José María Ruiz Soroa
Los de casa y los de fuera
(El Correo, 13 de mayo de 2012).

Las fronteras no cambian ni añaden nada a la condición de seres humanos.

Las medidas recientemente adoptadas por el Gobierno español para ahorrar, entre otras cosas, en la prestación del servicio público de sanidad han puesto de actualidad una de las contradicciones más llamativas de la política, probablemente una cuestión sin solución satisfactoria desde un punto de vista teórico. Es esa que resume la frase de Basagoiti al decir que conviene «dejarse de buenismos y reconocer que primero estamos los de casa, y solo luego, y si es posible, los de fuera». Es una forma desgarrada de expresar lo que intuitivamente muchos sienten, aunque no se atrevan a decirlo, que los extranjeros tienen solo los derechos que podamos concederles buenamente o, lo que es lo mismo, que no tienen derechos propiamente dichos sino sólo expectativas de obtener un trato indulgente. Nacionales y extranjeros estarían así separados por una divisoria trascendental, la de tener o no el derecho esencial: el «derecho a tener derechos», como señaló Hanna Arendt.

Pero veamos más de cerca la cuestión: si partimos de la base de que nuestra sociedad se funda en el principio básico de la igual dignidad de toda persona humana; y, además, de que estamos hablando de una cuestión, la salud, que está necesaria e íntimamente conectada con la dignidad de la persona, la deducción obligada es la de que, si nos tomamos en serio ese principio universalista de la dignidad de la persona, no podremos hacer distinción alguna entre personas a la hora de garantizarles su derecho a la salud. Es decir, que cuando la ley dice que «todos» tienen ese derecho, «todos» significa exactamente «todos». No significa los nacionales, ni los residentes, ni los empadronados, ni los permitidos, sino que significa «todas las personas». Desde una filosofía política liberal basada en la dignidad inviolable del ser humano no cabe denegar a nadie su derecho a la salud, como ningún otro derecho prestacional conectado a esa dignidad humana. Las fronteras, así de sencillo, no cambian ni añaden nada a la condición de seres humanos.

Por tanto, quien pretende establecer alguna diferencia de condición entre personas nacionales y extranjeras en esta materia (para anteponer a las primeras, claro) no es fiel para con los principios en que dice inspirarse (no es liberal, desde luego) y que inspiran nuestra sociedad, sino que (aunque sea solapadamente) está añadiendo a esa ética universalista otros principios diversos, esos que genéricamente denominamos nacionalistas o comunitaristas. En efecto, quien además de considerar a la persona física como sujeto moral considere que también existen otros sujetos morales relevantes, como son la nación, o el grupo, o la comunidad de pertenencia, ese sí podrá argüir que a la hora de reconocer derechos hay que tener también en cuenta la conservación de esa nación o comunidad concreta, y que esa conservación exige que los ciudadanos estén unidos por unos lazos de lealtad e intimidad cultural que se perderían si no se distinguiese entre propios y extraños. Las fronteras son, para quien así piensa, un bien moral digno de protección.

Esto no se suele reconocer explícitamente, pues el nacionalismo o comunitarismo es en nuestras sociedades una forma de pensamiento implícito o no reflexionado, que se impone como algo casi ‘natural’ o ‘de sentido común’. Naturalmente que primero estamos los de aquí y solo luego los de fuera, piensa el ciudadano: ¡es lo normal! Pero la normalidad es casi siempre el disfraz del prejuicio o de la tradición irreflexiva, por eso a los conservadores les gusta tanto recurrir a ella en su retórica.

Ahora bien, establecido lo anterior, seguimos ante un problema gravísimo. Y es que incluso el ciudadano impecable que acepte en serio el principio de la igual dignidad de todos se topará con una realidad implacable: que si intentamos de verdad otorgar a todos los mismos derechos (incluso a los que están fuera y lejos de las fronteras), la propia sociedad que hemos formado trabajosamente a lo largo de la historia para conseguir esos derechos se hundirá. Tenemos derechos porque hemos creado un poder público que los garantiza, pero ese poder se diluye si intentamos dárselos de verdad a todos, porque choca con sus límites de posibilidad. Por mucho que el cosmopolitismo sea nuestro ideal a largo plazo, no puede llegarse a él de golpe. Nuestra sanidad no puede atender a todo el mundo so pena de quedarnos sin sanidad.

¿Entonces? Pues, entonces, como decía Rafael del Aguila, lo que sucede es que no existe forma de eliminar la tensión desagradable entre los dos polos que forman el universalismo liberal democrático, como principio, y el poder colectivo necesario para hacerlo real y efectivo, como contingencia. Si eliminamos el poder colectivo delimitado por las fronteras nos quedamos sin base para que existan los derechos. Ser conscientes de ello, de que en el mundo existe el mal junto al bien, y ‘junto’ significa ‘mezclado’, es tomar conciencia de nuestros límites, nada más. De que no hay teoría ninguna, por justa que sea, que resuelva nuestras contradicciones.

¿Entonces? La única guía de acción decente es la de intentar ser todo lo fieles a los principios que podamos, y limitar sus excepciones a los casos en que sea realmente imposible cumplirlos. Y si para ello hay que ponderar entre los derechos de unos y otros, habrá que anteponer el ‘derecho básico’ de todos al ‘derecho perfecto’ de los menos. Es decir, usar de una estrategia moral tipo ‘maximin’: ante todo universalizar el mínimo básico del derecho, solo luego perfeccionar el contenido del derecho. Lo que significa que nadie que esté en nuestra sociedad y lo pida puede ser privado de su derecho a la salud, aunque para garantizar ese derecho haya que limitar un poco, o más que un poco, el derecho de los demás. Antes recortar el derecho de los de aquí –hacerlo incompleto– que suprimir totalmente –borrar– el de los de fuera. Justo lo contrario que lo que proclama la normalidad de Basagoiti.