José Mª Ruiz Soroa

Un segundo por cada impacto
(El Correo, 11 de marzo de 2008)

            Días intensos y colmados de novedades éstos, sin duda. Pero entre todas ellas hay unos hechos que, como si fueran un hito pétreo, marcarán para muchos vascos estos primeros días de lluvia del invierno: de nuevo el asesinato de un hombre en nuestra tierra, el silencio y las miradas huidizas de sus convecinos, su ausencia muda de las condenas, su estentórea abstención en las urnas. De nuevo, una vez más, comprobamos desalentados que en nuestra sociedad hay un número increíble de ciudadanos (uno solo sería ya un número infinito) que se niega a asumir algo tan sencillo como que «matar a un hombre es sólo eso: matar a un hombre».
            Tomo prestada de Günter Grass una metáfora desagradable e hiriente, que él refería al pasado de su patria, y yo aplico al presente de la mía: la sociedad vasca se parece cada vez más a un retrete atascado, se tira de la cadena y flota más mierda todavía. Y lo que ocasiona ese atasco moral y humanitario no es tanto la violencia terrorista como el tapón que forman esos miles y miles de vascos que han decidido dimitir selectivamente y a tiempo parcial de su condición de seres humanos (como la alcaldesa, dejo el bastón mientras esté el cuerpo presente, no sea que la compasión me domine).
            Tratar el problema que plantea este sector de la sociedad a la ordenada convivencia es una cuestión política y jurídica, y no cabe sino confiar en que alguna vez acierten nuestros dirigentes con la clave para ello. Pero esta constatación del carácter político del problema no nos dispensa de señalar que también, que sobre todo, que ante todo, los vascos estamos ante un problema moral. El problema del mal.
            Nuestro pensamiento occidental siempre ha estado escasamente preparado para afrontar el problema del mal radical, para explicar su existencia y para afrontarlo. Siempre ha preferido banalizarlo, convertirlo en un fenómeno mesurable, analizable, modificable mediante la adecuada ingeniería social. Existen males corregibles, no el mal radical, eso es un invento religioso, decimos. Pero no lo es, hay que afrontar la idea de que en ocasiones aparece ese lugar ciego, vacío, resistente al espíritu, hosco y denso que es el mal. Kant decía que el mal radical es aceptar que se trate a un hombre como un medio, en lugar de como lo que es, un fin en sí mismo. De eso se trata aquí desde hace treinta años, sencillamente de eso.
            Los vascos hemos sido, seguimos siendo hoy, unos verdaderos artistas en disimular lo que pasa, en exhibir todas las facetas brillantes y valiosas de nuestra sociedad como oropeles que tapan nuestro cáncer. Todavía ayer, ayer mismo, proclamábamos orgullosos que aquí donde vivimos gozamos de los más altos índices de calidad de vida, que crecemos como nadie, que somos los primeros de la clase europea, que nos salimos. Pero sólo nos engañamos a nosotros mismos. Convivimos con el mal y, de tanto esconderlo, hasta nos olvidamos a ratos de él.
            Y ¿qué quiere usted que hagamos?, se preguntará más de uno. Pues no tengo ni idea, o tengo demasiadas ideas, que es lo mismo en el fondo. Pero de una cosa sí estoy seguro: el mal seguirá entre nosotros mientras no lo encaremos, lo llamemos por su nombre y lo asumamos entre todos. Porque el mal no ha llegado por arte de magia, no ha aparecido un día surgido del suelo. Ha venido porque ciertas ideas se han acariciado y mimado, porque ciertas actitudes eran rentables, porque era más cómodo mirar para otro lado, porque también ellos son malos, porque en el fondo eran también de casa, porque quizás se conviertan si les ayudamos, por tantas y tantas dejaciones y complacencias. Cuando asumamos nuestra responsabilidad por lo sucedido, nuestra responsabilidad como sociedad, quizás empecemos a conjurarlo eficazmente. Aunque no se haga ilusiones, lector, para eso falta mucho. El nacionalismo, que al fin y al cabo es quien ha dispuesto de la hegemonía cultural necesaria para esta tarea durante largos años, ha preferido pasar de ese cáliz. Sólo algunos líderes aislados (pienso por ejemplo en Cuerda o Imaz) vieron con claridad el abismo moral sobre el que levantaban castillos de soberanía. No les escucharon. Quizás sea ya tarde para ellos. ¿Sabrán hacerlo otros? Quizás.
            Mientras tanto, lector y conciudadano que me aguanta, sólo nos queda constatar que por fin, y aunque sólo fuera durante ocho segundos, los hinchas de San Mamés han recordado la muerte de un hombre a manos de otro. Más o menos un segundo del tiempo de partido por cada instante de los impactos en su vida. Un segundo mesurable y cicatero por cada instante eterno en que una vida se arrancaba. Una escala de intercambio cómoda y barata. A la medida de nuestros valores. Pero menos es nada.