José Mª Ruiz Soroa

El fin de una hegemonía
(El Correo, 22 de marzo de 2009)

            Una de las ideas más difundidas en el pensamiento moderno es la de que las relaciones entre la moral y el Derecho van en una sola dirección, de la primera al segundo. Es decir, que las normas y valores morales que una sociedad genera (no nos interesa ahora el cómo y el porqué los genera) terminan por ser incorporados al Derecho positivo vigente en esa sociedad. El Derecho no sería, según esta visión, sino la plasmación jurídica del núcleo esencial de las ideas y normas morales aceptadas por la sociedad, algo así como el caparazón de una moral social que es previa a él.

            Pues bien, la sociología sabe desde antiguo que esto no es así, que el camino de las influencias entre Derecho y moral es de doble sentido. Es decir, que el Derecho vigente en una sociedad tiene una enorme influencia en la generación y mantenimiento de las ideas morales de esa sociedad. Dicho de otro modo más crudo: que la gente tiende instintivamente a considerar que lo que ordena o admite el Derecho positivo es algo por sí mismo moral. Que a la hora de determinar lo que es moral o inmoral, los ciudadanos conceden un peso enorme al hecho de que algo esté prohibido o autorizado por las normas jurídicas vigentes, aunque lo hagan de manera inconsciente. De manera que la moral social (no hablo de la moral crítica) se forma en gran parte por la asunción como correctos de aquellos comportamientos que el Derecho ordena o admite.

            Ejemplos de lo anterior los tienen a su alrededor a cientos: si han visto la película 'El lector', habrán contemplado la cara de asombro (auténtico y sincero) de la guardiana de un campo de exterminio nazi cuando el presidente del tribunal que le juzga le pregunta cómo pudo aceptar y realizar actos que llevaban a la muerte a otros seres humanos. Su respuesta es toda una confesión: '¡¡pero si era mi obligación según la ley!!'. Para esa sencilla persona, situada en un momento y en un lugar concreto, era evidente que lo que la ley, la administración, los jueces y el gobierno nazi ordenaban al unísono tenía que ser correcto. Su moral personal se formaba por asimilación del sistema jurídico nacional. La idea posterior de que era inmoral le causa un genuino asombro.

            Si examinan la evolución del sentir social en España con respecto a la regulación del aborto encontrarán la misma influencia: en la década de los ochenta una gran parte de la opinión consideraba moralmente incorrecto el aborto. Hoy la mayor parte lo considera aceptable desde ese mismo punto de vista moral. Y en ese cambio, que es mucho más instintivo que reflexionado, ha influido esencialmente el hecho de que el aborto viene siendo una posibilidad legalmente admitida y regulada desde entonces. Lo que es legal termina creando la percepción de que es moral. Pocos seres humanos son capaces de sostener a largo plazo una opinión moral propia contraria a lo que se practica con normalidad en su sociedad.

            Naturalmente nadie lo admitirá hoy en día: pero los que peinamos ya canas podemos dar fe de que una inmensa minoría de la sociedad española consideraba moralmente correcto hace cincuenta años el que las huelgas estuvieran prohibidas, que los homosexuales fueran reprimidos y que las mujeres no pudieran administrar sus bienes. Lo decía la ley, era lo jurídicamente correcto, ¿cómo podía ser inmoral? El peso del Derecho a la hora de formarse el criterio social es literalmente abrumador.

            ¿Y por qué nos cuenta usted todo esto? Pues porque me sirve de fundamento teórico para una predicción mucho más concreta y particular: la de que el cambio de gobierno en Euskadi, y la modificación progresiva de la superestructura legal de inspiración nacionalista que ha envuelto a la sociedad vasca estos últimos treinta años, va a provocar a medio plazo una revisión de los criterios morales socialmente hegemónicos hasta ahora. Porque verán, la aceptación mansa de la en sí misma extraña práctica de que el conocimiento de la lengua minoritaria sea un criterio esencial para acceder al empleo público, o que sea de adquisición obligatoria en la enseñanza, tiene mucho que ver con el hecho de que la ley vigente lo establecía así. Si la ley lo proclamaba así, si la Administración pública lo ordenaba así, si desde el Gobierno sólo se oía una voz que lo afirmaba así, la inclinación natural de la sociedad era a pensar que estaba bien que fuese así, que moralmente hablando 'debía ser' así. En una sociedad gobernada hegemónicamente por el nacionalismo se tienden a asumir como reglas moralmente correctas las ideas de éste, sencillamente porque están plasmadas en la ley y son repetidas hasta la saturación en los medios públicos.

            Si el terrorismo nunca ha sido plenamente deslegitimado entre nosotros, si todavía hay una percepción social difusa de que 'hay que hablar con ellos' y de que 'todos tienen algo de razón', es porque desde el Gobierno, desde la Administración y desde los medios se ha difundido sempiternamente esa cantinela, de manera que la sociedad la ha percibido como 'el pensamiento legalmente correcto', lo que está de acuerdo con el Derecho.

            Nos gusta creer que poseemos una moral crítica, que nosotros nos formamos nuestra opinión ética con total independencia del poder y del Derecho vigentes, que incluso tendemos más bien a disentir de éste. Pero esto es en gran parte una ilusión consoladora. Nuestro desacuerdo y nuestra crítica al gobierno se agota en superficiales críticas cargadas de populismo simplón ('todos son iguales', 'todos van a lo suyo', 'el que parte reparte'), pero en el fondo asumimos con gran facilidad el criterio instintivo de que lo que es legal tiene que ser moral.

            De ahí que, en mi opinión, un cambio en el Gobierno y en las prácticas administrativas pueda producir un efecto social a medio plazo en la conciencia ciudadana más relevante que el puramente político. Si la sociedad comienza a percibir que lo que hasta ayer era obligatorio, o por lo menos establecido y apoyado por la Ley y la Administración, comienza a ser algo de libre elección y opinión, algo en lo que el Derecho no fuerza a nada ni nadie, los criterios morales empezarán a cambiar. Algunos empezarán a cuestionarse el porqué de tantas y tantas genuflexiones diarias que había que hacer a la ideología hegemónica. A preguntarse por qué parecía natural y obvio que nuestra lengua propia no fuera la que hablábamos, sino la que desconocíamos. Por qué resultaba evidente que todos teníamos una deuda eterna para con 'este pueblo', en virtud de la cual teníamos que privilegiarle por encima de nosotros mismos. Muchos seguirán pensando lo mismo, es su derecho y su convicción, pero otros muchos empezarán a despertar de un sueño y a hacerse preguntas acerca del por qué de lo que hasta ayer parecía obvio. Y ése será el cambio.

Quiénes hacen los frentes
(El Correo, 2 de abril de 2009)

            Los nacionalistas se dedican con fruición últimamente a acusar a socialistas y populares de haber conformado un «frente» que iría a emprender una «cruzada», ante la cual incluso suenan ya voces y huelgas de 'no pasarán'. Quizás convendría, para poner un poco de orden y reflexión en este asunto, hacer un poco de genealogía de las ideas y recurrir al concepto originario del término 'frente'. Porque podría ayudar a orientarnos en la confusión.

            Un frente no era (es) sino una línea nítida de separación entre dos fuerzas contendientes: una muralla, una sucesión de trincheras, un foso, un elemento físico que en definitiva detiene el ataque de uno sobre otro y mantiene estabilizada la pugna. Es un término que sólo tiene sentido en un contexto bélico. Por eso, aplicarlo a la vida social y política cotidianas de una sociedad denota que el que lo utiliza tiene una comprensión agónica o bélica de la realidad o, por lo menos, que intenta difundir esa forma de comprensión: ellos contra nosotros.

            Entre los ciudadanos de una sociedad democrática no existen en principio frentes, ni murallas ni fosos. Existe un espacio fluido y libre, un campo infinito que cada uno rellena a su gusto: normalmente es un espacio muy denso ocupado por interacciones de toda clase: colaboración, simpatía, competición, interés, amor. Ese denso espacio entre las personas es lo que llamamos sociedad. Cuando alguien empieza a decir que entre las personas no hay sociedad, sino 'frente', no nos engañemos, es porque esa persona está empezando a construir trincheras, a levantar muros, a tender líneas infranqueables, a alertar a los suyos contra los invasores. Los frentes no estaban, los construye quien los imagina. Es un caso de manual de proyección sobre el otro de lo que uno experimenta pero se niega a reconocer en sí mismo: acusamos al otro de intentar construir el frente que nosotros estamos ya edificando.

            El acuerdo programático de socialistas y populares, fuera de medidas de gobierno perfectamente neutrales y que cualquier fuerza podría suscribir, no hace sino proponer dos cosas originales: más libertad para las personas en lo que se refiere a su libertad de elección en ciertas materias, y más protección legal e institucional a esas mismas personas ante la violencia y la extorsión. Y dar libertad a las personas es, exactamente, todo lo contrario a encerrarlas en muros, castillos o líneas de frente.

            Eso revela con claridad quién es el que de verdad pone frentes entre nosotros: no los futuros gobernantes, que sólo prometen libertad, sino la oposición nacionalista, que se rebela indignada contra el levantamiento de las viejas coerciones y tutelas paternalistas por parte del poder. Se rebela contra la libertad de la sociedad, porque tiene miedo a ella. Los frentes los ponen quienes temen que por las rendijas que abre la libertad se les escapen sus súbditos.