José María Ruíz Soroa
La diversidad no es ya lo que era
(El Correo, 8 de diciembre de 2013).

Benjamin Constant pronunció en 1819 en el Ateneo de París una conferencia que ha pasado a la historia del pensamiento político. Su título era ‘Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos’ y su contenido discernía luminosamente sobre el muy distinto sentido y contenido del concepto de ‘libertad’ en Grecia y Roma (los antiguos) y en las sociedades americana o francesa de su tiempo (los modernos). En aquellos, la libertad era la del colectivo, la independencia de la ciudad o la república para gobernarse a sí misma, el derecho de los ciudadanos a tomar parte activa en la soberanía entera, a deliberar y votar en la plaza pública sobre la guerra y la paz. Era la libertad de un todo político frente a otros todos extranjeros.

Para los modernos, en cambio, la libertad es ante todo la libertad del individuo para buscar cada uno su felicidad (como decía la Carta de Filadelfia) o su dicha (como dirá Constant) dentro de un sistema de reglas que le protegen del poder, ¡incluso del poder del colectivo! Entre los modernos, la libertad del individuo no era ya tanto la posibilidad de decidir en la plaza pública los destinos de la patria como la de desentenderse de tan grandes decisiones y dedicarse a una vida privada cada vez más rica en posibilidades en la seguridad de que un sistema de reglas (el Estado de Derecho) le protegía de la arbitrariedad.

La agudeza de Constant radicó en que fue capaz de formular con exactitud el cambio que se había operado entre las sociedades antiguas de Grecia y Roma, simples y sencillas por virtuosas que fueran, y las complejas sociedades modernas, mucho menos virtuosas pero mucho más ricas en posibilidades para el ser humano. Y de ver las consecuencias que ese cambio en el tipo de sociedad tenía no sólo para el concepto, sino también para el ejercicio y la forma de vivir la libertad. No era lo mismo la libertad ‘allí’ que ‘aquí’, y de no entenderlo bien era de donde nacían tantos problemas políticos, pues muchos pensadores y filósofos seguían guiándose todavía por un ideal de libertad que era antiguo y, por ello, irrealizable y desadaptado a la sociedad moderna.

Viene esta introducción a cuento para poner de manifiesto cómo en el mundo, aparentemente distinto y distante, de la valoración de la diversidad cultural y social (el mundo de la sociología y la antropología, el mundo de las migraciones y los supuestos choques culturales) se ha producido desde hace tiempo una similar escisión entre mundos ‘antiguos’ y ‘modernos’ y, sin embargo, no ha habido un Benjamin Constant que lo explique con claridad en el Ateneo vasco. De manera que seguimos hoy en día escuchando unas opiniones y unos proyectos culturales que son plenamente antiguos, que no tienen sentido ninguno en el mundo moderno que habitamos. Y que, por eso, sólo desorientan el análisis de la realidad y descaminan las políticas para tratarla.

La diversidad cultural humana se manifestaba antes en la existencia de una serie de sociedades (comunidades, tribus o etnias) muy homogéneas interiormente y muy distintas entre sí. Era la diversidad de los grupos como unos todos cerrados, como unas mónadas sin ventanas que diría Leibnitz. Los individuos de un grupo eran todos muy similares culturalmente entre sí, pero cada grupo era muy diverso de los otros. La diversidad era una cuestión intergrupal, no interindividual.

Pero, ¡ay!, esa realidad cambió. La evolución de las redes humanas marcha desde la diversidad a la homogeneidad pero, también, desde la simplicidad a la complejidad. Consecuencia: que «la diversidad no es ya lo que era», como sentenció Clifford Geertz. En las sociedades complejas en que vivimos, insertas todas ellas en un mundo globalizado en que dominan los mismos factores socioeconómicos y existe la comunicación inmediata, la diversidad no es ya algo que separa a los grupos humanos en cuanto tales. Cada vez se parecen más y son más intuitiva e inmediatamente comprensibles unos para con otros.

Por el contrario, la diversidad se ha desparramado y multiplicado dentro de las sociedades actuales, precisamente por la riqueza interna de posibilidades en estatus y roles sociales y por la exposición inmediata del individuo a una pléyade de influencias culturales. De manera que no existe ya una sociedad que no encierre en sí misma más y mayor diversidad que la que le separa (?) de otras sociedades. Y no digamos nada de las sociedades que son por su propia historia muy mestizas y abigarradas, como lo es la vasca, cuyo índice de autoctonía es el más bajo de Europa. Cualquier sociedad moderna es hoy un ‘collage’ abigarrado de muchas pautas culturales.

Lo cual se dice, y con esto llego al meollo de mi observación, porque cuando se habla de inmigración entre nosotros los vascos (¡la mayoría de los cuales somos nosotros mismos descendientes de inmigrantes!) se escucha de continuo una sesuda pero asombrosa parla acerca de ‘nosotros’ y de ‘ellos’. Lo que desconcierta a quien sabe, como todos salvo los muy ideologizados saben, que no existe ya ni en Vasconia ni en otra sociedad moderna un ‘nosotros’ mínimamente homogéneo ni coherente en términos culturales, sino muchos y muy diversos ‘nosotros que no somos ya nosotros’. Que va siendo hora de contemplar la realidad con otros ojos, no ya posmodernos sino sencillamente modernos, que sean capaces de hacerse cargo intelectualmente de la realidad social sin anteojeras. Nuestra diversidad interna no es un defecto a corregir mediante políticas de ‘construcción nacional’ asimilacionistas y homogeneizadoras, sino un rasgo positivo que demuestra nuestra modernidad y que debería aceptarse como tal. Y si a esa sociedad se incorporan nuevas personas, bienvenidas sean. Pero bienvenidas de verdad, incluida su supuesta diversidad cultural, no bienvenidas a pesar de ella, o con la condición de que se asimilen (¿a qué?) o que respeten (¿qué?). Esa diferencia que traen no es una amenaza para esa supuesta ‘nuestra cultura’ porque en realidad ésta no existe como tal unidad densa e identificable. Entre nosotros hay tanta diferencia y diversidad como entre ellos y con ellos.

El etnocentrismo español tradicional contó siempre la historia de España como la de un pueblo esencial al que le fueron lloviendo las invasiones de aliens: romanos, fenicios, visigodos, árabes, judíos fueron sumándose a una ‘esencia inmanente y perdurable’ que era el ‘nosotros’ desde el que siempre se contaba la historia. El esquema etnocéntrico se reproduce aquí y ahora en el discurso políticamente correcto de nuestra academia: a los vascos nos han pasado las inmigraciones del XIX y el XX, a los vascos les pasa ahora que les llegan más ‘otros’. Así lo contamos ‘nosotros’. Y a fuerza de repetirlo nos lo creemos.

Desde mi mínima atalaya de pensamiento denuncio este lenguaje que pervierte la realidad y que crea ‘otros’ al mismo tiempo que inventa ‘nosotros’. Somos yoes borrosos y mestizos, es decir, somos de manera mezclada y confusa el espejo de muchos otros seres humanos que nos crean y recrean en la convivencia intelectual, moral y social. Y el único nosotros substancial que queda es la humanidad.