José Mª Ruiz Soroa
Verdad y humildad
(El Correo, 16 de agosto de 2009)

En el debate público actual se ha introducido con fuerza la que podríamos denominar 'cuestión de la verdad', es decir, la discusión acerca de si en el ámbito político pueden existir verdades que se impongan en la convivencia humana como un 'a priori' y, caso afirmativo, qué papel juegan esas verdades en una democracia. El reciente intercambio de opiniones en estas páginas entre Javier Otaola ('A vueltas con la verdad') y Rafael Ferrer no es sino un ponderado e interesante ejemplo de ello.

Simplificando un poco la cuestión, podríamos decir que los dos cuernos del dilema vienen representados, por un lado, por un cierto tipo de laicismo que proclama al consensualismo como el único criterio de determinación de lo correcto en la vida pública y, por otro, una determinada visión religiosa (muy característica del actual pontífice) que defiende la existencia de unas verdades previas derivadas de la recta razón que se impondrían al ser humano inexorablemente. Los laicistas arguyen que la misma idea de verdad, con toda la fuerza dogmática y epistemológica que posee por sí misma tal noción, es incompatible con la práctica democrática. Existen, dicen, 'verdades particulares', aquéllas que cada uno acepta o profesa en virtud de su particular adscripción religiosa o ideológica, pero ninguna de ellas puede aspirar a ser una verdad en sentido fuerte. Es más, es precisamente el intento de algunos de convertir su particular verdad en verdad de todos lo que genera un conflicto irresoluble en democracia. Por eso, es preciso aceptar que en un régimen democrático no existen verdades 'a priori' sino sólo acuerdos contingentes a los que la ciudadanía va llegando progresiva y trabajosamente en un proceso histórico interminable de discusión y puesta en contraste de las verdades y opiniones particulares de cada grupo o corriente.

Los religiosos acusan de relativista a esta postura, que según ellos conduce a una cómoda instalación del ser humano moderno en la pura conveniencia del momento. Lo bueno y lo malo, lo correcto y lo inadecuado, dicen, no puede ser establecido por consenso o por mayorías sociales, por muy cómoda que sea esta postura. Hay cuestiones que están más allá de la opinión mudable de las personas y de las mayorías, cuestiones que se derivan del uso de la razón y que, por ello, deben ser inexorablemente respetadas por todos. A partir de ahí, derivan de esa recta razón una serie de dogmas concretos que no aceptan puedan ser siquiera discutidos por la voluntad democrática (singularmente en materias relacionadas con la vida humana biológica, la sexualidad y la institución familiar).

Así planteada, la cuestión de la verdad y su papel en democracia se vuelve irresoluble y sólo conduce a malentendidos y acusaciones mutuas de dogmatismo totalitario -por un lado- y de relativismo simplón y hedonista -por otro-. Y un debate irresoluble suele ser, en la mayoría de los casos, un debate mal planteado. Quizás un poco de humildad por ambas partes pudiera reconvertirlo a términos que lo hicieran más manejable.

La humildad, en el caso de los laicistas, consistiría en abandonar su pretenciosa afirmación de que en democracia no existen verdades previas sino sólo consensos. Es una posición insostenible, puesto que desde el momento en que se apela al consenso entre ciudadanos iguales y libres como único criterio válido para definir lo correcto en cada caso, se está admitiendo implícitamente una verdad previa: la de que todos los seres humanos deben poder participar de la definición de lo correcto, y que, por tanto, cualquier definición a la que se llegue y que desconozca esta verdad, por consensuada o mayoritaria que sea, es incorrecta (falsa). ¿Y por qué todos los seres humanos afectados por las decisiones políticas tienen igual derecho a participar en su adopción? Serían necesarios varios pasos analíticos para mostrarlo, pero abreviando su desarrollo podemos afirmar que la razón estriba en que la democracia liberal se basa en una verdad previa intangible y no susceptible de discusión: la de que todos los seres humanos poseen una igual dignidad que debe forzosamente ser respetada (forman un 'reino de fines', dijo Kant).

Por tanto, sí existe una verdad que se nos impone y que funda nuestra convivencia, mucho antes de todo acuerdo contingente. Y, lo que es peor para nuestra orgullosa laicidad, esa verdad es tan indemostrable racionalmente como esa otra que exhiben los religiosos cuando dicen que existe algo así como Dios. En efecto, han existido muchos intentos de fundamentar racionalmente la afirmación de la igual dignidad de las personas (el kantiano fue el más potente de ellos) pero desgraciadamente no existe forma de conseguirlo. Es fácil demostrar que se trata de una máxima razonable, prudente, útil, pero no hay forma de demostrar racionalmente que sea verdad. Y sin embargo la aceptamos como tal y basamos en ella nuestra convivencia. Algún religioso nos podría decir con sorna que somos tan 'irracionales' como ellos cuando apelan a Dios. Seamos por tanto más humildes y reconozcamos que nuestra institucionalidad democrática también se funda en una verdad previa, una verdad que además no podemos demostrar racionalmente. La democracia moderna, la liberal o constitucional, no es sólo un conjunto de reglas para la toma de decisiones, como arguyen muchos, sino un sistema preñado de valores sustantivos.

Ahora bien, y aquí viene la dosis de humildad para los religiosos, la verdad democrática es una verdad de mínimos: la igual dignidad de las personas es una afirmación que exige ser concretada en cada momento histórico en cuanto a su alcance y sus consecuencias, y eso se efectúa a través de un proceso político complejo y dubitativo. Por el contrario, la Iglesia católica afirma poseer una verdad de máximos, un catálogo de verdades concretas y particulares que estarían ya establecidas desde siempre. Por ejemplo, que existe una persona desde la concepción, o que la única familia es la heterosexual, o que la finalidad necesaria de ésta es la procreación. En definitiva, la Iglesia posee un 'exceso de verdades' de carácter previo al proceso democrático y de ahí sus dificultades para integrarse en ese proceso. Porque confunde lo que son opiniones razonables y respetables que derivan de su tradición intelectual y de su fe con verdades objetivas que debería acatar cualquier ser racional.

La Iglesia se equivoca profundamente cuando acusa al sistema democrático moderno de relativista, porque está muy lejos de serlo: en realidad, este sistema se fundamenta en una verdad absoluta y universal que está blindada para cualquier relativismo de opinión o mayoría. Una verdad que, además, forma parte también del ideario cristiano desde hace siglos: la igual dignidad de todas las personas. Muchos demócratas laicos, curiosamente, colaboran con gusto con esta acusación eclesial al afirmar que democracia y verdad son incompatibles y defender pretenciosamente que la verdad es sólo fruto del consenso. Humildad. Unos deberían intentar 'podar' su exceso de verdades cuando intervienen en el ámbito público común a todos. Y otros, los ciudadanos laicos y laicistas, deberíamos atrevernos a reconocer con franqueza que también nosotros creemos en verdades indemostrables y que precisamente gracias a ello hemos llegado a donde estamos.