José María Ruíz Soroa
Jarabe de arce
(El Correo, 30 de marzo de 2014).

El Tribunal Constitucional español, como casi todos los europeos, presenta relevantes diferencias con el Tribunal Supremo de Canadá o de Estados Unidos, a pesar de que todos ellos desempeñan una misión que finalmente es idéntica: la de controlar la constitucionalidad de las leyes dictadas por el legislador ordinario. Una de esas diferencias es la de que el Tribunal español es estrictamente lo que se conoce como ‘un legislador negativo’, nunca positivo. Es decir, el Tribunal no puede decirle al legislador cómo debe regular una materia concreta para que su ley sea conforme a la Constitución, sino sólo decirle cuáles son los límites que no puede traspasar so pena de inconstitucionalidad. No lo que puede hacer, menos aún cómo debe hacerlo, sino sólo lo que no puede hacer. Y eso una vez surgida la legislación conflictiva.

Por el contrario, los tribunales norteamericanos no sólo pueden sugerir al legislador el contenido adecuado de una regulación para ser conforme a la Constitución, sino que pueden elaborar dictámenes sobre cuestiones globales incluso antes de que se plantee conflicto alguno, a petición del Gobierno, orientando de esta manera a la futura legislación. Es de esta manera que el Tribunal Supremo de Canadá emitió su famosísimo Dictamen de 1998 sobre el supuesto derecho de una provincia canadiense a la independencia.

En su recientísima sentencia de 25 de marzo sobre la declaración soberanista del Parlament catalán, el Tribunal Constitucional (citando expresamente el dictamen canadiense) ha declarado contraria a la Constitución cualquier declaración de soberanía o autodeterminación por parte de una comunidad autónoma, tanto de acuerdo con el derecho constitucional español como con el derecho internacional. Por ello, «una comunidad autónoma no puede unilateralmente convocar un referéndum de autodeterminación para decidir sobre su integración en España». En este punto, el Parlament ha traspasado el límite y el Tribunal declara que es nula la declaración de soberanía del pueblo catalán en estricto cumplimiento de su función de guardián de los límites.

Pero el Tribunal no ha querido quedarse ahí. El aroma del dictamen canadiense ha llegado a España, se nota. Y para no quedarse en la pura negatividad, el Tribunal ha recurrido a una técnica que, de alguna limitada forma, le permite constituirse en ‘legislador positivo’: la de la interpretación conforme.

¿En qué consiste? A grandes rasgos, el Tribuna toma una parte de la norma impugnada, que literalmente podría ser contraria a la Constitución y, en lugar de anularla, la salva con la condición de que sea interpretada necesariamente como él mismo establece. De esta manera, el Tribunal termina por constituirse en ‘colegislador’ puesto que ‘inventa’ una interpretación forzosa de una ley, que posiblemente no era la que el mismo legislador pensaba.

Esto es lo que ha hecho el Tribunal con el famosísimo y abstruso ‘derecho a decidir del pueblo catalán’. Interpretarlo … cambiando totalmente el sentido original que tenía o quería tener esa expresión. En resumen, lo que dice el Tribunal es que la declaración de que el pueblo catalán tiene «derecho a decidir» es válida pero siempre que se entienda que lo que tiene ese pueblo no es un ‘derecho’ sino una simple ‘aspiración’ (una pretensión o una demanda). No puede ser un derecho, porque entonces sería el derecho de autodeterminación o de secesión que el propio Tribunal ha declarado inexistente. Pero como el Tribunal quiere en el fondo hacer lo que hizo el de Canadá más libremente, utiliza la técnica de la interpretación y expone: donde el Parlament dice ‘derecho a decidir’ hay que leer ‘aspiración a independizarse’.

Y, ya puesto, el Tribunal se anima a decirle al legislador cómo se trata esta aspiración en el marco constitucional. Es decir, va a legislar sobre esa cuestión no prevista en la Constitución. Ciertamente se arriesga a que le tilden de invadir un ámbito que no le toca, pero se atreve.

¿Y qué legisla? Pues lo mismo –aunque sintetizado al extremo– que legisló su homólogo americano: la aspiración a la independencia es legítima y debe ser atendida, tratada y resuelta por el Estado. ¿Cómo? A través de un proceso de diálogo inspirado en la «mutua lealtad y el recíproco apoyo» (es la versión española del deber canadiense de «negociar de buena fe»), un proceso de diálogo «cuyo resultado no está predeterminado» (frase literal canadiense que significa que el diálogo puede terminar tanto en la independencia como en el mantenimiento de la unión). En ese proceso de diálogo, obligatorio si lo pide una comunidad autónoma, «no está excluido ningún procedimiento que respete el marco constitucional» (referencia bastante transparente a una posible consulta a la voluntad de la sociedad catalana). Lo importante es que el proceso debe respetar en todo caso la legalidad y, por ello, si concluye en una decisión de independencia pactada deberá tramitarse finalmente como una reforma constitucional regulada por la Constitución (exactamente igual que en Canadá).

Somos muchos los que hemos sentido que esta vez el Tribunal ha estado a la altura de las circunstancias (una decisión rápida, sencilla y clara) y ha estado a la altura del paradigma constitucional democrático tal como hoy se interpreta en el mundo de las democracias liberales, utilizando la técnica de la ‘interpretación conforme’ para decirle al sistema político cómo debe procesar y tratar la demanda soberanista. Estructurar más este proceso es algo que el Tribunal deja al legislador ordinario, como no podía ser de otra forma. Como es sabido, algunos defendemos que se estructure legalmente el proceso con carácter general y previo (Joseba Arregi y otros, ‘La secesión de España’, 2014), pero eso es lo de menos. Lo relevante es que se han establecido las pautas de abordaje democrático y constitucional de un asunto tan delicado como éste.

Los indómitos nacionalistas seguirán diciendo que el pueblo ruritano tiene derecho a decidir, cómo no. Y que incluso se ha reconocido que cabe en la Constitución. Cierto, si les gusta expresarlo así, faltaba más. Pero recuerden que el Tribunal ha sentado la pauta obligatoria: si quiere usted acogerse a la Constitución, donde dice ‘derecho’ entiéndase ‘aspiración’. Y si no lo quiere entender así, está fuera de la Constitución. De la de aquí y de la cualquier otra democracia liberal.