José Luis Zubizarreta

Los de Gesto
(El Correo, 11 de febrero de 2007)

            Casi nadie se percató de su presencia cuando, hace ahora poco más de veinte años, un grupo de universitarios se concentró por primera vez en el campus de la Universidad de Deusto para protestar contra una de las tantas muertes violentas que por entonces se producían en nuestro país. Casi nadie se dio tampoco por aludido. A pocos les preocupaban en aquellas fechas las víctimas, que, como profesionales que solían ser de los cuerpos de seguridad, parecían estar obligadas a pagar con su vida la defensa de las libertades. Se pensó que aquel gesto no pasaría de ser una protesta emocional y efímera, cuyo ingenuo voluntarismo se iría consumiendo poco a poco por la propia inconstancia juvenil de quienes lo promovían y por la indiferencia adulta de quienes lo contemplaban.
            Del campus universitario pasaron a las calles de nuestras ciudades y a las plazas de nuestros pueblos. Nadie convocaba las concentraciones. La muerte misma de uno de nuestros conciudadanos era la llamada que invitaba a reunirse en el lugar y la hora que la costumbre había logrado hacer muy pronto habituales. Casi nunca fueron muchos, y lo que hacían lo hacían sin ruido. Quizá fuera su voluntario silencio lo que les impidió alcanzar asistencias multitudinarias. Pero quizá fuera ése también el motivo de que no tardaran en disiparse las sospechas sobre su adscripción política o partidaria. Los partidos, acostumbrados a dividir a la ciudadanía entre adeptos y adversarios, pronto tuvieron que ceder a la evidencia y sacudirse sus recelos iniciales. Era verdad que, como sus propios promotores decían, el gesto tenía un carácter exclusivamente ético y pre-partidario. Las biografías de los pocos que se situaban tras las pancartas eran perfectamente conocidas por sus vecinos, y éstos no podían asignarlas a ninguna afiliación ideológica común, sino que se veían obligados a repartirlas, en parecida medida, entre las muchas que por entonces configuraban el espectro político democrático del país. Podían ser ingenuos o utópicos, pero no eran ni quintacolumnistas ni caballo de Troya de fuerza política alguna que les dictara sus consignas. Eran ni más ni menos lo que decían. Lo poco que decían.
            Precisamente por esa asepsia partidaria de la que presumían, el ambiente que se creó a raíz de la firma del Acuerdo de Ajuria-Enea en enero de 1988 se convirtió en terreno abonado para su florecimiento. Los de aquel pequeño gesto inicial se encontraron como en su casa en aquella nueva atmósfera de unidad. Asumieron el Acuerdo como suyo y alcanzaron, a su amparo, sus tiempos de mayor gloria. Definido el terrorismo en términos de intolerancia y de fanatismo, y no de radicalismo nacionalista, pudieron conseguir que sus gestos adquirieran una penetración transversal en la compleja sociedad vasca y que sus concentraciones fueran cada vez más plurales y nutridas. Iniciativas como la del lazo azul, iniciada con ocasión del secuestro de José María Aldaya, les dieron, por fin, la visibilidad y la continuidad que durante tanto tiempo les habían sido negadas. La concesión del Premio Príncipe de Asturias los proyectó más allá de las fronteras de Euskadi y les permitió dar testimonio del pacifismo vasco en otros pueblos de España.
            La ruptura del Acuerdo de Ajuria-Enea en marzo de 1998, junto con la subsiguiente instalación de la política frentista, supuso un período de crisis para quienes ya se habían consolidado bajo el nombre de Gesto por la Paz. El brutal enfrentamiento que se abrió entre el autoproclamado constitucionalismo y el nacionalismo dejó sin espacio a cualquier proyecto que apelara a la transversalidad. Por otra parte, el de la paz, que era el único objetivo que definía al movimiento, se convirtió en un concepto sospechoso y casi proscrito. Y el pacifismo quedó denostado y sustituido por otras actitudes más aguerridas. En aquel ambiente de tremenda belicosidad, Gesto por la Paz, de haber sido la punta de lanza de la resistencia civil frente al terrorismo, pasó a convertirse en un movimiento blandengue, sospechoso, incluso, de connivencias inconfesables, y como tal fue vilipendiado por los adalides intelectuales de las novísimas tendencias que se formaron en torno al lema de la libertad.
            Ayer, los de Gesto volvieron a salir a la calle en su habitual conmemoración de la muerte de Gandhi y consiguieron lo que nadie había conseguido en los últimos tiempos: la adhesión de todos los partidos democráticos a su convocatoria. Podrán sentirse satisfechos. Pero no deberían engañarse. La unidad que ayer lograron recomponer tiene todo el aspecto de ser tan efímera como interesada, y no prefigura, en consecuencia, la apertura de ningún tiempo nuevo en las relaciones políticas. Gesto seguirá siendo, de momento, el refugio al que acudirán a cobijarse aquellos pocos ingenuos que, para defender la libertad, no ven necesario renunciar a la paz.