José María Ruíz Soroa

La querella catalana
(El Correo, 2 de septiembre de 2008)

            ¿Tiene algún sentido la proclamación de nuestro lehendakari de que «llevará a Europa» el asunto del derecho de decisión de los vascos? Para responder a esta pregunta es preciso en primer lugar aclarar a qué se está refiriendo con el calificativo de 'europeo', pues existe cierta confusión pública en torno a su alcance.
            En efecto, el recurso que anuncia Ibarretxe («denuncia» lo llama él) no se dirige hacia la Unión Europea (una institución eminentemente política), sino que persiste en la vía de juridificar la discusión sobre el lugar donde reside la soberanía, pues de eso y no de otra cosa trata la 'Ley de Consulta'. En tal sentido menciona claramente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo como foro al que se recurrirá contra la más que previsible y segura decisión del Tribunal Constitucional de no alzar la suspensión de aquella ley en tanto delibera sobre su constitucionalidad.
            El Tribunal Europeo de Derechos Humanos fue creado por el Convenio del Consejo de Europa en 1949 y no tiene relación ninguna con la Unión Europea. La lista de Estados miembros del Consejo de Europa (cuarenta y ocho) es mucho más amplia que la de los veintisiete que forman la Unión, e incluye a otros como Rusia, Georgia, Noruega, Ucrania, Turquía o Andorra, que no son parte de ésta. El Tribunal se limita a enjuiciar la posible violación de los derechos humanos reconocidos en el propio Convenio que lo creó, así como en sus protocolos modificativos y, en caso de que algún Estado los haya violado, lo declara así. El gran paso adelante que supuso este Tribunal para la efectiva protección de los derechos humanos consistió en permitir a los particulares el recurso a una instancia supranacional en contra de, precisamente, sus propios Estados.
            El recurso al Tribunal en el caso cierto de que el Constitucional no permita la consulta vasca estaba condenado al fracaso desde su mismo planteamiento. Lo mismo iba a suceder si lo que se recurría era sólo la suspensión cautelar de dicha ley en tanto el Constitucional decidía sobre el fondo. Y ello por una razón, porque sólo las personas físicas, organizaciones no gubernamentales o grupos de particulares están legitimadas para recurrir ante el Tribunal, nunca un gobierno o un parlamento regional. Precisamente por ello, y para esquivar esta terminante restricción, el equipo de gobierno vasco ha discurrido la curiosa argucia de que el recurso lo planteen individualmente los ciudadanos afectados que lo deseen, empezando por los propios miembros del Gobierno, que lo harán a título personal y nos animarán a hacerlo a todos. La treta, sin duda, dará que hablar en Estrasburgo: todo un presidente de un Gobierno regional y sus consejeros al completo recurriendo como si fueran ciudadanos de a pie (aunque usando fondos públicos). Insólito. Seguimos marcando entradas en el libro Guinness.
            Pero, aún así, y llegamos entonces al segundo escollo imposible de superar, ¿qué derecho de los del Convenio podrían invocar estos ciudadanos como infringido? El lehendakari ha mencionado como lesionados los derechos de libertad de conciencia, de expresión y de asociación, pero sólo una mente calenturienta puede considerarlos como relacionados con el asunto de que se trata. Porque de lo que se trata es del derecho de participación política de la ciudadanía, y sobre este derecho el Convenio es muy claro: los ciudadanos tienen derecho a participar en elecciones libres, secretas y periódicas para elegir a sus representantes en el órgano legislativo, nada más (Protocolo núm. 1). La participación política de los ciudadanos está garantizada como derecho fundamental, sí, pero el Convenio Europeo no recoge ni menciona como derecho protegido el concreto cauce de participación política por vía de referéndum o consulta plebiscitaria (que sólo existe en tanto en cuanto lo admita la legislación de cada país y dentro de sus límites), sino sólo el de participar en elecciones libres a efectos de designar a los representantes parlamentarios (derecho a participar 'eligiendo', no 'decidiendo').
            Dicho en romance paladino: no hay ningún derecho humano implicado en la cuestión de admitir o no las consultas populares, sino que cada país es muy libre de regular como desee, y como su propia experiencia le aconseje, el uso de los referendos. Incluso de prohibirlos en absoluto, como algún país europeo democrático ha hecho.
            Pretender que el Tribunal de Estrasburgo reconozca que existe un derecho a la participación política popular que va más allá de la participación en elecciones libres y secretas, y que incluiría nada menos que el derecho de cualquier ciudadano a ser consultado sobre las cuestiones que considere importantes y en los términos en que lo desee, al margen de lo que establezca la Constitución del propio Estado, es una esfuerzo tan absurdo como estéril. El Tribunal no puede sino aplicar su propio texto regulador, y un tal derecho no está en ese texto. Lo cual es lógico, pues se trata de un derecho que sólo existe en la mente de los nacionalistas, como lo demuestra el hecho de que ninguna Constitución democrática europea lo menciona. Cabe concluir, por ello, que la vía de Estrasburgo sólo generará un nuevo y lamentable rechazo. Un rechazo que, indirectamente, convalidará al del propio Tribunal Constitucional y convertirá en humo la tan cacareada 'parcialidad' de este Tribunal a favor del Gobierno español. ¿O dirán también que los jueces europeos están mediatizados por Madrid?
            Es obvio que los nacionalistas saben todo esto mejor que este cronista (aunque sea sólo porque llevan meses estudiándolo) y que dan por descontado su fracaso en Estrasburgo. Así las cosas, cabe una sola explicación de su conducta: la esperanza de que el Tribunal Europeo se demore y no decida sobre la inadmisión del recurso hasta una vez pasadas las elecciones, de forma que durante la campaña electoral puedan los nacionalistas seguir estirando el chicle del argumento, y puedan seguir hablando de los socialistas y de las instituciones estatales en general como 'los que ponen un bozal al pueblo'.
            Conducta ésta que nos trae a las mientes lo que la práctica forense española conoce desde antiguo como las 'querellas catalanas', que no consisten sino en recurrir a denunciar hechos criminales ante la justicia con el único objetivo de dilatar, retrasar y entorpecer el curso ordinario de un asunto ante los tribunales. Aunque estas querellas se formulan en términos altisonantes y siempre hablan de serios delitos, su única finalidad es la más rastrera de embrollar los casos judiciales. Esta clase de querellante sabe de sobra que carece de razón y de esperanza, pero no le importa. Su acción es una mera argucia táctica para dilatar un proceso, un caso típico de uso desviado del derecho.
            No deja de ser lamentable ver cómo nuestros gobernantes caen al nivel de los querulantes profesionales y se convierten en practicantes de esta clase de querellas. Pero qué le vamos a hacer, a esta ínfima altura ha llegado la práctica política entre nosotros.