diversos. Pero no puede, por lo menos mientras los principios de la lógica sigan imperando en estas tierras, apuntarse a ambos. Por muy fotogénico que resulte.