José Mª Ruiz Soroa
Pescar atunes en Euskadi
(El Correo, 26 de abril de 2009)
 
            ‘Por razones familiares'. Así de púdica y contenida es la explicación que nos dan los medios acerca del rechazo de algunos ciudadanos a formar parte del Gobierno, algo que sin duda se planteaban en principio como legítima aspiración. 'Razones familiares': no vivir como un apestado, marcado permanentemente por la sombra de los escoltas y la posibilidad del tiro a traición, no hacer sufrir a los seres queridos, no convertir la vida en un ejercicio de supervivencia. Una reacción tan humanamente comprensible que no merece comentario, tan natural que incluso nos llega a resultar normal. Y eso es lo terrible.

            Porque es terrible que ciertas militancias políticas, cívicas o gubernativas pongan a una persona en una diana. Sin duda. Pero es mucho más terrible que esa situación llegue a ser aceptada por la sociedad como algo normal, como algo ligeramente incómodo pero que hay que asumir porque 'las cosas son así'. Que la sociedad vasca haya llegado a no ver ni apreciar como monstruoso lo que ocurre en su seno es el dato más terrible que interpela a nuestra conciencia. Los historiadores de la ciencia suelen explicar que el científico, el innovador, es aquél que observa un problema donde los demás ciudadanos ven algo normal. Pues bien, parafraseando esta idea, podríamos decir que la conciencia moral es aquélla que ve el horror donde la conciencia social sólo ve algo normal. En Euskadi nos parece normal que muchas personas renuncien a una actividad por miedo a las represalias terroristas. Eso es un índice de ausencia de conciencia y fibra moral.

            Les propongo una metáfora: en las costas de Somalia hay una situación de desgobierno y regresión al 'estado de naturaleza' tal que quienes van allí a pescar atunes se arriesgan a ser capturados y sometidos a una petición de rescate. Es algo que nos resulta a todos increíble, estremecedor, que todavía en estos tiempos queden lugares en la Tierra donde reine la ley del más fuerte en su expresión más cruda. En este caso percibimos con toda claridad lo anómalo de esa situación, no es necesario que nadie nos la explique desde un púlpito: trabajar bajo el riesgo de piratas es una monstruosidad tanto política como ética. Pues bien, en Euskadi hay quienes sólo por querer desarrollar su actividad cívica, por hacer lo que es normal hacer, se exponen a una suerte peor. Y, sin embargo, a la sociedad vasca esta realidad no le resulta anómala, no despierta en ella un grito de rechazo y condena moral como la pirática. Mis conciudadanos rechazarían indignados ser comparados con los somalíes que intentan sobrevivir entre miseria, señores de la guerra y piratas. Y sin embargo, en la escala del desarrollo moral estamos por debajo de ellos. Ellos tienen mil razones válidas para explicar su situación ¿Cuál nosotros? ¿Por qué no nos indignamos colectivamente ante la suerte de quienes pescan atunes en Euskal Herria? Seamos sinceros, porque en el fondo no les vemos. Porque las víctimas, actuales o futuras, en acto o en potencia, son invisibles para la mayor parte de esa sociedad, para la sociedad satisfecha.

            ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo hemos llegado a ponernos esas lentes bifocales que nos dejan ver el horror lejano mientras nos insensibilizan ante el cercano? Sin duda hay muchas razones, y muy largas en el tiempo, pero lo sucedido no se explica si no se tiene en cuenta la función de 'adormecimiento de los sentidos' (en términos de Emilio Alfaro) que el nacionalismo ha llevado a cabo durante años. Es el nacionalismo el que ha promovido (deliberadamente o no, ésa es otra cuestión) una ceguera moral colectiva en nuestra sociedad. Tanto comprender al pariente descarriado, tanto explicar el conflicto en términos de inevitabilidad histórica, tanta empatía para unos y tanta sequedad para otros, todo eso es lo que ha llevado a una sociedad, que es acomodaticia como lo son todas ante los problemas difíciles, a ponerse las gafas bifocales.

            Recuerdo las palabras despreciativas e hirientes de Xabier Arzalluz, hace no muchos años, cuando echaba en cara a los populares esconderse en unas sedes situadas siempre en los pisos de los edificios, no tener unos locales abiertos al público al nivel de la calle, como los partidos de aquí. ¡Les echaba en cara como defecto el de ser víctimas! ¡Les reprochaba a ellos el estigma que la violencia ponía sobre ellos! Pues bien, no nos engañemos: una gran parte de la sociedad ha hecho suya esta percepción distorsionada de la realidad moral y considera normal que ciertas ideas no puedan ser expresadas libremente, o que ciertas adscripciones estén sometidas a una tasa de riesgo vital: porque, en el fondo, son unas ideas y unas adscripciones un poco 'raras', un poco 'fuera de lugar'.

            El nacionalismo ha adormecido el sentido moral de la sociedad. Y el suyo propio. Gritan su sorpresa e indignación porque socialistas y populares se pongan de acuerdo en el País Vasco cuando fuera de aquí no están de acuerdo en nada. Sólo les une el antinacionalismo y el revanchismo, dicen. La más clara prueba de que somos una nación distinta, explican, es que aquí se ponen de acuerdo quienes fuera de aquí, en España, compiten desgarradamente. ¡Ciegos! No se dan cuenta de que en Euskadi hay algo que tienen en común populares y socialistas, algo que es previo a cualquier ideología: su condición de amenazados, el hecho de que llevan treinta años jugándose la vida sólo por ser como son. Y lo que es peor (pero que su ceguera les impide ver) que la especialidad política de Euskadi no es tanto la de ser una nación aparte, como la de ser el único territorio europeo donde existe una amenaza real y tangible a una parte de los políticos y de los ciudadanos que representan. Que nuestra particularidad como ciudadanía no es la identidad, no es la historia interminable del conflicto secular, sino que es pura y simplemente la violencia terrorista.

            Algún día, espero que no lejano, llegará una generación que se asombrará de la situación social a que llegamos en torno al cambio de siglo, se maravillará de que llamásemos 'razones familiares' al terror, de que enviásemos fragatas y corbetas a Somalia mientras en nuestro derredor morían otros pescadores. Se estremecerá al oír que mucha gente no se metía en política porque les podía pasar algo. Mientras que otros sí se metían, y hablaban con unción de 'la casa del padre' donde tal cosa ocurría. Pero, sobre todo, se admirará de que llamásemos a esto democracia. Eso les dará hasta risa.

            El autor reflexiona acerca de la inadmisible presión del terrorismo sobre la acción política en el País Vasco y la indiferencia social. «Nuestra particularidad como ciudadanía -dice- no es la identidad, no es la historia interminable del conflicto secular, sino que es pura y simplemente la violencia terrorista».